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Astralis I. El destino de Leon
Astralis I. El destino de Leon
Astralis I. El destino de Leon
Libro electrónico421 páginas5 horas

Astralis I. El destino de Leon

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Imagina que tus mayores temores te persiguen incluso estando despierto. Cada vez son peores, más siniestros y mordaces. Sólo si aceptas el camino, conseguirás que guarden silencio. Un reino deseando ser conquistado y un conquistador deseoso de expandir su poder hacia la realidad consciente es lo que separa a Leon de una vida tranquila, una vida como la de cualquier otro chico abrumado por no saber exactamente quién es.
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento22 ene 2024
ISBN9788410076259
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    Astralis I. El destino de Leon - Martín Vivo Llorca

    I

    Las pesadillas invadieron a Leon otra noche más. Por suerte para él, esa sensación era familiar, ya fuese cenando, dando un paseo o antes de irse a dormir, pero allí estaba. No era capaz de recordar la primera vez que tuvo una parálisis del sueño, pero sí recordaba que con el paso de los años esos sueños se habían vuelto más tétricos y fúnebres.

    Aunque no siempre había sido así, ya se había acostumbrado a sentir cómo una figura incorpórea surgía frente a él en la oscuridad de la noche. Ya era de noche cuando se despidió de sus padres, antes de cerrar la puerta y sumirse en la soledad de su habitación. Los primeros días de clase comenzaban a ocupar los pensamientos de Leon, angustiado por iniciar otro año sin su hermana.

    Apretó los párpados con fuerza, deseoso por deshacerse del calor y la agitación mental, hasta que, por fin, pudo dejar la mente en blanco y dormir.

    Sin embargo, un tiberio le distrajo de su descanso: un aleteo siniestro.

    Se giró hacia la puerta, sobresaltado, y allí estaba. Volvía a aparecer, una noche más, el espectro de una chica de corta edad y fina como el papel. Dejaba entrever un rostro cadavérico, semicubierto por una cabellera negra azabache, enredada y rota, que contrastaba con su piel color marfil. Las gotas de agua descendían por el camisón sucio hasta chocar con el suelo.

    Ploc, ploc, ploc…

    Ella llegaba para atormentarlo.

    Desde el pórtico de la puerta, deslizó los pies doloridos y ensangrentados, avanzó pausada y decididamente, hasta pararse frente a él, en el borde de la cama.

    Ploc, ploc, ploc…

    Leon ya podía oler la humedad que impregnaba a la chica.

    Ploc, ploc, ploc, volvió a escuchar.

    «Solo uno más», pensó.

    Mirándolo desde el filo del camastro, los ojos cerrados de Leon la observaron aterrorizados. La muchacha se nutría de la angustia que le producía su presencia y los intentos desesperados por despertarse.

    Ploc, ploc, ploc…

    Leon contó el cuarto y ya no escuchó nada. ¿Se habría marchado?

    Esta vez, no.

    El silencio acompañó una parálisis aún mayor. El camisón húmedo le rozó el cuerpo, helándole la sangre, y las gotas de agua ya no encontraron el suelo, sino su rostro. La chica había trepado por los faldones de la cama con una facilidad sorprendente para el poco músculo que lucía, hasta que se quedó a unos pocos centímetros de su cara. En lo único en lo que pudo fijarse Leon fue en esa respiración vacía y gélida, que emitía entrecortada y desesperada, buscando algo de oxígeno.

    Sentía cómo se ahogaba en su propia pesadilla.

    Gritos sordos, espasmos paralizados y una angustia indescifrable a merced de su subconsciente, que terminaban por despertarlo, con el corazón acelerado.

    Leon se daba cuenta, pero tampoco hacía nada para remediarlo: soñar era su vía de escape. Sobre todo, desde que el instituto le robaba el tiempo que antes usaba para él mismo.

    Aquella noche fue una de tantas sin poder dormir. Rosalie tuvo que repetir al día siguiente lo que le decía en varias ocasiones:

    —Cariño, ¿cómo han ido las clases hoy? —preguntó Rosalie mientras se servía la cena.

