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El Sótano del Caracol
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Libro electrónico294 páginas4 horas

El Sótano del Caracol

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En Morostán, pequeña ciudad imaginaria de la frontera mexicana, Asunción, una niña de seis años, busca desesperadamente los restos de su padre. Circunscrita al protegido ambiente familiar y el colegio de monjas, está convencida de que tanto sus abuelos como su madre, Luz María, guardan un secreto inquebrantable. Su búsqueda se enfila cuando conoce al doctor Gracia, un singular amigo de su madre con quien establece un vínculo instantáneo de mutua simpatía, y a Evangelina, la mujer que le muestra la poesía y el pasado. En ese mundo descubierto por sus nuevos afectos, Asunción va construyendo un hogar imaginario donde la felicidad está constituida por las cosas más nimias. Sin embargo, todo parece derrumbarse cuando aparece César Garza, el socio refinado y maduro del abuelo, dispuesto a todo por conseguir el amor de Luz María. Narrada de una manera ágil y con un tono ricamente poético, la novela lleva al lector, de la mano de una niña, a un recorrido por el mundo de la infancia y el descubrimiento, el idealismo, las guerras ideológicas y, sobre todo, la poesía.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ago 2023
ISBN9780971149649
El Sótano del Caracol

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    El Sótano del Caracol - Elvia Ardalani

    { 1 }

    Capítulo Uno

    Llorar dentro de un pozo,

    en la misma raíz desconsolada

    del agua, del sollozo,

    del corazón quisiera:

    MIGUEL HERNÁNDEZ

    Elegía primera

    ––––––––

    A los seis años aprendí, entre otras cosas, que para dormir no bastan una cama y una almohada. Los mejores colchones están hechos de infancia, madre y padre. Esa noche, Evangelina, tu noche, yo estaba durmiendo en un sillón dental, junto a las fresas y la charola de bisturíes, junto a los raspadores y los pequeños pomos de alginato. Mamá me había improvisado una almohadilla con una sábana de percal, la única que había en el consultorio y el dentista me había echado una frazada sobre las piernas. Mamá, Evangelina, ¿te acuerdas de mamá?, me besó la frente hundiéndose en un pozo. Él se limitó a mirarme como si acabara de salir del vientre de un milagro. Cuando se fueron de la habitación me acurruqué en mis improvisados aposentos y conocí por primera vez el sueño profundo y generoso. Dormí semimuerta hasta las siete de la mañana, cuando los exaltados golpes del comandante Pereda y de sus hombres me despertaron. Yo estaba segura, Evangelina, de verdad, que venían a llevarnos a la cárcel y mi primera intención no fue esconderme ni avisarle a mi madre, sino descorrer las cortinas como si quisiera enfrentarme antes que nadie a la terrible realidad que parecía perseguirnos. Cuando Pereda me vio tras los cristales, con mi piyama rosada y mi conejo bajo el brazo, se quedó paralizado unos segundos. Alzó la vista para asegurarse de que estaba en la dirección indicada.

    - Háblale a tu padre, niña- me espetó con una voz ruda, ligeramente inclinada a la cortesía. Yo no supe qué decir, Evangelina. El corazón me brincó en el pecho, simultáneamente de miedo y de contento, pero no tuve que dar explicaciones porque detrás de mí estaba el doctor, todavía con los ojos legañosos y la barba mañanera despuntándole el rostro. Sin preámbulo alguno abrió la puerta.

    - ¿Qué se le ofrece, comandante?- Percibí un ligero temblor en la voz y sin quererlo me abracé a su pierna. Pereda estaba confundido, en su rostro acostumbrado a la dureza se aglutinaba la curiosidad.

    - Necesito un favor, doctor Gracia. Hay que catear una casa y posiblemente identificar un cadáver- cuando dijo esto último bajó tanto el tono que no pude escuchar nada, Evangelina, nada-. El médico legista está fuera de la ciudad y traer a uno del otro lado sería un gasto innecesario- sentí la pierna del doctor súbitamente aliviada bajo el pantalón de dormir.

