Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Sintaya, el joven mandinga
Sintaya, el joven mandinga
Sintaya, el joven mandinga
Libro electrónico509 páginas6 horas

Sintaya, el joven mandinga

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Sintaya, un joven con gran determinación, perteneciente a la etnia mandinga, debe realizar un largo viaje como migrante en busca del dinero necesario para llevar a cabo la liberación de su aldea, que se encuentra esclava de unos señores de la guerra que les han arrebatado la mina de diamantes existente en sus tierras.
Sintaya vivirá todo tipo de duras experiencias, consecuencia del largo camino a recorrer repleto de peligros, racismo e incluso trata de personas; al estar obligado a cruzar varios países africanos envueltos en una gran inestabilidad política, social y militar. Agravado por dos grandes obstáculos en su camino: el gran desierto del Sáhara y el mar Mediterráneo. Así como el serio problema que se encontrará si consigue llegar: tener que sobrevivir en una Europa sin papeles, siendo pasto de una sociedad que se aprovecha de su estado de vulnerabilidad por su condición de indocumentado, que le obligará a buscarse la vida incluso en el filo de la ilegalidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 nov 2023
ISBN9788411817363
Sintaya, el joven mandinga

Lee más de Francisco Javier Romero Sánchez

Relacionado con Sintaya, el joven mandinga

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Sintaya, el joven mandinga

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Muy buen escritor ..Excelente libro muy interesante os recomiendo a todos!!!

Vista previa del libro

Sintaya, el joven mandinga - Francisco Javier Romero Sánchez

1500.jpg

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© Francisco Javier Romero Sánchez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Ilustraciones: Antonio Vega

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1181-736-3

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.

com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

PREFACIO

Novela de ficción en la que todo parecido con la realidad es pura coincidencia.

El tema principal es la historia de un joven de Sierra Leona que emigra a Europa para poder llevar a cabo una promesa hecha a su familia y aldea por la situación en la que se encuentran, por poseer una rica mina de diamantes en su territorio.

Sierra Leona, como casi todas aquellas naciones con importantes yacimientos de minerales, posee oro, bauxita, diamantes, etc. Padece la denominada «maldición» de los países ricos en materias primas, habiendo generado los abyectos intereses económicos una cruenta guerra civil en la que murieron miles de personas, solucionada por la mítica etnia mandinga, a la que pertenece nuestro protagonista; y, posteriormente, padecido una importante epidemia del mortal virus del Ébola. Todo esto, agravado por los avaros y despiadados traficantes de los denominados diamantes de sangre, que se valieron de los llamados «niños soldados» para imponer su imperio del terror entre los indefensos aldeanos. Por último, en la actualidad, muchas potencias extranjeras luchan entre sí por quedarse con la mayor parte del importante negocio de los valiosos minerales.

En la actualidad, el país intenta dejar atrás esos desgraciados sucesos, mirando al futuro con esperanza e intentando que sus muchas riquezas sirvan a una población bastante empobrecida para salir del profundo pozo de desigualdades en el que se encuentra sumido.

Es una novela que, por los luctuosos acontecimientos que se relatan, los asesinatos y el intento de la Policía nacional e internacional por evitar la venganza del protagonista, se podría considerar incluso un thriller policiaco.

En cuanto a los numerosos personajes, no hay buenos ni malos: sus personalidades poseen multitud de aristas, influenciadas por una sociedad que los margina por su color de piel, condición sexual o su capacidad económica.

1A.JPG

CAPÍTULO 1: SIERRA LEONA

Sintaya, junto a su padre y otros vecinos de la aldea, montados en un destartalado camión, que, debido a la cantidad de baches —que más que baches eran verdaderos socavones—, tenían de vez en cuando que bajarse y empujar al atascado vehículo, cuya débil potencia por la vejez y falta de mantenimiento muchas veces parecía que no podría continuar su viaje. Aunque no era la primera vez que dicho medio de transporte recorría el largo y tortuoso camino que los separaban de la capital.

