Valeria
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Valeria - Pablo Sanz Martínez
Valeria
Copyright © 2018, 2022 Pablo Sanz Martínez and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728396179
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Para Amador Viña Francia, que pudo conocer a Valeria antes de marcharse.
Para Sylvie Allix, poemas adolescentes...
Capítulo 1
Ya mamá les había avisado varias veces. Que si por la noche le sentían en el salón con las puertas cerradas, mirando a la televisión sin sonido, que no se les ocurriese entrar. Porque su padre se estaba masturbando. Lo hacía en silencio, mudo contra la pantalla, triste como la única luz que brillaba en el salón desde el quinqué tímido del aparador. Solo se escuchaba el traqueteo suave del vídeo rebobinando una y otra vez su eterna cinta, o avanzando célere de nuevo, como si él ya conociese de memoria todas las imágenes y pretendiera terminar cuanto antes con su placer escaso, solitario, abatido. Obligado. Que no se les ocurriese entrar, decía antes de retirarse infinitamente avergonzada, llorando, a su cuarto. A veces Valeria observaba a su padre desde la rendija mínima que dejaba la puerta entornada por descuido, con una curiosidad indecisa, contradictoria y culpable, entre patética y compasiva, entre despreciable y asqueada. Cualquiera hubiese pensado que en vez de masturbarse estaba dormido, y tal vez en alguna ocasión así fuese, pues la cinta pasaba entonces eterna desde el comienzo hasta su final y a él no se le oía ni respirar, como si las imágenes de esos polvos, de esos hombres follando con mujeres tampoco le interesaran realmente y fuese solo un paso más en su tristeza ya cercada e irreversible. Definitiva. Su padre entonces vencido, postrado, dormido. Su madre llorando.
Que no se les ocurriese, decía. Seguía hablando en plural, como si su único hermano siguiese viviendo con ellos. Como si siguiese vivo. Alberto. Alberto...
Pero fue el día que volvió a repetírselo, autómata, ya sin su padre por casa cuando creyó saber que también ella debía marcharse. Valeria, no entréis... Le hablaba, pero parecía no mirarla. Él había desaparecido hacía unas semanas, y resultaba imposible seguir allí. Su madre ya no se retiraba llorando al dormitorio, se limitaba a deambular todo el día como ausente. Dónde está tu hermano. Dile que tampoco entre, tu padre se está masturbando... Aquella tarde solo quedaban las dos en casa. Su padre. Nunca supo dónde se habría marchado. Tampoco se atrevió a indagarlo. Y siempre regresaba la misma imagen cuando trataba de evocarlo, su figura triste clavada en el salón, permanentemente, impertérrito, la mayoría del tiempo con la televisión apagada, forzando alguna sonrisa cuando la sentía por allí, apenas unas palabras. Jamás volvió a pronunciar el nombre de Alberto. Jamás volvió a llorar. Y entonces Valeria sentía la misma dolorosa melancolía de siempre tratando de asentarse en su recuerdo, y debía desterrarla. Con ella se desvanecía inevitable la figura de su padre, como si se hubiese reencarnado, no ya en otro ser, sino en su tristeza.
Aquella tarde cuando supo que debía marcharse, Valeria recordaría haber sentido alivio; al principio como la realización de un deseo rutinario cada vez que su madre se empeñaba en oscuros pactos de sangre para mantener su mentira (todo está bien, hija, todo es perfecto...) y le aclaraba, papá ha salido a la calle, ya se encuentra mejor, dirigiéndose a ella como si fuese una niña que no entendiese las cosas. Luego en forma de una resignación maquillada desplegándose definitiva o inquietante, tu padre ya no volverá a estar triste nunca, decía en tales momentos, desbordada por el mismo deseo de poder volver atrás y recomponer el edificio desmoronado de su vida. Pero Valeria también sabía que no podía durar mucho esa farsa, sentía que esa situación estaba sepultando su juventud, mostrándole fugazmente la persona en la que se convertiría con los años si no hacía ya algo, como si su propia sombra hubiese pasado a precederla de por vida.
Por eso supo que todo había terminado. Avisó a tía Luisa, que mamá estaba rara, que no se encontraba bien. A la mujer le sorprendió la llamada, escueta, presurosa, lejana y preguntó por su padre. No está, respondió Valeria, y colgó el teléfono. La ausencia del padre se había desleído de tal modo con los meses que su desaparición se había hecho ya rutinaria en casa, y ese no está que pronunció no dejaba de ser cotidiano, familiar, más allá de lo que seguramente abismara a tía Luisa cuando lo descubriera.
