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El Tomoscopio de Mimbre
El Tomoscopio de Mimbre
El Tomoscopio de Mimbre
Libro electrónico751 páginas13 horas

El Tomoscopio de Mimbre

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Información de este libro electrónico

Román Arthés, alto ejecutivo internacional y otrora figura máxima de la consultora ginebrina TTB para las operaciones más relevantes, lleva una existencia atormentada y anodina tras ciertos sucesos trágicos ocurridos en su vida, a lo que no ayuda que su empresa lo tenga desde hace unos años encargado de las oscuras finanzas de ciertos magnates.

La muerte en Tánger de su madre aquejada de Alzheimer y su inesperada designación al frente de una importante operación económica en Sudamérica, lo colocan de nuevo en el mundo aunque también cara a cara ante los fantasmas de su pasado.

Un libro, Los Pasos Perdidos de Alejo Carpentier; un encuentro, la filósofa María Zambrano; un deporte que viajó por todo el mundo, la cesta-punta; una antigua relación con un monje japonés, la influencia de un maestro republicano exilado, su sociedad laboral secreta con un hacker barcelonés junto al reciente conocimiento de un episodio no resuelto del pasado de su abuelo, pelotari vasco de cesta-punta y una ciudad: Tánger, conforman las costillas de castaño de una aventura trenzada con los mimbres de una banda sonora musical capitaneada por bellas perlas del poeta portuense Javier Ruibal.

¡Con un plantel así se puede ir al fin del mundo! ¿Te atreves a formar parte de la aventura?
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento1 abr 2014
ISBN9783957037954
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    El Tomoscopio de Mimbre - Alex Tolon

    Créditos

    Al mejor contador de historias que jamás pude tener: a diario me duele haber terminado este relato tan tarde y que te fueras tan pronto.

    A la mejor contadora de historias que jamás pude tener: espero que te guste.

    Al más ingenioso y ocurrente alto ejecutivo que jamás conocí: fue un privilegio, JR. Gracias, Celia, por contarme aquello que él no pudo.

    Al fontaniego que más historias atesora y comparte con sus amigos: gracias, Juan.

    Al portuense que mejor poesía compone y canta: gracias, Javier, por tu sensibilidad y honestidad a partes iguales.

    A todas esas familias, como la de los Naljian, que no se dejaron vencer por el destino: gracias por ese inestimable testimonio de vida.

    A las personas de las que tomé prestadas nombre y/o sucedidos: os debo una cena.

    A los personajes que un día se presentaron en mi cabeza e hicieron posible esta historia: me la debéis.

    A la persona que una vez me dijo ¿Por qué no escribes? y años después se tomó la molestia de revisar y corregir estas líneas: gracias, Lola, tu poesía nos hace mejores.

    Fotografía de: Jose Luis Mg

    Quien se adentra en un jardín misterioso nunca está solo. (Anónimo)

    Al adquirir este libro colaboras con:

    Diseñado por:

    Ilustrado por:

    Andrés Gómez

    E-Book Distribution: XinXii

    http://www.xinxii.com

    Sinopsis

    Román Arthés, alto ejecutivo internacional y otrora figura máxima de la consultora ginebrina TTB para las operaciones más relevantes, lleva una existencia atormentada y anodina tras ciertos sucesos trágicos ocurridos en su vida, a lo que no ayuda que su empresa lo tenga desde hace unos años encargado de las oscuras finanzas de ciertos magnates.

    La muerte en Tánger de su madre aquejada de Alzheimer y su inesperada designación al frente de una importante operación económica en Sudamérica, lo colocan de nuevo en el mundo aunque también cara a cara ante los fantasmas de su pasado.

    Un libro, Los Pasos Perdidos de Alejo Carpentier; un encuentro, la filósofa María Zambrano; un deporte que viajó por todo el mundo, la cesta-punta; una antigua relación con un monje japonés, la influencia de un maestro republicano exilado, su sociedad laboral secreta con un hacker barcelonés junto al reciente conocimiento de un episodio no resuelto del pasado de su abuelo, pelotari vasco de cesta-punta y una ciudad: Tánger, conforman las costillas de castaño de una aventura trenzada con los mimbres de una banda sonora musical capitaneada por bellas perlas del poeta portuense Javier Ruibal.

    Alex Tolon, nacido en Tánger (1965), es actualmente profesor de Formación Profesional de Informática en Sevilla y Project Manager en e-learning

    Annemasse, Francia

    27 de Julio de 2009/1430/5769

    El murmullo crecía a medida que sus pies se adentraban en la calle Neuve-du-Molard. Extraño detalle este en una ciudad en la que el ruido injustificado, no es bienvenido. Algo debe suceder en la plaza, le indica un pálpito. Sus ojos lo confirman, al divisar una columna de humo ascendente expulsando una rara ceniza, que desciende sin prisa.

    Un grupo de transeúntes forma un corro alrededor, en el que unos pocos vociferan y otros muchos asisten atónitos. Sobresalen, en masculino, los gritos desaforados de un joven que recorre en todas direcciones el interior del improvisado círculo humano, como queriendo salir, pero al que parecen no permitírselo.

    ¿Qué alimenta ese fuego?, se pregunta. Al franquear las cabezas de los corroformantes, la sorpresa es mayúscula: ¡billetes! Se diría que un hijo de James Dean, con el pelo oscuro, ha surgido de la nada sobre el adoquinado de esta plaza. ¿No puede, o más bien, no quiere salir de ese círculo? En realidad no grita. Son risotadas de puro nervio que desencajan su expresión facial y confieren al momento un punto de locura.

    Una chica de mofletes rosa y pelo acampanado, a juego con su cuerpo, muestra su indignación –«¡devuélvame mis 20 francos!»–, mientras que un hombre delgado, de pelo largo y no muy agraciado, se regocija mascullando entre dientes «¡quémalo todo y jódelos!». Otros presentes profieren llamamientos a la policía, que se encuentra en la misma plaza a una distancia prudente, aunque sin intervenir por el momento...

    La violencia del despertar rociado de sudor junto con la semioscuridad de la habitación, acrecentan la incertidumbre de no saber dónde se encuentra. Unos segundos después, con más referencias espaciales del lugar y menos látidos en el corazón, llega a la conclusión de que se encuentra en su casa.

    Román Arthés continúa sin explicarse por qué este episodio de su vida, en forma de sueño, lo visita con alguna periodicidad desde hace algún tiempo. Y siendo cierto que la extraña performance de Jan Fabre le impactó de sobremanera, aquella mañana de sábado en Ginebra, era más cierto aún que habían transcurrido más de treinta años desde aquel espectáculo callejero.

    La representación onírica, en esta ocasión, se ha visto truncada a escasos momentos de su previsible final. Y hoy realmente lo agradece. Porque aún recordando que el joven artista belga finalizaba su actuación dibujando lo que su arte le dictaba con las cenizas resultantes de la quema, en los últimos tiempos, la imagen que se le presenta al final del temido sueño, emergiendo de las trazas del dibujo, es el rostro ensangrentado de Hiromi el día de su asesinato.