    - Usted sabe que yo soy dentista y que el entrenamiento forense no me corresponde.

    - Sé muchas cosas de usted doctor...

    - Si prefiere

    - Incluso que en las Brigadas Internacionales tuvo que servir de forense. Si sirvió a España supongo que servir a su país no se le dificultará...- El comandante Pereda había logrado suavizar el tono e incluso pareció afable con su enorme bigote y su estatura gigantesca. Después, con una seña, el doctor Gracia me indicó que los dejara solos. No me atreví a correr a buscar a mamá, tenía miedo de que me siguieran y nos llevaran a todos. Entonces escuché tu nombre, Evangelina, tu nombre colgando de la boca de Pereda como un bozal deshecho. Hablaban de ti, de tu casa en la Calle de Abasolo, de tus balcones cerrados y tus puertas curtidas por el tiempo. Alcancé a escuchar cómo el doctor buscó rápidamente sus zapatos y el maletín. A toda prisa, sin cambiarse la

    piyama, se había puesto el chaquetín blanco. Pálido, notablemente preocupado, me descubrió sentada en cuclillas bajo su escritorio, observándolo.

    -Lléveme- le supliqué-. ¿Qué le ocurrió a Evangelina?

    - Nada. La visitarás más tarde. Ahora vete a cuidar a tu mamá- me besó la cabeza y sin despedirse de ella partió con Pereda y sus uniformados.

    Yo no sabía, Evangelina, ¿cómo iba yo a saberlo? La muerte tiene disfraces infinitos. Sin embargo, en el fondo, algo me decía que debía seguirlos, que debía meterme como fuera a tu casa y preguntarte, preguntarte a ti y a nadie más qué estaba sucediendo, Evangelina, por qué la policía, por qué no habías ido a limpiar el consultorio, ni a espantar las arañas de las paredes, ni a deshacer a escobazos los nidos de las lagartijas. No lo pensé dos veces. Mi madre no había despertado todavía. Aparte de la ropa de dormir lo único que tenía era el uniforme del colegio, así que me vestí rápidamente y cuando salí a la calle todavía pude distinguir a la escolta de Pereda en la esquina. De todas formas no me hacía falta seguir a nadie, de sobra sabía dónde vivías, aunque solo una vez entré a tu casa, Evangelina, solo una.

    ***

    La mañana era rancia, Evangelina, como una rebanada de pan que parece buena y no lo está.  La mañana era cruda. La mañana dolía como no deben doler las mañanas. Ahí estaba yo, a cierta distancia de tu casa, esperando a que los hombres de Pereda derrumbaran tu puerta. Tu puerta, Evangelina, tu puerta antigua y noble. Habían llamado varias veces, sonado irremisiblemente con los nudillos de las manos, con las palmas abiertas, con los tacones de las botas. Tu puerta, Evangelina, no cedió. Los hombres se desesperaron. Escuché al doctor llamarte varias veces y después la escolta se aglutinó en un mismo punto para forzar la entrada. No había curiosos, ni mirones, ni perros cruzando el lugar, apenas algún transeúnte distraído que dirigía lacónicamente la mirada hacia tu casa y proseguía. Es que era tan rara la mañana, Evangelina, tan rara. Y además era sábado. No cualquier sábado. Esperé a que el último hombre de la escolta entrara y me paré frente al portal, segura de que ya no les importaría descubrirme. Todavía una nube de polvo se levantaba tras la puerta violentada y me detuve, brevemente, a observar tu vivienda que ahora me parecía tan distinta de la única vez que la había visitado. Era una construcción antigua, Evangelina, ¿de cuántos años?, posiblemente de finales del diecinueve. Blanca, de dos plantas, simétrica como la cara de una mujer cuando no llora. Había a cada lado de la puerta una ventana amplia y enrejada dónde hubieran podido llevarte serenata si el mundo fuera justo. Arriba de cada una de ellas se extendía un balcón mínimo por donde seguramente observaste muchas veces las calles torcidas y sin pavimentar, las azoteas sucias, las cisternas enmohecidas. De ti no había señales, Evangelina, nada. A plena mañana tu casa estaba oscura, negra por dentro como un moretón sobre el estómago. Sin hacer caso de nadie, movida quizá por lo mucho que te quise, por lo que te aprendí, entré.

