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Refugio de la ventisca
Refugio de la ventisca
Refugio de la ventisca
Libro electrónico167 páginas2 horas

Refugio de la ventisca

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La ficción es el modo en el que nos explicamos lo que no entendemos, contamos lo que no ha pasado y cambiamos lo que parece inmutable.

«La literatura me ha traído las mayores alegrías de la vida y ha cambiado radicalmente, a través de los años, mi forma de ver elmundo. A los cinco años, un árbol se me antojaba como un refugio añorado. A los quince, un poema tempestuoso sobre la dificultad de la vida. A los veintidós, un desafío literario provocador. Hoy, a los cuarenta y ocho años, un árbol me parece un testigo del tiempo, que lleva en sus hojas y sus raíces el millón de historias que han flotado en el viento y se han adherido para siempre a sus ramas; una copla que hay que saber leer, una leyenda que hay que saber escribir y una canción que hay que saber escuchar».

Una tarde de diciembre, en medio de un encierro forzado, a través de los ojos de un improbable grupo que incluye, entre otros, a un pintor con un pasado misterioso, un millonario excéntrico y una joven sinestésica, podemos observar la vida y sus matices desde tantos ángulos como historias hay por contar. Refugio de la ventisca es un libro sobre la literatura: los lugares en donde se esconde, sus causas y consecuencias y, sobre todo, cómo sirve de refugio para los embates del tiempo y la frialdad del mundo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 feb 2021
ISBN9788418435409
Refugio de la ventisca
Autor

Enrique Ocampo

Enrique Ocampo es un escritor originario de México. Se inició en el mundo de la literatura ganando el Premio Municipal a la Juventud Toluca 2012 en la categoría de Cuento, a la edad de 16 años, y desde entonces ha ganado diversos premios como cuentista y guionista. Publicó su primer libro, una antología de diez cuentos de ficción fantástica titulada Salto de Fe (2016) y Jugando con el tiempo (Pathbooks, 2018) un libro interactivo para dispositivos móviles con finales alternativos. Actualmente, es Director General de la revista literaria Nudo Gordiano y su filial, Academia Nudo Gordiano.

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    Refugio de la ventisca - Enrique Ocampo

    I

    Con frecuencia pienso en los árboles y en la nieve. No hay mejor testigo del tiempo y su arena que un árbol. Con frecuencia imagino un árbol solitario tiritando en la sombra de la noche, recordando la sangre y la sal que reman despacio en el subsuelo y tocan puerto en sus raíces. Desde los siglos y por los siglos. Un árbol nunca olvida. Y la nieve nunca recuerda. Cae, abraza y olvida. Congela y olvida. Una brisa gélida y conocida exhala sobre la corteza de un árbol. Acaricia sus hojas. El árbol nunca olvida. La nieve nunca recuerda. El tiempo es lo único que pasa cuando la nieve cae sobre un árbol.

    Mi memoria nunca ha sido la mejor. Mi primer recuerdo consciente es de cuando tenía diez años. Siempre me han fascinado el tiempo y la memoria. Los recuerdos más vívidos que la gente posee, con frecuencia son los menos trascendentes: un músico en la calle con los bolsillos del revés y una mancha oscura en la mejilla izquierda, pidiendo monedas al ritmo de una canción triste, con un gorro de lana y guantes pequeños y enmohecidos que parecen pintados sobre sus manos imitando a algún personaje de Dickens, una mañana de febrero del dos mil dos. Recuerdo el almizcle y la desesperación de su aliento y las tres arrugas surcadas a los lados de cada uno de sus ojos pequeños color miel mejor de lo que recuerdo el día en que firmé mi primera pintura. La nieve cae sobre el tiempo como la noche sobre los árboles.

    Mi nombre es Vandor van Gogh y con frecuencia pienso en el tiempo. Hace apenas cinco generaciones, el padre de mi tatarabuela cambió al mundo en un abrir y cerrar de ojos; todavía veo su fantasma en el espejo. A veces, cuando el ojo izquierdo me escuece por el vapor del aguarrás, voy al lavabo y enjuago mi cara con agua fría. Al mirarme en el espejo, veo mi barba color caoba con pequeñas pinceladas carmín, frondosa pero rígida como astillas de madera humedecidas por el Rin. Veo mis ojos pequeños a veces verdes, a veces azules, a veces ámbar y a veces una combinación caprichosa de los tres y me pregunto cuánto tiempo pasa entre lo que veo de los ojos hacia afuera y lo que el espejo me devuelve desde afuera hacia los ojos, y pienso que verse en un espejo es la forma más sencilla de viajar en el tiempo: de ver el pasado. De uno u otro modo, lo que veo después de diez o doce segundos siempre es el fantasma de Vincent y la sombra que cayó sobre el mundo aquella mañana de julio de mil ochocientos noventa.

