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Negra y oscura
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Libro electrónico558 páginas7 horas

Negra y oscura

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Una de las mejores novelas de familias en la Guerra Civil española, de lo mejor que vas a leer por Rosa Sanmartín, una novela imprescindible.
SINOPSIS
En una casa heredada de los abuelos, vive la familia Martí Llorens. Un padre carlista y una madre republicana. Su ideología, hasta ese momento casi imperceptible, los convierte en enemigos un verano de 1936.
Luis, el primogénito, siempre trabajó en el campo con el padre. En julio de 1936 se alistarse en el ejército republicano como voluntario. Tres meses habían pasado desde que se casara con Dolores, una joven que aprendió a ser feminista escuchando la
radio. A veces, también, oyendo las conversaciones de su vecina Ramona, afiliada a las Juventudes Socialistas Unificadas.
Santiago Fortea Iranzo es hijo y nieto de anarquistas. Aprendió de luchas desde pequeño y parece que se le quedaron grabadas. Afiliado a la CNT, pronto empuñará fusil.
Negra y oscura es una novela de historias que cambian el ritmo de una vida. La de sus protagonistas y la de aquellos que, sin quererlo, compartieron un tiempo de guerra.
IdiomaEspañol
EditorialNou Editorial
Fecha de lanzamiento5 dic 2023
ISBN9788417268961
Negra y oscura

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    Negra y oscura - Rosa Sanmartín

    .nóu.

    EDITORIAL

    Título: Negra y Oscura.

    © 2023 Rosa Sanmartín Pérez.

    © Imagen de portada: Everett collection para Shutterstock.

    © Diseño de portada y maquetación: nouTy.

    Colección: IRIS.

    Director de colección: JJ. Weber.

    Edición digital diciembre 2023.

    Derechos exclusivos de la edición.

    ©nóu EDITORIAL™ 2023 sello de Planeta Nowe SL.

    ISBN: 9788417268961

    Edición digital 2023

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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    A mi bisabuela.

    No te conozco, pero te imagino así.

    A mi padre, por tantas cosas

    y esta novela que ya no puedes leer.

    A Josep Lluís, por las horas compartidas

    y por ser, en el buen sentido de la palabra,

    un hombre bueno.

    NOTA DE LA AUTORA

    Escribir esta novela me ha llevado algo más de tres años. Parece demasiado ahora que lo inmediato se hace imprescindible. La verdad es que el proceso de investigación fue largo y, no voy a engañaros, hubo momentos en que abandoné la redacción porque me costaba. No tanto la escritura, sino la historia en sí. Meterme en la piel de los personajes ha sido duro.

    Lo cierto es que cuando empecé a escribir solo quería narrar la vida de una familia, pero acabó por convertirse en la novela coral que tienes en tus manos. Qué suerte que la imaginación vaya por libre. Supongo que las personas nos encontramos con otras tantas en el camino y a mis personajes les ha pasado lo mismo, han multiplicado su mundo y con él, esta historia.

    Pero si de algo quiero hablarte aquí es de cómo he construido esta novela. La imagino como pequeñas habitaciones en las que ver a los distintos personajes. Puedes pasear por sus diferentes escenarios, transitar la vida al mismo ritmo que lo hacen ellos. A veces, claro, llegarás a un lugar donde los protagonistas ya han comenzado a actuar y encontrarás este signo, », donde debería haber una raya de diálogo. Es una licencia que me he permitido.

    Lo mismo ocurre con las frases en valenciano o las contracciones de palabras en boca de algunos personajes que deberían aparecer en cursiva, pero que no la llevan porque no quería que se vieran como un error, sino como una forma más de lenguaje que emplean los protagonistas.

    La última, y la más importante, es la desaparición de los puntos suspensivos en algunas frases. No es error de edición, no culpéis a mis editores, pobres, bastante tienen con aguantar estos desvaríos. Simplemente es la manera que he encontrado de expresar que un personaje le quita la palabra a otro. Interrupciones que hacemos en nuestros diálogos y que he señalado eliminando la puntuación.

    Espero que podáis perdonarme…

    Antes de que todo empiece

    el blanco

    monótona cadencia.

    Tocan los cuartos. Pasan las horas.

    Ni el tañido del campanario

    interrumpe su felicidad.

    Todavía.

    CAPÍTULO 1

    EL LIBERAL

    Año LVIII. MADRID. NUM. 19.943

    Dieciséis páginas diarias.

    MARTES 9 DE JUNIO DE 1936.

    El tiempo. La temperatura máxima de ayer en Madrid fue de 25,3 grados y la mínima de 9,2.

    Número suelto, 15 céntimos.

    En Francia, el gobierno del Frente Popular ha hecho la verdadera unificación del proletariado y ha resuelto los conflictos sociales.

    En España, el gobierno del Frente Popular salvará a la República si, como en Francia, todo el proletariado sin excepción está dispuesto a apoyar al gobierno, no solamente en el parlamento, sino en la calle, con el mayor entusiasmo.

    Las frases de Largo Caballero en su último discurso están orientadas en este mismo sentido.

