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Triple juego en Cuba
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Triple juego en Cuba

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La guerra por la independencia de Cuba tiene tres frentes abiertos. Luciano, un emigrante gallego recién llegado a la isla, se convierte en pieza clave para el trasiego de información entre los contendientes. Se verá inmerso en batallas, traiciones y continuas luchas de poder que le harán comprender lo importante de conocer las reglas del juego. Las mismas que, con el cambio de siglo, traerán una nueva configuración del mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2017
ISBN9788417023423
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    Triple juego en Cuba - Bernar Freiría

    Contraportada

    De Galicia a Bilbao y vuelta

    Se fue porque no podía soportar el llanto ni las caras mojadas por las lágrimas. Se dio cuenta de que algo no iba bien cuando vio que su padre tenía el rostro siempre bañado en sudor. Varios años atrás lo había visto permanecer durante dos semanas en la cama después de que lo coceara un caballo. Su cabeza estaba vendada y tenía un estupor letárgico en los ojos. Había rostros compungidos y la preocupación estaba en el ambiente, pero él sabía que se iba a recuperar. Y, en efecto, pronto todo aquello no fue más que un recuerdo y su padre volvió a ser el hombre enérgico de siempre.

    Sin embargo, cuando vio aquellos ojos hundidos y vidriosos y, sobre todo, aquel copioso sudor, no quiso volver a entrar en la habitación. Su padre dejó de existir para él una semana antes de que lo enterraran. La humedad que había visto en el rostro de su padre pareció haberse trasladado a las caras de su madre y sus hermanos. No paraban de llorar. No fue el hambre que se empezaba a pasar en aquella casa lo que le hizo reaccionar, pese a ser el menor de todos. No podía soportar aquellos ojos acuosos que inundaban las caras de su madre y sus hermanos, que ni los pañuelos ni las mangas que constantemente se pasaban por los rostros eran capaces de dejarlos secos ni un solo instante.

    El pequeño pedazo de tierra que poseían no daba lo suficiente para mantenerlos a todos. Mientras vivía su padre, siempre encontraba trabajos temporales para ir saliendo adelante: la siembra y recogida de patatas, la vendimia, la siega en la vecina Tierra de Campos. Pero ahora no era fácil encontrar dónde sacar un jornal desde que la filoxera había arrasado todas las viñas de la comarca. La vid era el principal cultivo de la zona y el que daba algo de dinero para todo lo demás. El resto de la familia estaba paralizada, nadie parecía dispuesto a tomar iniciativa alguna y ni siquiera se tocaba el poco dinero ahorrado que había en la casa.

    Visitó hasta a cinco propietarios de los que solían dar trabajo a su padre y recibió excusas, en las que invariablemente se mencionaba el parásito de las viñas, acompañadas de vagas promesas para el futuro. Cuando una mañana comunicó su decisión de marcharse, las lágrimas fueron, una vez más, la respuesta que recibió y que no hizo más que reforzar su determinación de abandonar la casa. Reunió algunas provisiones y no prestó atención a las protestas de uno de sus hermanos cuando lio para llevársela una de las mantas raídas con la que ambos se tapaban en la cama que compartían. Bebió una taza de leche de la cabra recién ordeñada y echó a andar en medio de una fina llovizna que le empapaba la cara.

    Donde le permitían trabajar se detenía uno o dos días. Tenía cierta destreza en las labores del campo, sabía herrar caballerías y era capaz de estar horas y horas cortando leña sin descanso. Pasó más de una noche al raso, mal envuelto en su mantucha. Y alguna vez entró sigiloso en algún corral para coger un conejo o una gallina que desnucaba antes de que alguien advirtiese su presencia. Caminando casi siempre, y a veces subido en alguna carreta, cubrió los 400 kilómetros hasta Bilbao en poco más de un mes.

    La construcción de nuevos tramos de ferrocarril necesitaba mano de obra abundante, por eso le resultó fácil conseguir un trabajo de peón. Aunque era flaco, a sus catorce años tenía casi la estatura de un hombre adulto. Desde entonces no creció un sólo centímetro más, ni tampoco aumentó apenas su corpulencia. Pero eso nunca representó un problema para él. Se movía con una rapidez fuera de lo común y sus fuerzas jamás parecían flaquear. Empezó cavando zanjas. Le resultaba más ardua la tarea de hacerse sitio en un mundo de adultos que el manejo del pesado pico. Había muchos gallegos trabajando allí, pero no quiso incrustarse entre ellos. Entendía bastante bien el castellano y pronto adquirió soltura para expresarse en esa lengua poco hablada en su aldea. Nunca fue de mucha ración. Comía sin entusiasmo y sin desagrado el rancho que les servían a mediodía. Por la noche, iba a la cantina que había junto a los barracones y pedía un plato de legumbres. Los días que había trabajado más horas de lo habitual, se permitía pedir uno o dos huevos fritos. No solía participar en las francachelas que ponían broche a las jornadas de trabajo agotadoras. Ofuscación sobre embrutecimiento. En una ocasión trataron de que se emborrachara con un grupo cuando ya estaban todos bien servidos de alcohol. Se bebió el primer vaso de vino al que le invitaron. Él se permitía beber un vaso de vino en muy contadas ocasiones. Parte del dinero que ganaba era para su madre y sus hermanos que, por lo que él sabía, seguían sumidos en el llanto y la pobreza. Se negó a aceptar el segundo vaso que le ofrecían. Sonriendo, pero con determinación. En ese momento Manuel Canseco, un capataz extremeño corpulento y desmedido, se dirigió a él agresivamente diciendo:

    —Mira, galleguito, cuando un veterano lo invita a uno a un vaso, se acepta y se bebe.

    —Hoy ya he bebido todo lo que iba a beber —respondió tranquilamente.

    —Pero ¿tú quién te has creído que eres para hablarme a mí así?

    El hombrón se abalanzó sobre él con una botella de vino en la mano y pretendió aprisionarle el cuello con la flexura del codo del brazo que tenía libre. Antes de que lograse cerrar el brazo en torno a su cuello, Luciano ya lo había derribado. La botella reventó bajo su corpachón y en el suelo de tierra se formó un charco en el que se mezclaba el vino con la sangre que manaba de un corte en el antebrazo de Canseco. Cuando se puso de pie estaba pálido. Uno de sus acompañantes cortó una tira del faldón de su camisa y sin decir palabra lo anudó tratando de contener la hemorragia; la herida tenía un aspecto feo. Ya había dado un paso atrás y vuelto la cabeza, cuando otro de los que habían hecho un círculo alrededor de los dos luchadores blandía un madero para golpearle en la cabeza. También en esta ocasión se adelantó y lo derribó con un fuerte cabezazo en el vientre. Cayó con él al suelo y rodó hábilmente hacia el tablón que había soltado su agresor. Lo asió con ambas manos y saltó a horcajadas sobre su oponente para presionar con todas sus fuerzas con él sobre su cuello.

    Luciano gruñía furiosamente cuando entre varios lo levantaron prácticamente en vilo para separarlo de su víctima. Lo arrojaron contra una esquina, pero nadie se atrevió a acercarse a él.

    —Maldito rapaz. Esto no va a quedar así —se despidió Canseco al alejarse con su grupo de amigos.

    Aquella noche no pegó ojo. Se acostó con una navaja en la mano, pero nadie se acercó a su camastro. A la mañana siguiente pidió ir a picar al túnel que estaban construyendo en las cercanías de la costa. Allí, en un rincón y con el pico en la mano, se sentía más seguro. Pero tampoco a lo largo del día, ni en los días sucesivos, tuvo que hacer frente a agresor alguno. Nunca hasta entonces se había peleado con nadie. En su aldea todos daban por hecho que era más fuerte y más rápido que todos los de su edad y en un par de ocasiones había participado con desgana en una de aquellas loitas a las que eran aficionados los mozos más aguerridos de la aldea. Había loitado con dos forasteros que quisieron retar a los del pueblo. No le costó demasiado derribarlos y no encontró en ello ni mérito ni placer.

    Poco después del percance con el extremeño surgió la ocasión y pidió destino en otro tramo para intentar olvidar lo sucedido. Supo que la herida de Canseco se infectó y la cosa terminó en una amputación casi a la altura del codo. El manco regresó a Extremadura y todo el mundo pareció comprender que el accidente había sido fortuito y que él no había hecho otra cosa que defenderse de la acometida del capataz borracho que, por otra parte, era mayor y mucho más corpulento que él. De todos modos, no pudo evitar que lo acompañase cierta fama de matagigantes. Al poco tiempo se vio envuelto en otra pelea. Las demostraciones de fuerza, cuando no de crueldad, propiciadas por el abundante consumo de alcohol, eran un entretenimiento frecuente para sacudirse el tedio tras el trabajo en la instalación de la vía férrea. Una de aquellas tardes en las que hombres solos y alejados de su entorno y su familia buscaban en el aturdimiento un imposible lenitivo a su vacío, otro bravo reparó en la figura menuda de Luciano que cenaba en un rincón de la cantina y se dirigió a él desafiante.

    —¿No fue este el que mandó para Cañaveral con un brazo de menos al cabronazo de Canseco?

    Luciano se limitó a mirarlo brevemente y hundió de nuevo la vista en las habichuelas estofadas, que llevaba del plato a la boca parsimoniosa y ceremoniosamente con su cuchara de madera.

    —¡Venga, hombre, vamos a ver si te atreves conmigo! —lo retó.

    —Déjame tranquilo, que yo no me meto con nadie.

    Más tozudo que borracho, seguía porfiando. Luciano se dio cuenta de que no lo iba a disuadir con palabras. Lo miró. Le debía sacar al menos una cabeza. Pensó que su baza estaba en atacarle por lo bajo y derribarlo antes de recibir algún golpe. Una vez en el suelo ya vería la manera de neutralizarlo.

    Permitió que el otro avanzara hacia él profiriendo bravatas. Cuando estimó que la distancia que los separaba empezaba a ser comprometedora, saltó súbitamente del banco en el que estaba sentado para pasar sus dos brazos por detrás de las rodillas de su oponente, las abrazó con firmeza y tiró fuertemente hacia arriba. Se oyó un sonido sordo, como el de una calabaza que cayese desde lo alto, cuando la cabeza del fanfarrón golpeó el suelo de tierra de la cantina. No hizo falta nada más. Allí quedó desmadejado y sin reaccionar a las voces y sacudidas de sus acompañantes. Luciano acabó tranquilamente sus habichuelas y cuando salió de la cantina su oponente todavía no se había repuesto pese al cubo de agua que habían vertido sobre su cabeza. Lo tranquilizó no ver sangre en el suelo y que tampoco salía de los oídos, la nariz o la boca del gigantón yacente.

    A la mañana siguiente ya estaba trabajando en una zanja. Llevaba un aparatoso vendaje en la cabeza y si reparó en Luciano fingió no haberlo visto. A partir de aquel lance, nadie volvió a importunarlo. Desde su llegada, se había esforzado en trabajar duro y nunca había rehuido faena alguna. Su obsesión era que su labor no desmereciera la de cualquier adulto. Sin embargo, parecía que se fijaban más en su aspecto que en las tareas que desempeñaba. Era casi un niño y esa era la imagen que parecía proyectar. Que fuese capaz de hacer lo mismo que haría cualquiera de los peones más curtidos les parecía una curiosidad, casi una extravagancia. Eso cambió a partir de aquellas peleas, especialmente después de la segunda. Ningún otro trabajador volvió a desafiarlo y todos, incluidos los capataces y los jefes de cuadrilla, lo trataron desde entonces como a un adulto. Cuando le encargaban un trabajo difícil ya no lo hacían con la intención de probarlo, esperando que fallase o que sus fuerzas no le alcanzasen para realizarlo. Ahora, le daban las órdenes sabiendo que las iba a cumplir como el más capacitado de los peones. Eso le valió también ganar algún dinero extra. De vez en cuando, le tocaba hacer alguna tarea especialmente difícil o arriesgada. Por ejemplo, cuando había que afirmar algún talud que corría el riesgo de venirse abajo, se recurría a él. Su arrojo y su agilidad, favorecidos por su escaso tamaño, le permitían meterse donde hiciera falta, sobre todo si había propina a la vista. En una ocasión se había derrumbado parte de un túnel y varios trabajadores habían quedado aislados y fue él quien, por el estrecho orificio apenas apuntalado, les pasó agua y algunos víveres hasta que pudieron agrandar el hueco por donde liberarlos.

    Hasta entonces, nunca había frecuentado la iglesia. Y si empezó a hacerlo fue para buscar a alguien de quien fiarse para mandar el dinero a su familia. Cada domingo se acercó, una por una, a todas las iglesias de la comarca, hasta que encontró un cura viejo de mirada franca que le pareció, sin saber muy bien por qué, merecedor de confianza. Creyó que él también debía hacer algo por el clérigo y fue así como empezó a ayudarle en las misas del domingo. Aprendió pronto a contestar en latín a los rezos. Contribuyó a ello que no entendía nada de lo que decían ni él ni el cura, y así todo resultaba más fácil. Era una rutina sin significado. Gracias a aquel sacerdote pudo conseguir que su dinero llegase con regularidad a la casa de su madre. Por el mismo conducto le llegaban las noticias de allí. Así supo que su hermana mayor se había casado y que la pequeña estaba bien colocada sirviendo en la casa de un comerciante de A Rúa. Entonces redujo la cantidad que le pareció conveniente por la existencia de dos bocas menos que alimentar.

    Un día le llegó la noticia de la muerte de su madre. En ese mismo momento pensó en dejar el trabajo en el ferrocarril. Después de cinco años de malvivir, pese a que había mandado una parte no pequeña de su paga a la familia, había reunido la cantidad de dinero suficiente para pagarse un pasaje a Cuba. Había oído hablar de que, con algo de suerte, podía uno hacerse rico en la isla. Ahora que su madre ya no vivía, se sentía relevado de sus obligaciones familiares. Esperó a que la primavera dulcificase algo el tiempo para no tener que viajar bajo un perpetuo manto de lluvia, y cuando los días empezaron a alargarse y el sol se abría paso entre las nubes, se despidió de los patronos del ferrocarril. Hicieron algún tímido intento de retenerlo prometiéndole que en cuanto quedase disponible un puesto de capataz sería para él. Agradeció la inconcreta oferta y les dijo que, si querían hacer algo por él, le vendiesen una de las mulas con las que trabajaban en la obra. Escogió una de escaso porte, pero muy resistente y de carácter dócil, con la que había trabajado en alguna ocasión. Le costó poco reunir y poner a lomos de la mula sus escasas pertenencias, y se dispuso a partir. Quería visitar la tumba de sus padres antes de embarcarse y comunicarles a sus hermanos que a partir de entonces tendrían que valerse por sí mismos.

    Adquirió también un arma de fuego. El viaje era largo y llevaba consigo todo el dinero ahorrado. Emprendió el traslado con parsimonia. Ahora ya no tenía que dormir al raso, podía muy bien pagarse una posada, si quería. Sin embargo, cuando la noche era apacible y estaba lejos de lugares poblados, apersogaba la mula, encendía una fogata, sacaba algo de pan y queso y preparaba café antes de dejarse entrar en el sueño, cubierto por una manta y contemplando la lenta deriva de las nubes por el cielo.

    Una tarde, después de haber soportado una persistente lluvia fría que venía empujada por un insidioso viento racheado del norte, con la ropa empapada y pegada al cuerpo, se apartó de su camino para acercarse hasta Buelna, donde buscó una posada en la que secar sus ropas y darle una buena ración de forraje y descanso a la mula. El frío había despertado su apetito y decidió concederse una compensación. Cenó más de lo que en él era habitual, tomó una habitación confortable e incluso se dio un baño caliente. Todavía no había amanecido cuando bajó a la taberna a desayunar una copita de aguardiente y nueces con pan. Pese a lo temprano que era, ya había algunos parroquianos en animada charla que ocupaban una mesa de un rincón. Luciano acabó su desayuno y preguntó lo que debía. El posadero se puso a detallar en voz alta:

    —Forraje y establo para la mula, cena, desayuno, cama, leña en la chimenea para secar la ropa mojada, agua caliente para baño… —Garabateó con un lápiz sobre un trozo de papel de estraza que recortó de un rollo que tenía colgado en la pared y añadió—: Deme 12 reales.

    A Luciano no le pasó desapercibido el silencio que se hizo en la mesa del fondo donde charlaban los parroquianos mientras el posadero desgranaba en voz alta la cuenta. Cuando sacó el dinero de la bolsa que llevaba colgada al cuello por dentro de la ropa, sintió las miradas clavadas sobre él. Cogió sus pertenencias y fue al establo, donde había dos caballos que no estaban por la noche. Ensilló la mula, colocó en su lomo el petate y reemprendió el viaje.

    No se había alejado más de legua y media de Buelna cuando, al volver la vista atrás, distinguió las siluetas de dos monturas con sus jinetes. Era innecesario que se acercaran para que Luciano tuviese la certeza de que eran dos de los que charlaban en la taberna quienes montaban los caballos que había visto en el establo. No les hubiera costado darle alcance enseguida, pero preferían ir acercándose poco a poco para abordarlo en algún lugar que ellos conocerían y les pareciera especialmente propicio para sus fines. Cuando Luciano percibió claramente el golpeteo de los cascos de los caballos, echó pie a tierra, detuvo su montura y se volvió hacia ellos. Estaban en terreno llano y los dos jinetes refrenaron la marcha de sus caballos y empezaron a separarse. Pronto hubo entre ellos una distancia equivalente a dos veces el ancho del camino. En ese momento Luciano se dirigió a ellos con voz enérgica.

    —¡Ni un paso más!

    —¿Qué pasa, hombre? Vamos de camino, como tú.

    —Vosotros volvéis ahora mismo por donde habéis venido.

    —Tranquilo, hombre, vamos en tu misma dirección. Podemos ir todos juntos.

    —No os lo digo más. Daos la vuelta ahora mismo.

    —Pero ¿qué te pasa? No seas desconfiado, muchacho, es mejor viajar acompañado. Estos caminos son peligrosos.

    Seguían acercándose con sus caballos al paso. Luciano dejó que estuviesen a unos setenta pies. En ese momento tiró de las riendas de su mula hasta ponerla atravesada en el camino con el costado derecho hacia sus perseguidores, él se puso por el costado izquierdo, sacó su arma y sin mediar palabra hizo un disparo por delante de los pies de uno de los caballos que se levantó de manos y a punto estuvo de dar por tierra con su jinete.

    —La siguiente tiro a dar. ¿Quién quiere ser el primero?

    —¡Tranquilo, ya nos vamos; no dispares, no dispares!

    Se dieron la vuelta y empezaron a alejarse con un trotecillo suave. Nuevo disparo, esta vez entre ambos jinetes y un poco por encima de ellos.

    —¡A ver cómo galopáis! —les gritó.

    Ambos clavaron los talones en los ijares de sus monturas y se formó tras ellos una densa polvareda.

    Se subió a la mula cuando ya casi los había perdido de vista. Hasta que el sol estuvo bien alto no dejó de vigilar un solo momento. Ignoraba si podían darle alcance de otra manera que no fuera siguiéndole. Estaba especialmente atento cuando la visibilidad del camino era reducida. Las rutas posibles y los cruces eran tantos que, a menos que conociesen el camino que él iba a seguir —y estaba seguro de no haberlo dicho en ningún lugar—, era imposible que dieran con él, suponiendo que les hubiesen quedado ganas tras el lance. Desde ese día, eligió el cielo por techo cada noche. Tampoco la mula le exigía demasiadas atenciones, porque la hierba era abundante y el agua también.

    Había estado cinco años en un sitio en el que se agredía constantemente el paisaje, se horadaba, se allanaba, se hacían desmontes… todo el proceso de construcción del ferrocarril se hacía contra la naturaleza. A Luciano no le dolían las heridas infligidas a los montes. Eran ajenos, y allí nunca había visto cosechar nada ni pacer ganado en los ribazos de hierba. Tampoco se había cobijado ninguna tarde de verano bajo la sombra de los tilos que arrancaban para dejar el camino expedito a la vía férrea. Ahora el viaje suponía abandonar aquel paisaje herido para adentrarse en una naturaleza acogedora. Los relieves no eran los mismos que los que se podían ver desde Freixido, Chandoiro o Lentellais. La tierra que estaba recorriendo tenía cimas mucho más altas y desniveles más acusados. Las montañas que se ofrecían a su vista se elevaban soberbias e inmensas. Tenían aristas y bordes de los que carecían las montañas de su infancia. Aun así, el verde intenso; los tupidos bosques con sus viejos árboles retorcidos y sarmentosos; el gorgoteo constante y audible, pero que no siempre era posible ver qué lo producía; la humedad trepadora que coloniza árboles, rocas, paredes; la sensación de que la vida es ante todo vegetal y de que el resto de seres existen porque son tolerados por el magma botánico que todo lo invade era idéntica a la que había experimentado en la tierra hacia la que se dirigía. Cuando los perfiles montañosos se fueron suavizando, empezó a sentirse en casa, aunque sabía bien que allí ya no tenía casa. A menos que la casa fuese todo aquello que la vista lograba abarcar. A menos que la casa fuesen aquellos ríos que bajaban sorteando granito y negrillos, la sombra de los sauces, las huellas del lobo en las nieves invernales, la lluvia casi sólida, las nieblas que borran todo contorno, la tierra avara y la eclosión del calor que hacía salir a los animales de las madrigueras y que estallaba en una fiesta en cada aldea en la que se celebraban el vino y las cosechas. Todo eso era su casa, porque él ya no tenía hogar. Las paredes que lo habían albergado permanecían en pie, y allí seguían viviendo dos hombres en los que apenas pudo reconocer a sus hermanos. Cinco años y la muerte de los padres habían vuelto todo extraño, ajeno.

    Ambos parecieron alegrarse con su llegada, pero en cuanto Luciano hubo salido a darse un paseo por los alrededores de la aldea tratando de reencontrar las vivencias que creía que estaban adheridas a aquella curva en la que el río se remansaba y donde se solía bañar en las frías aguas los días de mucho calor o a aquel otero desde el que se veían las viñas del pueblo, arrasadas ahora por la filoxera y convertidas en poulas invadidas por arbustos, los hermanos husmearon en sus pertenencias como buscando algo para ellos. Después, durante la cena, cuando se enteraron de que su propósito era embarcarse para La Habana los dos rompieron a llorar y lamentarse.

    —¿Qué va a ser de nosotros así que nos quedemos solos?

    —El único que ha estado solo desde la muerte de padre he sido yo.

    —Pero tú siempre has sabido ganarte la vida y aquí nosotros no tenemos dónde sacar un jornal.

    —Yo dejé en el ferrocarril de Bilbao un puesto disponible para quien quiera agarrarse al pico y a la pala. Y si decís que sois hermanos del Brega os darán otro más sin dudarlo un momento. Sólo tenéis que portaros como si tuvierais mi misma sangre.

    Los sollozos y quejas compungidas de sus dos hermanos no lo alcanzaban. Su espíritu estaba viajando hacia una orilla lejana de un mar todavía desconocido pero que ya lo mecía en sus olas.

    Fue a visitar la tumba de sus padres, aunque una vez frente a ella no supo qué hacer. Hacía mucho tiempo que había dejado de rezar, la letanía que recitaba cuando ayudaba a misa al capellán era para él una salmodia sin significado. Usarla o hablar con los muertos no tenía para él sentido alguno. Ellos ya no estaban allí y si fuese cierto que algo de ellos pervivía en algún lugar, y él no creía que así fuera, suponía que estarían al tanto de sus andanzas por este mundo. Así que se sintió extraño en aquel pequeño cementerio, que como todo el pueblo trepaba por la ladera de la montaña, y ante unas tumbas sobre las que había crecido la vegetación hasta casi borrar por completo el relieve de la de su padre. Antes de partir hacia Vigo, donde pensaba embarcar para La Habana, todavía les dejó algún dinero a sus hermanos.

    —No os lo doy para que sigáis aquí malviviendo hasta que se os acabe. Os lo doy para que busquéis la oportunidad de hacer algo. Tenéis una casa donde vivir, comprad unas caballerías y dedicaos a comprar injertos, jamones o lo que se os ocurra para venderlo luego en las ferias. Marchaos, como hice yo, a Bilbao o a otro sitio donde haya trabajo. Yo no puedo estar toda la vida ocupándome de vosotros.

    —Llévanos contigo a América —dijo uno de ellos.

    —Ni tengo dinero para el pasaje de los tres, ni estoy dispuesto a trabajar para manteneros. Si queréis ir a América, ganaos primero el dinero para el viaje, como hice yo. Vended la casa y las tierras, si queréis, que yo no os voy a reclamar mi parte. No podía dejar que mi madre no tuviese qué llevarse a la boca; pero ella ya no vive y yo no soy vuestro padre; yo soy el hermano pequeño, ¡carallo!

    Esto fue lo último que les dijo antes de subirse a la mula que ya tenía pertrechada.

    En dos jornadas se plantó en Orense para coger el tren que lo llevaría a Vigo. Primero compró un baúl en el que metió sus pertenencias. Lo ató al lomo de la mula y echó a andar, tirando de las riendas, hacia el puente romano para llegar a la estación del ferrocarril situada al otro lado del río. Una vez allí, facturó el baúl en el mismo tren que él iba a tomar al día siguiente. Volvió a cruzar el río al encuentro del tratante de ganado que le habían recomendado en la tienda en la que compró el baúl. No quería que el comprador se diese cuenta de que iba a viajar y de que tenía necesidad de vender su caballería. El tratante debía pasar de los cincuenta. Enjuto, de ojos negros, pequeños y hundidos en las órbitas, tenía un pitillo en la comisura de los labios que apenas humeaba y que parecía llevar allí colgado toda la vida. Lo atendió en el patio de su casa. Dirigió sus ojillos escrutadores primero a Luciano, y se diría que con la misma actitud inquisitiva con la que trataría de valorar a un animal que fuese a comprar. Después dio una vuelta completa en torno a la mula mirándola detenidamente de arriba a abajo: levantó sus belfos para verle la dentadura, palpó sus corvejones, dio unas palmadas en los cuartos traseros de la caballería, levantó sus cuatro cascos para ver su estado y el de las herraduras. Cuando hubo concluido su examen se dirigió a Luciano:

    —¿Y cuánto pides por ella?

    Trató de no dejar traslucir ninguna emoción y pidió cien reales más de lo que le había costado.

    —Te doy la mitad. Ni un real más —replicó el tratante.

    —Por ese dinero no la doy.

    —Tú verás si quieres venderla o no.

    —Quiero venderla, no regalarla.

    —El precio que ofrezco es lo que vale el animal. Pero si quieres buscar a algún incauto que esté dispuesto a pagar lo que pides… Otra cosa será que lo encuentres.

    Pese a su calculado hermetismo y a toda la astucia que puso en juego para evitar dar ventajas al comprador, no fue capaz de evitar que el tratante se saliera con la suya.

    Era la primera vez que se subía a un tren. