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Rebelde
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Libro electrónico189 páginas2 horas

Rebelde

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Los Andrada Campos son una familia de renombre, llena de abogados y médicos. A Lidia, que acaba de terminar el colegio, le toca decidirse por alguna de estas dos carreras o, en su defecto, casarse con alguien que esté a la altura de la familia, siguiendo los pasos de su madre.
No hay otra opción, su padre lo ha dejado claro, y también deberá cambiar de una vez esa apariencia de "mala vida" que avergüenza a la familia.
Lidia, atragantada con sus secretos desde hace años, debe tomar coraje para enfrentar a su padre y así evitar un futuro infeliz. ¿Pero a qué precio?

"Rebelde" nos muestra muchas verdades que preferimos ignorar para no sentir culpa, cuestionando aquellas cosas que decimos hacer "por amor" y que no nos permiten crecer como individuos y como sociedad.
El egoísmo, las tradiciones, el "qué dirán", y el equivocado concepto de "éxito" que acecha a nuestros sueños hasta ahogarlos, son el punto de partida para esta historia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2021
ISBN9781005994273
Rebelde
Autor

Sonia Pericich

Sonia Pericich nació el 20 de mayo de 1981 en la localidad de El Socorro, provincia de Buenos Aires (Argentina).Comenzó escribiendo poemas en su adolescencia, quizás como muchos, pero pronto supo que necesitaba más.Sin aferrarse a un género en particular, debido a su afán de desafiarse, sus historias giran en torno a los eternos conflictos entre la naturaleza humana y las leyes impuestas por la sociedad —creencias, tradiciones y costumbres—, evidenciando su espíritu analítico y crítico, carente de fanatismos.Tanto en escenarios realistas como fantásticos, las acciones de sus personajes intentan provocar en el lector ese mismo espíritu.Fundadora de "Hoja en blanco", trabaja como editora amateur para el crecimiento de la literatura independiente.Dicen que su apellido acarrea el gen de la locura y la terquedad, pero ella prefiere llamarlo "Libertad".Obras publicadas:"8 Santos" - Misterio y Detectives"El noveno informe" - Misterio y Detectives"Viajeros del viento" - Cuento fantástico"Rebelde" - Coming of age"Universal" - Ciencia Ficción Ligera"Cuarto para medianoche - Escritores independientes" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Media Naranja Medio Limón" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)"Hoja en blanco, cuentos y relatos (de este mundo y de otros)" - Antología de Hoja en Blanco (organizadora - editora)

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    Rebelde - Sonia Pericich

    LegalesRebelde807x1200TitulominimoRebelde807x1200

    "...no la mi­res a los ojos,

    pue­des caer y en­con­trar

    al amor de tu vida."

    VOL­BEAT

    Lola Mon­tez

    Capítulo 1

    El ca­lor del café es­pa­bi­ló a Li­dia, aun­que no del modo que es­pe­ra­ba. Aquel era el úni­co pi­ya­ma que ha­bía traí­do por la ur­gen­cia de la hui­da. Se apre­su­ró a qui­tar­se el pan­ta­lón y allí mis­mo, en la co­ci­na, lo puso bajo el agua de la ca­ni­lla y lo res­tre­gó con fuer­za.

    —No ten­go que le­van­tar­me tan tem­prano solo por gus­to, no sir­vo para esto —dijo en voz alta. De ma­ña­na sus mo­vi­mien­tos eran tos­cos y no siem­pre po­día pen­sar con cla­ri­dad. Era pe­li­gro­so que ma­ni­pu­la­ra un café ca­lien­te a esas ho­ras, pero ne­ce­si­ta­ba se­guir­le el rit­mo a la so­cie­dad si que­ría con­se­guir un tra­ba­jo.

    Mien­tras veía lan­gui­de­cer la man­cha ama­rro­na­da, re­cor­dó de sú­bi­to aque­lla vez en que con sus acua­re­las arrui­nó una al­fom­bra. Te­nía ape­nas cin­co años en ese mo­men­to, y re­cién aho­ra com­pren­día me­jor el en­fa­do de su pa­dre: vis­lum­bra­ba ya el pre­sen­te. Por mu­cho tiem­po cre­yó que una al­fom­bra va­lía más para él que una son­ri­sa suya, más que el di­bu­jo que es­ta­ba ha­cién­do­le con ca­ri­ño y ad­mi­ra­ción, pero aho­ra lo veía de otra ma­ne­ra.