    «Hay que llegar al auténtico gobierno del pueblo por el pueblo».

    En el Cinema Europa habló Largo Caballero. Insistió en que son los republicanos los únicos que deben gobernar para realizar el programa del Frente Popular; les prometió para ello todo género de facilidades por lealtad al pacto, y se reservó la apelación de las alianzas obreras para implantar la dictadura del proletariado si el Gobierno del Frente Popular se viera rebasado por las derechas y no pudiera cumplir el mandato de la voluntad nacional.

    Las gotas de sudor empapan la camisa de Dolores. El aire húmedo del verano. Una mañana antes de la guerra. Un cubo de hierro en cada mano. Pesa demasiado para sus veintitrés años, pero es lo que les toca a las mujeres casadas. Recoger la ceniza del horno, cargar con ella. La ropa siempre blanca, hija; así sabrán que somos de buena familia. Se lo dijo su madre cuando la boda. Y ella, sonrisa y brazos fuertes, carga con su peso hasta llegar al hogar.

    La plaza vacía a esas horas. Saluda a las vecinas. Mujeres de negro. Otras, casamenteras, con vestidos que tapan sus rodillas, zapatos de tacón. Hay que encontrar marido antes de que el cuerpo caiga, antes de que las arrugas aparezcan, antes de que no se pueda ser madre. Los hombres saldrán pronto al campo. Escasos momentos para una tímida sonrisa, un saludo discreto, un imperceptible pasa buen día.

    Gira la esquina de la iglesia. Siente la humedad del río. Está cerca del hogar. Cuando llega, empuja la puerta. El cacareo matutino resuena en la planta baja. A un lado, el pequeño lavadero de piedra. La madera en la que frotar. Deja los cubos en el suelo y se acomoda en la silla de mimbre que le regaló su padrino, a la sombra. Los ojos se le cierran por el cansancio, y aún es temprano.

    Si ella supiera… En unas semanas no tendrá valor para quedarse dormida en el corral. Hoy, sí. Hoy se deja arrullar por la pequeña brisa. Dentro de unas horas ese mismo viento será aire cálido, de poniente. Ahora, todavía se deja abrazar. Duerme.

    El campanario la despierta a las diez de la mañana. Se sobresalta por el tiempo perdido. Luis llegará enseguida. La comida por hacer, la cama, la ropa, los cacharros del desayuno. Todo desordenado. Sus piernas ágiles suben las escaleras al primer piso. No recoge los huevos esa mañana. Lo ha olvidado. Las prisas. Queda tanto por hacer. Prepara la cazuela con aceite, pocas gotas, tomate rallado y un pimiento picado. Sofríe. Mira de reojo la mesa repleta de migas. Añade el agua y una hebra de azafrán. Mientras hierve, friega las dos tazas de la mañana, los dos platos. Pan con tomate en el desayuno y un café.

    Echa el arroz al fuego.

    En la habitación se desnuda. Nunca prepara la comida con ropa de calle, pero es que se demoró soñando. Se palpa el vientre todavía liso. Sonríe pensando que, tal vez, un ser esté creciendo dentro. Dolores se pone un vestido de tirantes, y encima, el delantal. Hace la cama despacio; se esmera en ese quehacer cotidiano, siempre. Recuerda con ese gesto dónde se acariciaron, dónde se besaron los dos esposos, que también son amantes. Después, se sienta a coser un pantalón de Luis.

    Por la ventana, abierta para que entre la luz, una conversación a medias, la de Ramona. Los militares no se van a conformar. Llevamos cuatro meses así, Eustaquia, ¿no te das cuenta? No van a permitir que la izquierda venza en este país. Hermana, lo que tienes que hacer es buscar un marido. No necesito un hombre. Estoy segura de que alguna gorda se nos viene encima, ya lo verás. Tiempo al tiempo.

    Dolores presta atención. Desde las elecciones del mes de febrero el ambiente político anda revuelto. Está enterada porque lo escucha en la radio que le regalaron los suegros. Es parte de la dote, hija mía. Amparo se la entregó a la nuera con una sonrisa en los labios. No necesita buscar el dial, siempre el mismo. En Coll del Mollet se siente segura, más que en la capital, aunque sabe que el río Turia no los salvaría si hubiera un desastre. Uno como ese que su vecina acaba de anunciar. Las izquierdas, las derechas.

    A Ramona la oye a veces conversar de camaradas, de mujeres libres. Sonríe al escucharla. Le gustaría hablar igual que ella, igual que escuchó en su momento a Clara Campoamor, a Margarita Nelken y a Victoria Kent. Pero Ramona no tiene obligación de levantarse a las tres de la mañana para preparar la masa del pan. De ser así, se olvidaría, la mayor parte del tiempo, de sus camaradas.

    Esa mañana, sin embargo, la conversación que se disuelve entre el poniente del mediodía, pincha muy dentro a Dolores, y eso que ella no es de meterse demasiado en política, mas las aguas revueltas, como dice su Luis, sí están. Que ellos en el campo, ni pruna; bastante tienen con trabajar de sol a sol la tierra. Pero la suegra, algo le cuenta. Que la CEDA no se contentará con los resultados electorales, que la derecha no admitirá la derrota. Suena feo, triste y de mal augurio.

