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Las aventuras de Pierino en el mercado de Luino
Las aventuras de Pierino en el mercado de Luino
Las aventuras de Pierino en el mercado de Luino
Libro electrónico90 páginas1 hora

Las aventuras de Pierino en el mercado de Luino

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Información de este libro electrónico

Un día Pierino vio en el mercado un biplano y le nació la idea del vuelo. Encontró una enorme sombrilla. Pensó que no le sería difícil transformarla en un paracaídas con el cual arrojarse para descender, como un mensajero celeste, en la placita enfrente del puerto. Si el experimento resultaba, repetiría el lanzamiento y recibiría las monedas de los espectadores.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2016
ISBN9786071642738
Las aventuras de Pierino en el mercado de Luino
Autor

Piero Chiara

Piero Chiara (1913-1986) was a leading Italian author of the twentieth century who won over a dozen literary prizes and whose work is marked by psychological depth, melancholy humor, and a grasp of the essence of everyday life. The Bishop’s Bedroom is the most celebrated of his many acclaimed novels.

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    Las aventuras de Pierino en el mercado de Luino - Piero Chiara

    La máquina volante

    ❖ Quien visite hoy Luino, situado en el Lago Maggiore, llega irremediablemente a la plaza del lago, que consiste en un ancho terraplén a un lado del viejo puerto, delimitado por dos torrecillas y siempre lleno de barcas de remos y de vela. Frente a ese pequeño puerto y más allá de la pequeña plaza puede verse, construida un poco de lado, la antigua casa Zanella, en donde, en aquellos lejanos cuartos sobre los techos, nació Pierino hace muchos años. La casa Zanella es una construcción del siglo XVII; se entra a ella por una doble escalera de granito rosa que conduce al restaurante De las dos escaleras, éste ocupa hoy los salones en donde antaño se encontraban la chimenea y la mesa de comedor de los Zanella, ricos milaneses que tenían esa casa a orillas del lago para vacacionar.

    Viviendo en ese edificio decrépito durante tantos años, explorándolo desde los sótanos hasta las azoteas y adentrándose en los meandros de las partes posteriores añadidas a la construcción original, y en cada uno de sus cuartos, Pierino se había identificado hasta tal punto con aquel ambiente que nunca hubiera podido vivir en otra casa, y menos todavía en una de las actuales, con el elevador y los botones de los timbres alineados en el quicio del zaguán, junto con los nombres de los inquilinos o de los condóminos.

    Pierino creció en esa casa sin salir casi nunca de ella hasta que tuvo ocho años, cuando se escurría por la puerta de salida en un momento de distracción de su madre, o pidiendo permiso, que se le concedía a condición de que no se alejara demasiado, empezó a deambular por las calles del pueblo, a penetrar en los bosques que cubrían las montañas próximas a las casas y a recorrer las playas del lago. Pero hacía todo eso sin alejarse mucho de la casa donde había nacido, que representó el primer y último misterio de su infancia.

    Los descubrimientos que hizo fueron innumerables. Conoció por fin a los caballos, los asnos y los bueyes, que mientras permanecía en su casa o en el patio, nunca podía ver de cerca. Vio los automóviles, las bicicletas y las motocicletas, subió a las lanchas ancladas en el puerto, observó largamente a los dos ciegos que pedían limosna en los dos extremos del pueblo y comenzó, todos los miércoles, a estudiar ese inmenso libro ilustrado que era el mercado semanal.

    Un día, justamente en el mercado, vio un biplano que volaba a baja altura siguiendo la orilla del lago. Procedía del llano de la Malpensa o de la Granja Costa, cerca de Gallarate, y se trataba probablemente de un avión militar.

    Ver el avión le suscitó la idea del vuelo. En otras ocasiones habían llamado su atención unas viñetas y fotografías con globos arrastrados por el viento o paracaídas suspendidos en el vacío, y sugerían la mecánica simple y segura de la sombrilla que, gracias a la resistencia del aire, desciende hasta el suelo cual pluma, depositando en la tierra dulcemente el peso que la mantiene en equilibrio.

    Fabricar un paracaídas hubiera sido para él algo imposible, pero logró encontrar en una covacha una enorme sombrilla como las que usaban los arrieros, que tal vez muchos años atrás servía para sombrear una gran parte del patio.

    Pensó que no le sería difícil transformarla en un paracaídas con el cual arrojarse desde el techo de su casa para después descender, como un mensajero celeste, en la placita enfrente del puerto.

    Empezó apropiándose de la sombrilla, que ocultó en la azotea. Ahí se dio cuenta, observándola, que las varillas, si bien eran de hueso de ballena, o sea hechas con las laminillas córneas del animal, como antes se usaban para construir los paraguas y los corsés de las mujeres, no resistirían su peso en el aire y seguramente se doblarían hacia arriba, precipitándolo sobre la plaza. Decidió amarrar entonces, con trozos muy resistentes de cuerda, las puntas al mango de la sombrilla sujetando los extremos de la cuerda en un fuerte aro de metal.

    Tenía pensado, si el experimento resultaba, repetir el lanzamiento desde el campanario de la iglesia, y después visitar los pueblos del lago anunciando con grandes carteles su espectáculo, que consistiría en arrojarse desde todos los campanarios, recibiendo a cambio, igual que los equilibristas que de vez en cuando llegaban a Luino el día de mercado, las monedas de los espectadores.

    Ignoraba por completo el cálculo de la relación entre la abertura de un paracaídas y el peso de aquello que ha de sostener, pero a ojo de buen cubero calculó que la sombrilla sería suficiente para mantenerlo en el aire como una hoja al viento. De todas maneras, por exceso de prudencia y también para dar mejor aspecto a su máquina volante, decidió amarrar, en el momento del lanzamiento, un globo inflado a cada una de las varillas que sobresalían de la tela encerada de la sombrilla.

    Sólo podría realizar su experimento un miércoles, día de vacaciones en la escuela y también día de mercado, durante el cual podría comprar en algún puesto los siete globos de colores. Pero había otro motivo para escoger el miércoles: ese día, debajo de la doble escalera de granito de la casa Zanella se colocaba un ropavejero que cubría su puesto, como los demás vendedores, con una lona blanquecina sostenida por tres o cuatro palos. Ahora bien, si su paracaídas funcionaba bien como él pensaba, con la ayuda del viento y pataleando un poco podría alcanzar el centro de la plaza. En el caso de que su caída fuera demasiado recta y rápida, aterrizaría sobre la lona del puesto de abajo, desde el cual

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