Pero Sintaya no se desanimaba, era la primera vez que iba a Free Town. Sierra Leona era uno de los países más pobres, violentos y peligrosos del mundo, a pesar de su gran riqueza en minas de diamantes, que, como cruel maleficio, había sumido en años anteriores al descarnado país en una verdadera guerra civil por intereses económicos, ahora finalizada, con una difícil tregua entre las distintas facciones, con diversos motivos para enfrentarse —con tal crueldad que los muertos, mutilados y desplazados se contaban por miles—. Entre estos, se encontraba el inoperante y corrupto Gobierno, sin casi capacidad para hacer frente a los diferentes señores de la guerra, que mantenían el imperio del terror esclavizando a la población o secuestrando a niños de muy corta edad, a los que, mediante alcohol y drogas, los obligaban a portar armas, sirviendo a sus intereses más espurios. Niños que, después de aniquilar su voluntad, se convertían en los más peligrosos y despiadados asesinos.

Grupos que se nutrían económicamente de serias empresas establecidas en el primer mundo, cuyos respetados altos ejecutivos se codeaban con reyes, presidentes…, en definitiva, de la rica y respetada alta sociedad. Pero mediante falsos testaferros, sanguinarios mercenarios y nutridos maletines repletos de dólares —la moneda de la gran democracia americana—, libras esterlinas del culto reino Unido o euros de la justa Unión Europea, engordaban las cuentas de estos, cuyas asesinas hordas entraban en las pacíficas aldeas, llevándose a hombres mujeres y niños para trabajar las peligrosas e insalubres minas de las preciadas gemas. La población sometida tenía que laborar desde la salida del sol hasta la puesta, por casi nada: solo percibían unos kilos de mijo, arroz y algo de carne, que los crueles encargados de vigilarlos apuntaban en sus libretas. Estaban obligados a comprarles la comida a precios exorbitados, lo que les generaban unas deudas difíciles de solventar, por lo que abandonar las minas les era casi imposibles, además de estar vigilados por multitud de guardias bien armados, que no dudaban en encañonar a cualquier individuo que no trabajara o se guardara algún diamante.

Aunque la situación había mejorado algo, debido a la mala prensa de estos diamantes en el mundo occidental, bautizados como «diamantes de sangre», las hienas sentadas en los lujosos despachos de occidente a miles de kilómetros no iban a dejar escapar el lucrativo negocio, ideando una ruta vía Liberia —país vecino— para blanquear la mercancía, argumentando que eran extraídos en este; aunque hasta la actualidad no se hubiese encontrado ninguna mina del codiciado mineral en todo su territorio. Pero el poder económico y la posición social de estas avaras empresas eran capaces de hacer creer al mundo, con su carísima maquinaria propagandística, que ya habían llegado los extraterrestres, aunque fuera mentira.

Aunque Sintaya estaba a otra cosa, pues a sus catorce años era la primera vez que salía de su aldea, observando todo lo que le rodeaba con sumo interés, preguntando a su padre por esto o aquello:

—¿Cómo se llaman esas montañas?

—Hijo, son los montes Loma, es como la columna vertebral de nuestro amado aunque desdichado país.

—¿Y aquel pueblo?

—Makeni, es el más grande de esta zona.

—¿Por qué está la selva sin árboles?, me parece que está como herida.

—Hijo, por culpa de los intereses de las grandes empresas madereras, que, con sus agresivas máquinas, se llevan hasta el espíritu de nuestros bosques, en otros tiempos frondosos.

Mientras, con la parsimonia del viejo camión, llegaron a la bulliciosa Free Town, símbolo del fin de la esclavitud de las gentes de color en el siglo xviii y ahora presa de los diferentes intereses económicos.

Sintaya preguntaba por todo, tal era su curiosidad y sus ganas de aprender:

—Padre, ¿qué hacen esas bellas mujeres en las esquinas enseñando su cuerpo?

—Son prostitutas, hijo, se venden por unas monedas para poder tener dinero para sobrevivir en estos tortuosos tiempos.

—¿Y aquel enorme edificio con multitud de columnas?

—Esa es la catedral católica, el llamado Vaticano de África.

—¿Por qué hay tantas mezquitas, padre?

—Porque esa es la religión mayoritaria del país, seguida de la católica; y, por último, los animistas, que es la nuestra.

Pero como surgidos de la nada, tres vehículos repletos de soldados cortaron la marcha del viejo camión y a golpe de fusiles hicieron bajar a todos los pasajeros, exigiéndoles los visados, mientras el que parecía tener el mando mediante un megáfono gritaba:

—¡¿Algo que declarar?!

—No, venimos de pueblos muy pobres en los que solo tenemos para comer.