    La man­cha de café se re­sis­tió un poco, pero al fi­nal ce­dió. Es­cu­rrió el pan­ta­lón y lue­go lo es­ti­ró en el res­pal­do de una si­lla. Nada de usar la se­ca­do­ra, de­bía aho­rrar de to­das las for­mas po­si­bles. Mau­ri­cio, su ami­go, in­sis­tió mu­cho en dar­le di­ne­ro o ha­cer­se car­go de sus cuen­tas mien­tras es­tu­vie­ra allí, pero ella se re­sis­tió tan­to a eso como a que­dar­se en su casa, su pri­me­ra ofer­ta. Bus­ca­ría un tra­ba­jo, pa­ga­ría sus gas­tos, y le de­mos­tra­ría a su pa­dre que no ne­ce­si­ta­ba de los An­dra­da Cam­pos ni de na­die más.

    Su fa­mi­lia te­nía his­to­ria. Va­rias ge­ne­ra­cio­nes de abo­ga­dos y mé­di­cos, co­men­zan­do por su bi­sa­bue­la Hor­ten­sia, una de las pri­me­ras mu­je­res en es­tu­diar abo­ga­cía, ha­cían eco del ape­lli­do An­dra­da Cam­pos en su ciu­dad na­tal. Ro­ber­to, su pa­dre, ma­ne­ja­ba el es­tu­dio de abo­ga­dos de la fa­mi­lia. Era un or­gu­llo para él ha­ber sido ele­gi­do en­tre sus her­ma­nos para ser el en­car­ga­do del ne­go­cio fa­mi­liar cuan­do su pa­dre fa­lle­ció, los An­dra­da Cam­pos se ga­na­ban sus pues­tos y res­pe­ta­ban je­rar­quías, como si en lu­gar de una fa­mi­lia se tra­ta­ra de una ma­fia.

    Mau­ri­cio, en cam­bio, ha­bía te­ni­do que ha­cer­se car­go del ne­go­cio in­mo­bi­lia­rio de su fa­mi­lia sien­do muy jo­ven y a des­gano, por eso la apo­ya­ba aho­ra. Bueno, por eso y por­que lle­va­ban casi dos años jun­tos. No eran pre­ci­sa­men­te una pa­re­ja, al me­nos no en el sen­ti­do de la fi­de­li­dad y de los pla­nes a fu­tu­ro, eran más bien como un par de ami­gos que com­par­tían cama. Se que­rían, a su modo cada cual, y con­ta­ban el uno con el otro tal como aho­ra es­ta­ba su­ce­dien­do. Lo ha­cían sin pen­sar, no era una cues­tión de va­lo­res o de sen­ti­mien­tos, sino algo na­tu­ral en­tre ellos. Cuan­do Li­dia lo lla­mó para de­cir­le que ha­bía hui­do de casa de sus pa­dres, él no dudó en so­co­rrer­la.

    Fue a ves­tir­se. El oto­ño pa­sa­ba rau­do dan­do paso a un in­vierno pre­coz, y el frío eri­zan­do sus pier­nas se lo re­cor­dó ape­nas ce­dió el ar­dor de la leve que­ma­du­ra por el café de­rra­ma­do. Le que­da­ba solo un jean lim­pio y lle­va­ba tres días con la mis­ma re­me­ra, ten­dría que la­var ropa. Pen­só en ha­cer­lo a mano para no en­cen­der la la­va­do­ra, pero ha­bía pos­pues­to la ta­rea al pun­to de te­ner ya un mon­tón que de solo ver­lo daba ga­nas de in­cen­diar­lo en lu­gar de to­mar­se todo ese tra­ba­jo.

    Bajó y en­cen­dió el or­de­na­dor para bus­car ofer­tas de tra­ba­jo, como cada día des­de que ha­bía lle­ga­do. No co­no­cía a na­die en la ciu­dad ni con­ta­ba con la re­co­men­da­ción de su pa­dre para con­se­guir al­gún pues­to de ofi­ci­na sen­ci­llo, así que ten­dría que bus­car algo mu­cho más sim­ple. De moza en un bar, por ejem­plo. Al fi­nal de cuen­tas, su pa­dre tam­po­co la hu­bie­ra re­co­men­da­do sin an­tes obli­gar­la a cor­tar­se el pelo, pei­nar­se y ves­tir­se como una mu­jer nor­mal. Para él, como para mu­chos otros, las ras­tas que ella lle­va­ba eran su­cias, una se­ñal de va­gan­cia que no iba para nada con su ima­gen de fa­mi­lia re­nom­bra­da y cul­ta. Po­dría ha­ber­la abra­za­do al­gu­na vez y sen­tir su per­fu­me para qui­tar­se ese pre­jui­cio, pero nin­gu­na de las dos co­sas es­ta­ba en sus pla­nes: ni abra­zar­la ni cam­biar su for­ma de ver la vida.