    —Como siempre, mamá… —contestó apagado.

    Sus padres se miraron e intentaron averiguar qué ocurría, pues ya llevaba unos días más alicaído de la cuenta.

    —Encontrarás nuevos amigos —se atrevió a aventurar Arthur.

    Leon no contestó, dejando clara su postura. Tras unos segundos debatiendo con Rosalie, usando miradas, Arthur volvió a hablar, pero esta vez cambió de tema.

    —Había pensado que podríamos ir este fin de semana a algún sitio para desconectar, ¿te gustaría unirte?

    Leon se encogió de hombros.

    —¿Sabéis si volverá a tiempo este año? —preguntó Leon de golpe.

    Sus padres se miraron, aunque él no se dio cuenta.

    —Aún no nos ha dicho nada, pero intuimos que sí, cielo. —Rosalie se adelantó a contestar, sabiendo que se refería a su hermana.

    —Sí. El año pasado tuvo competiciones y por eso no pudo estar en tu cumpleaños. Si recuerdo bien, me dijo que al subir de categoría, esta temporada serían en otras fechas.

    La voz grave de Arthur conseguía apaciguar tormentas y Leon estaba en pleno centro. Echaba de menos a su hermana.

    Se aburría, se sentía solo y no compartía lazos con nadie de su edad. Malcolm y Avery, sus amigos de la infancia, habían decidido alejarse de él antes del verano y juntarse con otros chicos, cuando Leon les comentó que le ocurría algo con los sueños.

    Las evasivas de sus padres no le convencieron mucho y se fue apenado a dormir. Dio vueltas en la cama durante muchas horas. Sentía una pesadez tremenda en el cuerpo, una que no le dejaba dormir, como si algo le presionara hacia las entrañas desde el fondo de su mente. Sin embargo, pensar en su hermana lo consoló un poco. Solo deseaba que llegara a tiempo para el cumpleaños y, por cada día que pasaba, perdía la esperanza de volver a verla.

    No llegó a quedarse dormido, cuando algo lo sorprendió en la oscuridad de la noche. Entreabrió los ojos, extrañado de que alguien picara a la puerta a esas horas, interrumpiendo sus pensamientos.

    Dejó el reloj en la mesilla. Era tarde.

    Preguntó al aire para averiguar quién era, aún metido en la cama. Nadie respondió. Tan solo el chirrido de la puerta, abriéndose lentamente, le confirmó que alguien quería entrar.

    Forzó la vista y pudo ver la silueta, oscurecida por la noche, de un señor, gracias a las luces que se filtraban desde las farolas de la calle. El repiqueteo acompasado de su bastón de duelo anunciaba su presencia bajo el marco de la puerta. Escuchó la respiración envejecida, que avanzaba hacia él, y los movimientos pausados hacían que Leon supiera su posición todo el tiempo; no obstante, no podía hacer nada para evitar que se acercara.

    No dudó que estaba soñando. Le causó terror la sensación de sometimiento que le producían las criaturas que veía. Estaba a su merced, atado en la cama, petrificado otra noche más.

    Podía verse a sí mismo a través de los cristales de la ventana, como un mero espectador, pero no conseguía reconocerse en la cama. Los barrotes de hierro le dificultaban la visión, pero, por dentro, sabía que era él intentando salvarse y despertar.

    «¡Despierta!», se gritó a sí mismo desde la ventana, pero no surtió ningún efecto. «¡DESPIERTA!».

    No tardaron en aparecer las siluetas tenebrosas, irreconocibles y amorfas, que desprendían un aura que a cualquiera estremecería y que sentía desde que era un simple niño. Las veía vagar por su subconsciente en grupo, casi nunca solitarias, y sin ningún control, buscando su tormento. Nunca llegaban a tocarlo, era como si lo tuviesen prohibido.

