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El misterioso encanto del Charchigüe
El misterioso encanto del Charchigüe
El misterioso encanto del Charchigüe
Libro electrónico183 páginas2 horas

El misterioso encanto del Charchigüe

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Palmar de los Ocasos, el Comala contemporáneo del México moderno, territorio de linderos precolombinos y de abandono civilizatorio revela la misteriosa leyenda náhuatl de conjuros y renacimiento a través de su Charchigüe Mazatl.
De lo real a lo fantástico y viceversa, el autor nos embarca en una aventura literaria de cuatrocientos noventa y ocho años de mito y fábula, combinando el ayer, el hoy y el futuro, entre manipulaciones del tiempo, tradiciones culturales, guananchas, niñez, adolescencia y madurez de quienes están a punto de desenlazar el gran conjuro imperial. 
Por diseño o por casualidad el reencuentro de Leobardo y Andrés, protagonistas antagónicos representantes de la moral y la criminalidad, respectivamente, nos lleva desde las raíces prehispánicas hasta los nuevos tiempos aciagos de la violencia subyacente en una narrativa de lenguaje vernáculo en curso de extinción.
En los próximos diez días de diálogos en el interior de la Cueva del Encanto, en el cerro del pezón, mientras se desnuda la existencia del Mazatl, trascurren afuera diez años de inexorables guerras absurdas que culminan con la materialización del hechizo Real.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ene 2020
ISBN9788418240447
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    El misterioso encanto del Charchigüe - Jorge Pérez Olascoaga

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Jorge Pérez Olascoaga

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18240-44-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    CAPÍTULO I

    El Rapto, el atentado y el re-encuentro

    El día anterior al fatídico atentado contra el señor presidente de la República, en un poblado de Tlatlaya, llegaron a la casa que rentaba Leobardo, ubicada en la única calle transitable del Palmar de los Ocasos, una docena de hombres armados en camionetas de lujo que todo el pueblo conocía con la encomienda de raptarlo, sin imaginar que ese suceso despertaba sin querer el secreto de la antigua leyenda del Charchigüe, quien en los próximos diez días develaría el enigma de los anteriores cuatrocientos noventa y ocho años y sentenciaba los futuros diez otoños de crónicas ecuménicas.

    Encontraron a Leobardo en el portal interior de la vivienda de tejas y adobe, se encontraba con su mujer y su primogénito de un año, estaba rebanando elotes tiernos con un machete afilado de vuelta en forma de oz soviética, para preparar y cocinar toqueres y tamales chepos, platillos regionales durante la temporada de lluvias, era un ritual culinario familiar.

    —Maestro —le dijeron—, tenemos órdenes de llevarlo a como dé lugar, para evitar sangre y desgracias innecesarias le sugerimos que colabore y no se resista, el patrón solicita su presencia de manera urgente.

    Se incorporó de la banca de madera donde había terminado de instalar un molino manual marca estrella, puso el machete en el piso y levantó las manos en señal de cooperación, abrazó y besó a su hijo, y le susurró al oído a su mujer que fuese a ver a su compadre Neftali, quien sabría cómo contactar a la Embajada Norteamericana y dar cuenta de lo ocurrido. Leobardo era un migrante autoexiliado desde su juventud quien recientemente había regresado al pueblo a convivir con su abuela nonagenaria sus últimos días de vida. Hasta ahora había pasado desapercibido para todo el mundo dado el bajo perfil que mantenía, la modesta vivienda que habitaba, vestimenta discreta y moderado estilo. Como no tenía tendencia a la ostentación, la mayoría lo desdeñaba e incluso criticaba por no haber regresado con riquezas materiales. Todos sus amigos de la infancia también habían emigrado desde hacía años, así que eran pocos sus conocidos. Lo único que el entendimiento popular revelaba era que impartía clases de lengua extranjera a los profesores y por las tardes enseñaba gratuitamente a los niños y adolescentes del pueblo en un aula que consiguió prestada en la escuela rural.