    Al incorporarse de la cama, su espalda le notifica, un día más, que el recuerdo de la japonesa continúa, a pesar de los años, goteando amargamente sobre su alma, siendo preceptiva una breve sesión de estiramientos.

    El despertador, aunque puntual, llega tarde hoy a su cita. Su timbre resuena inútil mientras que el ejecutivo ya sale de la ducha, repasando en su cabeza, mientras seca su cuerpo, los últimos detalles del viaje que emprenderá en unas horas a Bergen. Ello no le impide que su mente, en un segundo plano, evalúe aspectos de la inconclusa partida de Go que le ha ocupado una parte de la madrugada frente al ordenador.

    En esta ocasión y no siendo plato de gusto, tendrá que facturar la maleta, estimando que el trabajo en la ciudad escandinava puede durar de tres a cuatro días. Una experiencia ya dilatada en esta parcela le dicta que, separarse del equipaje en los vuelos acaba, la mayor de las veces, generando algún que otro contratiempo.

    No hay duda de que la operación noruega tiene visos aparentes de reportar pingües beneficios a su empresa, que vista la situación en Europa, negocios de tamaña envergadura no se presentan con tanta alegría últimamente. Sin embargo, desde hace días, no deja de rondar su cerebro la pregunta de por qué ha sido elegido para este asunto. Más y cuando en los últimos nueve años, la cúpula directiva no lo tuvo en cuenta a la hora de liderar un solo proyecto de gran importancia.

    «Román, ha llegado un caso de nivel A procedente de una empresa noruega que busca introducirse en algunos países de Sudamérica. Necesitan contactos sólidos...», el clin del microondas y el clac de la tostadora de pan hacen presumir el olor que reina en la cocina. Al entrar en ésta, respira a fondo intentando evocar otros momentos de su vida, pero sólo cruza por su mente la inquietante conversación en el despacho del gerente: «...y confiamos en tu experiencia para la arquitectura de esta operación que es de capital importancia...».

    «¡Qué caprichosa es esta vida y a qué vaivenes nos somete!», se dice a sí mismo, sin convencerse demasiado.

    La ventana de la cocina devuelve todavía el negativo del que se prevee un día nublado con idea de llover levemente. Y eso le trae, sin saber por qué, la imagen de la chica del tiempo en las noticias, informando la noche anterior del final de la ola de viento Foëhn que tanto altera la vida de los habitantes más electrosensibles de la zona. El ejecutivo, por suerte, jamás se ha visto afectado por esta meteoropatía, aunque la electrosensibilidad la padece en otros términos, desde que hace unos años debe acarrear, por cuestiones de trabajo, todo un aparataje electrónico cuya utilidad, muy a pesar suyo, tiene que reconocer.

    Una mirada a la nada con pómulos contraídos le ayuda a recordar claramente que la maleta de cabina alberga el dichoso arsenal tecnológico.

    Su desayuno de tazón repleto, flanqueado por un par de tostadas de soja, se ve súbitamente interrumpido por el teléfono, que parece disfrutar imitando a un grillo. Una operadora de Adequattaxi le comunica con voz melodiosa que, en veinte minutos, un conductor pasará a recogerlo en su domicilio. Mira su reloj, y confirma que los acontecimientos van a su tiempo, lo que le permite degustar tranquilamente la, para el mundo, poco usual mezcla de miel y aceite de oliva que barniza el pan tostado. Entretanto, un nuevo y furtivo vistazo al billete; el avión tiene prevista su salida a las nueve y diez, realizando una breve escala en Londres.

    No se esmera en exceso retirando los cacharros de la mesa. Los deposita tal cual en el seno del fregadero, porque sabe, por las marcas en el calendario de la nevera, que Madame Dufour acudirá al día siguiente a darle un repaso integral a la casa. En una nota firmada que preside la mesa del salón, Arthés le solicita amablemente que le acerque a la tintorería los trajes que ha dejado extendidos en el sofá.

    Por un momento, echa la vista atrás y en una cuenta rápida, constata que esta mujer bonachona pero de gestualidad reservada, lleva doce años acudiendo a su cita, dos veces por semana, para realizar la limpieza general y tener la casa mínimamente abastecida.

    El son del timbre de la vivienda, más agudo por el silencio de la hora, provoca la rodada de maletas rumbo a la puerta. La puntualidad del taxista se diría suiza. Y es que en realidad, la casa que habita se encuentra a ocho kilómetros escasos de la frontera helvética. Arthés, absorto en sus pensamientos, apenas ha sentido las primeras gotas de lluvia al introducirse en el vehículo. Después de cerrar el maletero y ponerse al volante, el conductor inicia la marcha.

    Monsieur, à l´aéroport, n´est-ce pas? –mirando al retrovisor, obviamente, sin esperar confirmación.

    El trayecto es de sobras conocido por ambos y no sólo porque lo hayan hecho juntos en alguna ocasión. Arthés recuerda al hombre por su poblado bigote y barriga feliz, mientras que este otro no olvida que en Annemasse no habita nadie con ese peculiar color de piel. Su mente, pese a no tenerlas todas consigo, casi agradece este nuevo encargo profesional de la oficina. La última semana ha transcurrido más deprisa y, ahora que lo piensa, por su foco de atención apenas han desfilado las imágenes agrias que su alma tiene costumbre de destilar aleatoriamente.

    De pronto, la estridencia del teléfono móvil sacude un silencio de incipiente mañana.

    –Sí –responde el ejecutivo de manera seca.

    Bon día, boss –con pretenciosa formalidad, no exenta de recochineo, una voz suena al otro lado.

    –Vaya, Pau, no me atrevía a llamarte aún por si...

    –No me he acostado todavía, si es eso lo que te preocupa –marcando las sílabas del todavía.

    –¡Noches alegres, mañanas tristes, amigo!

    –Sí, sí. Sobre todo alegres. Llevo toda la noche con lo de tus noruegos.

    –¿Y?

    –Una de dos, o están limpios inmaculados o esconden la información muy muy bien.

    –Y tu intuición, ¿qué te dice? –inquirió el ejecutivo.

    –Que no hay dos sin tres, y dado que ninguna de las dos situaciones me parece verosímil, seguiré barrenando la Red –respondió el catalán con la seguridad del que se sabe sobrado.

    –Nos jugamos mucho con esta historia, Pau. Así que descansa lo que puedas, pero céntrate en esto al máximo. Un pajarito me dice que en este negocio hay algo más que dinero. Cuando tengas cualquier cosa, me llamas enseguida. Con un comienzo tan poco metódico de la operación, no quiero encontrarme sorpresas de última hora.

    –Yo de ti, poca broma; tendría el cuerpo preparado para más de un baile.

    –No me queda otra que solicitarles esos datos en la reunión de mañana, aunque no sea el procedimiento habitual. En cualquier caso, sigue a lo tuyo. Ya hablamos.

    –¡Adeu, Mateu! –se despidió con cierta sorna su socio.