La sombra de la mujer seguía vagando por casa, monótona, prosiguiendo sus rutinas de siempre. Llevaba unos días repitiendo lánguida las mismas acciones, cocinando dos, tres veces, poniendo la mesa para cuatro, recogiéndola de inmediato incluso antes de comer, fregando los platos que se iban a la basura tal cual, de nuevo preparando la comida, la cena... Valeria, inquieta, ya con todo preparado, volvió a telefonear a su tía. Soy yo otra vez. Ven cuanto antes. Mamá no está bien. Colgó, sintiéndose mal, inmensamente cobarde. Se acercó a la cocina. Ella estaba de espaldas pelando unas patatas pero no se volvió al sentirla, como si estuviese esperando ese momento desde hacía mucho tiempo, dónde está tu hermano... Así, de espaldas, Valeria se acercó y puso las manos sobre los hombros de su madre, en un intento ímprobo de poder abrazarla. Solo pudo darle un beso raro extraviado entre su cabello y su cuello. Adiós, madre. La mujer se detuvo y comenzó a llorar en silencio. Así la dejó, pequeña, perdida, hundida, sin saber a ciencia cierta qué le impulsaba a abandonarla en tal estado y de ese modo, hija miserable y egoísta e indigna. Mientras cerraba la puerta oyó su letanía, un poco más clara, orgullosa, como si pretendiese ser escuchada desde el otro lado de la casa, su despedida resignada o hermosa o inevitable. Valeria, no entres en el salón; papá... Por primera vez no había empleado un plural. Por eso en ese momento Valeria supo. Y vio, impotente, cómo el libro de esa vida triste e injusta se abría y cerraba en las últimas décimas de segundo. Por eso lloraba cuando detuvo el taxi. Nada, no es nada. Voy a la estación de autobuses, dijo.
Capítulo 2
Aquella noche Valeria no pudo dormir. Tampoco lo haría fácilmente los primeros días de su llegada a la ciudad, en la habitación que le alquilara doña Consuelo a cambio de cierta atención con ella (comidas, planchas, etcétera). Cuando cerraba los ojos, solo afloraban imágenes deslavazadas, la voz de su madre tratando de serenar y tender sustentos frágiles al desconcierto, a ese destino feroz que les había ido postrando a la silenciosa tristeza. Sobre todo ella de espaldas, pelando patatas, constatando que su partida anunciada formaba parte del mismo guión. Por eso una suerte de insomnio discontinuo y crónico comenzó a formar parte de sus noches, sin mayor dramatismo, un imperceptible cansancio que pasó a acompañarla incesantemente como sombra difuminada, al igual que la palidez de la piel o las ojeras denotan otras realidades asumidas. Fue cuando a sus desvelos incorporó la rutina de acariciar algo cálido, el cabecero de la cama, la mesilla de noche, cualquier cosa hecha de madera, de árboles al fin y al cabo que en tiempos fueran seres protectores, que formaran entonces parte de bosques hermosos, de paisajes frescos, pausados, acogedores siempre, y que algo de ese calor seguían transmitiendo, deslizándose eternos a través de los siglos. La tranquilizaba ese tacto vivo, y así permanecía hasta que las luces del día embozaban de nuevo todos esos fantasmas de ansiedades pequeñas, infantiles, esos recuerdos dolorosos, su padre, Alberto, mamá, y le permitían un breve descanso ya de amanecida antes de comenzar sus laborares domésticos para la vieja. Qué sarcasmo, el amanecer para caer muerta de sueño, no así tras otras batallas sensuales. Solo de ese modo Valeria conseguía dormir un poco, y soñaba; se veía el mar, surcando las olas, sinuosa, nadando a espalda, a mariposa, con brazadas limpias y afiladas, manteniéndose en el mismo aire como un delfín alzándose desde las aguas. El mar. Nadar. Su sueño recurrente.
Valeria jamás volvió a saber de su madre. Con el paso de los años regresó únicamente en una ocasión a Medina y de forma casual, sola (antes de que con Reme todo se precipitara y se jodiera), con la lejana esperanza de encontrarla, tal vez para hablarle de Ismael... Le abrió la puerta de casa una desconocida, y solo pudo esbozar un lo siento, me he equivocado, a la mujer que la observaba desde la puerta, con un crío en brazos, percibiendo el barullo de otro llanto infantil tras ella, y una blasfemia masculina, es que no nos van a dejar en paz ni en domingo! La dureza del recibimiento desterró toda posible melancolía. Tampoco volvió a telefonear a su tía Luisa, ni fue dejando a nadie las direcciones de sus sucesivos domicilios tras cada traslado, como si buscara preservarse desterrando todo pasado pero manteniendo la esperanza de que su madre todavía viviera. Esperanza cobarde y carente de todo sentido. Qué más daba saberlo. Años más tarde, cuando Ismael, comenzaría a lamentarlo en esos breves momentos de felicidad que solo con él llegara a sentir, aunque la melancólica tristeza de su absurda huida tampoco tuvo ocasión de hacerse lacerante (como tal vez hubiese ocurrido en otras circunstancias si el tiempo hubiese transcurrido cuando menos plácido, extenso, anciano). A nadie había dejado su dirección más estable en la ciudad, y por ello en más de una ocasión comenzó a fantasear con la posibilidad de que otro tanto hubiese hecho su padre, que tal vez viviese todavía y que en algún momento volverían a encontrarse, ya curados ambos de culpa y de nostalgia. Sabía que era imposible, pero en noches de insomnio, al igual que trataba de conjurar su ansiedad acariciando la madera de la mesilla, del cabezal de la cama, pensaba en él. Y entonces, con la perspectiva de los años y del trato con los hombres (más junto a Ismael, tierno), comenzó a sentir compasión de él (o por él, o hacia él: tampoco sabía reconocer bien el sentimiento), de esa frase tremenda que encerraba la advertencia de su madre para que no le descubriera en su elegante indignidad masculina frente a mujeres solo desnudas