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Tierra amarilla
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Libro electrónico96 páginas1 hora

Tierra amarilla

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Son los tiempos de la revolución del 9 de abril de 1948 en Colombia. En medio del peligro, un sacerdote camina un penoso trayecto a una región y un pueblo desconocidos para él; su misión: el sencillo y temporal reemplazo de un párroco. Pero en el escaso tiempo que permanece allí junto con el párroco, se ve sumergido en el dolor de una población que, además de la violencia causada por el flagelo político del momento, es también abatida por las rencillas entre comarcas familiares. El odio, la venganza y los duelos a pistola son la orden del diario vivir. Ahora, de alguna manera, su misión será revertir el odio y la venganza, transformarlos en perdón y reconciliación. Así, desde su llegada, los dos presbíteros, sin saber cómo lograrlo, se dan a la monumental tarea de establecer la paz entre su feligresía. Sería fácil imaginar qué harían y qué posibilidades tendrían de lograrlo. Sin embargo, a tan colosal faena, se une la prodigiosa intervención de un niño, quien, asistido por un misterioso individuo, guía a estos clérigos. ¿Qué misteriosos sucesos ocurren y quién es ese ser que solo es visible para el pequeñín? ¿Cuál será el desenlace y ejemplo para el resto de una nación en la que jamás ha cesado la violencia?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2021
ISBN9788411141123
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    Tierra amarilla - Ciro Alfonso Duarte

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    CRÉDITOS

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Ciro Alfonso Duarte

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1114-112-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Al Espíritu Santo, fuente de luz y sabiduría.

    A mis paisanos «Patiamarillos» y a Barichara,

    tierra de comuneros y patrimonio de la humanidad (Unesco).

    Tierra amarilla

    El sol andino arreciaba y sus pies, adoloridos por el trecho recorrido, ya se sentían hinchados y pesados. La gruesa sotana y el bonete, ambos de color negro, impedían disipar el calor de su cuerpo, pero aquel sacerdote no tenía otro remedio más que llevarlos puestos; era la indumentaria de rigor y única vestimenta autorizada por la Iglesia católica para la vida cotidiana. Había partido a las cuatro de la madrugada de un lunes, desde la ciudad de San Gil, donde lo había dejado la «chiva», como se le llamaba al bus de transporte, que lo trajo desde Bogotá el día anterior. Su destino era Barichara, y su misión: reemplazar temporalmente al párroco actual que, según una decisión de la diócesis, debía viajar a Roma para realizar estudios por un corto tiempo.

    El viaje a Barichara, pequeña población al occidente de San Gil, situada en la vertiente occidental de la cordillera oriental de los andes colombianos, sería de unos veintidós kilómetros. La montaña en el trayecto, aunque de terreno elevado y escasa vegetación, le ofrecía un paisaje adornado por el colorido rojizo y amarillo de la tierra arcillosa. El clérigo llevaba en su bolso de viaje —que siempre lo acompañaba a todas partes— un cáliz, un pomito con unas pocas hostias, un frasquito con vino de consagrar y otro con agua bendita. Traía consigo el resto de sus pertenencias en un maletín de cuero negro, un poco ajado por el uso que le dio el familiar que se lo regaló la tarde antes de salir de Bogotá.

    Y pronto las colinas cobraron su ascenso con un jadeante paso. Por no estar acostumbrado a caminar largos trechos a pie, el trayecto se hacía cada vez más penoso. En la región andina de entonces el mejor camino no pasaba de ser una carretera vehicular, sin asfalto, deteriorada, con tantos huecos y piedras que le hacía casi imposible a un pasajero vehicular dormirse en el trayecto, a menos que estuviera demasiado cansado o borracho. Los medios de transporte se negaron a llevarlo alegando que los «chusmeros» —como se les señalaba a los fanáticos revolucionarios de cualquier bando político— estaban poniendo tachuelas en la carretera. Por entonces, casi nadie transitaba por esa vía, y menos personas solas, dado el peligro del momento que vivía el país.

    Era el año de 1950 y casi dos años antes habían asesinado a Jorge Eliecer Gaitán, un caudillo electoral, mientras daba un discurso de su campaña política en una plaza pública en Bogotá. «El Bogotazo», como se le llamó al incidente, había empezado como una contienda en el régimen, en tiempo de elecciones presidenciales, y se había convertido en una guerra por el poder entre liberales y conservadores. La vida política del país había sido dominada por esos dos partidos desde mediados de los años mil ochocientos. La rivalidad del pensamiento y filosofías entre ellos se hizo intolerable para la paz del pueblo, y un lastre para el progreso económico, con mayor severidad en lo que corría del siglo. El caos producido por el Bogotazo dio lugar a la persecución y los asesinatos, los cuales eran perpetrados con impunidad por ambos bandos.

    Por entonces, la vivienda rural del campesino era la llamada comúnmente choza de «bareque», la cual estaba construida con paredes de caña o «cañabrava», barro y techo de paja. La violencia llegaba a las veredas en medio de la noche. Algunas familias debían huir al monte y dejar atrás sus hogares y sus pertenencias en llamas porque alguien del «partido contrario» les prendía fuego; los incendios se podían ver como puntos luminosos desde Barichara. En ocasiones se oía hablar de algún muerto que amanecía tirado en la carretera, víctima de los chusmeros.

    En el ejercicio de la vida civil, la fe y el fervor religioso habían sido reemplazados por el fanatismo político, alimentado por la ignorancia del pueblo mismo. Para colmo, unos cuantos sacerdotes, en diferentes partes del país, utilizaban el púlpito para lanzar indirectas de tono político, en contra de uno u otro partido, y esto había puesto al resto de los sacerdotes y la Iglesia en riesgo.

    El gobierno eclesiástico, a nivel pueblerino, lo formaban una parroquia, con su casa cural, y una iglesia —católica, por supuesto—; y, como aún lo es, estaba encabezado por un párroco, o misionero, de la diócesis inmediata, la cual obedecía a la arquidiócesis, establecida en la capital del país y esta, a su vez, obedecía a la Santa Sede. Colombia, al igual que la mayoría de las naciones andinas, era prácticamente un cien por ciento católica desde sus comienzos. Las pocas personas que se instruían en el protestantismo eran marginadas por el resto de la población e incluso, en ocasiones, hasta perseguidas por algunos ministros de la Iglesia Católica y/o de convicción religiosa intolerante. El temor a la excomunión le daba al sacerdote un poder casi plenipotenciario, lo cual le procuraba éxito en asuntos donde el alcalde había fracasado.

    Barichara es un pueblo colonial, como tantos otros que los españoles fundaron a lo largo de la cordillera y que, entre otras cosas, se caracteriza por el estilo y construcción de sus casas y las costumbres de sus gentes. La estructura arquitectónica de Barichara, igual que muchos otros pueblos de Colombia, se creó al estilo de las villas españolas, utilizando los materiales a mano y de sus alrededores. Las viviendas, hechas con paredes de tapia pisada (tierra compactada dentro de maquetas de madera), proporcionan habitaciones térmicas: frescas durante el día y abrigadas durante la noche.

    En el Barichara de entonces, de unas trescientas casas y unos mil habitantes, mucha de su población trabajaba en el campo vecinal. De noche, la luz mortecina de las velas de cera y lámparas de petróleo apenas alumbraba el interior de las casas, y parte de su luz se asomaba por entre las ventanas y rendijas de las puertas. En la vida del transitar impasible, la existencia de las poblaciones pequeñas era monótona. Pero, en medio de la violencia política e interfamiliar en

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