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El último agosto
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Libro electrónico283 páginas4 horas

El último agosto

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Información de este libro electrónico

Ante el giro inesperado que ha dado su vida, Álex, un exitoso ejecutivo de publicidad afincado en Londres, decide abandonarlo todo y huir a su tierra natal, Mallorca. Allí conocerá a Joana, una adolescente afligida que trabaja como escort y que ansía cumplir la mayoría de edad para independizarse de sus tíos, con quienes convive desde que murió su madre, y marcharse a Barcelona. La inesperada así como fructuosa amistad que surge entre ambos les ayudará a superar todos los fantasmas del pasado y afrontar el futuro de una manera sorprendente.
IdiomaEspañol
EditorialIncipit
Fecha de lanzamiento6 jul 2020
ISBN9788417528201
El último agosto
Autor

Nuria Ferrol

Nacida y criada en la idílica isla mediterránea de Mallorca, la autora de El último agosto desarrolló un interés por el séptimo arte y la literatura gracias a Alejandro Dumas y al cine independiente europeo y de Hollywood. Tras estudiar Cine y Televisión en Barcelona y pasar varios años en Londres, donde comenzó su andadura televisiva, en 2016 dio el gran salto a Nueva York para ampliar su experiencia en sets de series y películas. En la actualidad, dedica parte de su tiempo libre a escribir novelas y trabaja como asistente en una agencia de representación de actores de cine en Manhattan.

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    El último agosto - Nuria Ferrol

    El último agosto

    Nuria Ferriol Pericás

    © Nuria Ferriol Pericás, 2019

    Ilustración de cubierta: © Luis Domínguez

    Incipit Editores, 2019

    Fuencarral, 70

    28004 Madrid

    Tel. 91 532 05 04

    Fax 91 532 43 34

    El último agosto

    eISBN: 978-84-17528-20-1

    ISBN: 978-84-17528-18-8

    Depósito legal: M-6661-2019

    IBIC: FA

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, conocido o por conocer, comprendidas la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

    Este libro va dedicado a las Catalinas de mi vida,

    a mi padre, Juan, y a mi hermano, Gabriel.

    Pero, un poquito más a ti, mamá. Si me casé con la ilusión de que las abuelas me pudieran ver,

    este libro lo escribí para que tú lo pudieras leer.

    "Nunca sabré y tampoco tú sobre la vida que no elegiste. 

    Solo sabremos, que fuera cual fuera esa vida hermana, 

    era importante y preciosa, pero no nuestra. Era el barco 

    fantasma que nunca nos llevó. No podemos hacer más que 

    saludarla desde la orilla".

    El barco fantasma que no nos llevó, Cheryl Strayed

    "I’ll never know and neither will you of the life you don’t 

    choose. We’ll only know that whatever that sister life was, it 

    was important and beautiful and not ours. It was the ghost 

    ship that didn’t carry us. There’s nothing to do but salute it 

    from the shore".

    The Ghost Ship That Didn’t Carry Us, Cheryl Strayed

    Escucha con atención, ya que tu vida está

    a punto de cambiar… para peor

    EL AIRE AGITA LAS HOJAS de un sauce de una noche de verano. Las calles, iluminadas por unas altas farolas verdes, dejan ver los restos de barro de una tormenta estival. Las casas residenciales, con las ventanas abiertas fruto del calor, dejan entrever parte de la intimidad de los vecinos del barrio londinense de Marylebone.

    Al otro lado del Atlántico, en la isla de Mallorca, una adolescente tumbada en una cama sin hacer debate cuántos días de vida se quiere dar antes del último gran corte. La joven desvía su mirada hacia la ventana e inspira hondo, absorbiendo el olor de los pinos y las genistas.