    Las casas, como los ojos, todo lo ven, todo lo saben, todo lo dicen. Pero tu casa, Evangelina, tu casa se negaba. Apenas si podía divisarse algo que no fuera un largo pasillo a los lados del cual se repartían unas cuantas habitaciones. Olía a humedad, a tristeza, a vivienda abandonada. Escuché un silencio de miedo en el segundo piso, apenas interrumpido por pisadas secas y murmullos ininteligibles. Como pude, intenté enfocar la mirada en aquella oscuridad de ciegos y descubrí tu sala, Evangelina, tu sala con un único sofá antiguo y destripado, sobre el que descansaba un gato de peluche. Alguna vez me dijiste, ¿lo recuerdas?, que te encantaban los gatos y que tenías uno, Michi, tu compañero inseparable. Lo que no mencionaste era que Michi no podía maullar, ni seguirte, ni llenarte de pelos y perfume felino porque era un juguete. Habías improvisado unos libreros a base de ladrillos y tablones podridos, posiblemente rescatados de alguna edificación. Sobre las tablas apolilladas descansaban los pocos libros que tenías. Una mesa redonda, con un mantel decimonónico de terciopelo verde, ostentaba una lámpara sin pantalla. Levanté la pesada pana por curiosidad y un par de tarántulas salieron huyendo al lado de mis pies. No grité, ni siquiera intenté matarlas porque en esa época las tarántulas eran tan comunes como las cucarachas. Al lado izquierdo de la sala se encontraba el comedor. La mesa era burda, rectangular. La madera conservaba su color natural, sin barnices ni artificios estéticos, como tú, Evangelina, como eras, como fuiste.  Había una sola silla, tal vez porque te habías acostumbrado a presidir sola sobre tu mesa, sobre tu cama, sobre tu soledad.

    Después vi tu cocina, Evangelina, escueta y medrosa como un mal sueño en la conciencia limpia. Estaba justo detrás del comedor, también del lado izquierdo de la casa. Era grande en proporción a otras habitaciones, con una ventana que daba a un patio lateral. Los cristales estaban rotos y parchados. A través de ellos podían verse los tanques de gas y el muro blanco de la casa vecina. Abrí la despensa. No había casi nada, algunas papas viejas y un par de tomates pasados. Entonces vi la sangre, Evangelina, tu sangre. Unas pequeñas gotas, gordas como catarinas,  formaban una línea imaginaria, un itinerario sin ambages, escaso como toda tú, Evangelina, como toda tú. Seguí las manchas con los ojos forzados, ahora más acostumbrados a la boca del lobo. Atravesé el pasillo y entré al baño. Las paredes estaban completamente escarapeladas. Un espejo manchado y un lavamanos de pedestal  se mantenían en pie con cierta dignidad. Ahí estaban las manchas, más densas ahora, más resignadas a la luz que penetraba por la minúscula ventana. Olía a acidez, a tiempo derrotado. La sangre, tu sangre, se había precipitado sobre el lavabo formando hilos jaspeados. Descorrí con miedo la cortina de la ducha. La tina de baño, las llaves, los azulejos blancos, todo, todo estaba impecable, como si a nadie se le hubiera ocurrido ducharse ahí, en el único rincón de la casa que se rehusaba a morir.

