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La vida es un tango
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Libro electrónico159 páginas2 horas

La vida es un tango

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Ésta es la segunda novela de la saga protagonizada por Leo Martín, Jefe del Sector de la policía en un barrio marginal de Santa Clara, una ciudad del interior de Cuba, durante los años más duros del llamado Período Especial (1993-1994). Por el barrio anda rodando un contrabando de gafas oscuras de mujer, una mercancía en apariencia inocente, pero que, sospechosamente, provoca las muertes del joven Maikel y de Pedro Pechoemulo, tahúr de poca monta. Y en el centro de la historia aparece Tania, aquella niña a la que Leo Martín, en sus años de adolescencia, cuidó como a una hermana menor. Tania, ahora convertida en la prostituta más deliciosa e insolente del barrio, ese monstruo con mil tentáculos invisibles en el que todo es posible y todo se sabe. Otra vez Leo Martín tendrá que zambullirse en las aguas turbias de aquel mismo mundo que le vio nacer. Revolver historias de supervivencia en sus fondos más oscuros e inagotables. Enfrentarse con sus ilusiones perdidas y con los propios códigos de hombría que le enseñaron a vivir. Y desentrañar un misterio difícil de aceptar incluso para las altas jerarquías policiales. Revelado por su multipremiada novela Que en vez de infierno encuentres gloria y considerado una de las voces más originales de su generación, Lorenzo Lunar recrea, mediante un lenguaje crudo y musical, rebosante de cultura popular, humor negro y ternura, la poética tragicómica de un microcosmos humano que nos ofrece, a su vez, toda una metáfora de la sociedad cubana contemporánea.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788416100293
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    La vida es un tango - Lunar

    Grela

    PRIMERA PARTE

    Hoy es domingo.

    Hace no sé cuánto tiempo, cuando yo era un muchacho, los domingos tenían un color diferente. Debía ser porque me levantaba más tarde y el sol ya estaba alto. O simplemente porque era domingo.

    En las mañanas de domingo la casa se llenaba del olor de las frituras de harina y el chocolate caliente que preparaba mi viejo para el desayuno. Luego el olor de las flores cuando llegaba Hilda. El olor de las flores y la cándida presencia de la muerte en la tristeza de la tía de mi madre, fiel todos los domingos al cementerio, donde su hijo muerto por el veneno del amor de una puta.

    El domingo también era la libertad.

    Los negritos del solar salían temprano a jugar en la calle, con la moquera limpia y las ropitas blancas. Remendadas, pero blancas las ropitas, que se puede ser pobre, pero no cochino, decía Susy, la madre de Manolito el Buty.

    El domingo Cundo, Tachuela y Bola de Queso amanecían en la esquina –es que esos borrachos de mierda no duermen, criticaba mi madre–, brindando con el alcohol de reverbero que conseguían con las almas caritativas y repitiendo no sé cuántas veces las historias de todos los tarros que recibieron en sus puñeteras vidas. Y Pedrusco, el Rey del Brillo, junto a ellos, con su guitarrita vieja, cantándoles rancheras trágicas como aquella de Juan Charrasqueado, o sentimentalonas como Échame a mí la culpa, la preferida del viejo Cundo.

    Los domingos las negras salían a barrer la calle, meneando las nalgas con más sandunga que cualquier otro día. Y en cada casa se escuchaba una música diferente.

    Los domingos: por la mañana a jugar pelota en el terreno de atrás del cementerio con Manolito el Buty y El Puchy como compañeros de equipo. Luego los muñes de la televisión y por las tardes, sentado en el contén de la acera, a contemplar las bandadas de pajaritos que sobrevolaban el barrio, con rumbo hacia el Parque Vidal.

    Ahora los domingos ya no existen.

    Ahora hay un día insoportable que le sigue a un sábado repleto de rollos y precede al lunes siempre odioso. Un día de escándalos y broncas en el barrio. De música bailable a todo volumen que revienta los oídos –porque no te puedes mover de al lado del termo de cerveza y te han puesto las bocinas encima de la cabeza. Tortura china.

    Día de borracheras, ataques de nervios y puñaladas.

    Día de paseo y diversión para los que se pueden dar ese lujo.

    Para mí el más perro de los días de trabajo.

    Es domingo y Yusimí sale del barrio, montada en la parrilla de la moto de un tipo que algunos dicen que es italiano, otros que es alemán y ella que es canadiense.

    Es domingo y parece que el día no se va a acabar nunca.

    Es domingo. Son las tres de la tarde, la hora en que mataron a Lola, la hora en que la mona no quiere cargar al hijo, la hora de los mameyes… son las tres de la tarde: la peor hora del domingo.

