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Dionisio: Su universo gay y breves relatos pornoeróticos
Dionisio: Su universo gay y breves relatos pornoeróticos
Dionisio: Su universo gay y breves relatos pornoeróticos
Libro electrónico503 páginas7 horas

Dionisio: Su universo gay y breves relatos pornoeróticos

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Dioni, nuestro personaje principal, es un chico nacido en una ciudad andaluza de mediano tamaño con fuerte personalidad, cierta proyección internacional y con aires conservadores. Desde esta, una vez acabada la universidad, se trasladará a vivir a Torremolinos, localidad con una gran población gay, fruto de la emigración procedente de otras zonas del país, en las que los homosexuales eran más perseguidos y marginados.
La historia trata de la evolución de un niño nacido en los sesenta hasta la madurez en los dos mil. Pasando por una etapa vital heterosexual y después bisexual hasta aceptar plenamente su orientación homosexual.

Debido a los años tan convulsos y cambiantes vividos en España en los que se desarrolla la trama. La historia, la política, la lucha de clase y las reivindicaciones por la igualdad en derechos humanos para el colectivo LGTBI van a marcar fuertemente la vida de Dioni y su pareja.

Cuernos, celos, apariciones divinas, ovnis, muerte, viajes y sexo en abundancia van a sustentar una trama que no por ser casi autobiográfica va a dejar de tener tintes novelescos, basándose en el dicho de que las más de las veces la realidad llega a superar a la ficción. Haciendo también referencia a hechos importantes sucedidos en los últimos años del franquismo y de la transición española vividos en primera persona por nuestro personaje.
El relato se enriquece con una colección de dibujos, que representan diferentes hechos vividos y contados en la historia. Muchos de estos de fuerte carácter pornoerótico, que vienen a representar la gran importancia del sexo en el mundo gay.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 nov 2023
ISBN9788411816670

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    Dionisio - Francisco Javier Romero Sánchez

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Francisco Javier Romero Sánchez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Ilustraciones: Antonio Vega

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-667-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    PREFACIO

    La historia que tienes entre las manos se puede leer, desde el capítulo uno hasta el final, como el relato de la vida de Dioni desde los años sesenta hasta la actualidad. En él encontrarás, además de sus vivencias personales, referencias a acontecimientos importantes de finales del franquismo, la transición española y el pleno desarrollo de la democracia en la actualidad.

    Todo contado desde la especial óptica de un chico que despierta muy tempranamente a la lucha política, en unos años muy convulsos de la reciente historia de España, en la que la mayoría de la población no contaba con formación democrática ni política, pues se venía de una dictadura donde estos términos estaban prohibidos y perseguidos por el régimen.

    En la historia se relacionan estos acontecimientos vividos en primera persona con su evolución y despertar personal y sexual, partiendo de una adolescencia hetero hasta la aceptación de su especial condición sexual. Marcado por su fuerte relación amorosa junto a la decepción y aceptación de la infidelidad de su cónyuge, su posterior venganza y sus múltiples relaciones sexuales junto a su pareja, con otros chicos en Torremolinos y resto del mundo.

    Esta bella y, en ocasiones, desgarradora historia, intenta mostrar la evolución del mundo homosexual desde que a este colectivo se le aplicaba la Ley de Vagos y Maleantes, hasta la protección de las personas LGTBI.

    El relato está basado en una parte de su biografía personal y alguna que otra licencia literaria. También los capítulos permiten leerse con solución de continuidad, ya que por sí solos forman unos breves relatos diferenciados e independientes unos de otros.

    En último lugar, nos gustaría puntualizar que se trata el tema del sexo explícitamente y en abundancia, con la buena intención de excitar al lector, fundamentalmente gay, para que pase un rato agradable y darle la justa importancia que este ocupa en la vida de un hombre homosexual.

    CAPÍTULO 1. PRIMEROS PASOS EN EL COLEGIO Y LA CIUDAD

    Dionisio, para su familia y amigos, Dioni, era un niño moreno, con el pelo negro azabache pelado a lo Marcelino, peinado del niño que actuaba en la película «Marcelino pan y vino», muy famoso entre la chiquillería por estos años, pantalón corto y zapatos con cordones. Los famosos Gorilas de aquellos tiempos que todo chico quería tener, pues con la compra de un par, regalaban una pelota de goma verde muy molona. Eran los años sesenta.