    Y ahora Ramona ha dicho que los militares están preparando algo gordo.

    Punzada en el corazón. Si es que ella se acaba de casar y sólo quiere que Luis vuelva pronto y puedan estar un ratito a solas. Después a la cama, a ver si viene ese niño. Y a las tres de la madrugada, cuando toque el campanario, mientras su marido duerme tranquilo, se levantará y preparará la hogaza de esa mañana.

    Quiere calma; ya hubo bastante con la primera guerra mundial como para pensar en una en España. Los de la derecha se aguantarán lo mismo que se aguantaron los de la izquierda antes. Así van las cosas. Si el pueblo quiere que gobierne el Frente Popular, pues que lo haga. Al final los que siempre nos levantaremos por la mañana a trabajar somos los pobres; se lo dice en un susurro mientras remueve el arroz del fuego. Ya hablo como mi suegro. Una sonrisa asoma a los labios. Al menos comida y trabajo no nos falta; más, no se puede pedir. Bueno, el niño, que seguro que viene pronto. Llevan casados dos meses y ya tiene ganas Dolores de verse ensanchadas las caderas. Hace diez días que menstruó. Ahora es el momento ideal. Lo piensa y sonríe más.

    La mesa está preparada cuando oye la puerta de entrada cerrarse. Se levanta y saluda a su marido. Qué bien que estés en casa. Enseguida me marcho al campo otra vez. Un ratito juntos sí tenemos, Luis. Se sientan. Dolores come tranquila. Engulle voraz él. Demasiadas horas al sol de la huerta, pero hay que aprovechar la luz del verano. El día alarga lo suficiente y ellos, a trabajar bien la tierra. Arar, limpiar, recoger la cosecha. Después, se vende en la puerta, o se hace un pequeño trueque en el vecindario.

    Casi no conversan durante la comida. Luis termina, le da un beso y se tumba a descansar. Ella lo acompaña. Recuesta su cabeza sobre el pecho de él y deja que la respiración la tranquilice. Qué bonita estás mientras duermes, le dice al tiempo que acaricia su pelo rizado. No estoy durmiendo. Estás igual de bonita. Ella sonríe y le da un beso en los labios. Los veinticinco años de Luis le dicen que tiene tiempo para querer a su mujer, aunque el sueño llame. Y accede a la petición, al cuerpo de su joven esposa, y al suyo. En cuanto nazca el niño, olvídate, se acabó, se lo dicen algunos amigos del campo que ya son padres. Luis cree que serán diferentes, que siempre se amarán, aunque la casa se llene de hijos. A él no le importa. A Dolores tampoco. Cinco, seis, los que vengan.

    Después del amor, el sueño los atrapa hasta que oyen el campanario. El marido se levanta y marcha hacia la huerta. Pasarán todavía unas cuantas horas hasta que regrese, y ahora Dolores ya no tiene tanto que hacer. Recoger la cocina y planchar. Y si sobra tiempo, quizá, salir a la puerta a conversar con las vecinas hasta que lleguen los maridos. Algunos de ellos trabajan en la fábrica de azulejos, han dejado el campo.

    Su Luis, no. A él le gusta tocar la tierra, eso dice.

    Se levanta de la cama y recoge la mesa. Friega despacio dejando que el agua corra por sus manos. Está caliente, pues es verano y el sol golpea fuerte en las tuberías. Mejor, todo se quedará más limpio. Coge un trapo de la alacena y va guardando los cacharros. Demora sus quehaceres antes de ir al patio a dar de comer a los animales. El viernes debe preparar tres conejos y dos gallinas. Se nota que el domingo las familias se reúnen. Ella se alegra, porque sacarán algunas pesetas con las que ir a comprar a la tienda.

    Coge el pan duro y baja al corral. Lo reparte entre las jaulas. Tiene ropa que planchar y aprovecha que el sol ya no aprieta. Prepara las brasas afuera, para no sofocarse y que en la casa no se quede el calor impregnando las paredes. En invierno, el brasero ayuda en esta tarea, pero cuando el verano llega, Dolores coge su plancha de metal y sale al aire. Qué bueno poder disfrutar de la brisa de la tarde, si no es de poniente.

    Al coger la ropa, ve que algunas camisas de Luis tienen los botones sueltos. Toma hilo. Da unas puntadas. Los remata; y después, plancha tranquila. Se acalora cuando lleva un tiempo en la tarea. El sudor resbala por la nuca. Se afana; cuanto antes acabe, antes se pasa el bochorno. Más tarde, se refrescará con el caño, y se marchará a preparar algo de tomate en conserva para cuando llegue el invierno. Esa es su vida diaria.

    La de las mujeres que eligieron crear un hogar.

    Ramona es diferente. Ella se preocupa de la política y de sus camaradas. Dolores, ya no. Se toca de nuevo el vientre. Ay, qué ganas de tener un niño correteando. Y después, los que vengan. Como desea su Luis, como desea ella. Que los niños no pesan.

    De política, militares, guerras y miedos, Dolores, hoy, no quiere oír hablar.

