El reino de las mujeres
Por Antón Chéjov
4/5
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En "El reino de las mujeres", publicado en 1885, Chéjov construye una semblanza perfecta de una mujer entre dos mundos, abrumada por la soledad. La protagonista de esta breve historia es Anna Akimovna, la rica propietaria de una fábrica que tiene, sin embargo, orígenes humildes de clase obrera. Y esa dualidad será precisamente la que la condene al aislamiento, mientras se debate por el deseo de pertenecer a una de las dos clases por entero.
Con delicado sentido del humor, Chéjov reconstruye mediante suaves pinceladas las contradicciones de una sociedad, a finales del siglo XIX, que ansía y teme al mismo tiempo los cambios que se avecinan.
Antón Chéjov es, sin duda, uno de los más grandes escritores rusos de finales del siglo XIX, considerado como el Siglo de Oro en la historia de la literatura rusa.
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El reino de las mujeres - Antón Chéjov
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EL REINO DE LAS MUJERES
Antón Chéjov
La víspera
AHÍ ESTABA EL FAJO de billetes. Provenía de la dacha del bosque, del almacenista. Éste especificaba que enviaba mil quinientos rublos arrebatados a alguien por la vía judicial en un pleito ganado en segunda instancia. A Anna Akimovna no le agradaban estas cosas, y palabras como ganar un pleito y por la vía judicial le asustaban. Sabía que no había que cometer injusticias y, por alguna razón, cuando el director de la fábrica, Nazarich, o el almacenista de la dacha quitaban algo por la vía judicial, saliendo victoriosos en este tipo de asuntos, sentía temor y vergüenza y, por ello, ahora también experimentó esas mismas sensaciones y deseó esconder el fajo de billetes en cualquier sitio para no verlo.
Pensaba enfadada en que las mujeres de su generación —ella ya tenía veinticinco años— serían ahora amas de casa, se habrían casado y dormirían profundamente para despertarse por la mañana de estupendo humor. Muchas de las casadas ya tendrían niños. Sólo ella, como una vieja, se veía obligada a permanecer sentada delante de estas cartas, haciendo anotaciones sobre ellas, respondiendo la correspondencia para pasarse después toda la tarde, hasta medianoche, sin nada que hacer, a la espera de conciliar el sueño; durante todo el día siguiente la felicitarían y atendería peticiones y al otro seguramente habría un escándalo en la fábrica, pegarían a alguien o alguien moriría por causa del vodka y a ella le remordería la conciencia. Finalizadas las fiestas, Nazarich despediría a unos veinte hombres y esos veinte hombres se apelotonarían con las cabezas descubiertas junto a su puerta y sentiría remordimientos al dirigirse hacia ellos para echarlos como perros. Y todos sus conocidos la criticarían a sus espaldas y le enviarían anónimos tachándola de explotadora acaudalada, que se come la vida de los demás y chupa la sangre a sus trabajadores.
Tenía a un lado una carpeta donde guardaba la correspondencia leída. La remitían demandantes hambrientos, borrachos cargados de hijos, enfermos, humillados, incomprendidos… Ana Akimovna ya había apuntado en cada carta a quién le daría tres rublos, a quién cinco. Hoy las haría llegar al contable y mañana se entregarían allí los subsidios o, como dicen los obreros, «la comida de las fieras».
Se repartirán cuatrocientos setenta rublos, un tanto por ciento del capital testamentado por el difunto Akim Ivanich para los pobres y los indigentes. Se agolpará una muchedumbre informe. Desde el portal hasta las puertas del contable se formará una larga cola de gente extraña con cara de fiera, harapienta, aterida de frío, hambrienta y borracha, vitoreando con sus voces roncas a la madre redentora Anna Akimovna y a sus padres; los de atrás empujarán a los de delante y los de delante proferirán insultos. El contable, molesto por el ruido, las blasfemias y los lamentos, se levantará y abofeteará a alguien para placer de los demás. Y su gente, los trabajadores, que no han recibido por las fiestas nada salvo su salario, y ya se lo han gastado todo, celebrarán el espectáculo en medio del patio, unos y otros riendo y mirando con envidia de una manera irónica.
«Los comerciantes, y particularmente sus mujeres, aman más a los pobres que a sus propios obreros —pensó Anna Akimovna—. Siempre ha sido así».
Su mirada se detuvo en el fajo de billetes. «Sería bueno repartir mañana este dinero innecesario y repugnante entre los trabajadores, pero no conviene darles nada de forma gratuita, porque volverían a pedir. ¿Y qué suponen estos mil quinientos rublos si en la fábrica hay algo más de mil ochocientos trabajadores, sin contar a sus mujeres e hijos? Quizás fuera mejor elegir entre cualquiera de los demandantes que han escrito estas cartas y que hace tiempo perdieron la esperanza de una vida mejor, y darle a él los mil quinientos rublos. Este dinero le aturdirá como una tormenta y es posible que por primera vez en la vida se sienta feliz». La idea le entretenía porque le parecía original y divertida. Extrajo al azar una carta de la carpeta y la leyó. Era de un secretario de alguna provincia, llamado Chalikov, desempleado desde hacía tiempo, enfermo, que vivía en la casa de Guschin. Su mujer padece tisis y tiene cinco hijas pequeñas. Anna Akinovna conocía muy bien la casa de cuatro plantas de Guschin donde vivía Chalikov. ¡Era indecente, insalubre y putrefacta!
«Pues se lo daremos a este Chalikov —decidió—. No se lo enviaré, será mejor que se lo lleve personalmente para evitar murmuraciones innecesarias. Sí —pensaba al meterse en el bolsillo los mil quinientos rublos—.