    Era una simple bruma, que bailaba azarosa por los huecos de su mente, pero que, de algún modo, lo reconocían. Cuando despertaba, las preguntas sobre lo sucedido asolaban su mente. A veces, incluso, las buscaba, tratando de encontrar respuesta a su parálisis.

    La frustración lo acompañaba en cada intento y solo se encontraba con que lo rodeaban, instigaban y acosaban, hasta quedar paralizado y deseando despertar, gritando desesperado en un auxilio enmudecido que no llegaba. Leon lo tenía claro, ellas disfrutaban y se nutrían de él desde hacía mucho tiempo. Pero ¿qué podía hacer?

    La sensación previa que sentía, justo antes de dormirse, a veces lo alertaba: un inexplicable frío y desasosiego provocaban que Leon supiera que no iba a poder escapar esa noche.

    El cielo despejado que abrió la mañana acompañaba a un ambiente helado, proveniente de la desembocadura del río Fal. El fresco ayudaba a despertar a las personas que madrugaban para acudir a sus puestos de trabajo o a los jóvenes que acudían a clases. El olor a pan recién horneado llenaba las calles, aún vacías de transeúntes.

    Con el transcurso de las horas, el sol comenzó a liderar en el paisaje y las callejuelas se llenaron del bullicio de los habitantes de Falmouth, que acudían al mercado local de todos los miércoles. El gentío bienhumorado protagonizó la vista de los curiosos asomados en los balcones aledaños a la plaza. Desde esa altura podían contar hasta una treintena de puestos, divididos por productos, que se podían identificar por colores según sus toldos: rojo, azul, naranja y verde.

    A media mañana, un estruendo resonó por todos los rincones y recovecos de la villa. La plaza enmudeció al instante, incluso el dulce sonido de los mirlos, que acompañaba al gentío, calló.

    Las calles se llenaron de miradas confusas, tratando de identificar el origen del ruido. Los habitantes, que se apostaron rápidamente en los balcones, fueron los primeros en informar de una columna de humo gris oscuro que se diferenciaba tras la colina norte.

    Leon estaba en clase y no se había enterado de nada aún. A las afueras, no muy lejos del núcleo urbano, se encontraba la sede inglesa y principal de Génesis, una institución médica de gran relevancia mundial, que había logrado numerosos avances en la localización de enfermedades.

    El terreno de la compañía culminaba en el centro con una moderna construcción: un edificio central de más de cincuenta metros, blanco, con detalles grisáceos y negros, y con grandes estructuras de vidrio. En él se localizaba el laboratorio G-37, que se dedicaba a la exploración de nuevos compuestos y que, extrañamente, fue lo que explotó aquel día.

    Dadas las circunstancias y las pocas evidencias halladas, las autoridades no dieron explicaciones del suceso. No obstante, los medios de comunicación no tardaron en emitir su propia versión de los hechos y, así, el morbo mediático estuvo servido durante meses.

    Leon salió junto a sus compañeros para encontrarse con cotilleos vacíos y conversaciones inconexas, que se mezclaban por la acumulación de gente en las calles. La incredulidad y especulación fueron las primeras que oyó.

    Había tanta gente concentrada que Leon acabó por agobiarse, buscando una cara conocida en la que refugiarse.

    —Eyleen… —balbuceó angustiado, apartando a la gente del lugar y buscando con la mirada a su hermana—. Eyleen, ¿dónde estás…?

    Pero nadie respondió.

    Sus sollozos se solaparon con los alaridos de los demás. Se había corrido la voz de una explosión y la gente deseaba salir de la plaza con la mayor brevedad posible. Siguió buscando desesperado a su hermana, hasta que alguien sacó a Leon de la multitud de un tirón.

    —Marsie… —jadeó la desconocida—. Debes ir a casa de Marsie, me lo ha dicho Eyleen.

    —¿Qué? —respondió desconcertado, frunciendo el ceño.

    Maggie suspiró, ansiosa.

    —No tengo más información, Leon. Eyleen nos mandó a Theodore, Lauren y a mí a buscarte entre toda esta gente y pasarte el mensaje de que se encontraría contigo en casa de Marsie —añadió con prisas y algo ansiosa, mirando hacia todos lados—. Parecía preocupada, ¡date prisa!

