Poesía escogida
Por Julio Flórez
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Julio Flórez
Julio Floréz es quizás el poeta colombiano que con mayor vigor ha calado en los sentimientos de nuestro pueblo. Sobreviviente del romanticismo, admirador de Bécquer y de Víctor Hugo, pugnó por apropiarse de las enseñanzas de los simbolistas. Su poesía, llana y a la vez elaborada rítmicamente, resultó amarga, sombría y en ocasiones incluso macabra, fiel testimonio de un país que al asomarse el siglo XX se encontraba deshecho por las guerras civiles, despojado impunemente de buena parte de su territorio, empobrecido y tiranizado. Combatida literariamente por muchos, la obra de Julio Flórez sigue siendo leída, cantada, vivida.
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Poesía escogida - Julio Flórez
PRÓLOGO
El diecinueve fue en Colombia un siglo de crueldad y violencia. Comenzó con las guerras de independencia, a las que siguieron nueve guerras civiles, catorce guerras locales, dos con el Ecuador, tres golpes militares, una conspiración fracasada y la Guerra de los Mil Días (1899-1902), la más infame de todas. Jorge Holguín, en Desde cerca, asuntos colombianos (1908), hace un balance de la última:
La guerra de 1899 ha sido la más terrible, la más sangrienta y la más costosa de las que han tenido lugar en Suramérica. Colombia perdió en ella no menos de ochenta mil hombres, muertos en los campos de batalla o a consecuencia de enfermedades contraídas durante la campaña fratricida. La cifra es enorme si se tiene en cuenta la población total del país y demuestra el valor y la furia con que se batieron ambos contendientes. La cifra de las personas fusiladas por razones políticas en aquella hora de tinieblas, fue también espantosa.
El país quedó devastado; la miseria y la desolación reinaban en todas partes; como no había habido siembras, no se cosechaba; el comercio abatido, los negocios completamente paralizados. No faltaron casos de gentes que murieran de hambre, lo cual en un país tan rico como Colombia da la medida de los males terribles que causó esta guerra que duró más de tres años. La destrucción de la riqueza pública mientras duró este flagelo, se calcula en 25 millones de pesos oro.
Al empezar la guerra existía en el país una pequeña cantidad de papel moneda cuyo curso era casi a la par con la moneda de plata. Después de la guerra, la emisión de papel moneda de curso forzoso, alcanzó la enorme suma de mil millones de pesos, con lo cual se produjo un trastorno general en toda la República, como que las fluctuaciones eran de cinco a seis mil puntos en el curso de cada mes, de donde vino a resultar que ninguna transacción era posible. El cambio entre el papel moneda y el oro llegó a estar al 25.000%, es decir, que era preciso dar 250 pesos en papel moneda por un peso en oro.
El país estaba absolutamente arruinado. La agricultura no daba ninguna señal de vida Paralizado el comercio, las quiebras se multiplicaron de modo extraordinario haciendo la situación extremadamente difícil. Una miseria horrible se extendió por todo el país. La contemplación de pueblos devastados, de plantaciones encendidas, de campos abandonados, de familias enteras que vagaban por todas partes sin hogar, sin pan ni vestidos oprimía el corazón y hacía saltar las lágrimas de los ojos. Un soplo de muerte había pasado por todo el país.
Apenas terminaba la guerra civil de que hemos venido hablando, un acontecimiento doloroso vino a producir una quemadura en el alma de Colombia: una de las provincias más bellas y más ricas, con una población de 300.000 habitantes, se separó de la metrópoli y se constituyó en estado independiente con el nombre de República de Panamá.
La ciudad más afectada por la guerra fue la capital. La Santafé que desaparecía a finales del siglo, en medio de una danza de millones y los fuegos fatuos y vicios de una clase decadente, al fin de la contienda había regresado a sus orígenes. En un artículo de Ricardo Santamaría Ordóñez, publicado en agosto de 1943 en Sábado, hay uno de los cuadros más patéticos de la situación de Bogotá al finalizar la guerra:
Al terminar la última guerra civil, el aspecto de Bogotá era el de una ciudad de provincia, silenciosa y monótona, con escasa población y con pocas manifestaciones de vida exterior. Sus casas, con reducidas excepciones, eran de adobe y la mayoría de ellas de una sola planta, sin ningún adorno decorativo en sus puertas y sin rejas de fierro repujado en sus ventanas que denotasen haber sido la residencia de algún acaudalado emigrante español. Sus calles estrechas estaban cubiertas de guijarros puntiagudos en medio de los cuales crecía en abundancia una yerba de verde oscuro, salpicada de trecho en trecho con pequeñas flores amarillas. Sus andenes consistían en unas losas de piedra mal talladas, a cuyos bordes se sentaban unos mendigos, cubiertos de harapos malolientes, que imploraban la caridad de los pocos transeúntes. En medio de esa quietud, de cuando en cuando, se veía una silla de manos, seguida por una sirvienta, que conducía a una dama o a un anciano a una visita. Y los pocos ruidos que se oían eran o los de un coche que pasaba con un movimiento vibratorio por las calles centrales o el del tranvía de mulas que, con una lentitud exasperante, hacía el recorrido por la carrera séptima entre San Diego y San Agustín.
En los únicos lugares donde había una continua animación era en las fuentes públicas, que estaban situadas en las plazas y en las principales calles a poca distancia unas de otras. Tales fuentes tenían curiosos nombres que indicaban o bien una persona, como El chorro del fiscal
, o bien un sitio, como El chorro del rodadero
, o bien un objeto, como El chorro de las múcuras
.
En esas fuentes, desde las primeras horas se agrupaba una multitud de mujeres y niños, que con toda clase de cántaros de