    ***

    ÁLEX DUERME ESTIRADO con el torso desnudo y sacando los pies fuera de la cama para sentir una pizca de la poca brisa que llega desde la ventana entreabierta. A sus treinta y siete años, mantiene el aspecto juvenil de un recién treintañero y aunque sus rizos castaños tienen alguna que otra cana, su melena es la envidia de calvos y no calvos. Su abuela, una mallorquina y típica matriarca, siempre le decía que las canas daban autoridad. La vieja nunca se fio de un hombre que no tuviera canas, ya que creía que eso era fruto de no haber vivido y sufrido lo suficiente, como un buen hombre de campo que no había padecido una sequía y no había podido recolectar suficientes patatas y olivas para la cosecha. Por eso, cada vez que su novia Lucía le encontraba una nueva cana, Álex sonreía mentalmente, recordando a su abuela riendo con un trozo de coca de yogur en la boca. Si Catalina siguiera viva, estaría orgullosa de las canas de su nieto. Unas canas fruto de una vida de trabajo y sacrificios no por el trabajo en el campo de la tierra, sino en el campo de la fotografía. El diccionario de la RAE definiría su profesión como coolhunting, pero a él le gustaba definirse como un buscador de historias y personalidades. Gente rara y especial, lugares mágicos sin descubrir e historias sin contar que él enseñaba al mundo a través de su lente. Sus redes sociales estaban llenas de comentarios como #fomo, #stunning #vacationgoals. Su piso, situado en el céntrico barrio de Londres, es puro reflejo de ello. Su cuarto está lleno de fotografías en blanco y negro, de retratos y de ópticas y cámaras antiguas, que ha ido coleccionando con los años del mercado de Portobello y de Ebay. Cuando compró su primera Leica con veinte años, Álex desmontó por completo el aparato y fue inspeccionando su interior como un metódico relojero para luego volver a montarlo pieza a pieza.

    Gracias a su hobbie vivía de lo que amaba, dejando atrás toda clase de trabajos mecánicos de su juventud que le habían ayudado a pagar el alquiler y otras facturas. Actualmente, había logrado forjar una empresa dedicada a campañas digitales y televisivas de publicidad y eventos para lograr una imagen acorde a su marca. Además, gracias al éxito de sus redes sociales, había conseguido un cierto nombre entre un grupo de jóvenes artistas de Londres que se encontraban en eventos urbanos y con los que colaboraba en muchas ocasiones. Sus followers crecían día a día y su agenda se llenaba de nuevos contratos a gran velocidad. Así fue como había conocido a Lucía, una modelo brasileña a la que había fotografiado para el look book de un diseñador inglés. La primera vez que la vio cara a cara no había sentido nada, pero al observarla a través de la óptica de su cámara sintió como si su corazón se saltara un latido.

    Eso era lo que amaba de su trabajo. Algo mundano se convertía en una experiencia única en un solo click. El cortejo no fue sencillo. Lucía, Lucy para sus amigos, era una chica joven y conservadora que había dejado atrás Brasil para ser la portada de Vogue. No le importaba trabajar duro y vivir de habitación en habitación de hotel. Pero cuando conoció a Álex, rompió todas sus reglas. Mezcló trabajo con placer, poniendo su cabeza en bandeja para los tabloides del sector, y se peleó con su mánager cuando empezó a elegir con más detalle sus trabajos, más cortos y cerca de casa. Álex fue la primera persona que le dio eso, un sitio al que llamar casa. Y ahí estaban los dos, compartiendo cama en una calurosa y pegajosa noche de junio.