    —¡Espera! —gritó, antes de que la chica se fuera corriendo—. Tú ¿adónde vas? ¿No vienes conmigo?

    —No, lo siento. Yo tengo que ver si mi hermana está bien. No tengo noticias de ella aún y trabaja en Génesis. Nos vemos, Leon. ¡Suerte!

    «A casa de Marsie», se repitió Leon una y otra vez mientras corría en esa dirección.

    Tras quince minutos abriéndose hueco entre la gente a codazos y empujones, consiguió su objetivo. Encaró la avenida principal y entró en casa de aquella señora, casi cayendo al suelo, trastabillando. Su hermana, Eyleen, lo recibió con un afectuoso abrazo.

    —¡Oh…! ¡Menos mal! —Suspiró aliviada—. Estás aquí. Recibiste el mensaje.

    Leon se sacudió la ropa.

    —Sí —respondió, algo aturdido aún—. Me encontré a Maggie cerca de la cafetería del Señor Jefferson. ¿Qué está ocurriendo, Eyleen?

    —¿No te has enterado? —dijo ella—. El ala este de Génesis ha explotado y no han sacado aún a nadie de allí. Están las autoridades, pero…

    Eyleen se giró de repente cuando escuchó unos pasos por su espalda.

    —Leon —interrumpió Marsie con su dulce voz—, no te preocupes. Los agentes saben lo que hacen. Seguro que solo ha sido un accidente sin consecuencias graves.

    No lo parecía.

    Una columna de humo densa, que viajaba a toda prisa cubriendo la ciudad, apagó la alegría que desprendía el mercado. Aunque Marsie lo hizo con muy buena intención, aquellas palabras no hicieron más que aumentar la tensión de su coqueto salón, de aspecto antiguo y que siempre olía a pastel recién horneado. La ventana estaba cerrada a cal y canto debido al frío, pero, aun así, se escuchaban los bramidos, confusos y preocupados, del gentío.

    Leon corrió las cortinas y apreció el contoneo del humo ennegrecido por el horizonte. Mientras, escombros y polvareda eran los protagonistas de las imágenes retransmitidas por el noticiero favorito de Marsie. Una enorme brecha en una parte del edificio se vio cuando una ráfaga de viento sopló con fuerza.

    Los hermanos aguardaron impacientes. El sol comenzaba a ponerse.

    El día parecía no tener fin y, cuando el sol comenzó a teñir el cielo de naranja entre el humo suspendido, el encargado del operativo confirmó las peores noticias:

    «Hemos hecho todo lo posible por averiguar qué ha ocurrido». —Eyleen hizo un gesto a su hermano para que subiera el volumen. «Hemos rescatado a trece personas, que ahora mismo están siendo trasladadas al hospital para su evaluación. Aun así, seguimos buscando, pues, según nuestros informantes, más gente está atrapada». Hizo una pausa dramática y sentenció: «Los encontraremos».

    Ninguno de los rescatados eran sus padres, aunque sí sintieron alivio por su amiga Maggie, cuando apareció el nombre de su hermana. Unas horas más tarde, casi a medianoche, el mismo operario reportó el deceso de las seis personas que acababan de localizar.

    II

    Todo cambió a raíz del accidente para los hermanos Tinkerdale. Leon se obsesionó con Génesis, institución por la que nunca había mostrado el menor interés si no hubiese sido por sus padres.

    Leon estaba sobreviviendo a las pesadillas, que se le habían ido de las manos, cuando Eyleen se marchó, al día después de su cumpleaños. Tristemente, los ánimos no estaban para fiestas, por lo que Leon decidió no hacer nada especial; solo pensaba en levantarse al día siguiente para desear volver a dormirse, a sabiendas de lo que le ocurría por las noches. Así, un día tras otro.

    Aún resonaba en su mente las palabras del director del caso, «No hemos encontrado más cuerpos con vida», y la visita de la subinspectora a cargo.