    CAPÍTULO 2

    Luis, que se llame Luis, como mi padre; musita Amparo en la cama.

    José acaba de entrar en la habitación. Su esposa blanca, como las sábanas. Lleva once horas ansioso, anhelante, aguardando, sin abrazarla. A ver qué va a hacer un hombre mientras su mujer está pariendo. Molestar. Se lo sentenció así la partera: al Casino, al río, a casa de tu amigo; donde quieras menos aquí.

    Él, obediente, cogió el sombrero y salió a la calle. Ya viene el niño. En el Casino lo invitan los amigos a cazalla, a café, a cazalla otra vez. Alfonso lo acompaña cuando dan las cinco en el campanario. Nos hacemos una partida de cartas y aligeramos las horas. Niega con la cabeza. Me voy a casa. El rostro enjuto, moreno, destaca sobre el blanco de la camisa, algo arrugada por la inquietud. Las manos callosas de trabajar el campo, los pies cubiertos por los únicos zapatos negros que tiene, los del domingo.

    En la calle dos niñas juegan con sus vestidos. Los hacen volar. Giran y giran en una especie de danza que sólo ellas entienden. No puedes pasar, tío, la partera está todavía dentro. Del bolsillo del pantalón saca un reloj. Las manecillas se mueven despacio. El mismo ritmo que lleva ese niño, piensa. Abre la puerta de la casa, ajeno a las palabras de sus sobrinas. El patio trasero huele a jazmín. Alza la vista. A través de las ventanas observa figuras que corren de un lado a otro. Y algún grito.

    Pasea inquieto. A su izquierda Alfonso, el amigo de la infancia. Se sientan en unas sillas hasta que escuchan dar las seis de la tarde. La pobre. Ocho horas y sin que el hijo nazca. Y él deambulando por la ciudad. No le han dejado trabajar hoy en el campo y eso que es martes. 18 de octubre de 1910. Hoy fiesta, José, hoy fiesta. Y después, a celebrarlo en el Casino. Que nos avisen las mujeres cuando te estrenes como padre.

    Sin embargo, él, pasadas las horas, piensa en su mujer, en si le ocurriera alguna desgracia, si ella muriera, si ese pequeño que tanto ha deseado la mata. Porque no sería la primera en el pueblo que se muere. Y a ver qué va a hacer si ella no está; no es nadie sin su esposa. En Coll del Mollet se burlan de José. Que si vive en la casa de los suegros, que si Amparo es la que lleva los pantalones, que si algún día te echa, que si, que si… A él no le importa la palabrería ajena.

    Su Amparo lo quiere. Se lo dice por las noches en la cama. Y la cree. Se lo dijo con la mirada el primer día, un cálido verano. Pegajoso. De los que empapan el cuerpo. Entonces se enamoró de sus labios, de los dientes perfectos que se ocultaban, de la carne que los envolvía. Él tenía diecinueve; ella, diecisiete.

    Y hasta esa tarde en la que José se desgarra por dentro, porque la ha oído gritar desde el patio. Corre escaleras arriba a ver qué pasa. No oye llanto alguno. ¡Ay! Qué mal augurio.

    Le corta el paso su cuñada Lourdes. No puedes entrar, déjanos a las mujeres. La he oído gritar. Todas gritamos al parir, no pasa nada. Vete con tu amigo Alfonso, o con mi marido. Donde tú prefieras. Pero es que lleva muchas horas. Es lo que tiene ser primeriza, José. Anda, vete, no molestes. Rosa aparece por detrás. De luto riguroso, el pelo cano recogido en un moño. Encorvada, taciturna. Alrededor de los ojos, las arrugas; las mismas que asoman en la comisura de los labios. La edad, le dice a la hija; la pena, se dice cuando se mira al espejo por las mañanas. Ni la alegría del nieto le permite sonreír y eso que han pasado diez años de la desgracia.

    —Vete, hijo, Amparo estará bien. —Rosa le aprieta la mano.

    Se va, resignado. Baja las escaleras que conducen al patio. Alfonso sigue en la misma silla. Blanco.

    —Tranquilo, dice mi cuñada que es lo normal.

    —Cuando Felisa se ponga de parto, me voy a Valencia y no vuelvo hasta que pasen dos días, así seguro que ya habrá nacido el niño.

    —Menuda compañía eres, Alfonso.

    Salen los dos hombres. De fondo se escucha el piar de los pájaros. Es la hora de dormir. El canto apaga los gritos de la parturienta, que se revuelve entre las sábanas blancas, que aprieta fuerte los dientes en la toalla, que moja su precioso pelo negro con el sudor del parto.

    El campanario da las ocho y media. Alguien toca a la puerta de la casa de Alfonso. Un trozo de pan entre sus dientes. Felisa abre. Ha sido un niño. Se levanta José, da las gracias desde la entrada y corre. Corre hacia su hogar, hacia su niño, hacia su Amparo.

    En la puerta todavía están las vecinas, también la partera. Las sillas abandonadas en las aceras. Nadie las ocupa esa noche, pues todo el mundo se ha acercado a la vivienda de la primeriza, la misma que antes fue de sus padres, y de los padres de sus padres. La misma casa que vio nacer a Amparo.