    Vivía en una casa de vecinos del siglo XVIII, con una amplia casa-puerta repleta de plantas de grandes hojas verdes, en su mayoría pilistras y helechos, que sobre elegantes maceteros color caoba y junto a altas columnas de hierro pintadas en verde, generaban un ambiente de tipo colonial. En cada una de las tres plantas vivía una familia, la de Dioni ocupaba la última. Se relacionaban por el patio interior, en el lavadero comunitario o en la amplia azotea, desde donde se veían los altos campanarios, torres vigías típicas y palomares repletos de palomas de diferentes razas, sobre todo buchones jerezanos propios de la tierra y los llamados palomos ladrones, dedicados a robar las hembras de otros palomares protegidos por perros autóctonos, el Bodeguero Andaluz, procedentes de cánidos traídos por los ingleses a la ciudad para librar los amplios cascos bodegueros de ratas y ratones. Además, entre estas calles, de vez en cuando, se podían encontrar cuadras que albergaban los apreciados caballos jerezanos, sobre todo los de la enorme familia Domecq. De vez en cuando en alguna bodega se abría un portón con monumentales rejas, que permitía salir a un orgulloso y brillante enganche, enjaezado a la jerezana con cinco caballos que tiraban de un carruaje del siglo XVIII o más antiguo, aunque, con gran brío, sorteaba las estrechas calles entre destartalados SEAT 600, 850, 1500, Citroën, Dos Caballos, Renault 4, Simca 1000, así como los endebles mosquitos, que no eran más que una bicicleta con un motor exterior de baja potencia para pobres.

    Su vida se desarrollaba en un amplio barrio medieval, con anfractuosas y zigzagueantes calles que no dejaban nunca ver el final de estas. Las edificaciones de gran antigüedad, databan desde la conquista Almohade, del siglo XII hasta el XIX. Todas se arremolinaban como si quisieran sostenerse unas sobre otras. Las había nobles, como las grandes iglesias y conventos de todo tipo de estilos artísticos, ya sean Mudéjar, Renacentista, Gótico, Neoclásico o Barroco, acompañadas por un sin fin de palacios que dejaban pequeños espacios a las edificaciones más humildes. Tal era el apiñamiento del casco histórico, que la muralla defensiva de la ciudad, que durante más de diez siglos había resguardado a los jerezanos de grandes asedios, se hallaba embutida entre las diferentes edificaciones por lo abigarrado de su urbanismo.

    Dioni fue bautizado en la iglesia del santo del que recibe el nombre, el patrón local. En una antigua pila bautismal en la que incluso fue bautizado el dictador Miguel Primo de Rivera.

    La vida del vecindario, en tiempos donde tener un reloj era un lujo, se regía por los toques de campana de la iglesia colindante o por el sonido de las sirenas de las muchas bodegas que se disponían como verdaderas islas, ocupando manzanas y calles enteras, donde el olor al vino de Jerez lo inundaba todo.

    En estos años, todas las casas, palacios y conventos bullían de vida. Los artesanos ocupaban los desvencijados locales, entre los que se encontraban panaderías, hornos de dulces, fábricas de caramelos, zapateros, doradores, carpinteros y tallistas, entre otros.

    Las mujeres iban de compras a las lecherías, ultramarinos o economatos que las diferentes bodegas ofrecían a sus trabajadores o se hablaban por patinillos y azoteas. Los niños jugaban en las calles o en las pequeñas plazas armando tanto ruido, como las ingentes bandadas de vencejos que revoloteaban en busca de algún que otro insecto. Los hombres, después del trabajo, se iban a los antiguos tabancos, que en aquellos tiempos casi solo servían vino de la tierra y, en una ciudad en la que el cante flamenco es su piedra angular, más de un establecimiento de este tipo tenía colgado un cartel amarillento prohibiendo el cante.

    Solo se alteraba el cadencioso y cansino vivir de la ciudad en Navidad, Semana Santa, en las dos ferias, la del Caballo y la de la Vendimia, o cuando salía un santo o virgen en procesión.

    Su primer colegio, como no iba a ser diferente, de monjas y pago, se situaba en un palacio renacentista destrozado por las desacertadas restauraciones de aquellos tiempos que odiaban tanta antigüedad, entregándose al vil ladrillo, cemento o cal. Del noble edificio solo quedaba un maravilloso ventanal renacentista y un patio de igual estilo con columnas de mármol.

    Allí celebró el chico su primera comunión, recibida de manos del obispo local, que por aquellos entonces era obispo auxiliar de Sevilla, diócesis a la que pertenecía la ciudad en ese tiempo, por lo que las monjas, al recibir a tal dignatario eclesial, querían que todo saliera a pedir de boca. Así pues, obligaron a Dioni a aprenderse un largo verso dedicado a la virgen. Actividad que le ocupó durante un mes todo el tiempo libre que tenía en el recreo o después del almuerzo. Tal era la complejidad del dichoso poema, que una vez se le olvidaba un verso y a la otra, otro. Así que las monjas, siguiendo la ley de educación ancestral, cuyo mantra principal era que la letra con sangre entra, le pegaban un coscorrón cada vez que se equivocaba. En el ensayo general, bajo amenaza de castigo y golpe, por los nervios, se equivocó, recibiendo el consiguiente tortazo de parte de alguna que otra monja con la mano muy larga.

    De todos modos, el día de la primera comunión todo salió perfecto, por la cuenta que le traía al muchacho que, vestido de marinerito y de rodillas, muy repeinado a lo Marcelino, recitó el largo poema con dulce, angelical y rítmica voz, recibiendo el beneplácito del gordo obispo, que dijo a su madre que su hijo iba a ser el segundo Pemán.

    Dioni ya estaba aprendiendo cómo se podía ganar dinero limosneando en el convento, por lo que fue recorriendo distintas iglesias y cenobios que ya le conocían, recitando el largo y complicado poema, recibiendo muchas propinas de las beatas y feligreses, así como dulces de algún que otro convento de monjitas pasteleras, sacándole cierto beneficio a tan arduo trabajo.

    Cabe relatar que, en aquellos años de muchas carencias en el país, los americanos de la cercana Base Naval de Rota, de vez en cuando, traían en sus amplias rancheras caramelos, leche y comida para los niños del colegio, que luego las monjitas vendían en un quiosquillo que ellas abrían hasta que les duraba la mercancía, en vez de regalarla. En mayo, todos los días les vendían un clavel de plástico por un duro, que los niños en fila y al canto con flores a María depositaban en el altar mayor de la capilla. Poco después las monjas los retiraban y se los volvían a encasquetar al día siguiente, así durante los casi treinta y un días del mes. Estas cariñosas monjitas también tenían un amplio cuarto oscuro, para castigar a los más revoltosos, y los lunes servía como sala de cine, siempre ponían películas de santos o folclóricas, pero al precio de otro duro.

    Estas almas de Dios también llevaron en una ocasión a todos los niños y niñas del colegio, con banderitas de España, a recibir a las afueras de Jerez al dictador Franco, en una de sus visitas a la ciudad.

    Al no haber plazas en un colegio público cercano a su casa, Dioni fue matriculado posteriormente con su hermano, que era un año menor, en otro colegio privado, algo más alejado y más imbuido en el casco histórico. Se situaba en un vetusto edificio, algo insalubre para niños, con altos ventanales, pero sin ninguna iluminación natural y como único patio de recreo, la calle. El material didáctico se ceñía a unos largos y viejos pupitres, con su correspondiente agujero para el tintero de porcelana, que era rellenado de una mala y barata tinta hecha en el mismo centro. Como decoración, unos grandes mapas de España, uno político y otro natural, junto a una sempiterna vara siempre encima de la mesa del maestro para pegar a los alumnos revoltosos. En cuanto a los libros, una única enciclopedia, la franquista perteneciente a la editorial Rubio, que lo mismo hablaba de matemáticas, ciencia, política del régimen que de religión católica. El colegio era tan antiguo que los niños escribían con plumín, por lo que los exámenes duraban horas, al correrse la tinta una y otra vez, no siendo capaz ni el papel secante de eliminar la mancha producida. Cuando llegaban a casa tenían que pasar al baño directamente, pues llevaban tinta por todo el cuerpo.

    El director, un gran simpatizante franquista, gran amante de dar collejas y utilizar la vara a menudo, enseñaba con técnicas muy arcaicas. Cantando, lo mismo hacía con la tabla de sumar del cuatro que con los ríos o las diferentes regiones. Todos los sábados los llevaban con enhiesta banderola y, en fila, a misa a la parroquia más cercana. Al final daban una charla patriótica y cantaban el Cara al Sol.

    Más adelante sufriría un grave accidente que le haría recapacitar, cerrando el denostado colegio y acabando sus días ayudando al prójimo sin preguntar credo o tendencias políticas.

    Para ir a este centro tenían que pasar por la llamada calle Rompechapines, la calle de las mujeres de vida alegre. A las cinco de la tarde, a la salida de clase, la calle bullía de vida. Allí estaban las meretrices de todas las edades, en las casas—puertas muy repintadas, sentadas alrededor de mesas camilla, mostrando al que se lo pidiera todos sus encantos. Mientras, los proxenetas esperaban apalancados en las esquinas o en una pequeña tasca inmunda, donde también entraban algunos clientes. Para esos años sesenta tan grises en el país, lo que allí sucedía desde la tarde hasta altas horas de la noche era como una feria. Hombres de todas las edades y clases sociales, incluso negros y americanos blancos de la cercana base naval. Una mezcla de razas muy rara en aquellos años, para un país autárquico y cuya única raza diferente a la blanca, era la gitana, marginada y solo apreciada en las fiestas de los llamados señoritos, que solo los aguantaban por el cante. Dioni, junto a su hermano y amigos, intentaban ver, a escondidas por las ventanas entreabiertas, muchas veces solo tapadas por amplias cortinas y visillos, que ellos separaban con cuidado para no ser descubiertos, a las prostitutas quitándose la ropa, para mostrar las bragas y sostenes de encaje a un supuesto cliente o lavándose sus partes íntimas en una palangana de porcelana. A continuación, muy nerviosos salían corriendo calle abajo a comentar la aventura entre sus amigos, sin comprender todavía por qué les excitaba la situación.