    Fue desolador para Leon.

    Si no eran aquellas palabras, en su cabeza solo podía reproducir la conversación que había tenido con su hermana la tarde antes de marcharse.

    Se fue a dormir pensando en ella. Fue una conversación agradable y llena de recuerdos sobre sus padres, lo que para Leon supuso un bálsamo fresco para una herida encarnizada.

    —¿Te acuerdas de cómo nos reuníamos a contarnos historias?

    Recordó su risa melancólica mientras bajaban por la callejuela hacia el puerto en su última tarde con Eyleen.

    Claro que me acuerdo… —Revivió la sonrisa de su hermana—. Me gustaban tus historias. Me acuerdo de cómo nos llamaba papá: «¡Eyleeeen, Leeeon!, es la hora de la reunión familiar. ¿Dónde estáis?». Y de cómo mamá siempre le reprochaba que fuera tan pesado.

    —«Son todavía las ocho, Arthur» —continuó con la imitación Leon—. «Cenemos antes y luego, que nos cuenten sus historias antes de dormir, ¿vale?». —Leon torció el gesto a uno más serio, meditabundo—. A mí me gustaba cómo eran. Nos dejaban espacio y mostrarnos cómo éramos.

    Eyleen, aunque era solo dos años mayor, actuó en cierta manera como una madre para Leon esa última semana. Su hermana comulgaba con las intenciones de Marsie de intentar apartar a Leon de los periódicos y las noticas. Aquello no podía enervar más a Leon. Sin embargo, para ella lo más importante era que pasara todo rápido y que se solucionase para su hermano pequeño; así, trataba de no darle tanta importancia a las noticias y a lo que aparecía en los medios. Ahora los dos eran huérfanos y no sabía muy bien cómo debía actuar, pues, aunque ella podía volver a su residencia y su vida en Estados Unidos, su hermano pequeño se quedaría solo en el pueblo que los vio crecer y el que también vio morir a sus padres.

    Se exigían mucho también —continuó ella—. A lo mejor, no te dabas cuenta, porque siempre estabas en tu mundo —bromeó, pero Leon no reaccionó—. Trataban de sacar lo mejor de nosotros, pero también de ellos.

    Ya hacía mucho tiempo que Leon había dejado de contarle a sus padres cosas como hacía cuando era pequeño y el remordimiento por no tratar de cambiar aquello lo abordaba a cada rato.

    La imagen del puerto cubría cada hueco de su mente, al verse sentado en uno de los muros que cubría el paseo marítimo del oleaje, a disfrutar de la compañía del otro y las vistas, hasta que Leon rompió el silencio.

    ¿Te contaron alguna vez cómo se conocieron? —Volvió a escuchar el oleaje chocar con los muros.

    Algo me contaron —contestó—. Pero no fue hasta el otro día cuando conocí la historia completa, gracias a Marsie.

    Leon la miró, esperando a que continuara, mientras que la brisa le removía el cabello.

    Papá estudió biomedicina en Alemania, en la Universidad de Colonia, y mamá estudió neurociencia, aquí, en Inglaterra, pero un proyecto la llevó hasta Alemania también.

    Sí, eso ya lo sé. Pero ¿cómo fue? ¿Cómo eran?

    Según Marsie, cuando era más joven, mamá era muy risueña, como siempre ha sido, y, al ser morena, nadie la tomaba por inglesa en Alemania. —Sonrió—. A ella eso no le importaba demasiado, estaba por encima de todos ellos. Papá se calmó un poco cuando se mudaron a Falmouth, pero cuando estaba estudiando, sacaba a relucir su gran carisma para salirse con la suya.

    Hubiera sido un buen detective o inspector, ¿eh? —divagó Leon.

    Sí, la verdad es que siempre le gustaron las historias de crímenes. Sabemos que tú has salido a él, hermanito.

    A Leon, esa vez, sí le hizo gracia la broma y, tras un instante, siguió la historia:

    En el programa, donde investigaban por separado, surgió una rama común y allí se conocieron. Al parecer, a mamá, Arthur no le caía muy bien que digamos.