    José sube las escaleras. Aprieta el ritmo por el pasillo. Respira delante de la estancia. El corazón se acelera. Entra. Su suegra está con Amparo. Y con un niño que llora fuerte. Qué curioso que no haya oído nada. Es que él sólo pensaba en su esposa. En si ella se moría. En qué haría con un hijo, una casa y sin su mujer. Morirse también.

    —Cinco minutos y te vas, que tienen que descansar. —Se acerca a la cama.

    —Es un niño, como querías tú. —Sonríe Amparo—. Tienes que irte. Quiere comer, por eso llora.

    Acaricia su cara. Después, se levanta de la cama y roza sus labios. Los mismos que, en otros días, en otras horas, besó con pasión. Hoy saben diferente. A dolor, a sudor, a cansancio. A felicidad también.

    Antes de salir de la estancia, una frase:

    —Luis Jiménez Llorens… Suena muy bonito, ¿no crees?

    CAPÍTULO 3

    Los casó don Arturo un cinco de abril de 1936. A Dolores y a Luis, discretos ambos. Con mirada alegre y una primavera asomando. El sol en lo alto y las nubes, quietas, pendientes de lo que ocurre en la plaza de la iglesia. Viendo los besos y las manos entrelazadas de dos jóvenes. Ella veintitrés años recién cumplidos; él, veinticinco. El vecindario en la puerta de los hogares. Las contraventanas de madera gimiendo mientras los goznes se acoplan a la vida, a la mañana de domingo que ya ha despuntado.

    Algunos amigos se unieron a la fiesta, a las risas, los besos y los abrazos. Después, los novios marcharán con la familia a la casa de Amparo, que ha dejado a medio hacer una paella. Los conejos y los pollos de su corral. Dos de cada, que los invitados tengan suficiente carne. Un día es un día, no se casa un hijo todos los domingos. Lo decía José en el vecindario con satisfacción. Se les casaba Luis con Dolores, aquella jovencita de Valencia.

    No les gustó que fuera de la capital.

    —Se casarán y se irán a vivir allí, lejos de nosotros. Que eso ocurre siempre, es el marido el que tiene que ceder.

    —¿Lo dices por experiencia, José?

    —A ver dónde vivimos nosotros, en la de tus padres.

    —Porque estaba mi madre sola. Y mira, ahora se ha ido donde mi hermano

    —Cualquiera te sacaba a ti de la casa

    —Pues nos vino de perlas. No tuvimos que buscar un alquiler ni criar a nuestros hijos en una bien pequeña. Todos hacinados, como los pollos del corral.

    —Qué exagerada eres cuando te pones.

    —¿Digo algo que no sea verdad?

    —Mentira, mentira, no es.

    —Pues ya está.

    —Amparo, si yo lo que tú digas, ya lo sabes, que eres muy discutidora. Por eso estoy seguro de que el niño se nos va a ir a Valencia.

    —Que se vaya. No te preocupes, iremos a verlo todas las semanas. Y en cuanto tengan hijos, todos los días.

    —Pobre Dolores. —En un susurro.

    —Te he oído, José.

    —Era una broma.

    —Sí, como si tú fueras de hacer chistes.

    No se marcharon Dolores y Luis a vivir a la capital. Y con el paso de las semanas, los suegros se quedaron prendados de aquella joven. Y de buena familia, como nosotros. Lleva al matrimonio una dote bien cargada: toallas, sábanas, vajilla… Demasiado para la época. Luis también; una casa detrás de la iglesia que compraron los padres con el dinero ahorrado. Diez mil pesetas les costó. Un sacrificio. Todavía recuerdan la mañana que abrieron el arcón y entre el ajuar familiar encontraron algunos trapos raídos. De dentro, sacaron los billetes con que pagar lo convenido. Qué felices entonces. Qué felices esa mañana de abril, mientras escuchan a Luis y Dolores jurarse amor eterno.

    Salen de la iglesia los novios. Ella, vestido de satén blanco, liso, sin adornos. Se acopla a su esbelto cuerpo. Cintura de esas que llaman de avispa y unas caderas que danzan al ritmo de su caminar. El vestido arrastra por el suelo. Qué lástima, se va a estropear. Hija, solo se va de boda una vez en la vida. Si se ensucia, se ensucia. Cubre su cabeza con un pequeño gorro, también blanco, y un velo que esconde su cara. En la mano, un ramo de rosas, la flor que más le gusta. Luis lleva un traje de chaqueta negro. Camisa blanca. Corbata negra. Una rosa en el ojal, idéntica a la de Dolores.

    El joven matrimonio camina por Coll del Mollet. Los felicitan. Amparo y José, a su lado. Él, erguido, orgulloso. El hijo creando hogar. El único que tiene. Los otros partos fueron de niñas; dos, que siguen solteras. Lucía y Aurora. Ellas no hablan de maridos, ni de novios ni de hijos, y pasan ya de los veinte. No va a pensar en eso José. Ahora quiere ver a su hijo, su único varón, convertido en cabeza de familia. Y suerte que ha tenido con Dolores, que no tiene tanto carácter como su mujer. Él la sigue queriendo, aunque a días, se cansa de ese temperamento.

