De ruinas
Por Gabriela Gorches
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Gabriela Gorches
Gabriela Gorches (Ciudad de México,1961). Vive y trabaja en Niza como profesora de español y traductora e intérprete al español de inglés, francés e italiano. Invitada como conferencista sobre literatura mexicana por el Museo de Arte de la ciudad de Nimes. Licenciada en Informática y en Historia del Arte. Es autora del libro Cuentos de Tierra, agua... y algunos muertos, y de José María Velasco, entre la ciencia y el arte. Basura cósmica (Felou 2016)
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De ruinas - Gabriela Gorches
Índice
DESDE EL EXILIO
El terremoto
En Grecia… o en México
Las estaciones de Ártemis
El peor de los veranos
Tiene que haber sido en otoño
El último invierno de Ártemis
La primera vez en primavera
Tras los pasos de la abuela
I
Recuerdos del Porvenir en verano
II
En otoño con el cuarteto de Alejandría
III
El invierno con Paul Auster
IV
Un retomar de Pasos Perdidos
Monemvasía
Una verdadera princesa
DESDE LA NOSTALGIA
En tren
Comedora de inmundicias
Fiel compañero
EN LA SOMBRA
El traidor
El alma de la ceiba
Bastante peor que la muerte
…Horizontalmente
Olas
La cueva
DESDE EL EXILIO
El terremoto
En Grecia… o en México
Dicen que todos regresamos tarde o temprano. Mi abuela Ártemis habría querido hacerlo pronto, aunque se extravió. El suyo es un itinerario que nunca termina: buscando, añorando continuamente. Mi sueño es irme de aquí, decía, que me echen de menos. Pero cuando al fin lo hizo, Grecia ya no supo acogerla y la envió de regreso a su vida triste en México. En secreto ella siguió soñando con marcharse, para que me extrañen, pensaba. Seguro ahora está otra vez en camino, imaginando que llega en verano y se mete al mar.
Le decíamos Lita. Cuando yo era pequeña nadaba con nosotros. Se sumergía sólo hasta la barbilla para no arruinarse el peinado, pero en el agua retozaba como niña. Tenía brazos muy gruesos y una piel que hacía contraste con el traje de baño negro; en lugar de acariciarme, sus manos envolvían mi cara. Recuerdo la carretera a Cuernavaca con mi abuela ocupando casi todo el asiento trasero, el rostro tenso y los dedos crispados en busca de apoyo. Le daban miedo las curvas y sobre todo la pera; se aferraba a mi pierna mirando con ojos desorbitados. En esa época su risa era ronca y su olor a maquillaje en polvo se confundía con el del formol que se untaba en las uñas para endurecerlas; aún se arreglaba porque seguía confiando en el regreso de su hija Sofía.
Dejamos de ir a Cuernavaca mucho tiempo antes de que muriera mi padre, así nos despedíamos poco a poco de él. Lita también presintió la ausencia de su hijo y en vano intentó prepararse para soportarla llegado el momento; por eso vendió el negocio y se fue a Grecia. Pero volvió. Después de ese viaje no oímos más la cantaleta del aquí y el allá, el discurso de siempre, quizá porque su juventud y su infancia también perdieron validez. Fue entonces cuando ella resintió el peso de tantas pérdidas y se convirtió en el edificio La Súper Leche. Ahí vivía rota, oscura, con su alquiler congelado. Ya no se pintaba las uñas de rojo, dejó de ir al salón de belleza y de reírse. Ni siquiera hacía acto de presencia en las bodas de la colonia griega.
Para nosotros, el centro de la ciudad era el dominio de Lita. No sólo el viejo departamento y el local que durante años albergó su chocolatería, sino también las tiendas de la calle López, un molino de café y el mercado donde conocía a cada marchante. Todo eso conformaba el ambiente de ella, y de ninguna manera el lugar hostil de su discurso. Yo no hablaba el español, insistía, los nombres de las especias y de las verduras eran un trabalenguas… tu abuelo había encontrado el camino al hipódromo y me dejó sola al frente del negocio.
Quizá evitando a mi madre, y con el pretexto de que no sabía conducir, Lita no venía a nuestra casa. Un tiempo tuvo un coche y un chofer que aceptó por su nombre griego: Hipólito, pero pronto se hartó de él y del coche porque no le hacían falta para andar las calles de su trabajo al mercado y a la Lotería Nacional donde recogía su billete, siempre el mismo número reservado para ella.
