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El centro del mundo
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Libro electrónico126 páginas1 hora

El centro del mundo

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Estás en Cuba. ¿Qué ves? ¿Qué oyes? ¿Qué temes? ¿Qué te obsesiona? ¿Qué presientes? ¿Qué recuerdas? ¿Qué filosofas? ¿Qué te divierte? ¿Qué te refugia? ¿Qué te lacera? ¿Qué te enamora? ¿En qué te conviertes? El autor ha intentado un acercamiento muy libre y personal a estas y otras cuestiones. Tal vez logre llevar hasta el lector las impresiones auténticas.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento31 ago 2016
ISBN9781635031478
El centro del mundo
Autor

Alexey Rodríguez Lorenzo

Alexey Rodríguez Lorenzo (Las Tunas, Cuba, 1982) es Licenciado en Comunicación Social por la Universidad de la Habana, donde ha sido profesor de Teoría de la Comunicación. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), la Asociación Hermanos Saíz y la Asociación Cubana de Comunicadores Sociales. Participó en el onceno curso de técnicas narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, donde obtuvo una de las becas de creación El Caballo de Coral. Obtuvo, además, el Premio David 2012, en el género Cuento, que otorga la UNEAC.

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    El centro del mundo - Alexey Rodríguez Lorenzo

    SPAIN

    Índice

    Índice

    Ninguna parte

    Noche de brujas

    Piso de tierra

    Fijación

    Pequeñas variaciones

    Sobremesa

    Correr en círculos

    Buganvillas

    Conversación

    El beso

    Valor de uso

    Arjietips

    Capítulo 1. Todos podríamos vivir en Petersburgo

    Capítulo 2. A nadie, ni siquiera en San Petersburgo, le conviene enfrentarse a un suboficial

    Capítulo 3. Sobre la conveniencia de prestar atención a la tristeza de un caballo

    Capítulo 4. Cualquiera que viva en Petersburgo se expone al riesgo de perder la nariz

    Capítulo 5. Una vez que te falta la nariz, el único camino es la lucha social

    Capítulo 6. ¿Y no da lo mismo?

    Capítulo 7. La victoria es una camisa de fuerza con intención poética

    Epílogo. La historia nunca se repite

    Asfalto

    La última noche

    Inventario

    El centro del mundo

    Relación

    I

    II

    III

    Ninguna parte

    El rayón en la pared de la oficina del jefe de turno, terminal de ómnibus de Las Tunas.

    La mujer esperando que le cambien el asiento para viajar al lado de su niñito.

    La tira carmelita rasgada de un pantalón viejo que asegura la caja de cartón en la que traigo algo de comer (por ejemplo arroz aceite y chocolate pero no leche en polvo declarada en extinción) y que no se puede pasar de 10 kg porque te la viran o tienes que hablar con el compañero y explicarle y ayudarlo con algo.

    El número 1 azul del primer urinario en el baño destartalado, donde descargo sobre una pobre naranja agria bajo tortura que hace el papel de aromatizante.

    El ambiente seco dentro de la guagua, mientras no escampa afuera desde por la tarde.

    El embrollo de cables fruto del ingenio de quien instaló las nuevas lámparas que iban a ser colocadas en una terminal nueva y grande porque se iban a juntar en tuna hasta veintidós yutones y que podemos intuir no será construida jamás.

    La tristeza, siempre nueva, de ver a mis padres alejándose, cuando soy yo quien comienza a moverse.

    El pequeño desespero, casi impalpable todavía, por lo que falta.

    El discurso de bienvenida de los choferes, si la educación de los compañeros que están hablando lo permiten.

    La yerba rojiza de los potreros al atardecer.

    La costilla rota de Jean Claude corazón de león, en el televisor que funciona.

    Los bombillitos fundidos en el lumínico de un servicentro de Florida.

    La gotera sobre una taza en el baño de la terminal de Ciego de Ávila, único cuya entrada es GRATIS según consta en el letrero de la puerta.

    La cantidad de pases peatonales en Sancti Spíritus, que tiene además según el chofer los maricones más feos de Cuba, mira qué mal encabaos aquellos.

    El paseo desolado de Cabaiguán cuando son las cero y uno de la noche.

    Los choferes con sus camisas blanquísimas y sus corbatas, que paran a cada rato y llegan a casitas semioscuras a los lados de la carretera, saludan gentes, toman café, y entran o sacan paqueticos.

    La música de Rocío Durcal y Marco Antonio Solís, en discos que vinieron con las guaguas aunque nadie se imagina a un chino oyendo eso.

    Las goticas que se acumulan por fuera en el cristal de la ventana, mientras unos números rojos aclaran: 14 grados.

    El imbécil al lado que me quitó el asiento del pasillo, donde hubiera podido estirar las piernas, y ahora quiere que le deje más espacio.