    Seguro que no paraba de hacerle bromas. No sé de qué me sonará eso. —Miró a su hermana, vacilante.

    —Sí —rememoró ella, alegre—. Supongo que con el tiempo se acostumbró a su humor. Tuvieron mucha suerte de conocerse, eran muy buenas personas. Para Marsie, se convirtieron en su segunda familia cuando se mudaron a Falmouth.

    El tiempo pareció detenerse en aquella conversación mientras dormía. El recuerdo de Leon se emborronaba a partir de ahí. Dejó de recordar la despedida y los días fueron pasando imparables uno tras otro.

    Acababa de cumplir diecisiete años, pero cada día se aislaba un poco más de todo el mundo.

    Marsie se vino abajo tras el triste suceso; no obstante, anunció que se haría cargo de Leon, para que así Eyleen pudiese volver a cumplir su sueño en Estados Unidos. Lo peor de los días siguientes, fue tener que soportar a los obreros almorzando y deambulando de un lado a otro por las calles de la villa, transportando mercancía para la reconstrucción del laboratorio en ruinas y a los periodistas fisgoneando.

    A principios de noviembre, Leon estaba ayudando a Marsie con el negocio. Sin embargo, no entraban muchos clientes en esas fechas, por lo que se entretenía bailando con la música que sonaba por la radio, escribiendo relatos o dibujando imágenes.

    Había pasado ya tiempo desde que murieran sus padres, pero aún no sabía cómo actuar. Y lo peor no era eso. Un día, cuando nadie lo veía y mientras dibujaba en el mostrador, esperando a Marsie para hacer inventario al finalizar la jornada del jueves, se interrumpió la música para dar un anuncio importante:

    «Ya ha pasado casi un mes desde el trágico accidente…», oyó en la voz del presentador. «No queremos reavivar el recuerdo de uno de los peores eventos que ha vivido esta ciudad y este país, sin embargo, me gustaría interrumpir un momento la emisión para dar la bienvenida a la fundadora de Génesis: la señora Lingaard.

    Se calzó con prisa unos zapatos, desgastados por el tiempo que usaba para la tienda, y se alzó sobre un taburete para subir el volumen de la radio, que descansaba sobre la repisa más alta. Casi se cayó, pero consiguió mantener el equilibrio.

    «Gracias, Duncan, por permitirme estar unos minutos en tu programa —aduló falsamente—. No le voy a quitar mucho a tiempo a la audiencia de tu perspicaz ingenio. En un mes (podría ser por la mala calidad del sonido, pero a Leon le pareció que agravó su tono) mi inestimable compañero, el señor Magotts, y yo compareceremos para anunciar la evolución de Génesis y del laboratorio G-37, que reemprenderá sus proyectos lo más pronto que nos sea posible.

    Titilaron las luces y Leon recordó que tenía que haberlas arreglado hacía una semana. Se fijó en una silueta parada frente a la puerta. No había escuchado el característico ding que anunciaba que alguien había entrado a la pastelería. Tardó en enfocar la vista, tras apartar la mirada de los focos, aunque la voz de aquella persona le bastó para reconocerla.

    —Leon… —comentó apenada Marsie. guardando el paraguas.

    El muchacho apagó la radio tan rápido como pudo, haciéndose el inocente. Tardó unos segundos en responder.

    —No te preocupes. —Sonó condescendiente—. Era de esperar. ¿Has visto cuántos obreros hay pululando por el pueblo últimamente?

    Marsie enarcó las cejas hacia arriba, preocupada por el chico. Lo contempló recogiendo unos bártulos fuera de su sitio, incómodo.

    —¿Por qué no recoges tus cosas y nos vamos a casa a cenar? Es tarde, mañana tienes que volver a clase.

    —Primero, hagamos el inventario —atajó.