    Ya en segundo de EGB pudo ir al primer colegio público edificado para ese cometido, con amplios campos de deportes, clases espaciosas, grandes ventanas y profesores titulados. En este nuevo centro, en el recreo, se daba a los niños una botella de un cuarto de litro de leche, pues los españoles de aquellos tiempos tenían complejo de ser los más bajitos de Europa, aunque Dioni se la regalaba a sus amigos, pues su madre lo había criado con leche condensada y no soportaba el olor de la de vaca.

    Este colegio se encontraba a unos dos kilómetros y, para ir, tenía que cruzar toda la maraña de viejas bodegas con más de cien años. Eran calles y manzanas enteras dedicadas a estos caldos tan afamados. Mientras caminaba, Dioni iba absorbiendo el olor del mosto joven, del fino, de los diferentes olores, cremas e incluso del apreciado palo cortado.

    Las calles eran un ir y venir de toritos con montones de cajas de botellas que se enviaban a todo el mundo, botas de roble rodando para trasladarlas de un sitio a otro. También tenían que salvar las enormes mangueras que, como el milagro de Caná, dejaban salir algún que otro chorrito de los ricos caldos por alguna que otra picadura.

    A partir de cuarto, Dioni fue trasladado a otro colegio situado en pleno centro de la ciudad, en un viejo palacio Neoclásico del siglo XVII, que antiguamente haría de palacio de justicia, cuyo juicio más famoso fue el de la banda anarquista denominada «La Mano Negra» en tiempos de Alfonso XII. Algunos de los reos, no eran más que pobres jornaleros del campo, subyugados por los duros señoritos unidos a algún que otro maestro de escuela de ideas progresistas y antimonárquicos, siendo unos condenados a cadena perpetua, y otros ajusticiados a garrote vil en la antigua Plaza del Mercado, un sistema para ejecutar que el franquismo adoptaría posteriormente para dar muerte a sus reos. Tiene el mérito de haber sido el primer juicio en España con público.

    Este colegio se situaba al lado del castillo y la mezquita almohade, por aquel entonces colegial y, actualmente catedral, la Alameda Vieja con sus jacarandas y pinos piñoneros gigantes, la plaza del Arenal con la monumental fuente central, obra maestra de Benlliure dedicada al dictador Miguel Primo de Rivera, nacido en la localidad, y la muy visitada bodega de González Byass.

    Durante estos años, Dioni con sus amigos deambulaba por todos estos lugares e iba a la alameda a jugar y a escondidas de su familia, a pedir alguna que otra peseta a los múltiples extranjeros que visitaban la afamada firma vinatera, para con lo recaudado ir al quiosco a comprar caramelos a perra gorda.

    Su tata trabajaba de recepcionista en la bodega, por lo que Dioni entraba y salía con cierta libertad de las instalaciones. De vez en cuando los trabajadores, que ya lo conocían, le regalaban botellines y merchandising, que en aquellos años solía darse con cierta generosidad. Solo tenía que tener cuidado con el dueño Mauricio González Gordon, uno de los grandes impulsores de la protección del coto de Doñana, que tradujo libros ornitológicos ingleses al castellano. Se fundó en esta bodega la Asociación Protectora de Animales Salvajes Adena para salvar el coto y la Hermandad del Rocío de Jerez de la Frontera.

    CAPÍTULO 2. ANGELOTES DE RETABLO

    Dioni y su hermano, a los que mucha gente confundía como mellizos, iban, con cuatro años, todos los días con su tata, beata donde las hubiera, a la misa de ocho y media. La hacían en un gran convento que era también seminario menor, donde todos los años entraban unos veinte chicos, de 14 a 18 años, para postular a dicha orden. Estos asistían en pleno con toda la comunidad a esa misa.

    Los dos hermanos se sentaban en unas sillitas en primera fila y, allí, aburridos como ostras, como niños que eran, se dedicaban a pelearse o a maquinar travesuras, como remedar el rítmico sonido del golpe de los abanicos de madera en los pechos de las mujeres, la mayoría todas de negro, o al mismísimo prior, al que le tenían manía. A veces se quedaban dormidos, con el consiguiente empujón del despierto, que muchas veces acababa con él dormido por el suelo.

    Todo ello contagiaba la risa a los postulantes y beatas. A todos menos al prior, que acababa dando una reprimenda a los jóvenes y hasta a la mismísima tata, gran benefactora del convento, a la que le pidió no llevarlos más a la iglesia.