    Ayer nevó bajo los huesos del pasado y hoy el sol resplandece como una nube ocre y lejana.

    Desperté esta mañana en la mejor habitación del mundo. La única cosa mejor que la naturaleza, creo yo, es la naturaleza en pintura. Me he parado en los prados inacabables de Holanda y he visto los tulipanes crecer. El proceso es sencillo: escojo un tulipán particular, uno que presente un potencial desafío para la paleta. El pequeño baile titilante de las distorsiones causadas por el calor y las sombras causadas por las nubes me despierta la pasión. El aleatorio brincoteo de los pétalos al viento y la improbable combinación de rojos y violetas y rosados y púrpuras la llevan a su punto álgido. Entonces, y solo entonces, le pongo un nombre. Por motivos que no sé explicar, siempre he creído que las flores tienen nombre de mujer. Le pongo un nombre y converso con ella, con Abril o Fiorella o Livia. Le cuento del músico callejero y sus lágrimas turbias y su abrigo raído y sus piernas enjutas, o de mi padre Wilhelm, pescador empedernido, que una vez atrapó un arenque de treinta y ocho centímetros después de seis horas bajo el sol del Atlántico y, al desengancharlo del sedal, creyó ver en sus facciones escamosas la cara de un primo lejano que había muerto ahogado en las costas de Bélgica y lo liberó de vuelta al mar, volviendo a casa con quemaduras de primer grado y las manos vacías de comida y llenas de sal.

    Abril o Fiorella o Livia ya es un par de fracciones de milímetro más alta cuando voy en la parte de cómo mi padre llegó con una sonrisa simplona y la cesta vacía y mi madre ya había dispuesto la mesa para nosotros tres y cuatro invitados más. La veo sonrojarse al contarle sobre la pelea particularmente caricaturesca que acabó con mi padre hablando durante dos horas, frente a una mesa muy elegante con tres cajas de pizza de anchoas pedidas a domicilio en el centro, sobre su primo lejano Gerrit y su sueño de cruzar a nado el canal de la Mancha. Casi me parece verla entristecerse con los detalles de cómo Gerrit eventualmente murió ahogado durante un entrenamiento, por la picadura de una medusa que le paralizó las piernas a cinco kilómetros de las costas de Ostende. Y, ante su cambio de estatura, su sonrojo y su tristeza, ajusto un poco el amarillo o el rojo, y siento como si nos conociéramos de toda la vida, Abril o Fiorella o Livia y yo. Y entonces, recuerdo con nostalgia esas tardes familiares antes de que una obsesión consumiera a mi familia. El tiempo todo lo cura, pero nada lo perdona.

    He visto los tulipanes crecer y es por eso que sé que lo único mejor que la naturaleza es la naturaleza en pintura. Abril y Fiorella y Livia crecen en los prados de Holanda y se contonean al ritmo de la brisa y son hermosas, pero se marchitan y decoloran. Los tulipanes en las pinturas que rodean mi habitación, en cambio, son sempiternos. Con frecuencia pienso en el tiempo. En el tiempo y los tulipanes.

    Hoy es un día menos cualquiera que el resto de los días. Hoy es diez de diciembre y, como todos los años, voy manejando rumbo a The Aleph. Martín Siempreviva está por convertirse en el segundo mexicano en la historia en ganar el Nobel de Literatura y me dirijo a ver el discurso con todos los demás. Las orillas de la calle todavía están blanqueadas por la nevada de ayer y me parece interesante que alguien que sale tanto al exterior como yo, salga tan poco al mundo. Un par de veces conversé con un colibrí acerca de Renoir. El colibrí tenía la interesante opinión de que siempre hay alguien que te está mirando en las pinturas de Renoir; que hay alguien que te conoce y que sabe que lo estás viendo y, aunque finja sumergirse en una partitura o un baile, se siente observado y te advierte que lo sabe. Más de una vez he sostenido conversaciones de este estilo con la fauna de alguna pequeña aldea, y mi casa sabe que un buen día, sin previo aviso, me voy a mudar a la orilla de un riachuelo sin volver siquiera por las maletas, pero, para alguien que sale tanto como yo, salgo bastante poco. Nunca he considerado de vital importancia la interacción humana y creo honestamente que, si no fuera por Aira y Ernesto ocasionalmente, y por el resto de amigos con quienes me reúno cada diez de diciembre en The Aleph, mi contacto con la gente del mundo quedaría reducido por completo a una ocasional llamada telefónica a mi abuela en mi pueblo natal de Weemoedam, Países Bajos. Las orillas de la calle todavía están blanqueadas por la nevada de ayer y voy con casi media hora de anticipación. Siempre llego temprano a nuestra reunión anual.