Sin aquel paseo a Cuernavaca, los sábados se convirtieron en días de visita; encuentros aburridos en los que reinaba la misma amargura nacida muchos años atrás. La muerte de mi padre representó su última pérdida antes del terremoto. Se levantaba muy temprano, como anciana cuyos recuerdos no la dejan dormir, o tal vez el miedo. Seguro estaba en la terraza; habrá sentido el movimiento parecido a un mareo, pero no tenía animales, ni siquiera un canario que presintiera el peligro. No fue sino hasta que la calle se llenó de alboroto cuando se percató de que en la sala la lámpara oscilaba con fuerza: el paquete cayó al suelo. Quizá se disponía a levantarlo al momento que a su lado se desplomó la vitrina y se estrellaron las tazas y figurillas de porcelana. Un agujero humeante apareció entre los viejos maderos del piso; abajo no se oían más que los gritos de las vecinas. Y de repente se ahogaron. En la cocina se escuchó el estruendo de una explosión. El marco de una puerta, una mesa firme, habrá pensado recordando los consejos de su hijo arquitecto. Pero el espacio de siempre había desaparecido bajo los muros destruidos. No supo qué hacer. Dudó unos momentos y luego salió al encuentro de él. Se quedó parada en el mismo balcón donde en épocas menos tristes esperaba su visita.
Sólo quedaron escombros; polvo, ceniza, algún fragmento macizo impregnado con humores de su alma… El cuerpo no apareció. Al lado de su bata color pistache había algunas fotografías carbonizadas y su libreta de apuntes: no se distinguía ninguna frase pero pude adivinar que la había escrito en griego. La bata no se la llevaron ni para envolver lo de valor que habrán encontrado.
De la época apenas anterior a su muerte no conservo sino algunas imágenes: la espalda jorobada y el poco pelo lacio, delgado como el mío. En cambio, recuerdo cada rincón del apartamento y las manchas que parecían dibujos sobre el papel tapiz. Camina arrastrando las pantuflas y moviendo las manos. Se desplaza rígida entre su recámara, el cuarto de baño, el comedor y la sala. No entiendo lo que hace hasta que la veo cargando el banco de la cocina. Debajo del camisón se le transparenta el corsé ortopédico, sus fierros, como ella les dice, los "fieros" que odia. Se trepa al banco y de la lámpara de la sala saca el paquete envuelto en periódico. Las joyas de su dote. Casi no las conozco, quiero tocarlas, pero las cubre y las coloca junto a un fajo de billetes: Todo esto va a ser tuyo, me dice en secreto, esta es la herencia de mi Artemisa, la que tiene mi nombre, mi nieta mayor.
Las estaciones de Ártemis
El peor de los veranos
Por favor, una vez más: ¡Sonrían! Es la tercera vez que el fotógrafo intenta la toma sin quedar satisfecho; los ha cambiado de lugar, se ha entretenido en ajustar las luces varias veces, pero no logra el aspecto armonioso que da fama a las fotografías del estudio Gutiérrez Vélez. Ojerosa, Ártemis voltea hacia la cámara con mirada vacía, se esfuerza por estirar los labios pero no deja de parecer un espectro viviente. Es la mamá del novio y, su silueta, como un hoyo negro por el que escapa toda la alegría del grupo. Anímese, madre, la sorprende de pronto Andrés, el festejado que sí está muy contento. —Al menos hoy olvide sus penas, mamá, quiero verla contenta. —Ay, Andrés, ojalá fuera tan fácil, contesta ella mientras deja escapar un gran suspiro y se limpia las lágrimas. —Una madre no olvida nunca a su hija, mi Andrés, y además te me vas tú también. —Pero si son sólo unos días, asegura él, después de la luna de miel volveré a su lado como siempre; se adelanta y la toma de los hombros, la abraza y le dice al oído: Sas agapó, la quiero. Ártemis sonríe y, como cada vez que Andrés le habla así, por un momento se olvida de autocompadecerse por tantos años que ha pasado sin un esposo. Su hijo le habla en griego cuando quiere complacerla, evocando conciente o inconcientemente la intimidad perfecta que un día compartieron. —Tú sí eres un buen hijo, pero esto que dices no es "corecto", dice ella como una sentencia, ya estás casado y ahora debes atender a tu mujer. Lo toma de la mano: —Vamos a saludar a las personas que están con don Manuel, nosotros también somos anfitriones de esta fiesta.