    No es que no la qui­sie­ra, al me­nos eso que­ría creer Li­dia, todo te­nía que ver con esas cos­tum­bres de an­ta­ño que se em­pe­ña­ba en se­guir. Era el pa­dre, la ca­be­za de la fa­mi­lia, su ta­rea era tra­ba­jar y traer di­ne­ro a casa mien­tras su ma­dre cria­ba ni­ños y les daba ór­de­nes a las sir­vien­tas. Todo muy de pe­lí­cu­la, de no­ve­la, tan cli­ché que Li­dia co­men­zó a re­cha­zar­lo des­de muy pe­que­ña. Le cos­ta­ba en­ten­der por qué era tan di­fe­ren­te al res­to de la fa­mi­lia, y lle­gó a pen­sar in­clu­so que era adop­ta­da, pero des­car­tó la idea al sa­ber­se aho­ra, en su ado­les­cen­cia, el fiel re­tra­to de su pa­dre. De su ma­dre solo te­nía la mi­ra­da, esa mi­ra­da lle­na de sue­ños ro­tos por los cua­les nun­ca se atre­vió a pre­gun­tar.

    No ha­bía tra­ba­jo para ella en in­ter­net. En­con­tró solo uno; una se­ño­ra ma­yor ne­ce­si­ta­ba una dama de com­pa­ñía cama aden­tro, pero con co­no­ci­mien­tos de en­fer­me­ría. Un tra­ba­jo bien pa­ga­do, ten­ta­dor, pero ella no es­ta­ba ca­pa­ci­ta­da. Por un mo­men­to le dio la ra­zón a su pa­dre cuan­do in­sis­tía en que el es­tu­dio le da­ría un buen pa­sar, pero a la vez se­guía afe­rra­da a no en­ce­rrar­se en una vida de abo­ga­dos cuan­do lo suyo no eran los tra­jes y las car­pe­tas, sino los pin­ce­les y los lien­zos.

    Hip­pie la ha­bía lla­ma­do él en su úl­ti­ma con­ver­sa­ción, aque­lla que desem­bo­có en su hui­da noc­tur­na, con la com­pli­ci­dad de su ma­dre que, muy a su pe­sar, en­ten­dió que era lo me­jor para ha­cer que él re­ca­pa­ci­ta­ra.

    Re­vi­só su mo­chi­la. Le que­da­ba muy poco di­ne­ro. Lue­go bajó a la co­ci­na y re­vi­só la des­pen­sa, hizo un cálcu­lo rá­pi­do y adi­vi­nó unos tres días para que­dar­se sin co­mi­da, siem­pre y cuan­do no vol­vie­ra a in­cen­diar algo como el pri­mer día. Es­pe­ra­ba que Mau­ri­cio no no­ta­ra la fal­ta de aquel re­pa­sa­dor cuan­do vi­nie­ra a ver­la el fin de se­ma­na.

    La casa en la que se que­da­ba era de él, y no era pre­ci­sa­men­te un ho­gar. Mau­ri­cio era due­ño de una in­mo­bi­lia­ria y te­nía va­rias pro­pie­da­des en los al­re­de­do­res, aun­que aque­lla en la que Li­dia pa­sa­ba aho­ra sus días no es­ta­ba en al­qui­ler ni a la ven­ta. An­tes de que Li­dia se ins­ta­la­ra allí, Mau­ri­cio la uti­li­za­ba como casa de fin de se­ma­na, so­lía ir con ella e in­vi­tar a otros ami­gos y por eso el lu­gar se pa­re­cía más a un ho­tel. Es­ta­ba en Vi­lla Mer­ce­des, una pe­que­ña ciu­dad a 60 ki­ló­me­tros de su na­tal Va­lle Ol­vi­da­do. Te­nía un pa­tio con pis­ci­na, ja­cuz­zi y pa­rri­lle­ro, una sala con ba­rra de tra­gos, un gran sofá, un te­le­vi­sor y un equi­po de mú­si­ca. La co­ci­na se fun­día con el la­va­de­ro, te­nía un desa­yu­na­dor para dos per­so­nas, una pe­que­ña mesa en un rin­cón y una ven­ta­na que daba al fren­te, todo en un es­pa­cio muy re­du­ci­do. La ha­bi­ta­ción del piso de arri­ba, en cam­bio, te­nía una gi­gan­tes­ca cama para la cual Mau­ri­cio ha­bía man­da­do a con­fec­cio­nar sá­ba­nas y cu­bre­ca­mas a me­di­da, las pa­re­des es­ta­ban cu­bier­tas por va­rios es­pe­jos, las lu­ces eran te­nues, y un pe­que­ño ar­ma­rio rei­na­ba en un rin­cón. Al otro lado de la es­ca­le­ra, ha­bía un mo­des­to gim­na­sio al que solo ac­ce­dían ella y él cuan­do es­ta­ban so­los. Sin em­bar­go, la casa no era gran­de, to­dos aque­llos am­bien­tes te­nían el es­pa­cio jus­to para con­si­de­rar­se tam­bién cá­li­dos, pero cier­ta­men­te no se pa­re­cía en nada a lo que po­dría ser un ho­gar de fa­mi­lia.