Aunque seguían increpándoles:

—¿Alguien lleva diamantes escondidos? Está prohibido por el estado venderlos de contrabando. —A lo que todos al unísono contestaron que no—. No obstante, seréis cacheados, los niños también.

Fueron minuciosamente revisados, incluso les obligaban a abrir las bocas, encontrando a uno un diamante de cierta enjundia; los soldados lo apresaron, arrastrándolo después de multitud de golpes hacia uno de los jeeps y se los llevaron preso.

Sintaya, aunque sin miedo, deseaba en ese triste momento haberse quedado en su pequeña aldea.

—Niño, no te acongojes, en este país las cosas son así.

—Pero padre, es muy duro ver tanta maldad.

—Ya, nosotros los mandé luchamos para liberar al pueblo de las guerrillas intestinas, pero quitamos unos para poner en su lugar otros no muchos mejores.

En estas diatribas estaban cuando, al entrar en un callejón estrecho y lúgubre, se toparon con una banda de unos veinte niños soldados, fuertemente armados con el triste rifle de asalto, el terrorífico Kaláshnikov, que tanto dolor había causado en la anterior guerra. Estos eran niños abandonados a su suerte por las diferentes facciones en lucha y que ahora deambulaban como verdaderos zombis por la triste ciudad en busca de algún viandante a quien robar.

El padre de Sintaya le gritaba:

—¡Hijo, corre por tu vida!

—No. Si tú no puedes escapar, yo no te abandono.

—Te ordeno que corras con toda tus fuerzas sin mirar atrás, que yo te sigo.

Pero unos niños atrincherados entre cubos de basura dispararon a bocajarro al padre de Sintaya, hiriéndole en las piernas. A causa de dichos disparos, el valiente mandé se precipitó sobre la roja tierra africana del inhóspito callejón, mientras Sintaya, veloz, dejó atrás al desdichado padre, que yacía a todo lo largo y era robado por la horda de niños, que no se apiadaban del hombre herido. Miró hacia atrás y, al ver la escena de su progenitor, siendo además pateado y escupido por chicos de casi su misma edad, detuvo su carrera dirigiéndose hacia su padre e increpando a la jauría de niños, que deberían estar en el colegio en vez de empuñando peligrosas armas.

—¡Dejad a mi padre, malnacidos! —gritaba con todas sus fuerzas, mientras por detrás uno de los más mayores le pegó duramente en la cabeza con la culata de su rifle, precipitándose, aturdido, sobre el asqueroso suelo del solitario callejón.

El padre, casi desangrado y ya abandonado por las hordas asesinas, tuvo la suerte de ser encontrado por una ONG, que lo llevó urgentemente a un hospital, regido por una orden misionera, que, además del dicho hospital, poseía un albergue para los niños de la calle y un colegio, en los que enseñaban a todos los desheredados de la castigada ciudad.

Mientras, Sintaya se despertó del desmayo producido por el tremendo golpe, encontrándose en una desvencijada y oscura habitación. Sin saber muy bien dónde estaba, comenzó a patear la puerta con todas sus fuerzas, con intención de echarla abajo; pero rápidamente se abrió, dejando entrar un rayo de sol, permitiéndole ver que el lugar era un basurero, repleto de restos pútridos de comida, basura de todo tipo. Entre ella, ordenadores destripados amontonados, los cuales eran robados a las empresas que se dedicaban a desmontarlos para reciclar los componentes con posibilidad de ser vendidos de nuevo; y que, desde las montañas de deshechos de la gran civilización occidental en el puerto de la ciudad, retornaban los materiales más nobles a su lugar de origen, mientras los inservibles quedaban formando grandes montañas de restos tecnológicos, que acababan contaminando el medio ambiente —sobre todo, las capas freáticas, que, debido al lavado de la lluvia, arrastraban multitud de residuos tóxicos, posteriormente ingeridos por la población a través del agua de bebida, o después de comerse los animales de abasto o las verduras regadas por dicha agua envenenada—.

Sintaya gritaba a sus secuestradores:

—¡¿Dónde está mi padre?!

A lo que, riéndose debido al colocón por los estupefacientes y alcohol ingeridos, respondían con sorna:

—Ese viejo está muerto, lo abandonamos en el callejón donde os asaltamos.

Mediante empujones, uno de los mayores se dispuso al frente:

—Oye, niño mandé, ahora nos perteneces. Tú para sobrevivir solo tienes una alternativa: unirte al grupo.