Ártemis camina entre los invitados muy erguida, tocando apenas el brazo de su hijo. Su porte de mujer independiente atrae las miradas y algunas sonrisas que ella corresponde ladeando la cara. Este es mi hijo, parece decir con el gesto, mírenlo bien, lo crié yo sola. Los invitados murmuran al verla pasar, muy pocos la conocen; los más allegados a la familia de la novia se contradicen tratando de demostrar que saben detalles. Se llama Artemisa, dice uno. No, hombre, ese es su apodo, corrige el de al lado, viene de Bulgaria o Hungría, creo. Yo trabajo en el centro y he comprado chocolates en su negocio, la dulcería Mavramatia´s, agrega un tercero orgulloso de aportar un dato preciso. Las señoras quisieran saber si es viuda o divorciada, aunque en cualquier caso se nota que se las arregla muy bien sin el marido porque él le dejó sus recetas y los secretos que aprendió en Bélgica para fabricar chocolates. De su pasado nadie tiene certeza; hoy con sólo mirarla se adivina que no es feliz, la pena se le refleja hasta en la figura lánguida que en cambio ella exhibe con orgullo; de tan delgada el vestido casi le cuelga del cuello. Que me vean elegante, pero no deje de notarse mi pena inmensa, pensó por la mañana cuando se vestía. A pesar del cansancio y la angustia acumulados durante los últimos meses, logró recomponerse para el matrimonio de su hijo: maquillaje y manicura, peinado discreto, sus mejores joyas. Antes de salir no pudo evitar una sonrisa espontánea frente al espejo, pero inmediatamente rectificó y volvió a abrazar su dolor como a un viejo amigo.
Es una lástima que el padre del novio no esté en el banquete, seguro lo habría disfrutado; a Andrés ni se le ocurrió importunar a su madre con ese asunto, menos tras la reciente huida de su hermana. En realidad, no debiera echarlo de menos en esta ocasión especial porque nunca tuvo oportunidad de acostumbrarse a su presencia. Andrés conoce a su padre bastante poco. Cuando eran niños, antes de la separación, Iannis aparecía de vez en cuando para llevarlos de paseo, le gustaban las aguas termales de Ixtapan de la Sal. Ártemis se enfurecía, lo insultaba y en el colmo de la cólera sacaba a cuento el reclamo que normalmente evitaba: —dejaste a los otros para venir a llevarte a los míos, ¡hipócrita! A Andrés y a Sofía les daba igual tratándose de vacaciones, se iban con él sin averiguar más. Años después los dos seguirían añorando esos días tan divertidos: excursiones a caballo, torneos de boliche, baños en la piscina verde de agua salada y concurso de clavados desde el trampolín más alto. Sin doblar las piernas, gritaba Iannis, y los dos hacían todo lo posible por no decepcionarlo. Junto a su padre aprendieron a amar el deporte y las emociones fuertes. En la tarde los llevaba a andar en moto o a conducir en pistas de carreras; en el peor de los casos los dejaba en el cine mientras él pasaba un par de horas en las mesas de dominó. Andrés y Sofía crecieron con sentimientos confundidos. Tu padre es un egoísta, mentiroso, oían decir, se divierte mientras yo trabajo. Las explicaciones faltaron siempre y ellos no preguntaban porque Iannis era tema prohibido, un ser cariñoso y al mismo tiempo difuso a quien debían odiar por solidaridad con su madre. Por otro lado, dentro de su lista de mandamientos de lo corecto, Ártemis incluía el respeto y el cariño incondicional a los padres. Ambos hijos vivieron la misma experiencia y, al final, como si Edipo y Electra les hubieran aconsejado a cada uno, Andrés se hizo devoto de su madre mientras Sofía se le rebeló al grado que acabó yéndose de la casa. No salió de ahí vestida de blanco, ni con hábitos ni becada en el extranjero. Se fue sola un buen día y ya no volvió. La madre no logró averiguar adónde había ido; la habría buscado a pesar de su orgullo. Y si la hija estaba o no en contacto con su padre durante esa época tampoco se supo. En todo caso está prohibido preguntarse si se fue a vivir con él; aun imaginar una llamada ya sería desleal para con la abuela.
A su manera, Ártemis disfruta la