    Al final, el anciano fraile sacristán, tuvo la genial idea de ponerlos vestidos de monaguillos, como angelotes del retablo, ya que eran muy pequeños para otra labor, uno a cada lado, para que no se pelearan, detrás del prior y los demás frailes. De esta forma no hacían de las suyas ni interrumpían la sagrada misa.

    Pronto empezaron a deambular por el antiguo cenobio, que constaba de la iglesia, una gran sacristía, recibidores para visitas, una zona del tesoro de la virgen titular del convento y un apartamento para el sacristán, que hacía las veces de guardés de toda la zona noble. También existía un gran claustro barroco con grandes sitiales encalados, que rodeaba un amplio jardín con una fuente central repleta de carpas de colores que en los sesenta, que eran muy raras de ver y daban al lugar cierto exotismo de árboles, mandarinos y naranjos dulces, así como gran cantidad de flores y plantas aromáticas.

    En la planta baja se encontraba el refectorio, otros dos recibidores con grandes cuadros y muebles estilo Luis XVI, y la portería barroca. En el primer piso se disponían las celdas más lujosas, alrededor del precioso jardín. En esta zona residían los frailes que eran curas, con la enorme celda del prior y la gran biblioteca del convento. En el resto se distribuían otras celdas para legos y postulantes más humildes, con la zona de servicio, que constaba de una amplia cocina, donde la cocinera hacía delicias para el paladar de los monjes. También había una lavandería, un cuarto de costura y plancha, una gran nave como zona de recreo para la comunidad con televisión, billares, futbolines y un patinillo con un gran portón para la entrada de los víveres.

    Además, había una imprenta a la antigua usanza, con impresión tipográfica, con muchas manchas de tinta, gran cantidad de letras metálicas, recortes de fotos y artículos y un gran olor a productos de revelado, procedente del cuarto utilizado para tal menester, creando una atmósfera de cierto desorden y caos en la que se imprimía la revista de la orden y otros trabajos religiosos para parroquias y otros monasterios de la ciudad.

    CAPÍTULO 3. LA CASA DE LA ABUELA Y EL PUEBLO

    En cuanto tenía vacaciones, fuese verano o navidades, salvo en Semana Santa, su madre les mandaba a él y a su hermano a casa de su abuela. Estaba en un pueblo rural de unos 14.000 habitantes, tenía una gran iglesia barroca rodeada por casas nobles y calles asfaltadas. Alrededor del centro histórico se situaban otras calles terrizas con humildes chozas de techos de bayunco, planta que crece en los humedales, y humildes paredes de tierra vastamente encaladas. Estas viviendas se dividían por la mitad, sirviendo una como salón cocina y la otra como dormitorio, donde se apilaba toda la familia para dormir con luz de carburo. Estas calles tenían un desagüe en medio, en el que las mujeres tiraban las aguas sucias. No había agua corriente, tenían que ir a comprarla con cántaros a los depósitos —los bombitos— de agua, tirado por dos o tres mulas, que la sacaban a cubos de un pozo a unos cinco kilómetros del pueblo. La basura se recogía también con carro de mulas que, por estar el pueblo en un cerro, era habitual que estos animales estuvieran más tiempo en el suelo que en pie, sobre todo en invierno, ya que con las lluvias y el suelo arcilloso se montaba tal barrizal que los animales y las personas a menudo resbalaban por las pronunciadas pendientes.

    La casa de su abuela se dividía en dos grandes edificios con dos plantas, separados por un patio con aljibe. La zona más noble daba a una pequeña calle que desembocaba en la plaza central, llamada la del Castillo. Tenía dos grandes puertas: una era para la entrada de la familia, que daba paso a un gran salón y la otra a una tienda que ocupaba la otra mitad, donde se vendían desde alpargatas, legumbres, dulces, café que se molía en dos molinillos antiguos, así como las mercancías se pesaban en pesos del siglo XIX y, si estas superaban la capacidad de estos, se utilizaba la romana, instrumento antiquísimo para medir el peso desde época de los romanos. Allí se vendía casi de todo.

    En el salón se abrían tres huecos a modo de puertas. Una daba a un gran dormitorio con tres camas para las mujeres, otra era la de la tienda y la tercera la de la cocina, que hacía a veces de sala de estar, donde por las noches se celebraban largas tertulias con familiares y amigos.

    La cocina conectaba con un patio en el que había otra gran habitación que tenía otras tres camas para los varones, con un lava—maní sin agua corriente ni desagüe, con una cubeta que había que tirar una vez llena.

    En el patio se situaba el servicio de los llamados de pozo ciego al no haber alcantarillado, rodeándose de arriates con todo tipo de plantas, muchas de ellas aromáticas, que en verano se liaban en unos alambres a modo de techo para dar sombra.