    Es domingo y es la hora de la angustia.

    Es domingo y debo tener tremenda cara de mierda, recostado a este termo.

    Es domingo.

    Hace calor. Me zafo el último botón de la chaqueta del uniforme, ¡a la mierda el reglamento, es domingo!

    La gente pasa y me saluda, con las jarras llenas de cerveza espumosa y fría. Tortura china. Y me brindan.

    Y yo con mi cara de angustia y mi garganta seca intento sonreír y digo: Gracias, no puedo ahora.

    Y siento deseos de llorar, de cagarme en mi madre, de cagarme en la hora en que me metí a policía, de cagarme en la hora en que acepté este puesto de Jefe del Sector en el mismo barrio donde vivo, en el mismo barrio donde nací.

    Hace un calor que le ronca los cojones y siento envidia. Siento deseos de bañarme con esa cerveza fría, espumosa, anhelada… prohibida ahora para mí.

    Hace calor y quiero que esto se acabe. Deben faltar por lo menos dos horas para que se vacíe el termo.

    Hace calor y le pido a Dios que por favor no pase nada, que todo se mantenga tranquilo, que nadie venga a contarle a Frank la Puerca que su mujer le está pegando los tarros.

    Que a El Lobo no le dé por meterse un pito de marihuana y descargar su juma con cualquier infeliz.

    Que el Gordillo le pague los veinte pesos que le debe a Felipe la Culona…

    ¡Dios, que no pase nada!

    Es domingo, estoy sediento, tengo calor, tengo cara de mierda, me estoy cagando en mi madre y en la hora en que me metí a policía.

    Son las tres de la tarde y Mayita pasa frente a mí.

    Mayita, con sus ojos verdes y su pelo rubio. Metida en esa lycra que parece que va a reventar la tela.

    Mayita, con su olor a perfume de violetas y a champú de fresas y a jabón de melocotón.

    Mayita que es un mango maduro. Bien maduro con sus treinta años y su cara de bandolera.

    Mayita que sabe cómo mover el culo cuando pasa frente a mí. Me mira y hace un guiño con sus ojos verdes, con su boquita pintada, con sus dientes blancos. Con su sonrisa de villana, con su carita de puta, con todo su cuerpo de hembra sabrosa… de fruta sabrosa… de puta… de fruta… de hija de puta…

    Estoy alucinando.

    Es que hace un calor que le ronca los cojones.

    El Puchy también pasa. Callado y misterioso.

    El Puchy nunca bebe en la calle. Lleva un tanquecito plástico lleno del preciado líquido. Me hace una seña: un movimiento del cuello indicando el rumbo de su casa.

    Yo le respondo con una mueca, señalando con el dedo mi reloj en la muñeca. El Puchy asiente, callado y misterioso.

    Dos tipos se ponen a mear junto a la tapia de una casa. Yo me hago el que no los ve. La tapia da al fondo de un patio y por ese lado de la calle no pasa mucha gente. Los tipos son decentes y se viran de espaldas al público. Todo bien, en un rato ése será el meadero oficial. Siempre ha sido así.

    Otro se recuesta a un poste y vomita la consabida mezcla amarilla de arroz con potaje de chícharos.

    Una puta, vieja y loca, se sienta en la esquina a esperar que alguien, sin mucho escrúpulo, primero la invite a una cerveza y luego le proponga dos pesos por una paja, o cinco por una mamada…

    El orine corre por el medio de la calle.

    Un perro callejero se echa en la acera, harto y borracho por zamparse el vómito de un infeliz que, también tirado en la acera, duerme la mona.

    Clara arrastra a Pancho hasta la casa mientras le dice una vez más que ésta es la última borrachera asquerosa que le soporta.

    La puta vieja dobla la esquina dando tumbos detrás de una promesa de cinco pesos.

    Frank la Puerca grita el anuncio de se acabó lo que se daba, caballeros.

    La música de los altavoces se silencia. El termo de cerveza, vacío, sale del barrio arrastrado por un viejo camión ruso, dejando detrás una nube de polvo amarillo.

    Hace dos meses que no llueve.

    Ahora estoy solo. Solo y amargado. Recostado a un poste.

    Me sacudo el polvo del uniforme, me cago en mi madre una vez más y salgo andando hacia mi casa.

    Es domingo y son las cinco de la tarde.

    $%&

    –¡Al fin regresaste! Me he pasado la tarde pidiéndole a Dios…

    Fela me recibe con el mismo miedo de siempre. Mi madre tiene miedo de todo. Y su único remedio contra el miedo es el miedo a Dios.