    Cerré la puerta y como pude subí la escalera amplia, con baldosas de granzón y un barandal de hierro forjado. Un ventanal filtraba la luz amarillenta. En el segundo piso había apenas dos habitaciones y lo que parecía otro baño. Aunque me había acostumbrado ya a la oscuridad, la segunda planta me hizo tambalear. ¿Acaso hay algo más oscuro que lo oscuro, Evangelina? Vislumbré el equipo del comandante Pereda en la que seguramente sería tu recámara. Las linternas formaban extrañas figuras en las paredes. Entré a la otra habitación. La puerta rechinó. Era tu cuarto de costura. Un amontonamiento de telas, hilos, y retazos salpicaba el suelo. Abrí las cortinas del balcón y por fin pude ver algo. Ahí estaban tus útiles, tu máquina Singer de pedales, tus anteojos descansando sobre el gabinete. Un hermoso vestido de novia, reposaba sobre la única silla, como muerto. Toqué la tela suave y nacarada, bordada con una infinidad de perlas y abalorios. ¿No decían que las perlas traían mala suerte, Evangelina? ¿Por qué entonces escogiste el cataclismo si conocías ya las consecuencias? Inspeccioné la falda, amplia y acrinolinada. Imaginé una cola enorme de sedas y chaquiras bajando los peldaños de la catedral. Me atreví a levantar el vestido, demasiado grande para mis seis años. Así vi la pistola, Evangelina. Un arma negra de cachas blancas con las iniciales C G trenzadas como iguanas, se escondía debajo del vestido a medio terminar. Cuando la descubrí fue como mirar la muerte cara a cara. Corrí desesperada. Yo, que no temía ni siquiera a las tarántulas. Me lancé despavorida a la oscuridad del pasillo, cerrando la puerta. Aunque la distancia era muy corta, para los pies del miedo todo es largo, Evangelina, todo. Temerosa, me paré en el dintel de tu recámara. Entonces pude verte, Evangelina, pude verte, así, recostada en tu muerte. Una cama matrimonial de sábanas sucias sostenía lo que de ti quedaba en esta tierra. Parecías en tu deposición una bella durmiente de escandalosas condiciones. El doctor, sentado junto a ti, (¿eras tú aún, Evangelina, eras tú?) revisaba tu pulso, tu cuello, tu estómago volado por un revólver escondido. Los hombres de Pereda estaban paralizados de la impresión, como si fueran novatos en su oficio. A nadie le importaba mi presencia, ni siquiera a quienes me vieron acuclillada en una esquina, observándolo todo. Junto al balcón estaba un escritorio. Me sorprendió ver un mueble tan bien hecho entre tanta austeridad. Sobre él había un montón de papeles en desorden, un frasco de mermelada con bolígrafos, lápices y minucias de oficina, y la máquina de escribir que te regaló el doctor, Evangelina, nuestro doctor.

    -Alumbre bien la boca, comandante.

    -Pero, doctor, me parece que no es este el momento.

    -Hágalo, le digo.

    Desconocí la voz, Evangelina, cargada de furia, de autoridad inesperada. Abrió tu boca, tu boca cerrada como el cierre de un bolso deteriorado. Forzó la rigidez de tus mandíbulas y metió unas pinzas. De tu garganta extrajo un pañuelo azul, manchado con las viscosidades de la violencia. Te habían torturado, Evangelina, prolongando tu muerte con un martirio lento y silencioso. Los hombres de Pereda hicieron una serie de ruidos guturales y uno de ellos abandonó la habitación, a punto de vomitar. Nadie, nadie, Evangelina quería estar ahí. Todavía llevabas aquella blusa de muselina blanca que tanto te gustaba. Un par de senos escuálidos coronaban tu vientre roto en mil pedazos. Había sangre, Evangelina, mucha sangre; sobre tus sucias sábanas, sobre las baldosas, sobre tu falda azul. Te desnudaron. El doctor te quitó los calcetines dispares, y los puso casi con ternura a un lado de la cama. No quiso verte ya. Estaba triste, Evangelina, muy triste. Un policía te despojó de todo. Alguien dio la orden y te sacaron fotografías. Tenías el cuerpo moreteado y algunas cicatrices viejas te marcaban la espalda, los brazos y las piernas. Solo tu rostro estaba en paz, Evangelina, tranquilo, como si el dolor te hubiera liberado. Tu cabellera de escobeta, tus rizos grises atados por una cinta negra, tus manos levemente agarrotadas. Todo, todo en ti era desastre y alabanza. Entonces me vio. En aquel marasmo de conmoción y miedo me sorprendió junto a la puerta, pero, contrario a lo que me imaginé, no me sacó de ahí, como si adivinara mi necesidad de verte por última vez. Me abrazó fuertemente, Evangelina. Me acarició el cabello y musitó algo que no alcancé a entender en aquel barullo de hombres exaltados.