    Leon no quería dejarle más tareas a Marsie. Sentía que era una carga para ellos desde que lo habían acogido en su casa. Se daba cuenta de lo mucho que se preocupaban por él y no quería hacerla sentir peor. Por ello, contenía la rabia que le despertaba el hecho de que, poco más de un mes después, reabriera la división donde murieron sus padres. No lo había escuchado, pero algo dentro de él se lo dijo.

    Una voz aún oculta.

    III

    Poco después, Leon confirmó sus sospechas sobre las intenciones de Marsie para que se olvidara de Génesis. Si no le mandaba ir a comprar alguna cosa, lo obligaba a ir a la panadería a recoger algo que se había olvidado, aunque luego fuese mentira.

    Desde el día en que Victoria Lingaard convocase, un mes atrás, una rueda de prensa en la vieja radio de la panadería, Leon había comenzado a sentirse tremendamente intranquilo e irritado. La sombra de sus padres aún lo perseguía cada día y seguía atormentándose con preguntas sin respuesta sobre el trabajo de sus padres.

    Pero había una persona que le irritaba en especial: Victoria Lingaard. Pensar únicamente en su nombre le provocaba náuseas, sin saber por qué, ni haberse dado cuenta de cuándo había comenzado la aversión hacia ella. Tanto fue así, que las sombras ahora estaban organizadas como un comando de élite, decididas a mortificarlo todas las noches con la directora de Génesis. Empezó a sentirse realmente agotado de luchar cada noche contra las pesadillas y las parálisis del sueño, y, también, de acudir a especialistas para que alguno le diera una solución.

    Ya era de noche, una noche de principios de diciembre, cuando se despertó en su mente aquella sensación tan repugnante que vaticinaba lo peor. Se había acostumbrado a que lo primero en sentir fuese un mar de humo denso y oscuro pesando sobre su mente. Intentó no ponerle un altar al desasosiego que le producía irse a dormir, no obstante, la pesadumbre se deslizaba demasiado rápido sobre sus pensamientos.

    Cerró la puerta de su habitación con lentitud y frunció el ceño. Por un momento, creyó que la puerta se había corrompido por un óxido indeleble.

    Agitó la cabeza, intentando volver a la realidad. Solo había sido el reflejo de la luz de las farolas sobre el picaporte. Abrió las sábanas y, sin cambiarse, se dejó llevar al mundo de los sueños.

    Los castillos estaban semidestruidos y ya no habitaba ningún ser vivo, recorriendo el paisaje repleto de elementos fantásticos, solo las nebulosas de oscuridad flotaban, emitiendo ruidos espantosos y tenebrosos. El cielo estaba oscuro y los árboles se habían marchitado.

    Avanzó, sin saber por qué, pero lo hizo. Los crujidos de las ramas del bosque o los sucios charcos de barro y alquitrán lo habían hipnotizado. Los chirridos de puertas, resonando entre las montañas, y las risas histriónicas de los bosques lo acecharon en su propio sueño.

    Ya no había palacio mental donde refugiarse de las pesadillas.

    «¿Se querrán comunicar conmigo?», se preguntó.

    Leon solía reconocer cuándo alguna de las criaturas hacía acto de presencia: el ploc, ploc, ploc… o el molesto ritmo del bastón.

    Ya sabía adónde se dirigía, buscaba alguna pista en el ambiente sobre cuál de las dos iba a deleitarlo con su presencia. No obstante, no sintió nada.

    Aquella noche estaba solo… o lo estaba por el momento.

    Ni las gotas mojando el suelo ni el repiqueteo del bastón. Ninguna de ellas surgiría de entre las demás sombras. ¿Por qué sentía entonces esa presión?

    Deambuló, lo que para él fueron horas, y por fin encontró una respuesta.

    Hubo un silencio sepulcral y, después, Leon sintió un violento escalofrío que le recorría la espalda.

    Una sombra, extremadamente rápida y ágil, zarandeó la niebla que lo rodeaba. Le fue imposible seguirla con ninguno de los sentidos. Aparecía y desaparecía, centelleante, entre las demás y no encontraba un patrón que anunciase su presencia, como con las otras. Entornó los ojos y, por un instante, pudo intuir levemente una silueta atlética, pero no fue una imagen clara.