    Si es que somos el sol y la luna. La verdad, no nos parecemos. Todavía me pregunto cómo se fijó en mí con la de pretendientes que ella tenía en el pueblo. Guapa como ninguna. Y hacendosa. Y buena en la cocina. Y cariñosa con su descendencia. Y hasta con los suegros, que en paz descansen. Pero con él… desde que llegaron las izquierdas al poder, que no tanto. Mira que lo decía José, que este cambio no nos trae nada bueno, que aquí nos ha ido bien como estábamos, que se nos va a ir de las manos con tanto libertinaje. Y desde que las mujeres pueden votar, buena está ella. Que si todas hiciéramos igual que Clara Campoamor, otro gallo nos cantaría. Se lo dice algunas noches mientras están en la cama.

    Su mujer ha cambiado mucho. O quizá no, aunque a él se lo parece. Y ahora siempre andan discutiendo. Que si las mujeres tenemos mucho que decir, que si no te pongas tan farruco que me divorcio, que si esto, que si lo otro. Porque José acaba por no escuchar lo que le cuenta. Tonterías. Dónde va a ir su Amparo.

    Una de sus últimas discusiones un domingo, igual a ese, pero con elecciones generales. Las terceras de la Segunda República. Si ya lo decía él, que nada bueno traería. Aunque lo cierto es que a José no le interesa demasiado la política. Él es un hombre de campo, de su pueblo. Cuatro mil vecinos. Se conocen casi todos. Y él, pues eso, a lo suyo, a trabajar la tierra. Es lo que ha hecho siempre y lo que sigue haciendo. Se levanta por la mañana y al campo; a la hora en la que el sol aprieta, a casa. Come, de lo que haya, que tampoco es que él necesite demasiado. Cuando los días vienen escasos de cosecha, garbanzos y pan con mucha agua, engañar al estómago, y vuelta a faenar. Hasta que cae el sol. Después, de nuevo al hogar, con su mujer y las hijas y Luis.

    —A ver a quién vas a votar, José, que te conozco. —Amparo le puso la malta en la mesa de la cocina.

    —A quien me dé la gana. Lo que tienes que hacer es no meterte en política, tú a lo tuyo. —Es lo que pensó. No dijo nada. Ni una sola palabra salió de su boca.

    —Tu familia somos nosotras, mujeres. Por eso te lo digo, para que tengas en cuenta quién quieres que gobierne a tus hijas.

    Estuvo tentado de contestarle que desde hacía veinticinco años siempre lo habían gobernado las mujeres, pero también se calló.

    José es como sus padres, los mismos ideales. Si se crio con ellos y siempre fueron carlistas, él, también carlista. Cuando la República, se adaptó. Si en el pueblo tampoco se notan demasiado los cambios. Que en el 31 izaron la bandera republicana en el ayuntamiento, conforme. Lo que quisieran hacer los que mandaran entonces. Para el caso suyo, igual daba. A José lo que le importaba era que no faltara de comer en su casa, que sus hijas estuvieran atendidas, que Luis fuera feliz con Dolores, y que Amparo… pues eso, que se siguieran queriendo, aunque no se lo dijeran.

    Acabó votando al PSOE, porque le daba un poco de miedo si su Amparo se enteraba de que había votado a la CEDA. Demasiada discusión hubiera sido. Tampoco osó preguntarle a quién iba a votar ella. Por si le contestaba que a Izquierda Republicana. Como le dijo en una ocasión, mejor escurrir el bulto. Si no preguntaba, no escucharía algo que no deseaba oír.

    A José le gustaría que su mujer fuera un poco más como Felisa, pero no hay manera. Antes sí le agradaba ese temple, ese saber lo que tenía que decir y cómo, ese carácter fuerte, aunque ahora… Igual es que se está haciendo viejo. Será eso, que él ya es mayor y Amparo sigue con el espíritu joven.

    —José, alegra la cara que parece que vayamos de funeral, y estamos de boda.

    —Estaba pensando.

    —¿En qué?

    —En nada.

    —Si acabas de decir que estabas pensando, ¿cómo va a ser en nada?

    —¿La paella ya está preparada?

    —¿Esa cara pones por la comida?

    —No. ¿Pero está hecha?

    —Falta poner el arroz. El caldo con la carne y las verduras, sí.

    —¿Has echado el garrofón?

    —¿Cómo no lo voy a echar si es la boda de Luis? Y dos conejos y dos pollos enteros. Que los despedacé ayer mismo para que estuvieran frescos.

    —¿Habrás cogido la paella grande, verdad?

    —¡José! Claro que he puesto la grande. Si has hecho tú la brasa. Ay, madre, ¿seguro que estás bien?

    —Sí que lo estoy, sí.

    —Pues no lo parece.

    —Será la emoción.

    —Eso espero.

    Amparo se acerca a él y le da un beso en la mejilla.

    —¿Seguro que estás bien?

    —Ahora mejor.