    Al cortar la comunicación, la noticia que en ese momento emitía la radio del taxi glosaba el quinto centenario del nacimiento de Juan Calvino. «Y eso que la conmemoración ha tenido lugar hace un par de semanas», se dice a sí mismo. Barruntaba la sensación de que tanta pompa estaba quedando un poco larga ya, aún a sabiendas de que este importante reformador francés gozaba de mucho más que simpatía por la zona. Un personaje que, para Arthés, no dejaba de tener muchas más sombras que luces. Fundamentalmente, por ese frágil equilibrio entre intelecto y mala leche del que surgieron, entre otras aberraciones, el asedio y posterior muerte de Miguel Servet. Todo por atreverse éste a plantear, abiertamente, la primacía entre dogma y razón.

    Alguna fuente apócrifa dejó caer en cierta ocasión que, en esta disputa, parecía subyacer una suerte de manía al ajo hispano por parte del reformador. Aunque en realidad, daba la impresión de que las apetencias de Calvino pasaban, más bien, por limpiarle la boca a Servet con guindilla. Tampoco fueron menores las aportaciones del francés, a la hora de propiciar una nueva forma de entender las finanzas que ha marcado desde entonces, significativamente al mundo occidental. Detalle resaltado en su día por más de un profesor en la Universidad de Ginebra, en la que el ejecutivo cursó estudios.

    Casualidad o no, el colosal científico maño fue el primer español que Román Arthés conoció allá por 1977 al poner los pies en Annemasse. Una pena que el hombre estuviera de bronce presente sólo en esta pequeña localidad. «Para vergüenza de Ginebra», sentenció, «que algún día le dará su merecido reconocimiento».

    Una señalización vial que ha pasado velozmente por su derecha, anuncia que el vehículo se encuentra ya en el cantón presidido por la ciudad de Ginebra, cuyo aeropuerto empieza a reconocerse entre los claroscuros del horizonte. «¿Cuántos días de su vida lleva ya comenzados en esa terminal de Cointrin?», se pregunta, retóricamente, a sabiendas de la tonelada de kilómetros que acumula en su currículum.

    No obstante, las inquietudes reales que ocupan al ejecutivo, proceden más bien de la conversación que acababa de mantener con Pau sobre la operación noruega, asumiendo finalmente que el catalán, no muy interesado en tanta cuita histórica, decanta más sus aprecios por ser ésta la ciudad que ha visto nacer la Internet, como se la conoce hoy en día.

    Córdoba, España

    940/328/3627

    Se abrieron las puertas de la estancia del califa, a lo que siguió la entrada del hombre que ejercía las labores de visir, hasta detener sus pasos a la distancia protocolaria.

    –¡Mi Señor, la paz sea contigo! –componiendo la reverencia debida–. Acudo a tu llamada todo lo rápido que me permite este calor.

    –¡Hasday, acércate! No sabes lo que me incomoda que tengas que afrontar un viaje de estas características, pero...

    –Si mi Señor lo ordena...–interrumpió educadamente su interlocutor–, cumpliré con mi mejor juicio la misión que para mí tienes.

    –¡Mi querido Hasday!, el asunto de Barcelona no se soluciona satisfactoriamente, como ya sabes, y ha llegado el momento de las decisiones. En calidad de mi más alto representante, debes acudir allí cuanto antes y zanjar la cuestión con el Sidi Suñer. Ya está causando al Califato más problemas de los que necesita.

    –Si me permites, mi Señor, creo haber encontrado la manera de que se sometan y paguen los tributos sin tener que entrar en guerra contra ellos.

    –Por cierto, hablando de los señores del Condado, ¿estás al tanto de las falsificaciones que parecen estar realizando de nuestra moneda?

    –¡Mi Señor, soy judío! El día que los míos no sepan estar atentos a asuntos como este, me temo que nos irá mucho peor que hasta ahora.

    –De todas formas, Hasday, he dado orden de que la flota fondeada en Pechina zarpe para Tortosa, mientras tú emprendes la marcha a caballo con la guardia. Es sólo por si el calibre de tu diplomacia se les antoja poco convincente.

    –¡Oh, mi Señor!, tu sabiduría es grande pero no creo que sea necesario...

    –¡No pienso permitir que ni la misión, y en especial tú, sufráis contratiempo alguno! –espetó Abd al-Rahman III.

    –Nunca discuto tus órdenes, mi Señor –respondió con reverencia contenida.

    –Espero reunirme contigo a tu vuelta. Los ingenieros que construyen el palacio de Madinat al-Zara’, tienen varias propuestas para las futuras estancias y necesitaré tus opiniones al respecto. Encima también está pendiente el desafortunado incidente del robo de monedas en Fez.

    –Ya he enviado un emisario, mi Señor. Lleva orden de organizar un asentamiento judío dentro de la ciudad al que ya llaman Mellah, con el que garantizar la seguridad del suministro de oro y plata en la otra orilla del Estrecho.

    –¡Yallah tif, yallah tif! –dijo sonriendo el califa–. ¡Mellah!; hay que reconocer que hasta para los nombres sois únicos.

    –La sal viene siendo un importante símbolo de riqueza en este mundo, aunque el oro, en la actualidad, ya se sabe, amenaza con arrinconarlo, mi Señor.

    –Bueno, mi leal Hasday, como puedes observar, tenemos faena a tu regreso.

    –Como siempre, mi Señor, agradezco el honor de contar con mis consejos –respondió Hasday Ben Saprut, mientras reculaba en reverencia sostenida.

    –¡Que Allah te proteja! –deseó Abd al-Rahman III a su hombre de confianza.

    Con paso decidido, quiso el judío realizar un recorrido breve por el exterior de la estancia, para acabar constatando la difícil convivencia con las obras de tan magna edificación, iniciadas hacía ya tres años.

    Cuando pudo divisar lo que quedaba de la luna, se detuvo. Acomodó la mirada al infinito y una honda respiración ensanchó su pecho. Quería llevarse consigo el perfume del comienzo de una noche en el incipiente jardín de la que, imaginaba, llegaría a ser algún día joya del Califato: Madinat al-Zara’.

    Aeropuerto de Ginebra, Suiza

    27 de Julio de 2009/1430/5769

    –¡Los pasajeros del vuelo con destino a Londres y Bergen, tengan la amabilidad de proceder al embarque!

    La locución de la azafata provocó en Arthés un breve giro de cuello acompañando la vista al monitor de la puerta anunciada para, enseguida, volver al libro que tenía entre las manos. Esperaba entretanto el alivio de la cola formada ante el mostrador. Y es que el relato del escritor Marek Halter le atraía más que estar a pie firme perjudicándose la maltrecha espalda.

    No había oído hablar antes jamás del pueblo kazar y tampoco la señora Estrella le mencionó palabra al respecto cuando ésta decidió regalarle ese ejemplar de El viento de los Kazares que, al parecer, un sobrino suyo había dejado en su casa por descuido unos años antes.

    Por lo que Arthés recordaba de su época de estudiante en la universidad de Lyon, y de la mano de esta nueva lectura, estaba llegando a la conclusión de que Abd Al-Rahman III no podía disimular que por sus venas corría sangre de vasco. Ya con la proclamación del Califato, dio buena muestra de ese carácter y de lo poco que le temblaba el pulso cuando la ocasión lo requería. Aunque, a veces, llegara a extremos de crueldad superlativa: «en el verano del año 939 ordenó crucificar a trescientos oficiales de su ejército boca abajo, por no haber guerreado con el ardor debido», como resaltó en clase su profesor de Historia medieval, Philippe Legrand. Es más, sustituyó a la mayor parte de su tropa islámica, cuyo batallar estimaba venido a menos, por mercenarios de diversas procedencias.