—Yo jamás seré como vosotros.

—Pues entonces morirás.

—Prefiero morir antes de pertenecer a una banda de asesinos y delincuentes.

Sin saber de dónde, recibió un gran golpe, seguido de varios más, cayendo al suelo, mientras los rayos del sol africano desaparecieron, retornando la triste oscuridad de nuevo.

Dolorido y sin poder casi incorporarse se encontraba Sintaya, abatido, pero sin una lágrima en sus secos ojos. El tiempo no pasaba para él, su mente se encontraba nublada, sin raciocinio, no podía saber cuánto llevaba apresado en ese tugurio. Todos los días se repetía la misma acción, se abría el viejo portalón al ritmo de estridentes ruidos, producidos por las oxidadas bisagras. Apareciendo la colocada turba, haciéndole la misma oferta y ante la negativa del joven, volvían a pegarle y a ofrecerle solo algo de alcohol y drogas, un poco de agua y un trozo de pan mohoso —casi imposible de masticar por los poderosos dientes del futuro orgulloso guerrero mandé—. Pero Sintaya se resistía como podía a tantas palizas, a la poca comida y negándose a tomar las drogas y el alcohol.

Uno de los días que regresaron sus secuestradores, entre burlas le avisaron:

—Estúpido mandé, como no colaboras, mañana vendrá nuestro comandante.

—Ja, ja, quiere conocerte, le hemos contado que eres muy terco. A lo mejor, si no sirves como soldado, le sirvas como su zorrita.

—Ja, ja, ya verás cuando lo sentirás, es un buen semental y gusta de niñitos como tú, duros y tercos.

—Seguro que gritarás como una mujer de placer, ante sus envites, ja, ja.

—Sí, este cerdo verá las estrellas, nuestro comandante te hará el sexo duramente; y, si no te dejas, te sujetaremos entre todos.

—Por cierto, para que te duela menos, utiliza grasa de esa lata, ja, ja.

—¿Eso qué lo sabéis vosotros?, ¿por experiencia? —En ese mismo instante, toda una lluvia de palos le cayeron en lo alto. Solo el mal regía sus vidas, eran como zombis vivientes.

Tras esforzarse más que otros días, quizás para soltar toda la rabia que pudría sus almas, dieron un portazo y desaparecieron.

Sacando fuerzas de flaqueza, con cables y restos de la basura se hizo una onda, llenándose los bolsillos de grandes tornillos. Uno de los días que las puertas se abrieron, y debido a que ya estaban cansados de él, aprovechó que eran muy pocos y, antes de que pudieran utilizar sus Kaláshnikov, empezó amparado por la oscuridad a lanzar certeramente los tornillos con gran violencia y precisión, cayendo uno tras otro sus captores sobre el suelo; y como una gacela herida en la amplia sabana, empezó a correr sin mirar atrás, sorteando limpiamente los obstáculos del nauseabundo campamento, perseguido de cerca por la jauría de niños, que ya se habían repuesto de la sorpresa y avisados a los demás. Cuanto más le perseguían, más corría entre los inmundos callejones, mientras desde algunos balcones le disparaban intentando frenar su huida. Ayudados por el conocimiento del barrio, cada vez se veía más acorralado, aunque tuvo la suerte, al salir a una de las calles más amplias, de encontrarse con unos blindados de la ayuda humanitaria, que lo cogieron y lo metieron en uno de los carros, teniendo la banda de niños soldados que desistir de su captura.

Llevado al hospital de la misión, fue atendido por el médico, enfermeras y monjas. Estas le preguntaron por sus padres y su aldea. Contándoles lo sucedido, una de las hermanas le dijo:

—¿Tu padre puede ser de Kono y le dispararon, por lo visto, en un callejón del peligroso barrio, en el que no entra ni la Policía, por estar ocupado por varias bandas de sangrientos niños de la guerra?

—Pudiera ser, hermana.

—Pues no murió, está aquí casi recuperado de sus heridas. Ven, sígueme, te lo voy a mostrar, está en el pabellón B.

Detrás de la pulcra monja, con su impoluto hábito, iba Sintaya con la esperanza de que fuera ese paciente su amado padre; y por un golpe de suerte del destino, lo era. Al reconocerse, se fundieron en un gran abrazo y, ahora sí, de los grandes y profundos ojos negros africanos del niño, brotaron como un gran reguero todas las lágrimas que hasta ese momento no habían podido fluir por el maléfico episodio vivido.