    Se sonrieron mientras cruzaban por la calle Mayor. El Casino, enfrente, repleto de vecinos que se asoman a ver a los novios; algunos saludan a los padres, les dan la enhorabuena. Ahora sólo os quedan las niñas. Ella intenta sonreír, aunque le cuesta. Qué manía tienen en este pueblo con que casemos a las hijas. Lo piensa, mientras habla con algunas mujeres. Guarda silencio, que hoy no es día de peleas. Hoy, a celebrar el matrimonio de su hijo con Dolores. Ya llegará el momento de cantarles las cuarenta a estas antiguas.

    Se engancha del brazo de José y lo invita, con la mirada, a salir de allí. Él la entiende. Gracias, le responde también con una sonrisa. Un día de tregua, piensa José.

    CAPÍTULO 4

    Luis y Dolores entran en su casa. En su hogar. Por fin ellos dos solos. Sin la familia. Sin los curiosos. Qué ganas de quererse. Pasan por el corral. El techo cubriendo las cestas de mimbre que guardarán la cosecha. De momento, vacías. También desocupadas las jaulas hasta que el padre consiga algunas gallinas y unos cuantos conejos. Seguir la tradición familiar, el campo, y animales con los que conseguir unas pesetas.

    Al fondo, una escalera de metal. Suben hasta la vivienda de tres dormitorios, un comedor y una cocina muy grande, que da a la parte trasera. Se miran. Ríen. Se abrazan. Se besan. Y con los ojos se marcan el camino al dormitorio, estrenado por ellos. Las sábanas de hilo cosidas por Amparo con las iniciales bordadas en color azul. Están frías, que es tarde y se resiente la humedad; aunque ellos no prestan atención a ese detalle. Sus cuerpos están pendientes de conocer al otro, y del frío primaveral, casi no se acuerdan.

    Vuelven a besarse los novios. Despacio. Él se quita la chaqueta, la camisa; después una camiseta de algodón blanco, impoluta. La estrena ese día, como todo lo demás. Deja su torso al descubierto. Delgado. Ni la paella de Amparo ha conseguido que la barriga asome. Tampoco los dulces que les regaló la hornera. Los mejores del pueblo, los de la plaza. El matrimonio invitado a la boda; amigos íntimos de José y Amparo.

    Dolores se pone nerviosa al saber que hoy podrá tocar el cuerpo de Luis. En realidad, lo que le preocupa es no saber hacerlo. Siente latir fuerte el corazón en el momento en que le quita el vestido. Cae por sus pies. El sujetador esconde un pecho firme, joven. Él besa la carne que asoma. Con manos inexpertas desabrocha el sostén. El pelo rizado de Dolores roza sus pechos. Luis se lo retira para contemplar a su mujer por primera vez. Nunca antes la tocó. Si encontraban un poco de oscuridad en la calle, y estaban solos, quizá se escapaba una pequeña caricia por la espalda, casi rozando las caderas, los muslos. Nada más. Demasiado era que consiguieran zafarse de su carabina, encontrar un lugar y ofrecer unas caricias. Dolores, además, se retraía enseguida. Eso para la boda, decía entre susurros.

    Por eso hoy, aunque se mueren de ganas, esperan pacientes disfrutar lo que tantas noches soñaron. Luis la tumba en la cama. Se quita los pantalones. Si en la habitación hubiera luz, vería el sexo de su esposo erecto, a la espera de otro cuerpo que lo calme. Se tumba también el joven marido. Al lado de ella. La acaricia despacio y se entretiene en cada recoveco. Dolores se deja hacer. No sabe cómo debe actuar. Nadie le dijo ni le contó. No conoce apenas su cuerpo; menos, el de Luis. Si él le acaricia los brazos, ella lo mismo. Si la besa, le corresponde. Si él busca sus muslos, ella igual.

    Poco a poco empieza a sentir calor y una especie de placer desconocido hasta el momento. Algunas noches, en soledad, notó algo parecido. Se estremece en la cama cuando siente cercano el sexo de Luis, todavía escondido tras la ropa interior, que ya molesta. Se deshace el novio de esa tela que aprisiona, mientras sus labios siguen besando a Dolores. Después, con manos temblorosas, arrastra el encaje que esconde el sexo de su esposa. Lo hace con calma, despacio. Sintiendo cómo acaricia los muslos de la joven, que se estremece al notar los dedos de Luis entre sus piernas. No, nunca antes sintió tanto deseo. Se deja llevar. Las piernas ahora abrazan las caderas de su esposo, mientras él gime. Casi lo mismo que Dolores, que en algún momento se ha dejado vencer por el deseo. Ha permitido que sus labios hablaran, aunque los ha silenciado enseguida.

    Nota un pequeño dolor entre sus piernas. Se muerde el labio para no quejarse. No le gusta lo que siente, pero calla, porque él gime más fuerte, y empuja a un ritmo frenético su cuerpo. Su sexo pegado al de ella, que ha dejado de sentir placer. Dolores aprieta un poco más los dientes sobre sus labios para no quejarse.