    Y si de valentía bien, de prudencia no andaba peor porque, ¿quién dijo que la sangre vasca fuese obstáculo para albergar buen juicio? El hecho de nombrar a un judío para labores de visir demostró su atrevimiento e inteligencia, pero había algo que el ejecutivo no descartaba como motivo de esa decisión. La experiencia histórica daba buena muestra del número de visires, cuyas ansias de poder llevaron a urdir procelosas intrigas para deponer al califa de turno en Bagdad. Abd Al-Rahman III era conocedor del gran objetivo de Hasday, que no era otro que una organización y establidad de los judíos cordobeses, de ahí que viviera bastante tranquilo en ese sentido. Tampoco ignoraba el gusto de Ben Saprut por la cultura, que le llevaba a solicitar constantemente del califa la adquisición de buenos libros, aprovechando el habitual envío de embajadas por el mundo conocido. Lo que jamás imaginó el califa fue la explosión cultural que la ciudad de Córdoba viviría en tan escaso tiempo.

    Una de las enseñanzas que Arthés había recibido de su amigo y socio Pau Fortell, era la capacidad que Internet ofrecía a cualquier humano con curiosidad para ampliar datos sobre cualquier tema. El ejecutivo pensó por un instante el provecho que, un curioso como Hasday, hubiera sacado a la red de redes. Espoleado por la idea de que él sí tenía esa suerte y pese a la incomodidad, empezó a leer en la pantalla de su terminal móvil el primer documento arrojado por el buscador:

    Hasday Ben Saprut inició, antes del amanecer, su singladura hacia tierras del Condado de Barcelona con un séquito que sería propio de un califa, si no fuese por la falta de mujeres. A pesar de lo cansado de la marcha y de que Julio no es época idónea para cabalgadas de esa magnitud, se entretenía pensando cómo organizar a los judíos de Córdoba para aumentar el número de sinagogas y rabinos. Contaba con el favor del califa y eso le permitía, dentro de unos límites levemente marcados, ejercer un proselitismo de perfil medio para conseguir establecer una próspera comunidad judía en la ciudad.

    Cuando un diecinueve de dicho mes los barcos arribaron a Tortosa, la hábil diplomacia de Hasday Ben Saprut había resuelto días antes el problema en cuestión. Los notables de Barcelona, uno detrás de otro, fueron firmando una paz a regañadientes, más por nada por la superioridad militar y, de paso, porque la escasez de víveres de calidad estaba provocando padecimientos serios en algunos feudos. Eso convenció a la flota de apoyo enviada por Abd Al-Rahman III a virar su proa hacia las bases almerienses de las que partieron días antes.

    Durante el viaje de vuelta, lo que desde luego no se le pasó por la cabeza al bueno de Hasday, es que dos meses después, estaría pasando calor y polvo otra vez, por la peculiar forma de entender el acuerdo por parte de los señores cristianos del noreste peninsular. El califa fue informado que bajo la premisa de la bofetada no de mi mano a tu adversario, los nobles precatalanes no facilitaban la ansiada paz. Ello llevó al convencimiento a Hasday de que un suministro garantizado de ciertos alimentos eliminaría del todo, ese afán por molestar de sus nuevos aliados.

    –¡Señor, su tarjeta de embarque, por favor! –interrumpió la sonriente azafata desde el mostrador.

    El ejecutivo apretó instintivamente la cartulina, levantó brúscamente la cabeza, percatándose enseguida de que era el último pasajero. Ningún parecido, afortunadamente, al del cuento de David Sánchez Juliao cuyo pellizco emocional no olvidaba a pesar de los años transcurridos desde su lectura.

    Sin embargo, no pudo evitar la sensación de cierto sonrojo apurado ante la mirada de la mujer.

    –¡Oh, perdóneme! Aquí la tiene.

    –¡Que tenga un buen viaje, señor! –le deseó la azafata, mientras le devolvía lo que quedaba de la tarjeta de embarque.

    Después de asentir con un gesto de cortesía, encaminó sus pasos por el finger hacia el avión, sin despegar ojo del sitio web que mantenía un grupo de divulgación de la cultura judía:

    A un día de viaje de la ciudad califal, una lluvia moderada, poco habitual del verano, quiso aliviar la penosidad del trayecto. Un aire más fresco y limpio conduciría la misión a su destino con la satisfacción del deber cumplido. Ahora que se acercaba a su Córdoba natal, la preocupación de Hasday Ben Saprut se centraba más en que, una vez que la comunidad judía local adquiriese una cierta estabilidad, se forjaran lazos con otras comunidades hermanas de las que tenía noticias a través de las legaciones diplomáticas y comerciales que recalaban en Córdoba. El poso cultural que dejaban estas visitas era aprovechado por Hasday para impulsar la recopilación y traducción de nuevos libros, que encargaba también a amigos judíos que viajaban con frecuencia allende el Califato.

    Los notables conocimientos de Historia del judío, de donde en parte provenían sus dotes diplomáticas, situaban su mente a ratos en el norte de África contemplando cómo, desde la época de la Tingitania romana, ya cumplían sus hermanos de religión un papel importante en el comercio del oro procedente de la parte negra del continente. Los sabios de palacio, con los que Hasday mantenía una excelente relación por la intensa promoción del saber que realizaba, le contaron cierto día que cuando los árabes llegaron a tierras bereberes, la influencia judía era tal que toparon con tribus locales que profesaban una suerte de judaísmo. Le nombraron a Kahina, una mujer de una de esas tribus, cuya valerosa resistencia a los árabes la Historia apenas ha reconocido, estando a la altura de personajes como Juana de Arco, Agustina de Aragón y María Sagredo.

    Un motivo de reflexión permanente para Ben Saprut, lo suponía el hecho de que un pueblo como el suyo, tan disperso por muchas tierras, se encontraba cada tiempo ante un período de persecución si no acababan de pasar por uno. La conciencia adquirida sobre la caducidad del favor del soberano de turno, alentaba el hecho de que este pueblo nunca hubiera encontrado un asentamiento en el que no se sintiese de prestado...

    Una azafata de cabina, cumpliendo con el celo debido, vino a terminar en seco con las tribulaciones de tan insigne personaje.

    –¡Señor!, este es su asiento y le ruego que desconecte su terminal, por favor.

    –¡Lo siento, gracias!

    –¿Desea algún periódico?

    –¿Lo tiene en español?

    –El único que me queda es de ayer, lo siento.

    –No me importa; se lo acepto.

    Un vistazo superficial a las noticias de portada no le invitó a continuar con el resto. Pero su cerebro ya había fijado, antes que su atención, el interés por la esquina izquierda de la hoja. De esa lectura diagonal, acabó por conocer que dos abogados españoles habían sido encontrados muertos en un descampado cerca de una central eólica panameña, en extrañas circunstancias.

    El ejecutivo había tenido años antes, alguna incursión en la vida económica de esta singular república de cotizada bandera para el sector naviero, donde el aspecto marrullero constituía pieza fundamental de cualquier proyecto de negocio.

    No contento con la calidad informativa del diario, constató con pesar que las noticias sobre Europa aún eran maquetadas en la sección de Internacional, lo que definitivamente le llevó a deshacerse de él. Convencido de que el relato en tapa dura de un libro no interferiría con la electrónica del avión, se entregó de nuevo al interesante relato sobre los kazares. Era ésta una de las escasas actividades que conseguían, a ratos, ahuyentar algunas sombras furtivas del pasado que modificaban el pH de su carácter, detalle éste que, una mente desprovista de paz, como la suya, acogía de forma adictiva.

    Tánger, Marruecos

    29 de Julio de 2009/1430/5769

    No era esta la primera vez que el aroma de la naftalina producía en su cerebro la sensación de que la muerte había colado su tarjeta de visita por algún lugar de la casa.

    De pequeño, cuando observaba a su madre depositando las odoras bolitas dentro de los armarios y cajones del piso que habitaban, ella lo miraba con cara de niseteocurra. En una ocasión, acompañando el gesto facial disuasorio, le explicó al niño que eso era para matar a los bichos que se comían la ropa. Y claro, cada mosca, araña o cucaracha que aparecía muerta por la estancia, tenía adelantado el veredicto de la autopsia a ojos del chico. Causa de la muerte: naftalina.

    Lo cierto es que Hildegaard Quintana consiguió que su hijo nunca se metiera una de esas bolitas en la boca, aunque ello no impidió que despertara en su incipiente cerebro, la tentación de iniciar un camino de no retorno a la maquinación permanente. «Lah cosah del selebro», como decía en tono misterioso y grandilocuente la señora Rosario.

    Hoy era el día en el que empezaba a ser plenamente consciente de que los recuerdos que tenía de su madre constituirían la única tinta con la que dibujaría a partir de ahora las facciones de su rostro. En las tripas de Román se revolvía ahora un sentimiento insulso tintado de melancolía, queriendo atribuirle ingenuamente al naftol, un asunto que la muerte ya tenía pactado, sin plazo fijo, con la implacable enfermedad nueve años atrás. Un recorrido en el que su madre, ¡pobre!, hizo lo indecible por no asistir como espectadora en un principio, ignorando que más tarde ya no podría hacerlo, ni queriendo. «Lah cosah del selebro», sentencia universal.

    Hildegaart Quintana ya nunca oiría por boca de su hijo la causa por la que, el árbol guardián, –plantado delante de ese bloque de tres pisos en el que vivían en 1964, que no dejaba penetrar la luz del sol por las ventanas de la casa–, se fuera transparentando poco a poco hasta quedar sin hojas.

    –¡Un día coge ese árbol mi Juan, señora, y lo ...! –amenazó en una ocasión la sevillana que ayudaba en las labores de casa a la madre de Román.

    La señora Rosario tenía tanto carácter como acento, a pesar de los años que llevaba fuera de su pueblo de la campiña sevillana. Pero como de todo quiere Dios un poco,–¡qué frase la suya!–, el Señor quiso que en el volumen corporal le fuera la bondad.

    –¡Mujer, a la muerte no hay que llamarla, que ya viene por su cuenta! –contestaba a esos arranques la joven Hildegaart, con ese tono gris del que se revisten las palabras cuando una resignación todavía es de cosecha reciente. ¡Y no me llame señora, que sabe que no me gusta! –apostillaba la tangerina.

    Pero, a decir verdad, ese árbol tenía muy mala sombra. Y Román, con sus cuatro años, ya lo apuntó en su particular lista de malos. Cuando bajaba a la calle y pasaba al lado del cedro, siempre le disparaba con su pistola de cowboy o con los dedos en posición, que en esas edades se hace poco distingo. Una contrariedad tornada creciente en el chico, al comprobar como, una y otra vez, el árbol era inmune a sus ataques.

    Un niño que crece contemplando a su madre digerir el sufrimiento de magnitud que causa la muerte temprana de un marido, busca siempre complacerla a la mínima que tiene ocasión. Más y cuando la ha visto desvivirse por sacar adelante unos porvenires que no siempre tenían asegurado su por llegar. De ahí que, como si de un resorte se tratara «Lah cosah del selebro», la materia gris escruta recuerdos y urde relaciones involuntarias que causan perplejidad, incluso a la propia neurona que transmite las imágenes no lineales del plan a seguir. Causa de la muerte: naftalina.

    Quince meses después y sin mediación de "su Juan", la savia del molesto árbol se batía en retirada incapaz de detener el lento descalabro químico provocado por las bolitas enterradas a sus pies.

    Hoy, y ya sin su madre en el mundo, cansado, descansado, no sabe bien cómo, su mente ha emprendido un paseo por un Tánger de entreluces, a la que su cuerpo ha decidido secundar con el estusiasmo justo, siendo el alma la que ejerce de sherpa de ambos. Un alma en estas circunstancias, sin tener que dar cuentas al tiempo, no aprecia tanto los lugares como las vivencias. No cabe el razonamiento cartesiano, sólo las miradas esenciales.

    La realidad sitúa ante sus pupilas el café Normandía de la plaza de Francia, cuando una extraña superposición en el tiempo muestra como Hildegaart viene bajando la calle Bélgica, a sus trece años, pertrechada de vaqueros bien rozados y patines al hombro, que flanquean una cola de cabello negro. Es sábado y observa a un grupo de señoras judías, recién liberadas del sabbath, sentadas en la terraza de dicha cafetería. Le hace gracia verlas estirándose con la ropa, las novedosas fajas Van Raalte que visten por debajo.

    A su lado, en otra mesa, Madame Quintana departe alegremente con unas amigas. Hildegaart, bien aleccionada por su madre, no hace ademán de saludarla, para evitarle la vergüenza pública por las pintas que luce.

    No hace ni hora ni calor para un helado, pero un plato sopero hasta arriba de bolas de diversos colores aparece en este pase de recuerdos contados ante sus ojos. Su abuelo Joaquín, con una imponente planta de deportista, viene de subir la cuesta del hotel Cecil hasta llegar al despacho artesanal conocido como heladería Coloma. El dependiente, que conoce la voracidad sin fin del pelotari vasco, ha rascado bolas a destajo del cremoso elemento, presentadas en un plato junto a una reluciente cuchara sopera.

    Sin saber muy bien cómo, desfila ahora ante su vista el cedro con el que compartió vecindario en su niñez. Román repite el ritual de dejar apoyada la mano en su tronco sin vida, con el deseo de pedirle disculpas por enésima vez, esperando que en la más oculta de sus capas, conserve todavía la capacidad de perdonarlo. Quiere imaginar que el árbol le transmite al contado el dolor padecido a plazos durante su lenta agonía. Pero nada de eso ocurre.

    ¡Naftalina! El olor a naftalina le evocaba, cómo no, la primera vez que fue consciente de querer resolver un problema, pero también la incapacidad de prever las consecuencias de sus actos. El sol volvió a entrar por la ventana principal de ese piso, sí. «Pero, ¡a qué precio!», se lamenta con amargura.

    Arthés comienza a sentir el hormigueo de una vigilia reclamando su tiempo asignado para hoy, asomando a su cabeza el cúmulo de tareas que tiene por delante.

    Un ruido brusco de la puerta de entrada, rompe el silencio que envuelve sus pensamientos. Desde el dormitorio asoma la cabeza al pasillo para interesarse. La señora Rosario intenta recuperar el aire que la corta escalera le ha robado.

    –A mí también me queda poco, hijo, pero yo la cabeza no la tengo tan malamente; ¡eso es lo malo! –exclamaba resoplando los lamentos.

    –¡Rosario! –con medio tono regañina–, le dije que cuando empaquetara las cosas que quiero llevarme de aquí, la recogería en casa de la señora Estrella.

    –¡Las piernas, ay las piernas! –como si no escuchara al ejecutivo–. Después del hambre que pasé de chica, me lo fui a comer todo de mayor... Y tú, ¿has desayunado?

    –He desayunado en el kawashi de aquí arriba, volviendo del paseo.

    –Es que me desperté y no te sentí... Teníamos que habernos quedado en el hospital...

    –No teníamos más nada que hacer por ella. En casa de uno siempre se está más tranquilo.

    –Pues no sé yo si has descansado tú mucho... ¡Anda y échate otro rato ahora!

    –Tranquila Rosario, estoy bien.

    La ahora yaciente Madame Quintana, una vez heredado el tratamiento de facto al morir la madre de Hildegaart, siempre manifestó que de esa casa la sacarían por la fuerza. Cualquier notario hubiera avalado que su enfermedad podía ser causa de fuerza más que suficiente para no incumplir su voluntad. Pero, ironías de la vida, aunque su cuerpo estuvo a buen recaudo durante estos últimos años en su residencia del número once de la calle Velázquez, su mente había degenerado en una sintecho de pobreza extrema.

    –¡Mira, Román, yo se que tú …!

    –Ahora no, Rosario. No se preocupe ahora por nada más, que ya bastante ha hecho todo este tiempo.

    –Ninguno sabemos lo que habrá sufrido por dentro la pobre...–balbuceaba entre sollozos la mujer.

    –Me pega que ya no queda mucho más que empaquetar por aquí –mirando a su alrededor sin prestar mucha atención a las palabras de la mujer.

    –Últimamente, ¡qué pena!, ya no sonreía ni al cogerle la mano...

    –Bueno, voy a echar un último vistazo por el resto de la casa.

    Arthés observaba las cajas, y aunque toda mente humana ya lo sabe, cuesta convencer al yo emocional de en qué se queda todo esto de la vida. Por su parte, la señora Rosario, emulando al héroe de dibujos animados Super Ratón, al modo no se vayan todavía que aún hay más, le hizo un gesto para que la acompañara a su dormitorio.

    –Estas otras cajas las tuve que esconder en su momento, porque me encontré a tu madre dos o tres veces rompiendo fotos y papeles.

    –Ya decía yo que echaba en falta los álbumes de fotos...

    Interrumpió su inesperado reencuentro con el pasado, una llamada a su teléfono móvil. Comprobó el remitente sobre la pantalla del terminal. Era su colega Pau.

    –¡Sí! –respondió mientras se sentaba en la mecedora de su madre, cruzando una de sus piernas sobre la otra.

    –Comprendo que ahora ningún momento es bueno, ¿pero te pillo mal o muy mal?

    –No, dime.

    –Hace una hora he descubierto un documento que te va a impresionar más que a gustar.

    –¿Qué dice?

    –En resumen, desglosa unas cantidades presupuestadas a los noruegos por los servicios de tu consultora. Por lo que me suena de otros presupuestos que hemos trabajado, no llega al veinticinco por ciento de los costes habituales.

    Román ahuecó la palma de su mano izquierda con la nariz, apoyando la cara en las yemas de los dedos. Tras unos segundos fabricando silencio, no permitió que el extraño descubrimiento le nublara el juicio.

    –Esta empresa no ha perdonado un céntimo de una minuta en la vida –dejó escapar en voz baja.

    –Yo te doy el dato; tú lo interpretas. Pero esto de normal no tiene nada, más aún viendo que el volumen de trabajo no ha variado significativamente como para tirar las tarifas de esa manera.

    –No, la verdad es que no hay por donde cogerlo.

    –Y si quieres más rarezas, al rastrear una de las cuentas de correo de tu jefe supremo, hay uno que me llamó la atención: o está escrito en clave o es el típico mensaje chorra de un tipo aburrido en Internet. Estoy tirando de ese hilo a ver si sale algo más.

    –¿Qué te hizo reparar en ese mensaje?

    –El pajarito ese que te decía que aquí había algo más...

    –Venga, en serio...

    –... y tan en serio –apostilló el catalán–. La referencia en ese mensaje a un cuervo, aunque con expresiones sin mucho sentido: «un árbol para el cuervo» o «esperar a que hable el cuervo», me escamó.

    El tangerino miró un momento su reloj, no dando mayor importancia a esta revelación, como queriendo acabar de una vez con la faena de las cajas.

    –Vale, buen trabajo. Ahora más que nunca, infórmame a la mínima. Sea a la hora que sea.

    Copy that! Por cierto, ¿cuándo tienes previsto aparecer por aquí?

    –Tengo algunos flecos por resolver, pero veré si puedo estar de vuelta en tres o cuatro días.

    –¡Ah!, pues habla con mi madre que tiene previsto volar el lunes desde Barcelona. Si estás por aquí, ya le gustará que vengas a comer.

    –Lo tendré en cuenta, Pau. Te dejo, que estoy entretenido empaquetando cosas y quiero terminar cuanto antes.

    Adeu, boss.

    Bergen, Noruega

    27 de Julio de 2009/1430/5769

    Ya le habían avisado que en esta ciudad hasta podía hacer buen tiempo. Lo que comprobaría horas más tarde es que eso podía ocurrir incluso varias veces al día.

    –Señor, dos de cada tres días al año llueve en Bergen –decía el taxista con una cara de regocijo más propia de un monje cervecero medieval y en un inglés algo trabado.

    «Pues a ver si pillo, al menos, el día bueno que me toca...», pensó el ejecutivo, mientras asentía levemente con la cabeza dándose por enterado de la estadística, cosa que animó al conductor a seguir con la interacción.

    –¿Es usted norteamericano, señor?

    –No, señor.

    –¿Sabe?, tiene usted cierto parecido al presidente Obama.

    Antes de responder, el moreno infirió que así como todos los chinos parecen iguales a ojos vista de un occidental, por estos lares no debían cruzarse con demasiados negros.

    Una inquietud, ésta sí más oscura aún, rondaba la mente de Arthés al repasar la manera rauda y veloz con que esta operación se estaba llevando a cabo. Sin entrevista previa en Ginebra con algún pez gordo de la empresa noruega, un dossier menguado de cifras estratégicas, su sorprendente designación al frente del operativo, la inusitada facilidad con la que Jacques Merada había aprobado una planificación tan laxa del viaje.

    En los años en los que todavía los ejecutivos medían su importancia en la compañía por el número de puntos que acumulaban en sus tarjetas aéreas, cualquier operación estaba sujeta a unos estrictos controles y procedimientos. Eso sí, siempre que la agenda se lo permitía, y el viaje de trabajo tenía como destino una ciudad que no conocía, lo arreglaba para aterrizar un día antes de la primera reunión programada.

    En esta ocasión, la culpa de adelantarse un día fue producto de la nefasta combinación de vuelos a la localidad escandinava.

    Tardó un buen rato en darse cuenta que por mucho que volteara una y otra vez su móvil sobre la palma de su mano izquierda, eso no haría que Pau lo llamase antes.

    De repente, un vistazo que iba por libre, fijó su atención en una naturaleza verde desfilando en quietud, que convertía la ventanilla del vehículo en un fondo relajante de pantalla de ordenador. Visto que los músculos del cuerpo del ejecutivo tardaban en recibir el mensaje, el cerebro resolvió adelantarse en activar el modo ahorro de energía. Pero el tiempo, a veces, es caprichoso en su discurrir.

    Hotel Norge, señor –dijo el taxista devolviéndolo a la realidad.

    Al detener el vehículo, ya asomaba la factura por el taxímetro. ¡Quinientos veinte chirifús! Es lo que tienen los países con alto nivel de vida; hay que mantenerlo. La tarjeta de crédito de cualquier viajero habría adoptado la posición de "en garde", pero setenta euros de taxi no pasaba de ser un nanoscópico daño colateral para la consultora. Ésta, en realidad, seguía un patrón parecido a la hora de facturar a sus clientes. Al menos, hasta ahora.

    Después de organizar el equipaje en el hotel, la electrónica conectada y hábilmente camuflada, se decidió a dar un paseo por la ciudad y buscar un sitio donde comer algo. Con las indicaciones del recepcionista y pertrechado de un pequeño mapa, se encontró a los pocos minutos frente al Bryggen. Barcos de recreo amarrados y edificaciones de madera pareadas, estilo hanseático, competían en la viveza de sus colores. Todo tal y como lo había visto en internet, salvo que aquí estaba más nublado y llovía a ratos.

    De repente, una conversación en español con fuerte acento sudamericano lo atrajo hacia un puesto del mercado de pescado ambulante, que tenía una presentación del género digna de foto.

    –Buenos días...–saludó tímidamente el ejecutivo en español.

    –Buenas, señor. Español, ¿eh? –preguntó sin sorpresa el tendero con leves rasgos indios.

    –Según se mire, sí. Y ustedes, son ... ¿argentinos? –se aventuró Arthés.

    –No, señor, no. Somos de Chile.

    –Pues de un fiordo chileno a un fiordo noruego... Vaya salto, ¿no?

    –Algunas personas, sabe usted, hacen que algunos lugares no siempre se lleven bien con la vida. Pim-pim Pinochet le puso las cosas muy complicadas a mis papás. Viajaron acá buscando un futuro y ahora ya nos hemos hecho a vivir en Bergen, tratando de labrar el nuestro.

    Por un extraño sinsabido, las personas marcadas por algún desarraigo llegan a empatizar misteriosamente. Lo que en muchas ocasiones, acaba despertándoles la curiosidad.

    –¿Y qué tal lo llevan? –preguntó cortésmente el tangerino.

    –Aunque somos cerca de dos mil los chilenos acá, nunca hemos conseguido hacer piña entre todos. Vamos muy por libre, a pesar de las circunstancias. Pero la tranquilidad, la educación de los peques, nos anima a continuar aquí.

    –Hay una chica española en ese puesto –indicó el otro–. Es de Madrid.

    –¡Sara, venga acá!

    Tras devolverle las monedas del cambio a un señor, se acercó hasta ellos una chica menuda, morena de pelo y no muy alta, que blandía una sonrisa limpia en su cara y una frescura desparpajada en el resto de su cuerpo.

    –Mirá Sara, un español como vos...

    La muchacha compuso instintivamente un gesto de comoyoyuncuerno.

    –Hola, soy Sara.

    –Román; encantado.

    –Ellos son Iván y Salvador –dijo apuntando a cada uno con el mentón y la mirada.

    –Lo dicho, encantado –estrechándoles la mano.

    –Me perdonarás la indiscreción si pregunto qué hace una señorita española aquí, vendiendo pescado.

    –Me han concedido un Erasmus. Estudio Biológicas. Como esto es caro y el dinero de la beca no me ha dado para mucho, he preferido quedarme un tiempo para hacer caja antes de regresar a Madrid.

    –Ya –apuntó asintiendo con la cabeza.

    Sara estaba acostumbrada a tratar con turistas españoles que recalaban en Bergen, y algo le decía que Román Arthés no estaba ahí por vacaciones.

    –No me parece que esté usted de crucero por aquí.

    –De tú, por favor –replicó en tono ceremonioso–. No te dejes impresionar por algunas canas; todavía me sorprende cuando una chica joven me ustedea.

    –Bueno, vale. Pero, ¿qué hace entonces en Bergen un señor de traje caro y aspecto canario?

    Lo del aspecto canario le resultó al ejecutivo tan insólito como agradable. No obstante, de pequeño, había sido fiel seguidor en la distancia de la Unión Deportiva Las Palmas, el histórico club de fútbol de la ciudad gran canaria.

    –Estoy por un tema de negocios –limitando el grifo de las explicaciones–. Y aunque me encantaría conocer la isla de Lanzarote, de la que me han hablado mucho y bien, no soy canario.

    –Ya decía yo que tu uniforme no era de turista al uso... Pero entonces, ¿de dónde eres?

    –¡Sara, tenés trabajo! –exclamó uno de los chilenos.

    –Bueno, tengo que dejarte. ¿Has probado carne de ballena alguna vez? –preguntó la chica al dirigirse hacia el puesto que regentaba.

    –¿Ballena? No, la verdad, nunca.

    Lo cierto es que sí la había consumido en Japón años atrás, pero prefirió no romper el efecto que la chica pretendía conseguir. Con ocasión de una estancia en Osaka, Hiromi lo llevó a degustar un excelente harihari–nabe, plato peculiar consistente en un guiso a base de carne de ballena y unos brotes vegetales autóctonos, cocinado en cazuela de barro.

    –Pues no te puedes ir sin probarlo –exclamó ella–. Pásate ahora y te corto unas lonchas, cuando atienda a esta señora.

    La muchacha se manejaba mejor en simpatía que en noruego, pero como a la mujer le hacía mucha gracia verla gesticular, exteriorizando su faceta más mediterránea, ahí se quedó el ejecutivo observando el desarrollo de la comanda.

    Disfrutaba con la escena, pero es sabido que cualquier momento de relax es aprovechado por las mentes sin paz para proponer una especie de juego del pañuelo, con la colección de runrunes de fondo que con más efervescencia las atenazan.

    Seleccionó el nombre de Pau en el terminal que al momento respondió:

    –¿Digim, boss?

    –¿Cómo vas con la información? –inquirió Arthés.

    –Pues para ser sincero, algo he progresado aunque no en la dirección esperada.

    –Aclárate.

    –Me he topado con un correo electrónico de tu jefe Brühl al mandamás de los noruegos que no me da buena espina. Estoy intentando recomponer la secuencia de correos anteriores y posteriores, por si arroja algo de luz al tema.

    –No entiendo.

    –Cuando me contaste que te repescaban para la Golden League de los negocios, después de estos años de puteo, me escamó. Y como no encuentro todavía información económica útil que me permita construir un informe medio serio, he creído oportuno investigar de paso a tu superior.

    –¿Y te has colado en su correo?

    –En el suyo, todavía no.

    –Oye, procura pisar terreno seguro antes de fastidiarla.

    –Parece mentira que a estas alturas, me digas eso.

    –Bien, vale; manténme informado si averiguas cualquier otra cosa.

    Al cerrar el móvil y levantar la vista, los ojos de Sara captaron de nuevo su atención.

    –¿Eso se come crudo como el sushi? –preguntó Román al verla cortar la primera loncha.

    –No, hombre. El trozo de ballena ya viene ahumado, está muy rico. Toma, prueba.

    –Tiene textura –dijo mientras degustaba la loncha– como de carne. Está muy sabroso, es distinto.

    –Pues yo de ti aprovecharía para comer ya, porque esto no es España. Los cafés y restaurantes te cierran la cocina en media hora.

    –Ya conozco casi todos los husos horarios del mundo –detalle que pareció interesar a la chica–. ¿Tú que harías hoy en mi lugar con la comida?

    –Ahora que ha salido un rato el sol, te pillas una cerveza, y con estas lonchas de ballena te acercas por esa calle al lado del edificio ese tan bonito que te llevará al parque Lungegardsvann. Un banco y a comer. Te lo recomiendo.

    –El uniforme mochilero no me lo he traído para este viaje.

    –¿Al señor importante le da cosa comer en un parque? –ironizó ella.

    –No, no; es más bien la falta de costumbre. Pero pensándolo mejor, ¿por qué no? Seguiré tu consejo.

    –Con esa altura no serás de bocado pequeño, ¿no?

    –Pero tampoco te pases cortando, hay que mantenerse.

    –Ya veo que te cuidas –luciendo una sonrisa cómplice.

    Hablaba con una familiaridad que le resultaba poco habitual a Román, que lejos de desagradarle, daba pie a la conversación.

    –¿Qué jornada de trabajo tienes aquí? –quiso saber el ejecutivo, esforzándose por continuar la charla.

    –Pues un 825 que diría un inglés.

    –Para ser en plena calle, no está mal. No son nueve horas de oficina precisamente.

    –Aquí donde me ves, aguanto como una campeona, y el dinero que pagan merece la pena.

    –No quisiera parecer maleducado –dijo mirando a los depósitos de peces que componían el frontal del mostrador–, pero lo bueno de este ambiente de tranquilidad es que se te relaja hasta la timidez...

    Titubeó unos instantes, pero finalmente se decidió.

    –Si no consideras un demérito para el currículum cenar con un desconocido, podrías ser mi invitada. De repente, no me apetece nada comer solo esta noche y tu conversación me resulta agradable.

    La chica se lo quedó mirando con una dosis de desconfianza picante.

    –No me tomaré mal un no, tranquila. Pero luego no te quejes de que, en Greenpeace, tengan una foto de una estudiante española de Biología vendiendo por fascículos un animal protegido... Y luciendo pin de la organización.

    –¡Anda! Si el señor, detrás del muro de seriedad, tiene sentido del humor –replicó brazos en jarra–. Yo tenía ilusión por cenar a lo grande en Bergen y mira por donde, vamos a matar dos pájaros de un tiro. ¿Ves esa casa amarilla de ahí? Dicen que ese restaurante es la bomba: el Enhjorningen.

    Enhjorningen... Como para decirlo con la boca llena.

    –Significa unicornio en noruego. Le viene al pelo, porque la estocada a la cartera, según dicen, es mortal.

    –Espero que haya platos suficientes para fregar después.

    –Una semana aquí, Román, y te veo hasta contando chistes.

    –No estaré tanto tiempo... Aunque me vendría bien, la verdad.

    –Toma, ahí tienes tu menú para hoy. Que lo disfrutes. Y si te gusta, te puedes llevar a España lo que quieras. Te lo puedo envasar al vacío.

    –No, está bien así. ¿Qué te debo?

    –Ciento cincuenta coronas... Ahora ya no te puedes echar atrás en lo de la cena, ¡eh! A las ocho en la puerta del restaurante.

    –Pues hasta luego entonces.

    Tánger, Marruecos

    29 de Julio de 2009/1430/5769

    Román Arthés había sido siempre muy respetuoso con los enseres y pertenencias de su madre. A pesar de lo devastadora de una enfermedad que no permitía a Hildegaart darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, él jamás abrió ni un solo cajón ni carpeta que formase parte del cuerpo de su intimidad.

    Tampoco el baúl ante el que se encontraba ahora, a pesar de que el orden en su interior delataba una oportuna intervención de la señora Rosario. Se agachó ante él y después de pasar lentamente sus manos por la tapa, se decidió a abrirlo. Lo primero que asomó a la vista del ejecutivo, junto a los discos de Little Richard, fueron unos cancioneros. Estos cuadernillos contenían las letras de los temas interpretados en aquellos espectáculos de variedades, que desfilaron por el Teatro Cervantes de Tánger desde mediados de los años cincuenta. Todos llevaban el autógrafo de sus intérpretes con dedicatoria a Hildegaart: Juanito Valderrama, Antonio Molina, El Príncipe Gitano y un sinfín de artistas de reconocido prestigio en la época.

    –En su día le pedí a Kacem que pusiera aquí las cajas y el baúl –dijo la señora Rosario dudando si entrar o no a la habitación–. ¡Qué cosa le entraría a esta mujer para liarse a romper así!

    –Supongo que ese carácter orgulloso, no quería permitir que la enfermedad tuviese la exclusiva de su desmemoria.

    Mientras decía eso, su lengua recibía un tirón de brida por orden de su conciencia. Le venía a decir por línea interna algo como: ¿quién eres tú para opinar sobre orgullo y romper? Y cierto era que tenía por qué callarse al respecto. Madame Dufour, su asistenta en Annemasse, fue testigo de primera mano del brutal destrozo ocasionado por Arthés en su propia casa nueve años ha. Nunca mejor dicho de primera mano, porque fue a la que le tocó limpiar todo aquel desaguisado.

    Ocurrió una tarde al llegar de la oficina. Su rabia ganaba ese día por KO técnico a su autoestima, aprovechando que la calma debía hallarse en paradero desconocido. La lista de bajas la encabezaron sus títulos académicos, algunas fotos con personalidades, reconocimientos y placas colgados en paredes, que Hildegaart había ubicado por los pasillos y salón de esa vivienda, una mañana que ejerció de ama de casa circunstancial durante una de sus estancias en la villa.

    –¿Y ahora cómo te vas a llevar todo esto? –le

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