    -Yo sé dónde está el revólver- le dije al doctor y entre todos me acompañaron a tu cuarto de costura. Una niña en medio de aquel caos parecía lo menos sorprendente. Con un pañuelo Pereda tomó el arma guardándola en una bolsa de papel. Entonces, como un efecto mágico, todos los hombres se dispersaron por tu casa, Evangelina, mientras sacaban tu cuerpo en una camilla y se escribían notas y reportes.

    No lloré ni una lágrima, Evangelina, no lloré. Una vez oficializada mi presencia, me acerqué a tu escritorio. No me permitieron tocar nada, absolutamente nada, ni tus papeles, ni tus sobres, ni tus pastillas de menta. Me acerqué a tu máquina de escribir. Tenía una hoja dentro. Era una carta, Evangelina. Una carta en la que apenas pude distinguir a quién iba dirigida porque un hombre la sacó y la colocó en una caja, sin importarle que yo estuviera leyendo. Recogieron todo, Evangelina, todo. Hasta un peine desdentado que tenías en uno de los cajones de tu magnífico escritorio. La carta, desde luego, era para Miguel.

    -Yo conozco a Miguel, yo conozco a Miguel- comenté en voz alta, muy fuerte, muy fuerte, para que todos pudieran escucharme, pero el doctor me tomó de la mano y me sacó de ahí como si repentinamente hubiera reaccionado. No volví a verte, Evangelina; nunca, nunca, nunca, ni siquiera en sueños. Tu casa en cambio, Evangelina, me queda en la memoria como un papel pegado a la suela del calzado. Hay ciertos recorridos de los que solo permanecen, a ciencia cierta, los zapatos. ¿Morimos en la muerte, Evangelina? ¿Nos morimos?

    La primera vez que bajó al sótano iba guiada por el miedo y la curiosidad. La casa de estilo neoclásico, imitando la arquitectura de las plantaciones del sur de los Estados Unidos, había sido edificada a principios de siglo. Era una enorme construcción de dos plantas, grandes terrazas, columnas y enormes ventanales que permitían que el sol entrara a las habitaciones durante todo el día. Lucía ostentosa y extraña en Morostán, pues aunque no era la única, sí pertenecía a un escaso grupo de mansiones que no llegaba a veinte, casi todas rezagos del auge algodonero de la ciudad en el siglo diecinueve. A diferencia de los caserones estadounidenses, rodeados de extensos jardines abiertos a la curiosidad ajena, las casas lujosas en Morostán estaban circundadas por altos muros, desalentando las miradas y los deseos intrusos. Desde la calle apenas si podían distinguirse, a lo lejos, los techos y las terrazas superiores. Pero si desde la calle y los jardines privados de la propiedad podía intuirse el lujo de la luz, había un lugar del que nadie hablaba nunca por carecer de interés arquitectónico y por guardar los secretos más sucios de sus habitantes: el sótano.