    Los primeros rayos de sol empezaban a entrar en la habitación dejando ver las pequeñas motas de polvo danzando en el aire. El despertador de Álex se enciende y este lo para con un pequeño golpe en la parte superior. Levanta la cabeza ligeramente y ve a Lucy al otro lado de la cama. Después de un rápido estiramiento de brazos camina hacia la ventana para bajar la persiana. Es un hombre de rutina. Se ducha con su champú anticaspa, se restriega el cuerpo con el gel de toda la vida y se coloca frente al espejo para enfrentarse a esos cinco minutos dedicados a hidratar su piel. Sale del lavabo con la toalla enrollada en su cintura y besa a Lucy en la mejilla. Esta balbucea algo, pero continúa durmiendo. Abre su armario y coge sus prendas básicas: unos vaqueros, una camiseta con cuello de pico y una americana de lino. La guinda son sus deportivas nuevas que todavía no han salido al mercado, un regalo de un cliente. Una vez en la cocina, enciende el televisor y desayuna unas tostadas con aguacate con tomate fregado y un café expreso. Tras dejar los platos en la pila, coge su vieja bandolera de cuero llena de varias lentes y se cuelga la cámara al hombro. De camino a la parada de metro toma unas fotografías de un mural que algún grafitero ha hecho de madrugada; mientras, a su lado, una señora mira incrédula las pintadas.

    Al salir del tube, Álex entra un edificio de cristal del barrio de Old Street donde está su empresa. La oficina está totalmente desierta, lo que Álex traduce por el éxito de la fiesta del lanzamiento de una nueva digital a la que los empleados habían acudido la noche anterior. Las mesas sin dueño están llenas de fotografías, pantallas con diseños a medias, recortes de revistas y briefings con notas en color rojo. Una hilera de ordenadores Mac sacan la cabeza de entre los cubículos. Todas las mesas están desiertas menos una, la de su fiel y tenaz secretaria, Amanda.

    —Buenos días —dice Álex sacando unos papeles de su bandolera y levantando una ceja—. Creo que es la primera vez que me llevas la contraria.

    Ella le mira confusa, acentuando sus ojos asiáticos.

    —¿Qué haces aquí, Amanda? Me dijiste que ibas a ponerte los tacones que te di del rodaje de Manolo Blanik y no ibas a parar de bailar…

    Amanda baja un poco la cabeza y se encoge de hombros.

    —Esa era mi intención hasta que los de Crappy Mondays me enviaron un e-mail por la tarde diciendo que no les gustaba la idea para el vídeo de Instagram —contesta enfadada—. Y como todo el mundo se había ido para arreglarse, tuve que recuperar viejas ideas de la última reunión y hacer dos presentaciones para los nuevos conceptos…

    A Álex le cambia el semblante dejando ver también sus ojos de chinito, como le decía su abuela Catalina, y añade:

    —Antes de irme el cliente estaba encantado con el concepto. Ponme al teléfono con ellos, no quiero más cambios de última hora…

    Amanda le pasa la llamada. Álex eleva el tono de voz.

    —No, Tom, lo que no puede ser es que me compres una idea y una hora más tarde te eches atrás porque al presidente no le gusta. ¡Qué sabe ese chaval de Chelsea que no consigue más likes en Instagram que no sean tías estiradas encima de sus coches! Queríais algo juvenil con aire hipster y os lo dimos. No os gustó y os dimos dos opciones más, y cuando, por fin, firmáis el concepto y el presupuesto, vas y mandas un e-mail a mi secretaria a mis espaldas, ¡a mi secretaria! —Álex no para de dar círculos como un tiburón en su tanque de cristal—. Me da igual que las órdenes vengan de arriba, si no sabes lo que quiere tu cliente es tu problema. Amanda te va a enviar tres ideas más, si a tu cliente no le gusta ninguna, no te molestes en contestarnos.

    Álex sale del despacho y se dirige hacia Amanda que le mira reojo.

    —Siento que te perdieras la fiesta por estos imbéciles, mándales el documento y añade esta idea: una mujer está delante de una estantería del supermercado intentando elegir un desodorante masculino y un hombre atractivo y musculoso, parecido a Bradley Cooper, coge Torn. La mujer lo mira de arriba abajo y coge el mismo desodorante. El eslogan sería: Porque lo último que quieres es tomar más decisiones, elige Torn, una opción segura —dice mientras piensa con los ojos cerrados—. Y tómate el resto del día del libre, después de esta llamada dudo que el cliente se eche para atrás.