    Or­ga­ni­zó la des­pen­sa de acuer­do a aque­llos cálcu­los para lle­gar bien al fin de se­ma­na, aun­que tam­po­co te­nía mu­cha fe de es­tar cal­cu­lan­do co­rrec­ta­men­te a esas ho­ras. Lo vol­ve­ría a re­vi­sar más tar­de. Mau­ri­cio ven­dría el sá­ba­do por la ma­ña­na y trae­ría ví­ve­res para los dos. Solo eso ha­bía acep­ta­do de él ade­más del te­cho. Cla­ro que Mau­ri­cio, muy cons­cien­te y sien­do as­tu­to, siem­pre traía de­más ar­gu­men­tan­do que no sa­bía cal­cu­lar bien las por­cio­nes. Ella no era ton­ta y lo no­ta­ba, pero lo de­ja­ba ha­cer, tan­to por ne­ce­si­dad como por sa­ber que él dis­fru­ta­ba cui­dán­do­la. Mau­ri­cio era a ve­ces como el pa­dre que le hu­bie­ra gus­ta­do te­ner, pero re­cha­za­ba ese pen­sa­mien­to ape­nas la ron­da­ba por­que se le vol­vía mor­bo­so al com­par­tir la cama con él.

    No po­día de­cir que lo ama­ba, pero tam­po­co ig­no­rar su ne­ce­si­dad de él. Aún re­cor­da­ba el día en que lo vio por pri­me­ra vez. Des­de la ven­ta­na del sa­lón de se­gun­do año de la es­cue­la se­cun­da­ria de Va­lle Ol­vi­da­do, se po­día ver el in­te­rior de las ofi­ci­nas del edi­fi­cio de en­fren­te, en el pri­mer piso. Mau­ri­cio lle­ga­ba cada ma­ña­na a la mis­ma hora que Li­dia en­tra­ba a cla­se y ella no pa­sa­ba a for­mar has­ta no ver­lo. Lue­go co­rría al sa­lón para es­piar­lo en la ofi­ci­na. Te­nía ca­tor­ce años en­ton­ces y él bien po­dría ha­ber sido real­men­te su pa­dre con sus trein­ta y seis. Al prin­ci­pio su ad­mi­ra­ción se ba­sa­ba, de he­cho, en eso, en desear que su pa­dre se pa­re­cie­ra más a él. Mau­ri­cio son­reía, sa­lu­da­ba ale­gre a sus com­pa­ñe­ros de tra­ba­jo, ves­tía bien pero siem­pre in­for­mal, fres­co, se lo veía có­mo­do y no tie­so y amar­ga­do den­tro de un tra­je. Pero con el tiem­po notó que ha­bía algo más en él que la cau­ti­va­ba, y aque­lla pri­me­ra vez que se en­con­tró des­cu­brien­do su cuer­po mien­tras pen­sa­ba en él, no pudo más que sen­tir­se aver­gon­za­da y con­fun­di­da, sin em­bar­go, aque­lla aven­tu­ra fue un ca­mino de ida ha­cia un lu­gar del que ja­más pudo re­gre­sar. Aún hoy, cada de­seo, cada ca­ri­cia y cada ge­mi­do le ha­cían sen­tir cul­pa; a ve­ces, in­clu­so, ha­bía lle­ga­do a llo­rar un poco. Se­gún su per­cep­ción de la so­cie­dad y sus cos­tum­bres, no era nor­mal que una mu­jer sin­tie­ra y, so­bre todo, mos­tra­ra tal de­sen­freno re­fe­ri­do a la se­xua­li­dad, pero ella no po­día con­te­ner­se ni en­ten­día por qué de­bía ha­cer­lo, y eso le pro­vo­ca­ba aún más ines­ta­bi­li­dad a su ado­les­cen­cia. Como una dro­ga que uno se arre­pien­te de ha­ber con­su­mi­do al mo­men­to jus­to de dar­se cuen­ta que ya no pue­de vi­vir sin ella, Li­dia re­cha­za­ba el sexo tan­to como lo desea­ba.