    Esa tarde de verano cuando decidió aventurarse, se coló por la puerta cerrada que estaba muy cerca de las habitaciones del servicio. La portezuela, generalmente con llave, permanecía así a menos que Zenaida, la vieja sirvienta, o Leodegario, el mozo, tuvieran algo que bajar. La regla era muy sencilla y parecía haberse sostenido por años de común acuerdo: lo que bajaba al sótano no volvía a subir. Para Asunción el sótano era el país de la memoria. Desde pequeña había sentido fascinación por ese lugar, tal vez porque sabía que para ella, como para casi todos los habitantes de la casa, estaba vedado. Solo la abuela tenía las llaves y solo ella otorgaba los permisos. Hasta que una tarde, antes de salir con el abuelo, se descuidó, dejando el llavero que usualmente se guardaba en el bolsillo de la falda, olvidado en el mostrador de la cocina. Sin perder un minuto, Asunción, toda manos temblonas, toda ella un latido desmesurado, se dirigió a la puerta. Con los dedos débiles por el temor, forcejeó la cerradura. Como pudo encendió la tenue luz y casi tuvo que taparse la boca para no dar un grito de sorpresa: bajo sus zapatos de charol pudo ver la larga escalinata de mármol blanco que bajaba muchos metros en forma de caracol. A diferencia de lo que se había imaginado, el sótano mantenía la misma arquitectura elegante de la casa, incluso podía verse como una réplica polvorosa de la escalinata principal. La carencia de ventanas y el desorden de las cosas impedían que se apreciara la belleza y el tamaño del lugar. Cuando finalmente terminó de descender, se encontró con una enorme habitación, la cubierta de un buque golpeado por la marea de los años y los olvidos. En ese mar desordenado de cajas selladas, cestos, baúles y muebles viejos, Asunción descubrió las marcas de los escarabajos, el vuelo turbio de las cucarachas y, bajo el mimbre húmedo de las canastas, una enorme colonia de caracoles, extraños complementos de la blanca escalinata. Lo que no pudo hallar fue precisamente los restos del hombre a quien tanto necesitaba encontrar. 

    { 2 }

    Capítulo Dos

    Negros ojos negros.

    El mundo se abría

    sobre sus pestañas

    de negras distancias.

    Miguel Hernández

    Cancionero y romancero de ausencias

    ––––––––

    Entré por primera vez al consultorio de la mano de mi madre y desde entonces me hubiera gustado quedarme ahí. Yo, huérfana de padre, de nombre, de historia. Tenía seis años, dos coletas, las piernas flacas. No sé por qué mamá insistió tanto en que después del colegio tenía que llevarme al dentista. No lo entendía, Evangelina, yo que solo había pisado el consultorio del viejo doctor de la familia. El colegio del Divino Sagrario quedaba a cuatro cuadras del gabinete dental y esa bendita tarde de noviembre de 1941, después de recogerme, nos encaminamos al consultorio. Ahí lo vi por primera vez: batín blanco, pantalón oscuro, cabello ligeramente revuelto a pesar de la brillantina. Yo estaba nerviosa, todas las amigas me habían contado historias de horror sobre la terrible posibilidad de la fresa, pero en cuanto me ayudó a sentarme en el sillón dental, me olvidé del mundo. Congeniamos de inmediato. Las mejores cosas, Evangelina, se escapan a la torpe descripción de los verbos y de los adjetivos. Me gustaron sus manos enguantadas, su rostro lejanamente marcado por la viruela infantil, su sonrisa de dientes blancos y limpios. Llevaba manga corta, como en el Norte todos en noviembre. Impactaba a mi madre, era obvio, pues en cuanto lo vio se guardó en un silencio difícil de entender, ella, tan avezada siempre en las normas del mundo (¿te acuerdas de mi madre, Evangelina, te acuerdas?). Cuando tomes el té no levantes el meñique, es de mala educación. No entres a la iglesia con el velo torcido. No tomes el abanico con la mano izquierda. Miles de normas que azuzaban mi imaginación, hasta que aprendí que lo mejor era no preguntar, las reglas son así, Evangelina, incuestionables. Además, mi madre jamás contestaba preguntas, deliberadamente cercenada en un quiste del que nunca salió. Por eso me extrañaba su actitud ante el joven médico, la tensión de su postura, los ojos indecisos entre el suelo y mis calcetas. Lo veía sin verlo, limitada a una presencia pesada pero dócil, enorme pero escueta.

    -¿Cómo te llamas?- Me preguntó con verdadera curiosidad, no con esa indiferencia con la que la mayoría de los adultos pregunta el nombre a los niños, casi siempre sin detenerse a escuchar la respuesta.

    -Asunción- dije riéndome, consciente de la gravedad de mi nombre, de la gracia de sus perfectas sílabas caídas en un cuerpo irreverente, insignificante.

    -Asunción - repitió como si de verdad le hubiera

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