    Me da un beso y mira agradecida el altar que tiene en la pared del fondo de la sala: un Sagrado Corazón de Jesús que estuvo escondido durante muchos años –aquellos años en que era de mal gusto creer en Dios y hasta mencionar su nombre, cuando tuvo que renunciar hasta a temerle por el temor a que yo no llegara a ser alguien en esta vida–; las fotos de Fidel y el Che; la del viejo en el Segundo Frente del Escambray, con su barba y su fusil; la de la tía Hilda, ahora para siempre junto a su hijo Jorgito, al lado del búcaro con flores; mi foto en África con Pinky y Pepe la Vaca…

    –Tienes el baño preparado.

    Me meto debajo de la ducha fría. Mientras me enjabono estoy pensando en Mayita, sus ojos verdes, su cara de puta, su culo redondo. Y siento un calor que me sube hasta las orejas. El rabo se me pone duro como un tolete.

    Pantalón de mezclilla, pulóver de algodón, zapatos de cuero. A casa de Puchy no puedo ir vestido de uniforme. Ya una vez me lo prohibió. El Puchy tiene sus cosas y yo lo entiendo.

    –¿Vas a salir? –me pregunta Fela.

    Yo le respondo con un beso en la mejilla.

    –¿No vas a comer?

    –Voy a casa de El Puchy.

    –Se te fue la mano con el perfume –me reprocha.

    Y es cierto, es que he estado pensando en Mayita.

    Mayita, después de tanto tiempo.

    –Cuídate –me dice cuando voy saliendo a la calle.

    Yo me vuelvo, le tiro un beso y ella me deja clavada su mirada. La mirada de mi madre: esa mirada en la que se juntan todos los miedos del mundo.

    $%&

    Nieves está en el portal, ejerciendo su casi clandestino oficio de manicura. No tiene patente, pero tiene razón cuando dice que no la puede solicitar hasta que no tenga clientela. Yo no puedo hacer nada más que darle un buen consejo: Saca tu patente lo más pronto posible, y hacerme el de la vista gorda. En fin, que limpio mi conciencia pensando que siempre tengo cosas más importantes de las que ocuparme.

    Frente a Nieves, sentada con las manos metidas en un cacharro con agua enjabonada, está una muchacha: rubia, no debe llegar a los veinte años, cuerpo hecho a mano y una carita de puta escondida detrás de sus gafas oscuras.

    La miro y su imagen me recuerda a Mayita, con su pelo casi blanco y ese olor a jabones y perfumes que no se me sale de la mente. ¡Pero es que no puedo dejar de pensar en esa mujer!

    Beso a Nieves en la mejilla, pero sin quitarle los ojos de encima a la muchacha. Buscando detrás de los cristales oscuros de esas gafas aquellos ojos verdes perdidos en algún lugar de mi memoria.

    El Puchy está sentado en la sala. La grabadora canta Las Cuarenta, el tango que Rolando Laserie nos disfrazara de bolero hace más de cuarenta años para hacerlo también un clásico de la canción cubana.

    Aprendí todo lo bueno, aprendí todo lo malo, sé del beso que se compra, sé del beso que se da…, canta El Puchy haciéndole la segunda a El Guapo de la Canción, y me alcanza su cerveza.

    Bebemos del mismo vaso. Está fría y yo sediento.

    –¿Me resolviste lo que te pedí? –le pregunto a mi amigo.

    Del bolsillo de su camisa saca un papelito doblado.

    –Aquí lo tienes, habitación doce, Hotel Modelo. Son veinte cañas.

    Me bebo un segundo vaso de cerveza. Nervioso, apurado, pensando en Mayita.

    Por eso no ha de extrañarte si alguna noche borracho me vieras pasar del brazo con quien no debo pasar… –cantan Laserie y El Puchy mientras yo sirvo otro vaso de cerveza.

    $%&

    A Mayita la conocí hace diez años. Era el año ochentidós y yo acababa de salir de la Academia Nacional de la Policía. Fue cuando se crearon Las Brigadas Especiales de la Policía. Pinky y yo nos apuntamos. Éramos jóvenes, fuertes y queríamos aprender kárate.

    La gente hablaba de Las Tropas Especiales como si fuera algo de películas de kong fu.

    Y las chiquillas se derretían detrás de nosotros.

    Como Pinky no era de Santa Clara yo le dije que viniera para mi casa. Nos habíamos hecho amigos en África. Nos juramos amistad eterna, hasta la muerte. Pero no sabíamos que la muerte estaba al doblar la esquina. Mi vieja le tomó mucho cariño, lo quería como un hijo. Aquella noche, cuando lo mataron en una bronca tumultuaria en el

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