    Fue poco des­pués de cum­plir los die­ci­séis que tomó co­ra­je para lla­mar­le la aten­ción al hom­bre que la ha­bía des­per­ta­do, y él, ne­ga­do por jui­cios mo­ra­les aje­nos, al prin­ci­pio la ig­no­ró. Pero no pudo ha­cer nada cuan­do la en­con­tró una tar­de en la puer­ta de su de­par­ta­men­to. Li­dia no era exu­be­ran­te, pero tam­po­co te­nía el fí­si­co pro­pio de una ado­les­cen­te; de que­rer­lo, po­dría ha­ber men­ti­do para con­se­guir al­cohol o la en­tra­da a al­gún bo­li­che sin que la cues­tio­na­ran ni le pi­die­ran iden­ti­fi­ca­ción. De ri­zos ne­gros y una piel pri­vi­le­gia­da, ig­no­ra­da por las vi­ci­si­tu­des de la pu­ber­tad y ado­les­cen­cia, sus ojos ab­sor­bían a Mau­ri­cio como si fue­sen un agu­je­ro ne­gro. Ella no apa­ren­ta­ba die­ci­séis, y él no apa­ren­ta­ba sus trein­ta y ocho, y jun­tos, cier­ta­men­te, na­die po­dría juz­gar­los como lo que eran: un par de re­ne­ga­dos de las nor­mas mo­ra­les que no po­dían ya con­te­ner lo que los en­can­ta­ba.

    Des­de aquel día no se ha­bían se­pa­ra­do. Cuan­do co­men­za­ron a co­no­cer­se su­pie­ron tam­bién que te­nían mu­cho en co­mún, y eso bo­rró por com­ple­to cual­quier ras­tro de cul­pa o ver­güen­za que am­bos tu­vie­ran en cuan­to a su di­fe­ren­cia de edad, aun­que en Li­dia se­guía la­ten­te, de ma­ne­ra per­so­nal, el amor-odio con su se­xua­li­dad. El pa­dre de Li­dia supo de su re­la­ción no mu­cho des­pués, y en un prin­ci­pio ame­na­zó con me­ter­la a un con­ven­to (otro cli­ché, pen­só Li­dia aquel día), pero lue­go se en­te­ró que Mau­ri­cio po­día ser un buen par­ti­do, y no te­nien­do mu­chas es­pe­ran­zas en su hija res­pec­to a su fu­tu­ro, pen­só que qui­zás po­dría aco­mo­dar­la con él para que sea, al me­nos, una bue­na es­po­sa.

    Re­cor­dan­do aque­llo vol­vió a pen­sar, como cada día, en su ma­dre, en lo que es­ta­ría su­frien­do, en sus ga­nas de res­ca­tar­la, y tam­bién en la fuer­za que le daba desear ha­cer­la sen­tir or­gu­llo­sa. Vol­vió al piso de arri­ba para bus­car la ropa sin de­jar de pen­sar en ella.

    En los úl­ti­mos días, es­tan­do tan abu­rri­da y sola en aque­lla casa, ha­bía lle­ga­do a mu­chas con­clu­sio­nes so­bre su fa­mi­lia. Pen­só tam­bién en su her­mano, Da­vid, y has­ta en Rita y Car­me­la, las sir­vien­tas, am­bas muy com­pin­ches con ella des­de pe­que­ña. Te­nía sen­ti­mien­tos en­con­tra­dos, la sen­sa­ción de li­ber­tad ha­cía chis­pas cons­tan­tes con la in­cer­ti­dum­bre, con el te­mor a te­ner que vol­ver pi­dien­do per­dón. De­bía en­con­trar una ma­ne­ra rá­pi­da de con­se­guir di­ne­ro, para no com­pro­me­ter más a Mau­ri­cio y ha­cer que la com­pli­ci­dad de su ma­dre al per­mi­tir­le irse va­lie­ra la pena, de lo con­tra­rio, am­bas ve­rían su or­gu­llo em­pe­que­ñe­ci­do y frá­gil fren­te a su pa­dre de por vida.

    Me­tió la ropa en la la­va­do­ra y sa­lió a ca­mi­nar. Vi­lla Mer­ce­des no se pa­re­cía en nada a Va­lle Ol­vi­da­do, a sim­ple vis­ta al me­nos. Su ciu­dad na­tal es­ta­ba pla­ga­da de bue­nas fa­mi­lias y ca­sas de

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