    Lo subieron a la batea de una Pick up sin dar explicación alguna del porqué lo secuestraban. Resultaron ser sicarios de Andrés «El Uncha», el pez más grande del cartel que controlaba la zona; su comandante era El Bizco, un implacable lugarteniente temido por su cara cacariza como metate y su estrábica mirada, que intimidaba a cualquiera.

    Las deducciones no se hicieron esperar, como era habitual entre los habitantes del pueblo, algunos decían que seguramente era por el mitin del siguiente día. El presidente Municipal, coludido con el grupo de la maña, decidieron neutralizarlo para no tener dolores de cabeza, afirmaban. Otros decían que por desacuerdos comerciales con el jefe de plaza. Muchos lo consideraban un ingenuo Quijote pretendiendo cambiar el mundo. Si alguien podía irrumpir un evento donde el mismísimo presidente de la Nación se presentaría, ese sería Leobardo Salvatierra. Así que tenía sentido su secuestro para prevenir alguna absurda interpelación al Poder Ejecutivo Federal, y más aún, al Poder Local. Lo cierto es que nadie imaginaría en ese momento la verdadera razón de su rapto, sino hasta unos años más tarde, cuando la leyenda del Charchigüe se reveló súbitamente.

    A toda velocidad pasaron sobre los charcos de lodo acumulados en la calle y se dirigieron a su base, en la comunidad de San Pedro Turbiales, a unos veinte kilómetros de distancia donde lo pasearon el resto del día, sentado en la caja trasera del vehículo, como era costumbre. En los remanentes de una bodega abandonada, donde el ejército nacional recientemente había enfrentado y abatido a una veintena de integrantes de un grupo armado, escenario para los reflectores de la prensa internacional en el pasado reciente, colectaron a otros dos individuos a quienes traían maniados con cicuas de coahuilote, vendados y cobijados, a empujones los tendieron a los pies de Leobardo. Los pistoleros los pisoteaban y les recetaban repetidamente sendos culetazos con sus armas largas cada vez que se quejaban del espantoso calor, el sol ardiente y el sudor que les escurría profusamente bajo sus cuerpos. La sed los castigaba más al avanzar las horas, y la humedad intensa que en la selva baja a las tres de la tarde produce el aire estacionado abriría hasta los poros menos imaginados; era un martirio cada vez que los volteaban, derramándoles agua sobre la cara y la boca para que bebieran a través de la gruesa cobija, mientras les sostenían la cabeza para inmovilizarlos, tosían por el ahogamiento, pero sus captores no mostraban compasión alguna. El agua y el sudor se mezclaban en pequeñas hilachas que goteaban al piso de metal de la batea, ante la mirada atónita e iracunda y el silencio autoimpuesto de Leobardo, quien no se movió de la esquina donde lo sentaron desde el inicio de su captura. Nadie se atrevió a molestarlo, al contrario, parecía que lo ignoraban a propósito como si no estuviera ahí, hasta que se hartaron del enojo que reflejaba su rostro.

    —Este cocho, ya me enfadó —dijo un individuo a quien llamaban «El Cambujo».

    —Ni te atrevas a tocarlo —respondió enfático El Bizco—, son instrucciones claras y directas del Jefe, creo que le tiene mucho aprecio.