    —Ahora mismo lo envío… De verdad que no necesito la tarde libre.

    —¡Ah! Y utiliza las dos entradas del musical que nos mandaron ayer los de Kellog’s. Se dice que David Beckham irá a la noche de apertura —guiñándole un ojo.

    —¡Gracias!

    Álex se sienta en su silla de oficina de cuatro cifras, enciende el ordenador y revisa su larga lista de e-mails por abrir. Aparte del spam al que está acostumbrado y un par de nuevos proyectos de clientes, recibe un e-mail de su amigo Juan, un pintor argentino afincado en Londres de cincuenta años que le eligió para realizar un retrato cuando Álex era un don nadie. Gracias a esa fotografía, ganó un concurso de retratos de una galería de renombre y desarrolló una gran amistad con el artista. Siempre que tenía un mal día y quería beber unas cuantas pintas le llamaba y este aparecía ipso facto con su sombrero negro y su cajetilla de cigarros para acompañarle en la correría. Fue con él con quien había tenido sus primeras aventuras psicotrópicas y fue con él con el que entró en un calabozo por primera vez, y juró que por última, al pelearse con un trapero que estaba amenazando a una prostituta a altas horas de la madrugada.

    Juan le quería invitar a una cena para enseñarle su nuevo tesoro importado de España: una caja de vino de un viñedo mallorquín recién elegido el mejor ese mismo año. Un regalo del embajador español en Londres al que había retratado esa misma semana. Sonríe al leer el e-mail y le responde aceptando testar su nueva conquista.

    Cuando ve a Amanda abandonar la oficina, sale de su despacho y camina entre la fila de mesas. Coge una pelota de tenis de una mesa y la hace botar mientras saca el móvil.

    —Buenos días. Esta mañana he intentado despertarte, pero estabas muy dormida.

    —Lo sé, quería levantarme para ir a correr, pero como siempre iba con el tiempo justo. Voy de camino a la grabación —añade desde la otra línea del teléfono.

    —¿La del perfume para Chloe? No sabía que habías conseguido el trabajo —dice impresionado.

    —Te lo dije hace dos días, como siempre, haces que me escuchas pero siempre estás en tus mundos, creando y teniendo conversaciones mentales…

    —Eso no es verdad —dice ensimismado, mientras hace rodar la pelota en su mano—. Bueno, déjame sacarte esta noche. Juan me ha dicho que tiene una caja de vino español en casa y quiere que vayamos a probarlo.

    —Está bien, cuando salga del trabajo te llamo, pero empezad sin mí si veis que no llego.

    —Vale, ¡suerte!

    —Te quiero.

    Álex no oye lo que ha dicho Lucy porque la pelota ha golpeado un lapicero y al caer ha creado un pequeño estruendo.

    —Perdona, Lucy, no he escuchado lo último que has dicho… —pregunta mientras recoge los bolígrafos del suelo.

    —Digo, ¡que te quiero!

    —Yo también. Hasta luego.

    Cerca de las diez y media los primeros empleados empiezan a llenar la oficina. Álex, encerrado en su despacho, contesta los primeros cuarenta e-mails de su bandeja de entrada y se pone al día de las últimas noticias en Twitter. En el mundo de las redes sociales nunca sabes qué noticias te puedes encontrar, y ese día era un gran y fétido ejemplo. El hashtag #transplantefecal estaba en el número uno de la lista de tendencias. Un padre australiano había donado sus heces a su hijo para tratar una infección de intestino que era mortal. El padre rubio y de casi dos metros sonreía a cámara mientras sujetaba una tarrina de cristal que contenía un trozo de… mierda. Un trozo de excremento que había salvado la vida de su hijo y que había roto Internet a niveles comparables a una selfie en bikini de Kim Kardashian.