    El tronco de rana saltando en el baño del conejito de Aguada, donde hay un cartel que dice les deseamos una feliz estancia.

    Los haraganes que baldean la cafetería, gracias a los que no se puede pasar.

    La interminable cerca de piedras, que rodea kilómetros y kilómetros de autopista a la altura de los naranjales de Jagüey Grande, y que me pone a pensar en los pobres guardias que la hicieron, cuando más diez metros por día, seguro bajo agua como la que ahora cae.

    La raya continua de cables en el espacio.

    Las lucecitas a lo lejos desde la autopista fría.

    El deseo de llegar, representado en este momento por un cosquilleo insoportable, del cual conviene olvidarse.

    La manera de no pegar un ojo en todo el viaje. De saber que no voy a valer un quilo por lo menos en dos días.

    ―¿Dónde estamos? ―escucho.

    ―No sé, en ninguna parte ―responde una mujer.

    Las siluetas de palmas y montes que se arrastran lentamente.

    El brevísimo instante de sueño por fin.

    El pitazo que me despierta.

    La luz amarilla de los semáforos en los ojos de la gente.

    El azul que resplandece en las paredes de las guaguas, y no resplandece en las paredes de la terminal última.

    Los pesos en moneda que esperan intranquilos en el bolsillo, porque servirán para ayudar al tío de los equipajes, aunque no servirán para ayudarme a llegar hasta la puerta de la casa en uno de los taxis particulares al acecho.

    La lentitud de la gente que se baja de una guagua en su destino final.

    El ruido de mis zapatos al hacer contacto con el pavimento.

    Mi propia sonrisa, frente al agua bendita de un espejo mágico y una bruja que cobra veinte centavos.

    El olor a gas de la madrugada en La Habana.

    La mañana que clarea mientras bostezo, camino a pesar de las cajas, y acaricio lo que queda de un pasaje emitido en Las Tunas, por un jefe de turno en cuya oficina, según me parece recordar, había una mancha, un rayón, una gota, o alguna otra cosa de esas que suelen habitar en cualquier parte.

    Noche de brujas

    Están sentados alrededor de la sala, conversando, después de la comida. Sobre la mesa se amontonan los platos sin fregar y algunas sobras que se conservarán para el almuerzo, si sobreviven el asedio de cucarachas y ratones. Es la buena vida semiurbana.

    En una esquina del sofá han puesto los cigarros para vender, agrupados en dos montoncitos, los fuertes en un lado, los suaves en el otro, más caros y de menos demanda. Pasó ya la ronda de café claro y dulce, hecho en colador, y los vasos reposan en el suelo entre hormigas. Domina el ambiente la luz fría e impersonal de uno de los bombillos ahorradores que fueron repartidos por el barrio.

    El tiempo es infinito. Hablan, se acaloran, vuelven al reposo. Alguien recuerda un enfermo, se quedan un rato en silencio. Alguien hace un chiste, se ríen, y repiten el ciclo. Si funcionara el pequeño televisor que tienen al polvo en un rincón, simplemente verían la telenovela. Pero no les queda otro remedio que lamentar la falta de piezas de repuesto, y la mala suerte de la familia, que no alcanzó televisores a color cuando repartieron en su calle.

    El bombillo da un pestañazo, y tiemblan ante un posible corte en la electricidad. Pero continúa encendido. Aunque vibra, en una suerte de nerviosismo. El suceso llama la atención de todos. Especialmente cuando Amelia sonríe y explica:

    ―Es un muerto.

    La señora, obesa y muy blanca, tiene un brillo en los ojos que infunde respeto:

    ―Por estos días he notado señales, parece que quieren hacerme comprender algo.

    Una corriente de aire mueve las ramas de los árboles en el patio. Entra a la casa y hace volar las cortinas de nylon.

    ―La otra noche iba a acostarme y vi un reflejo, algo muy leve, apenas una sensación, como un desamparo. No pasó más nada. Pero a la noche siguiente estaba allí, y era él, sin dudas, Amaranto, un antiguo vecino, del que ustedes posiblemente no se acuerden. Logró una imagen palpable, tanto que hubo un momento en el que me pareció poder tocarlo. Inmediatamente pensé que era muy grave el asunto que lo inquietaba, por esa imagen tan nítida. No hablé, para este tipo de comunicación hablar no resuelve mucho, así que pensé las preguntas con toda la fuerza, con toda la energía que pude concentrar yo, ¿qué quieres?, ¿qué pasa?, le pregunté, pero lo único que hizo fue cerrar los ojos, y se disolvió sin que mi cabeza pensara las respuestas.

    Pedro, el esposo, un señor igualmente blanco y obeso, se levanta y va con paso lento al baño. En la sala están, además, Nadia, la nieta, y los bisnietos Senia y Sandor, una linda parejita entrando en la adolescencia.

    La abuela continúa:

    ―Ese día no me tapé

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