    Decidieron vendarlo, caía la noche y empezó a llover bajo los negros nubarrones. Las tormentas en Tlatlaya siempre han sido violentas por el estremecedor ruido de los truenos, cuyos ecos retumban por todas las montañas que bajan del norte al sur, y desembocan al final del valle topándose de frente con la alta meseta de San Vicente. Las destellantes luces de los relámpagos en total oscuridad se percibían aun con los ojos cerrados, intensificando así el miedo a los ya asustados cautivos. En total silencio, Leobardo fue imaginando el rumbo y distancia hacia donde se dirigían, calculó el tiempo aproximado de trayecto cada vez que sentía algún cambio en el camino. Las pésimas carreteras son conocidas en la zona, por ser revestidas de pavimento muy raquítico y además repleto de hoyos o como casi todas, brechas en total terracería. Siempre viraron hacia la derecha; nunca hubo vuelta a la izquierda, solo un corto tramo de buen pavimento que supuso era la autopista federal de Palos Largos a Marcelia. Luego, caminos de terracería nuevamente por un lapso de dos horas aproximadas, asumió entonces que debieron haber rodeado la meseta y recorrido alrededor de ciento veinte kilómetros. Los bajaron de los vehículos sintiéndose aturdidos y aletargados por las constantes sacudidas sobre los baches y la vertiginosa velocidad a que conducían; aún empapados, los hicieron caminar un par de horas por lo que parecía un pequeño río o barranco. A menudo resbalaban y caían sobre las piedras resbalosas, el agua llegaba a las rodillas en algunos cruces, sabían que caminaban caudal arriba. Los captores alumbraban el camino con linternas de mano y lámparas de teléfono celular. Se escuchaban las conversaciones que sostenían por radio móvil, hablaban en claves para reportar la ubicación exacta donde se encontraban, y cuánto tiempo tardarían para llegar al siguiente sitio. Se oían de pronto gallos cantar, perros ladrar y burros rebuznar; luego, una música tenue en la distancia, después un silencio total nuevamente. El Cambujo seguía repartiendo culetazos a diestra y siniestra, mientras repetía su frase predilecta, al parecer.

    —Órale, cochos, no se rajen. Agachen la mota que van a arrastrarse por debajo del alambre de púas. —Ponía su pesada bota sobre la espalda de los cautivos, pretendiendo ayudarlos para que no se alambraran, solo sentían el filo de las espinas de sierrilla, convertidas en líneas sucesivas de gotas de sangre, y dolor sobre el cuerpo sin poder siquiera rascarse el aguate.

    Llegaron a una casa donde otro grupo de hombres los esperaban, les dieron agua y tortas de frijoles con huevo, pero los mantuvieron vendados todo el tiempo, a los pocos minutos empezó a llover nuevamente, Leobardo sabía que estaban en una casa de tejas por el sonido de las gotas al caer sobre el techo, y la sensación de llovizna diminuta que descendía sobre su cara al permear por los pequeños espacios del tejado humedecido. Al cabo de un rato cayeron rendidos y no se escucharon más ruidos, hasta horas después al amanecer.

    Leobardo había sido separado de las demás.

    —Arrimen a todos y siéntenlos en el suelo —se escuchó una voz poco amigable en la habitación adjunta—, les voy a explicar cómo está el pedo, pa’que no me aleguen después, con arrepentimientos. Todos están aquí por una o varias razones, y yo sé toda la verdad de cada uno de ustedes, más les vale que no me mientan porque les va a ir peor.

    Así iniciaron los interrogatorios, siendo el mismo individuo el inquisidor, juez y ejecutor de los casos que se imputaban a las personas retenidas.

    —Primero las mujeres pa’que vayan saliendo más rápido y las regresen a sus casas si hay arreglo. Quítenles las vendas cuando vayan pasando.

    —A ver tú, viejita, andas vendiendo huevos de gallina de rancho en la plaza sin haber pagado tu cuota y ni permiso tienes. Son dos mil pesos de multa, y tienes prohibido volver a hacerlo. ¿No sabes que nosotros distribuimos directamente?

    —Pero, señor, yo nada más vendo treinta o cuarenta huevitos cada viernes a dos pesos cada uno. Lo que gano apenas me alcanza para comer.

    —Pues pa’ que se le quite la costumbre. Tiene dos semanas para pagar la multa o la volvemos a levantar y la encerramos. ¡La que sigue! Tú eres la que chocó su vehículo con la camioneta de la mujer de mi primo, ¿cierto?

    —No, señor, ella incrustó su camioneta blindada en mi coche, porque iba escribiendo en su celular. Yo estaba estacionada en la calle principal, en Amates.

    —Bueno, vas a pagar los gastos de reparación de la camioneta y una multa de cinco mil pesos. Cuando eso ocurra, te devolveremos tu coche.