Sintaya se quedó en el hospital cuidando de su progenitor y de otros pacientes, ayudándolos y haciendo recados para las monjas. Como cualquier niño, había dejado atrás las miserias vividas y regresó a sus grandes labios rosas, su permanente e inocente sonrisa, contagiando su alegría al triste pabellón B —que no era más que una antigua granja de gallinas, primorosamente arreglado por las siempre dispuestas hermanitas—.

Repuesto su padre, se despidieron de todos, aunque la hermana superiora, dirigiéndose a este, le dijo:

—Mire, si usted quiere, cuando haya superado este mal trance, nos gustaría que el chico regresara para que fuera a nuestro colegio y enseñarle idiomas, a cambio de trabajar con los enfermos, pues tiene muy buena mano y un afectuoso trato.

—Gracias, pero antes debo consultarlo con su madre y el chamán jefe de la aldea.

—No se preocupe, lo comprendo. Bueno, vayan con Dios y tengan cuidado en el regreso.

—Hasta pronto, hermanas. ¡Sintaya, despídete, que nos vamos a nuestra amada aldea!

—Sí, padre, adiós a todos y gracias por la ayuda que nos habéis brindado.

De los ojos de las monjitas salían algunas lágrimas por la separación del alegre y servicial niño mandé.

2.JPG

CAPÍTULO 2: LA FAMILIA Y LA ALDEA

La vuelta fue mucho más penosa, ya que era la temporada de lluvias y las terrizas pistas se encontraban totalmente embarradas, hallándose los profundos socavones llenos de agua, eran verdaderas piscinas. Los viajeros se apilaban en el remolque descubierto del viejo camión, a merced de las inmisericordes tormentas, sin ninguna ropa de lluvia, solo resguardados por unos viejos sacos de plásticos —en cuyos rótulos, mediante una calavera y dos huesos, cruzados advertían de haber contenido tóxicos abonos o venenosos polvos para luchar contra las plagas; aunque daba igual, era más perentorio protegerse contra la pertinaz y heladora lluvia que pensar en la casi segura intoxicación por los restos de las prohibidas sustancias en occidente, utilizadas ilegalmente por las grandes compañías agrícolas, con capitales en Londres o Wall Street— dejados por el joven conductor, que también se encontraba totalmente empapado, ya que la cabina tenía todos los cristales rotos, penetrando las grandes trombas de agua e impidiendo que viera más allá de medio metro. Así que la paupérrima velocidad a la que poder circular iba a retardar la llegada a su aldea varios días más de lo normal.

Sintaya se acurrucaba junto a su padre para darse calor y estos a los demás viajeros. Algunos se encontraban en estado de semiletargia debido a la hipotermia, casi en el umbral de la muerte, siendo calentados como podían por los demás hombres y mujeres; e incluso algunos, los más fuertes, les prestaban alguna ropa quedándose semidesnudos, prendas que la más invernal era una simple sudadera empapada y fría —en el reino de los desheredados, los chubasqueros, abrigos y paraguas eran un lujo casi imposible de poder comprar—. De vez en cuando, el vehículo paraba su marcha, atascado en el profundo barrizal; y al igual que a la ida los hombres, mujeres y niños tenían que bajar y, hundidos casi hasta los tobillos, empujar al viejo camión, que se negaba testarudamente a proseguir el camino.

Tras varios días de viaje, Sintaya y su padre bajaron casi agotados, emprendiendo la marcha a su pequeña aldea, que todavía se encontraba a varios kilómetros por un estrecho camino solo transitable por personas y bestias. Como la comida y agua que les dieron las monjas, las compartieron con los compañeros más necesitados de viaje; se encontraban hambrientos y sedientos.

—Hijo, ¿tienes mucha hambre?Sintaya, haciéndose el hombre, le contestó:

—No, padre, estoy bien y fuerte para los varios días de camino antes de llegar a casa.

—No te preocupes, yo sé dónde podremos beber y comer.