    Se estremeció al notar el vaho gélido de una respiración agitada en su nuca. Estaba cerca, pero no la escuchaba, no la olía, no la veía bien.

    —¡Da la cara! —gritó sin pensarlo, vaciándose de miedo mientras se daba la vuelta.

    A escasos metros de distancia, sintió un vacío mordaz, como si le hubieran arrancado el alma del cuerpo.

    Frente a él, se encontraba un muchacho delgado y más alto que él. Leon reparó en que solo llevaba una blusa de seda fina, negra, holgada y rasgada, que dejaba entrever unas cicatrices que le recorrían el pecho y abdomen. Leon se sorprendió con la indiferencia ante el frío de la presencia, pues él pensaba que se le iban caer los dedos.

    No había dejado ninguna huella en la tierra, por eso, no la podía oír.

    Entornó los ojos, intentando descifrar algo más; no obstante, la criatura lo disuadió, dejando entrever una daga dentada, maltrecha y desgastada, de un color ocre envejecido y oxidado, en su mano derecha. La criatura jugó con ella con superioridad y se la pasaba entre los dedos con cierta gracia.

    Leon no estaba seguro de si la usaría contra él, ya que ninguna de las otras criaturas lo había atacado antes, pero no podía dejar de observarla atemorizado. Lo miraba a los ojos y a la mano, atento a cualquier conato de agresividad. La presencia lo miraba fijamente con una sonrisa sesgada y desafiante.

    Buscó una salida, pero no halló ningún sitio en el que esconderse, no era tan rápido.

    Se armó de valor y dijo:

    —Tú… ¿quién eres? —La voz se le rompió—. ¿Por qué estás aquí? No te he visto nunca.

    Él sabía que con cada encuentro y cada vigilia en sueños era más consciente del mundo que había estado creando todos estos años en su mente, y comenzaba a sentirse más presente en ellos.

    —¿Qué quieres de mí? —continuó.

    El chico le dedicó una mirada curiosa, ladeando parcialmente su cabeza. Leon sintió la necesidad de seguir hablando, pues era la primera vez que lograba hablar con una pesadilla cara a cara.

    —S-soy Leon, aunque eso deberías saberlo ya —tartamudeó nervioso—. Es la primera vez que consigo hablar con alguno de vosotros, así que me gustaría saber qué está pasando.

    La criatura no contestó de inmediato, sino que se limitó a dedicarle una sonrisa tierna.

    —Hola, Leon —dijo, por fin, arrastrando las palabras—. Claro que sabemos quién eres. Si deseas saber quiénes somos, sigue el sendero marcado por él. No tardarás mucho en saberlo.

    Leon se quedó paralizado, pues la voz del muchacho era tan profunda como el océano.

    —¿Él?

    La criatura sonrió victoriosa ante el desconcierto de Leon y, aprovechando la confusión y la parálisis de Leon, el joven se acercó en un pestañeo.

    —Él lo sabe todo —le susurró al oído—. Él cree que estás preparado.

    «¿Quién es él?», pensó Leon.

    Lo observó desde arriba con una actitud tan altiva que Leon se sintió muy pequeño. No obstante, se recordó a sí mismo que no lo podían tocar, aunque, minutos atrás también estaba convencido de que no podía interactuar con ellas, así que lo invadió una sensación de miedo incontrolable.

    Pudo sentir el aroma hediondo que el muchacho desprendía y se sintió amenazado ante su presencia, mientras que el otro lo exploraba con una mirada ovante. Tuvo la extraña sensación que buscaba el mejor lugar para asestarle el golpe definitivo con la daga.

    Por un momento, deseo que lo hiciera.

    La criatura le dedicó una última sonrisa maquiavélica y Leon intuyó que él sabía lo que estaba pensando. Tras un instante de tensión, en el que Leon pensó que cumpliría su deseo, la criatura se desvaneció tras una cortina de

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