    II

    Hay un poco de nieve en la perilla de The Aleph. En los pequeños pueblos al norte de Nueva York, como Willowtown, la nieve es persistente como la memoria. Un diario manchado de blanco a la entrada recalca la frialdad del mundo. Asaltos al alza, esperanza a la baja, cambios en la bolsa y un mosaico de noticias que, a pesar de que ocurren en todo el mundo, siempre parecen pertenecerle a Nueva York. Después de una nevada como la de ayer, va a haber nieve en la perilla hasta el próximo marzo o abril. Al cruzar la puerta, me saluda el aroma de la canela y recuerdo tiempos mejores que no estoy seguro de que hayan existido.

    No muchos lugares cerrados me cautivan. Solo prefiero un techo sobre la cabeza cuando se trata de pintar, pero perfectamente podría vivir al aire libre, entre las jacarandas y las perdices. Sin embargo, The Aleph tiene esa magia de los castillos góticos de las películas en blanco y negro que lo hacen parecer un personaje más en la historia de la vida, como si pudiera pensar y hablar. A mi derecha, veo una barra larga de madera de pino bien barnizada y los banquitos frente a ella me recuerdan al otoño. Hay no más de cuatro mesas, desperdigadas sobre un suelo modesto blanco con rojo y una mesa de café alargada y de baja estatura en la esquina izquierda, rodeada de tres sillones de tamaño considerable de poliéster magenta. Una chimenea moribunda está al lado de la barra con las máquinas de expreso, y Sophie, la barista, me saluda alegremente con la mano izquierda, mientras con la derecha apunta al televisor encendido al que miran los sillones de la esquina. Muestra un programa sin importancia. Este es el séptimo año en que nos reunimos para comentar la entrega del Nobel de Literatura y el quinto en el que hay un televisor para ver el discurso.

    —Llegas temprano, Vandor —me dice Sophie y me estira una taza de café con crema de avellanas.

    Le sonrío de vuelta y le agradezco en silencio.

    Me siento en una orilla del sillón y veo el único reloj que he tenido, pequeño y desgastado y heredado de Vincent van Gogh. Las cuatro treinta y cinco. Faltan veinticinco minutos más para que lleguen mis amigos más puntuales y probablemente una hora para que llegue Théo. Veo la taza humeante sobre la mesita y las figuras que forma la crema de avellanas en el mar negro me recuerdan a un cuento que me contaba mi abuela cuando hacía frío.

    Una vez, durante una noche fría en Leeuwarden, un niño contemplaba las llamas danzar entre los troncos crepitantes de una gran fogata. El niño tenía doce años y siempre había creído que el fuego estaba hecho de pequeños espíritus guardianes que bajaban del cielo para protegernos de los demonios de la noche. Aunque los aullidos lejanos en el bosque le aterraban, el niño siempre había sentido una fascinación por el frío y la oscuridad. La noche, creía él, era la prueba definitiva para los valientes y, con la ayuda de los espíritus del fuego, los hombres se convertían en héroes cuando sobrevivían una madrugada al exterior, cobijados solo por el calor de las brasas.

    —¡Quiero ser un héroe! —gritó el pequeño a la hoguera—. ¿Qué necesito hacer?

    El fuego se avivó de pronto, intensificando el calor que envolvía al niño, y un pequeño hombre de fuego se alzó entre las cenizas y bajó a la nieve.

    —No es tan complicado —dijo el pequeño hombre de fuego con una voz grave e imponente, ante la mirada estupefacta del niño—. Todos los hombres que pretenden convertirse en héroes tienen que sobrevivir a la noche completando tres pruebas sencillas.

    —¿Cu-cuáles? —preguntó el niño, atemorizado pero emocionado.

    —Primero, tienes que demostrar que respetas al fuego —respondió el hombre de fuego—. Toma una roca y colócala en la fogata.

    El niño, sin saber si estaba o no alucinando, obedeció. Encontró un guijarro en la base de un árbol y lo colocó con cuidado en el centro de las

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