Efectivamente, entre la densa selva, el padre de Sintaya encontraba cristalinos arroyos donde poder saciar la sed sin coger ninguna enfermedad, muchas veces mortales; o subía a árboles recolectando frutas o algunos huevos de los muchos nidos calentándolos en una herrumbrosa lata, a la que solo le quedaba un resto de la etiqueta, con un pomposo nombre del mejor tomate del mundo, made in United States.

El padre de Sintaya era un orgulloso guerrero mandé y la selva había sido su hogar desde niño, no escondiendo casi ningún secreto para él. De hecho, en el suelo era capaz de leer las huellas de los depredadores y, cuando localizaba a uno que parecía que los acechaba, lo asustaba golpeando con un palo en la abollada lata haciendo todo el ruido posible, gritando para espantar a la fiera; incluso muchas veces, apropiándose de su recién cazada presa y haciendo fuego mediante técnicas ancestrales, asaban la carne robada al asustado animal para poder comérsela.

Casi una semana les costó llegar a su aldea, siendo recibidos por el jefe y el chamán, pues las mujeres y niños se encontraban trabajando en los pequeños huertos, en las plantaciones de arroz o vigilando el escaso ganado, que pastaba por las innumerables terrazas construidas por los aldeanos.

—Hola, hermano —le espetó el jefe—. ¿Qué os ha ocurrido? Un viaje de unas semanas se ha convertido en varios meses?

Contándoles todo lo sucedido, a lo que el chamán y el jefe no daban pábulo. Las mujeres fueron avisadas, pues el padre de Sintaya tenía tres, siendo él su hijo mayor de diez retoños. Vinieron a toda prisa:

—Hola, marido y Sintaya. Estábamos muy preocupados por vosotros.

Repitieron la misma historia, dirigiéndose a su casa, una cabaña redonda con paredes de troncos, recubiertas de adobe y boñigas de vaca, con el tejado de paja; unas cuarenta chozas conformaban la pequeña aldea, todas dispuestas alrededor de una plaza central donde se desarrollaba la vida social. Sintaya y su padre fueron lavados por las mujeres, siéndoles puestas ropas nuevas, limpias y secas, además de ofrecerles un reconfortante caldo de gallina y té.

Mataron un macho cabrío, invitando a la aldea por la noche para celebrar el regreso, de los que ya habían dado por muertos. Al ser animistas y desear una nueva vida para Sintaya y su padre repleta de buenos augurios, el sacrificio se hacía bajo la dirección del chamán que, danzando alrededor del animal, lo regaba con un líquido secreto fabricado por él al mismo, momento que invocaba a los espíritus de la selva, dando las gracias por haberlo engordado y su ofrenda a las gentes de la aldea. El padre de Sintaya, de un machetazo, le seccionó la yugular, desplomándose este sobre la terriza plaza, quedando sin vida para ser desollado y despiezar el inerte cuerpo. El corazón, extraído de la cavidad torácica, todavía caliente y casi palpitante, era ofrecido a la madre naturaleza, depositándolo en un altar, repleto de tótems y talismanes. Una vez los hombres habían separados las diferentes partes, las mujeres, con hierbas de la selva, cocinaban la carne en grandes ollas y otras piezas directamente en hogueras, empaladas en verdes troncos, a las que las hermanas de Sintaya daban vueltas y embadurnaban con el menjunje de hierbas, aceite de palma y aguardiente de arroz. Otras mujeres hacían pan de mijo moliéndolo en un mortero con una gran maza de madera mientras sacaban de grandes vasijas vino de palma fermentado, lo suficiente para emborrachar a la aldea. Hoy daban gracias a los espíritus del bosque por el reencuentro familiar.

Por la noche, cuando el sol se escondió tras las densas copas de los frondosos árboles de la atenazadora selva, finalizada la larga jornada de trabajo, todos los aldeanos se reunieron en la plaza central, al calor de amplias hogueras, a degustar las pobres pero —para los que no tienen nada— ricas viandas. El padre de Sintaya, con sus pinturas de guerras, escudo y lanza, junto a los demás guerreros, practicaron una danza que rememoraba las famosas conquistas de los invencibles hombres mandé.

El fuerte vino de palma hacía que los hombres y mujeres entraran en éxtasis, ayudados también por la ingestión de varias plantas alucinógenas, entre ellas iboni y khat, las drogas africanas ofrecidas por el chamán; de todos modos, en esa noche mágica no existían los límites. El chamán, con sus abalorios, plumas y talismanes, contaba a los presentes, ayudado por las sombras de la noche, historias de los invencibles guerreros mandé y su irreductible pueblo; de la conquista de grandes reímos vecinos; de la esclavitud y su vuelta a Sierra Leona como hombres libres; de la reciente guerra, cuyo final fue posible por la importante intervención de los mandingas, de la secta secreta de los hombres leopardos, transmitidas de padres a hijos mediante la tradición oral.

Al día siguiente, la aldea se hallaba en calma, ningún habitante había ido a trabajar, todos se encontraban bebidos o drogados. Solo los niños y adolescentes habían sacado el ganado a pastar, pues ellos no bebían ni ingerían drogas.

Cuando despertó de la gran fiesta el padre de Sintaya, todavía algo colocado, se internó en la espesa selva rumbo al bosque sagrado para dar gracias a los espíritus buenos por haber podido regresar de tan arriesgado viaje. De rodillas en la entrada, encendió una vela, manteniéndose en trance, ayudado por la masticación de las hojas e ingestión como infusión de catha. Al interior de la cueva solo se podía acceder cuando se acompañaba a un iniciado a la secta secreta de hombre leopardo o para llevar ofrendas por una gracia concedida.

3A.JPG3B.JPG

CAPÍTULO 3: EL CHAMÁN Y SINTAYA

Sintaya, ya con casi sus quince años, era el encargado junto a sus hermanos de sacar el ganado a pastar y cuidarlos del ataque de los depredadores. Él los comandaba obligando a cabras y bóvidos a moverse entre la vegetación con mucho cuidado, pues desde la densa selva, de vez en cuando, padecían los ataques de grandes leopardos y jaurías de perros salvajes africanos. Para defenderse de estos, llevaban gruesos garrotes, latas, silbatos y ondas con los que hacer ruido para amedrentar a las fieras; avisar a los guerreros, que, con una rápida carrera, atacaban con lanzas y flechas, matando si era menester a las hambrientas fieras, siempre al acecho del ganado doméstico —más fácil de cazar que los antílopes y monos—.

Los niños vestían con ropas occidentales, conseguidas de las donaciones de las ONG, sandalias confeccionadas a partir de restos de neumáticos viejos. Solo les quedaban de su orgulloso pasado de niños mandé algunos collares, pulseras y talismanes contra los espíritus de la impenetrable jungla.

—Hermano, mira aquella vaca, se está metiendo demasiado en la selva. Tráela a la sabana, donde podamos verla.

—Sí, Sintaya, voy por ella.

Pero con la velocidad de un espíritu malo de la selva, un gran leopardo saltó desde un árbol sobre el lomo del desdichado bovino. Los niños corrieron hacia el animal, haciendo ruido con los garrotes, aporreando las latas, tocando los silbatos y lanzando piedras con sus ondas hacia el mortal atacante. Pero el sonido no asustaba a la hambrienta fiera, que, con sus garras clavadas en el duro cuero de la vaca, ya buscaba la yugular para acertar su certero golpe final. Pero desde la densa selva, como salidos de la nada, varios guerreros, con sus lanzas en ristres y sus arcos cargados, clavaron varias flechas y lancearon al enorme macho, que cayó inerte sobre la alta hierba. Los mandé tenían prohibido matar leopardos siempre que no fuera para defenderse de ellos. Los guerreros comenzaron a desollarlo para aprovechar su piel para diferentes usos, como alfombras para las chozas, gorros, capas para sus ritos, etc.

Como la vaca se encontraba malherida y perder un animal era perder cierta capacidad económica, Sintaya llamó a uno de sus hermanos:

—Ve lo más rápido posible a la aldea y trae al chamán.

—Sí, Sintaya.

El niño corrió todo lo que pudo llegando a la choza del curandero:

—Debes venir lo antes posible, un leopardo ha atacado a una vaca y la ha dejado malherida.

—No pasa nada, niño, cojo mis hierbas, mejunjes y talismanes y te sigo.

Llegando con gran rapidez donde se encontraban sus hermanos y el desdichado animal, el chamán, ayudado por Sintaya, empezó a limpiar las heridas con un producto a base de cenizas, hierbas medicinales y aceite de palma, mientras invocaba a los espíritus de la selva para que con su ayuda curaran al animal. Como era un chico muy espabilado y servicial, el chamán le hizo una propuesta:

—Oye, Sintaya, ¿querrías ser mi ayudante?

—Bueno, si mi padre me dejara, sí, pero tendría que ser cuando metiésemos el ganado en el redil.

—No te preocupes, yo hablaré con él, no creo que se oponga. No puede serlo cualquiera y en ti veo cualidades.

Cuando regresaron a la aldea, se reunió con su padre y el jefe, ofreciéndole la posibilidad de que fuese su aprendiz:

—Como sabéis, yo necesito a mi hijo para cuidar el ganado, pero si él quiere y puede compaginar las dos labores, no pondré impedimento.

—No te preocupes. Si permites que sea el aprendiz, la aldea te donará tres vacas para compensarte por la pérdida de tu hijo, sabes que sin chamán no podemos estar.

—Vale, jefe. Si es así, desde mañana Sintaya será su fiel aprendiz, yo hablaré esta noche con él y muy temprano estará en tu choza a cambio de las tres vacas prometidas.

Tomaron varios sorbos de vino de palma para cerrar el trato, alargando la tertulia bastante, pues los hombres en general no hacían casi ninguna labor doméstica, dedicando la mayoría del tiempo a conversar de este o aquel asunto de la complicada vida en el país.

Al día siguiente, cuando Sintaya llevó al ganado a los pastos, le cedió el mando a su hermano de diez años; se encaminó hacia la choza del chamán, que ya lo esperaba en la puerta con dos grandes cestas:

—Hola, Sintaya, hoy vamos a ir a recolectar plantas al bosque. ¡Coge tu esa cesta y vamos!

—Sí, maestro, lo que usted mande.

Por un tortuoso camino, dejaron atrás la pequeña aldea, adentrándose en lo más profundo del bosque. De vez en cuando, el chamán se paraba mirando unas hierbas, arbustos o árboles explicando al niño para qué podían servir:

—Mira, Sintaya, esta planta es para curar los resfriados, pudiéndose tomar y untar en el pecho mezclada con ceniza y cieno de las salinas cercanas que ahora recogeremos. Estas son para los dolores de los huesos; aquellas, para cicatrizar heridas. Debes atender con mucho interés, pues no debes olvidarte de nada. Mi maestro me transmitió todos los conocimientos oralmente y tuve que retenerlo en mi mente, por eso para ser chamán hay que tener unas cualidades especiales.

—Sí, maestro, estaré todo lo atento que pueda.

Continuaron la marcha cuando encontraron unos setos de unas plantas muy leñosas.

—Mira, niño, desde muy antiguo, los mandé, a partir de los catorce o quince años, los que tú tienes, todos los días hasta los veinte, la tomamos en infusión para agrandar el pene. Se denominan «euforbiáceas», así que desde mañana, cada vez que vengas, te tendré preparado un vaso de esta bebida.

—Sí, maestro —contestaba Sintaya muy atento con las explicaciones.

Reanudaron la marcha, encontrando en un arroyo unos sapos de piel muy verrugosa, que el chamán cogió con unos palos, metiéndolos en unos botes de cristal, que anteriormente, por lo escrito en las desvaídas etiquetas, habían servido para contener mermelada de fresa proveniente de la ayuda internacional.

—Estos sapos sirven para embadurnar nuestros lanzas y flechas, convirtiéndolas en unas armas mortales, pero para manipular estos animales hay que utilizar gruesos guantes de goma, pues como tengas una pequeña herida en la piel, puedes morir; y si no, se te producen unos eccemas muy dolorosos.

Asintiendo el joven con la cabeza, siguieron la marcha y encontraron otras plantas muy extrañas.

—Esta es la achíguala; y aquella más lejana, la ibebi. Estas la bebemos en tisanas o masticamos sus hojas en grupo para conectar con nuestros dioses, los espíritus de la selva.

—Entendido, maestro.

Sintaya iba aprendiendo a fabricar las diferentes medicinas naturales, conocimientos que no estaban escritos en ninguna parte, transmitidos de generación en generación.

Pasó un año y el joven Sintaya ya era respetado en la aldea como un buen aprendiz de chamán. De hecho, por su gran candidez, su suave forma de curar y su capacidad para reconfortar a los enfermos, era requerido incluso antes que su maestro.

Se organizó la ceremonia de reconocimiento de las habilidades como nuevo chamán. Al anochecer, bajo el interminable manto de estrellas, cortejando a una enorme

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1