    Álex sonríe a la pantalla y coge su cámara de la bandolera. Pasa las fotografías de la tarjeta al ordenador y coloca unas viejas fotos de una barbacoa en la carpeta personal y los grafitis de esa mañana en la de Brainstorming. Apoya la cabeza contra el respaldo de la silla y cierra los ojos. Varias imágenes empiezan a aparecerle en la mente. Una playa rocosa. Un pino. Una gaviota encima de una roca en medio del mar Mediterráneo. Es la playa a la que solía ir de pequeño con su primo cuando pasaba los veranos en la casa de su abuela en Mallorca. Él tenía alrededor de siete años y sus padres, un matrimonio feliz de esos que dan envidia, todavía estaban vivos. Ese verano había sido el más feliz de su vida. Su padre le había comprado una colchoneta hinchable en forma de cocodrilo de una tienda de souvenirs en la que los únicos clientes eran turistas con la piel encendida por el sol. Su padre había pagado mil doscientas pesetas por un trozo de plástico verde y negro, pero para Álex ese trozo de plástico se convirtió en su compañero de verano. Estaba tan unido a su cocodrilo, que hasta dormía las siestas en él, acurrucado lo suficiente para no caerse. Los días de verano pasaban uno detrás de otro con la misma rutina: se despertaba a las nueve, desayunaba en la terraza un Cola-Cao con cereales en forma de bolas de chocolate, veía los dibujos animados hasta las once e iba a la playa con su abuela y su primo hasta la hora de comer. En la playa, él y su cocodrilo combatían las olas y se dejaban arrastrar cuando la energía olamotriz cedía hasta llegar a la orilla. Las comidas, con sus padres y su abuela, siempre iban precedidas de un pica-pica y de Los Simpson, sus dibujos animados favoritos. Después, en la sombra de la terraza, echaba a Rambo, su cocodrilo, en el suelo y se tumbaba sobre él hasta que se despertaba al notar una hilera de baba en su mejilla. Siempre se levantaba con una línea marcada en la cara fruto de su amigo de plástico. Después de la siesta, bajaba a tocarle el timbre a su primo y se iban a la playa a jugar a fútbol o dibujaban un rectángulo con hojas de una planta en el suelo para marcar las líneas de una minipista de tenis imaginaria. El primero que llegaba a veinte, ganaba.

    Ese verano, una tarde de un caluroso martes de agosto, su abuela bajó las escaleras de la finca corriendo. Nunca la había visto correr. Nunca la había visto llorar. Unas lágrimas le brotaban de las mejillas. Cuando recuperó la compostura, de rodillas frente a él, le dijo que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico. Un camión que transportaba baldosas había ido perdiendo poco a poco el toldo que cubría la carga. Las baldosas empezaron a salir volando del camión, danzaron por el aire, una a una, rebotando como misiles contra el asfalto y coches que iban a rebufo. El padre de Álex reaccionó justo a tiempo para evitar que una baldosa chocara contra la luna del coche, pero del frenazo, el coche de atrás se empotró contra ellos al mismo tiempo que el camionero, al ver por el retrovisor cómo todo volaba, frenaba en seco. El impacto fue mortal. Su abuela se había abrazado a él como una lapa y le acariciaba el pelo dulcemente. Cuando le miró a la cara y le dijo que sus padres se habían ido al cielo, el niño corrió hacia su habitación y empezó a tirar todo cuanto encontró a su paso. Las paredes de su habitación retumbaban con cada impacto. Su abuela entró e intentó calmarle, pero Álex entró en la cocina y cogió un cuchillo. Al verle, su abuela emitió un chillido ensordecedor, lo que hizo que saliera corriendo a la terraza. Entonces lo vio. Rambo. Tumbado, como si nada. Tostándose al sol, como todo cocodrilo dormilón. Se dirigió hacia a él con el brazo levantado… y empezó a acuchillarlo con tesón, mientras lloraba y blasfemaba en mallorquín.

    De repente, la puerta del despacho se abre y Álex sale de su trance.