    Por fin se separa Luis. Siente alivio de la libertad que le proporciona el momento. Una pequeña lágrima resbala por su mejilla. Ahora mismo tiene miedo. Si cada día debe aguantar ese dolor para conseguir ser madre… No sabe si está dispuesta a soportarlo. Nadie le habló de por qué los hombres sentían tanto placer y las mujeres aguantaban estoicas ofrecer su cuerpo.

    Los labios de Luis recorren el cuello de Dolores, aunque ella está preocupada por lo que acaba de pasar y no desea que la quiera. No, al menos, de la misma manera. La lengua de él, pero, sigue acariciando los pechos de su esposa. Se entretiene en ese lugar. Se relaja un poco; se excita con lo que siente. Las manos del joven acarician sus muslos, sus caderas. La cintura, el ombligo. Vuelve a sentir el calor que había quedado apagado. Sus piernas se abren un poco cuando notan una mano cercana. Los labios del esposo siguen recorriendo sus pechos, de uno a otro, mientras sus dedos buscan la humedad de un lugar desconocido.

    Dolores gime. No quiere pensar en el dolor que sentirá después, porque esto le gusta. Demasiado. Se deja arrastrar por el momento y abre más sus piernas. Los dedos atrevidos del marido acarician con fruición el sexo de la joven, que se estremece, que no recuerda haber sentido tanto placer. Hasta que nota calor dentro de su cuerpo. Un deseo extraño. Abre más sus piernas. Arquea su espalda sobre la cama. Y siente un calambre en su útero, en su sexo apagado hasta esa noche.

    Descansa tranquila. Sonríe. También él. La besa en los labios. La sabe feliz. Satisfecha. Los hombres sí hablan de mujeres, de placer, de cómo sentirlo y cómo hacerlo sentir. Se alegran los novios de haber esperado. De aprender con el otro, de su inexperiencia. Se abrazan en la cama. Dolores recuesta su pelo rizado sobre el pecho de Luis. Él la acaricia.

    Felicidad lo llaman.

    CAPÍTULO 5

    EL LIBERAL

    Año LVIII. MADRID. NUM. 19.947

    Dieciséis páginas diarias

    SÁBADO 13 DE JUNIO DE 1936.

    El tiempo. La temperatura máxima de ayer en Madrid fue de 28 grados y la mínima de 13.

    Número suelto, 15 céntimos.

    «El orden republicano es el que hay que imponer. Pero no estaría mal por parte de todos hacer lo posible por evitar la irritabilidad política y social.

    Con el Frente Popular con las Constituyentes. El ritmo es acelerado en la gestión gubernativa. Pero el derrotismo quiere sorprender nuestra buena fe diciendo que el Gobierno no hace nada».

    «… Ni se resquebraja la mayoría ni al Sr. Casares Quiroga le falta la confianza del país, del Parlamento y del Presidente de la República, ni ha pensado nadie en crisis y mucho menos en un Gobierno nacional que no tiene ninguna indicación en los momentos actuales, y aún menos todavía en plenos poderes, ni siquiera han tenido los grupos frentistas el propósito de acuciar al Gobierno para que acelere la tramitación de sus proyectos ni para que proceda con mayor energía en lo que al orden público se refiere.

    Lo que acordaron fue alentarle en todo ello; ofrecerle el personal concurso de los diputados dentro y fuera del Parlamento, para reducir en lo posible la nervosidad de la calle, producida por las rivalidades sindicales que tan lamentables sucesos han producido en Málaga».

    Abandona la cama Dolores cuando Luis se va al campo. Estira las sábanas hacia atrás para que se ventile. Abre la ventana, estrecha y alargada; el ruido del metal sobre la madera advierte de que alguien despierta. La luz del sol entra en la habitación. El cielo, despejado.

    Amanece en la ciudad.

    Como una acción mecánica, la joven sacude el colchón y estira la bajera. Blanca, de hilo; una tela fresca para soportar el calor de un verano que golpea fuerte. La pared, con dibujo de flores blancas, refleja la luz de la mañana. El cabezal de hierro forjado recoge el primer calor del día.

    Dolores se sienta en una silla de madera. Parece que espera. Y allí, mientras los primeros rayos sonrosan sus mejillas, recuerda la conversación que escuchó de Ramona. No se la quita de la cabeza. Ha intentado preguntarle a Luis, pero no quiere molestarlo con esas cosas. Bastante tiene él. Aunque le ronda y le ronda. Tanto, que olvida preparar el desayuno y va directa al comedor, que es la única estancia en la que refresca. Tres amplios ventanales dan a la calle. El cacareo matutino anuncia que el día ya comenzó.

    Se acerca a la vitrina, y de la puerta de la derecha saca la radio. La enciende. Hoy va pasando el dial hasta que consigue localizar una emisora en la que hablan de que el orden republicano es el que hay que imponer. Imponer es una palabra que no le gusta. Es que lo ha dicho la prensa de Madrid. Era el titular de esa mañana. Atiende a las noticias. Hablan de la reforma agraria y de la sustitución de la enseñanza religiosa.

    Dolores no sabe qué pensar de esto último, pues la educaron las hermanas del Sagrado Corazón.

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