    —Pero señor, yo no tuve ninguna culpa. Ni siquiera estaba manejando, mi carro estaba inmóvil.

    —Si quieres recuperar tu carro, esa es la sentencia. Si no, ahí déjalo. A ver tú, la siguiente. Eres la profesora que se inconformó con el Gobierno por las plazas de maestros que se repartieron a las mujeres de nuestros socios, ¿verdad?

    —Yo solo argumenté que existen maestros de profesión y de larga carrera compitiendo con méritos para esas plazas y no fueron considerados para los nombramientos.

    —Bueno, ¡por chismosa! son veinticinco mil pesos de multa, y seis meses de servicio a nuestra organización trabajando como halcón después de sus clases. Ahí va a tener mucho que contarnos.

    —Pero señor, no puede hacerme eso. ¿Quién cuidará de mis hijos?, tenga un poco de compasión, soy madre soltera, no tengo nadie que me ayude.

    —Eso hubiera pensado antes de abrir el hocico. ¿Quién sigue? Ah, doña Minerva Zepeda. Mire, señora, le voy a explicar otra vez cómo funciona esto: los muchachos que organizan los bailes, fiestas públicas, jaripeos y ferias son los únicos autorizados para vender todos los refrescos, cervezas y aguas; además, ninguna tienda de abarrotes o changarro de pueblo pueden comprar a otros distribuidores. Usted sigue comprando mercancía fuera del territorio y hace dos días estuvo vendiendo cerveza durante el baile kermesse que organizamos. Siete mil pesos de multa y la próxima vez será el doble.

    —Señor, ¿cómo esperan que nos mantengamos?, sus productos son muy caros, tendríamos que doblar el precio para venderlos y la gente aquí es muy pobre, nadie va a poder comprar.

    —¡Claro que van a comprar! A todos nos gustan los refrescos, hay un montón de borrachos que no viven sin cerveza y ahuevo la gente toma agua. ¡El que sigue! —dijo el inquisidor—. Mire, señor, usted es acusado de sacar cinco viajes de arena y piedra del río. Eso ya no está permitido. Tres mil doscientos por viaje, son dieciséis mil, más diez mil de la multa, son veintiséis mil en total.

    —Pero señor, soy muy pobre, no tengo cómo pagar tanto. Hace unos meses se vendía el viaje a mil doscientos por carro de volteo, ahora cuesta más de tres mil y la varilla y el cemento también se triplicaron. ¿Cómo vamos a tener una casita a esos precios?

    —El que quiere azul celeste, ¡qué le cueste! O paga o nos trae a su muchachita que va a la prepa para que ella pague por usted. ¡Siguientes! ¡Ah!, ustedes son Gilberto y Nicolás, los que se pelearon en el quiosco, ¿verdad? Uno de ustedes disparó una pistola.

    —Así es, pero Gilberto me disparó, fue él quien intentó matarme por un pleito de alambre de púas en su terreno, que colinda con una parcela de mi hermano; dice que el alambre es suyo, pero no es cierto, lo mandó a quitar y por eso sus vacas entraron a mi milpa y se tragaron la mazorca, yo le reclamé y nos dimos unas trompadas —dijo Nicolás.

    —¡No fue así! —reclamó Gilberto—. Él llegó por mi espalda y me golpeó sin darme tiempo a defenderme, me frontó contra una camioneta y me pateó por todas partes, hay testigos, perdí la cordura. ¡Y sí!, fui por mi pistola a mi casa y le reventé unos balazos cuando él se fue corriendo. El alambre es mío porque era originalmente del dueño a quien le compré el terreno hace muchos años ya.

    Pa’empezar, cabrones, ¿de qué lado está el alambre y las grapas en los postes? ¿Que no saben que cuando se comparte la cerca, el dueño del alambre lo echa y lo grapa de su lado?

    —Está de mi lado —dijo Gilberto.

    —¡Asunto arreglado entonces!, de multa son cincuenta

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