    —¡La que te perdiste anoche! —grita su socio, Jorge, mientras suelta un soplido—. Solo te voy a decir que hoy más que nunca me he dado cuenta de que ya no tenemos el aguante de los veinteañeros —añade mientras se sienta frente a él.

    —¿Y te das cuenta ahora? ¿La barriga cervecera y las primeras canas en la barba no habían sido señal suficiente?

    —No te pases. Yo no tengo barriga, es solo mi compartimento de cebada —replica mientras se pellizca una pequeña masa de grasa del estómago—. Además, que tú tienes muchas más canas en la barba que yo.

    —Eso es porque soy un hombre de fiar.

    —¿Qué dices? Bueno…, a lo que iba. Me ha llamado el cliente del desodorante y me ha dicho que el equipo de Johnson&Johnson nos ha comprado la idea de la mujer en el supermercado. No tenía ni idea de qué estaba hablando.

    —Es una idea de última hora. Si no te importa, quédate tú con el cliente, estoy un poco quemado y tengo que empezar con dos proyectos nuevos hoy, ¿te parece?

    —Claro. Yo me encargo, tranquilo.

    —Gracias, tío.

    —No hay de qué. Hoy me toca pagar a mí la comida, ¿no?

    —Ya sabes que sí, no seas rata —responde mientras le tira una goma elástica.

    —Vale, vale. Solo quería asegurarme.

    Solo de nuevo en su despacho, Álex teclea con soltura nuevas ideas para la campaña viral de un cantante de rap en colaboración con una marca de whisky. El sonido de un teléfono le distrae. Sigue sonando… Alza la vista y recuerda que Amanda no está. Se levanta y se dirige a la mesa inmaculada de su asistente.

    —Despacho de Álex Olivella —contesta de forma automática mientras se sienta en la silla de Amanda.

    —Buenos días, me gustaría hablar con Álex Olivella, por favor —dice una voz femenina.

    —Sí, yo mismo.

    —Hola, Sr. Olivella. Llamo de la consulta del doctor Tom Shepard para concertar una cita con usted para informarle de los resultados de los análisis.

    —Pensaba que era suficiente con la vacuna de la fiebre amarilla que me pusieron para poder viajar a Sudáfrica…

    —Sí, la vacuna es suficiente, pero el doctor Shepard le quiere comentar los resultados del análisis de sangre —continúa la enfermera mientras dos teléfonos suenan al otro lado de la línea.

    —Está bien, mi secretaria se ha tomado el día libre, ¿puede llamar mañana para concertar una cita con ella? —Álex se fija en una fotografía de Amanda con su perro labrador.

    —Lo siento, pero el doctor me ha dicho que tiene que verle hoy mismo a ser posible.

    —Está bien —añade dubitativo—. Puedo escaparme a la hora de la comer, sobre las dos y media.

    —Perfecto. El doctor le recibirá hoy a las dos y media. Que tenga un buen día Sr. Olivella.

    Álex se queda con el auricular pegado a la oreja durante unos segundos mientras piensa en el filete que cenó la noche anterior. El doctor ya le había recomendado dejar de comer tanta carne roja, pero él es un hombre; un ser carnívoro que había crecido alrededor de animales y de matanzas para hacer luego longanizas, y la carne roja era su único pecado, junto a una buena copa de vino, claro está. Era capaz de imaginar una buena pieza de entrecot y empezar a salivar como los perros de Pavlov. Él no necesitaba metrónomo.

    Al colgar el teléfono un poco enfurruñado, echa un vistazo a la oficina. La gente trabaja concentrada en sus pantallas y deslizando sus bolígrafos sobre los teclados de diseño. Dos ilustradores entran en su despacho y le preguntan qué color queda mejor para el fondo de un anuncio de coches; Álex cree que el rojo, como la sangre que brota de un buen entrecot poco hecho, como a él le gusta. Su comentario zanja la discusión y los dos hombres salen de su oficina, poco a poco y dejando un aroma de whisky tras de sí. Álex se levanta y se mira en el espejo rectangular

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