    El segundo cuerpo era la cuadra con una humilde puerta-el postigo-donde se tenía, normalmente, tres mulos y dos caballos, así como cuatro o cinco podencos, e igual número de galgos, pues a todos sus tíos les gustaba la caza de la liebre con este tipo de cánidos.

    Los pisos de arriba,que llamaban los sobraos, se dedicaban al almacenaje de los productos del campo, colocándose en la zona noble lo de más valor, como los garbanzos, los granos de avena, cebada o trigo para el ganado o la venta, melones, tomates, cebollas, ajos… Muchos de estos productos, sobre todo los hortofrutícolas, se colgaban de las vigas hechos racimos, para su mejor conservación.

    En el de la cuadra se tenía la paja y aperos de labranza, así como el utillaje para enganchar las bestias a los carros, arados y demás maquinaria para el trabajo del campo.

    Justo al lado había otro solar con choza, que hacía las veces de gallinero, donde se criaban gallinas, pavos, pollos, patos y, a veces, corderos a biberón, de los que nacían mellizos en las piaras de ovejas de la marisma, donde uno de ellos se le quitaba a la madre para que el otro tuviera más posibilidades de sobrevivir y los pastores que no perdían el tiempo dando de mamar a mano los regalaban.

    Dos calles más abajo, poseía su abuela tres fanegas de tierra que ocupaban la mitad del cerro, todo vallado de chumberas de múltiples especies, como las reales, que medían más de siete metros de altura y daban chumbos gordísimos, malagueños… Así como grandes higueras, alcaparras, olivos de diversas variedades de aceitunas. Además, se sembraban habas, alcachofas, lechugas y otros productos de la huerta.

    También tenía una vaqueriza para unas treinta vacas de leche y sus novillos. Una cochiquera para cerdos, utilizada conjuntamente para engordar los corderos. Estos animales cuando se hacían adultos se les llamaban borregos, llegando a poseer unas cuernas muy respetables. Sus tíos más jóvenes, que eran aficionados al toreo, practicaban con estos animales que llegaban a embestir como verdaderos toros bravos, algo que para los niños era peligroso. Una vez Dioni, junto a varios de sus primos, fue a ver el nacimiento de un potro y uno de los borregos embistió a uno de los mayores que se hizo el valiente, dejándolo varios días sin poder sentarse.

    En esta finca, contaba siempre su abuelo, que podía haber un tesoro y, efectivamente, en los años ochenta, el ayuntamiento desmontó el vallado de chumberas que ocupaba casi dos kilómetros lineales por problemas de salubridad, apareciendo según la gente una virgen de piedra, que en realidad era una diosa íbera, que ahora se encuentra en el museo arqueológico de Sevilla. Por este motivo, la Universidad de Sevilla empezó unas excavaciones, apareciendo varios estratos desde Íbero, Tartésico, Turdetano y Romano.

    A partir de aquí se hicieron catas en varias zonas del término municipal, descubriéndose muchos más restos arqueológicos, sobre todo, varias villas romanas, declarando el yacimiento de la abuela de interés histórico-cultural de Andalucía, registrándolo con el nombre de Cerro Mariana en su honor.

    Su abuela también tenía varias fincas de cultivo de riego, donde se sembraba algodón, remolacha azucarera y trigo, entre otras muchas plantaciones.

    CAPÍTULO 4. VACACIONES DE INVIERNO DE LOS 4 A 11 AÑOS

    Como hemos apuntado ya, Dioni pasaba sus vacaciones en casa de su abuela. Las de verano e invierno. Las últimas coincidían con Navidad. Él y su hermano se iban justo al terminar las clases y regresaban a la ciudad después de los Reyes Magos.

    Nada más llegar, antes de nada, visitaban a todos los animales en las vaquerizas, cerrados y el gallinero. Una de esas veces, en la que Dioni tenía unos cinco años, fue a ver el gallinero donde, sin él saberlo, habían criado ese año un gallo de pelea y, una vez dentro, el ave atacó al chico, clavándole los espolones en las piernas desnudas, pues vestía pantalones cortos, corriendo detrás del niño que, en vez de correr en línea recta, muy asustado como se encontraba, lo hacía en círculos, sin poder escapar del lugar. Menos mal que una prima, que era quien lo cuidaba, entró a tender la ropa, espantando al animal, que ya le había producido varios rasguños sanguinolentos.

    Por estas fechas del año, al llover mucho, las labores del campo se reducían al mínimo, por lo que la vida se hacía más en el pueblo y en la casa, arropado por una copa de cisco y picón, un producto refinado, procedente del carbón vegetal, sobre todo de los restos de la tala de los olivos e incluso de las ramas del algodón, utilizado para calentarse del frío. Se encendía al atardecer y se mantenía hasta altas horas de la noche.

    Aquí se reunían con su primo, que tenía la misma edad que ellos dos, formando los tres un grupo bastante travieso.

    Las tareas diarias por estas fechas se reducían a dar de comer al ganado, limpiar las cuadras, recoger algunos productos de la huerta y ordeñar las vacas, para posteriormente vender la leche directamente en la cocina, donde tenían el cubo con unas medidas de cuarto, medio y un litro, que hacía que la casa siempre estuviera llena de vecinos que venían con sus lecheras a comprar. Si sobraba un poco de leche, su abuela hacía queso fresco, un proceso que comenzaba con echarle el cuajo,dejarla reposar al sol, vertiendo posteriormente la leche cuajada en los moldes de esparto, que se colocaban sobre una alargada madera estriada donde se separaba el suero de la parte sólida. Después de un fuerte amasado se recubrían de bastante sal gorda, dejándolos madurar varios días en una zona fresca y oscura de la estancia.

    En la ganadería tenían un toro semental, al que casi todos los días llevaban a pastar a una finca colindante y con el que Dioni jugaba a columpiarse de los cuernos y a darle tiernos brotes de hierba o zanahorias. . Dioni montaba sobre su musculosa espalda mientras su primo tiraba de una soga atada a una argolla que tenía en las fosas nasales. El animal aceptaba estoicamente las travesuras del chico sin mostrar ninguna conducta peligrosa, a pesar de sus casi 600 kilos y su fuerte cornamenta.

    Pero, un día, su abuela fue a retirarle unas espuertas, que eran unos recipientes de goma que se utilizaban para transportar la paja o el grano y dar de comer a los animales, cuando, sin avisar, el toro le atacó, embistiéndole con gran violencia. Abriéndole el abdomen en canal, estuvo a punto de matarla, por lo que la llevaron con suma urgencia a la capital para operarla lo antes posible.

    El toro, después de este suceso, fue mandado al matadero, con gran llanto y disgusto del muchacho, que le tenía mucho cariño.

    En la estancia de las vacas había también una burra algo vieja y maliciosa, a la que los tres primos montaban y le hacían correr. Esta actividad, no muy del agrado del viejo asno, hacía que esta acabara dando pingos —que eran saltos incontrolados de los cuadrúpedos, para señalar cambios de tiempo o quitarse alguno indeseado de encima— y hacía que los tres primos acabaran casi siempre rodando por los suelos. Tal era la violencia con la que saltaba el rucio que, al primo, en una de esas veces, le rompió una pierna.

    Por esos mismos días se permitía la caza de la liebre, por lo que acompañaban a sus tíos y primos mayores. Esta era una actividad muy del gusto de los chicos, que se levantaban muy temprano y muy nerviosos, por poder pasar un día en el campo montados en las bestias, viendo a los perros trabajar.

    En este tipo de caza eran primero los podencos los que buscaban los rastros de las liebres, mientras que ellos montados en las mulas y caballos iban auscultando el terreno concienzudamente, ya que los lepóridos se escondían en los llamados encames, que no son más que unos pequeños huecos en la tierra que, junto al color mimético de estos animales, impedían su correcta localización. Eran nocturnas y al alba se iban a sus encames, antes de echarse, para cortar el rastro de su olor y dificultar a los podencos su localización, daban varios saltos hasta llegar al sitio donde iban a dormir ese día, prefiriendo casi siempre los terrenos arados, y se colocaban con la cabeza mirando hacia un camino, ruedas de tractores o terrenos sin obstáculos, para coger más velocidad en la huida. Además, les gustaba que los correderos acabasen en un perdedero, una zona de gran espesura herbácea o forestal, donde poder engañar a los galgos, con menos visión y maniobrabilidad en la carrera. Algunas aprendían a meterse en agujeros o correr entre troncos y vallados para que los lebreles tuvieran más problemas para alcanzarlas.

    Una vez se descubría a la liebre, los podencos más lentos corrían ladrando detrás de ellas para avisar a los galgos, los verdaderos velocistas que eran los que las atrapaban si podían, ya que estos animales pueden alcanzar los 50 kilómetros por hora.

    Al mediodía paraban para comer y comentar las diferentes carreras, si las había, pues algunas veces volvían de vacío.

    Los más pequeños se dedicaban a observar los animales salvajes como los conejos, aves de todo tipo, meloncillos o zorros. También había días que los pasaban jugando por el gallinero o las vaquerizas, siempre pensando en hacer alguna nueva travesura.

    Su abuela, nada más llegar, les compraba unas botas de agua a los tres, ya que sabía que se iban al campo a meterse en los arroyos. Así, muchas veces las perdían y, otras regresaban llenos de cieno, recibiendo su consiguiente castigo y varios baños para eliminar la mugre.

    Algunos días nacían potros, terneras, perritos, gatitos o aves, algo que los mantenían casi siempre ocupados, por ir a ver a los recién nacidos. Las terneras se retiraban de las madres al momento de nacer, para aprovechar la leche, dándoles a las crías lacto reemplazantes en cubos, puntualmente, a las horas de las tomas, los becerritos venían corriendo y mugiendo llamando al que se dedicaba a darles la comida como si fuera su verdadera madre. A las galgas, para que no perdieran agilidad, se les retiraban los cachorros recién nacidos y se le ponía a una podenca, que hacía las veces de nodriza y los aceptaba como sus verdaderas crías. En cuanto a los pollitos, procedían de los huevos de las gallinas domésticas, que su abuela iba reuniendo, de las que se quedaban chuecas, estado reproductivo de las gallináceas, que en ese momento se dejan montar por el gallo para fecundar el embrión. Cuando reunía más de treinta los depositaba en un nido, para que una pava, que debido a su envergadura podía criar de 20 a 40 pollitos en una nidada, en estado reproductivo los incubara, una vez nacidos, los trataba como si fueran suyos, cuidándolos y buscándoles comida.

    Los niños hacían muchas travesuras, pero quizás una de las más graves, fue echar guindillas a las copas de cisco y picón que casi matan a su abuela, pues el chile al calentarse transmite al aire mucho picor, difícil de soportar, produciéndole casi la asfixia.

    Una de las actividades que más les gustaban de esta temporada, era hacer los dulces navideños, su madre y sus tías, junto a la abuela, pasaban una noche entre masas, aceites, manteca, miel, azúcar y anises, cocinando pestiños, tortas de manteca y roscos, para posteriormente llevar las tortas a un horno de leña, perteneciente a una panadería de unos amigos.

    En Nochebuena venía toda la familia y se pasaban toda la noche comiendo, bebiendo, cantando y bailando. La cena se componía de muchos dulces, embutidos y bebidas, pero, sobre todo, algunos pavos o pollos, todos criados en casa, que su abuela por la mañana elegía en el gallinero por su gordura. Los mataba con gran destreza y, mediante inmersión en un cubo con agua caliente, los desplumaba para posteriormente hacerlos en salsa, en los hornillos de carbón.

    En unas tierras de uno de sus tíos, existían unas salinas con vegetación de marisma, conformadas por unas cuatro o cinco lagunas poco profundas, de agua muy salada. Sus tíos cuando algún mulo o caballo cojeaba, los llevaban a este lugar y les masajeaban con el barro, que, según decían, tenía propiedades curativas. En la orilla se concentraban miles de peces de pequeño tamaño, de especies autóctonas peninsulares, que ahora están protegidas, pero por aquellos años no. Los Aphanius, en la que los machos de gran belleza presentaban coloración azulada, rayas y grandes aletas. Era tal la cantidad de peces que había, que los cogían solo con sumergir un cazo, para luego meterlos en un acuario. Años después abrieron una fábrica cerca, esta desaguaba sus aguas tóxicas a las lagunas, matando toda la riqueza faunística, sobre todo los peces, pues les afectaba mucho la contaminación.

    En otras ocasiones, de forma interesada, iban los tres a visitar a sus tías y primas que siempre les daban algún dinerillo que gastaban con premura en el quiosco más cercano. Como sus tíos no creían por aquel entonces en los bancos, escondían el dinero por la casa, en pequeños paquetes de papel de estraza, por lo que los tres organizaban un comando de búsqueda y, si encontraban un paquetillo, algún que otro duro cogían para sus chucherías, sin apurarlo demasiado, para que no se dieran cuenta y así poder continuar la búsqueda de otros escondidos incautamente.

    También formaban una patrulla de asalto y atacaban a otros grupos de niños que merodeaban por los alrededores.

    Así, entre juegos y travesuras, pasaban las Navidades, muchas veces amargando a su abuela, padres y tíos, que tenían que enviar, más de una vez, a los primos más mayores en su búsqueda, pues los juegos hacían que no midieran el paso del tiempo.

    Entretanto, se preparaba el fin de año, otra fiesta familiar, casi con el mismo esquema, solo que en esa noche se comían las uvas.

    Sin embargo, la última celebración era la más esperada por ellos, la noche de los Reyes Magos. Esa noche, después de la cabalgata, se acostaban muy temprano los tres juntos para levantarse de madrugada. Al ser una casa muy grande, los juguetes los escondían sus padres por todas las estancias, teniendo que encontrarlos uno a uno. Al finalizar, una vez reunidos todos los regalos, se pasaban el día jugando hasta la noche y no era nada raro que algunos de los juguetes no llegasen en buen estado al final del día.Mientras, en las largas tardes y noches de invierno, se organizaban tertulias entre familiares y vecinos al calor de

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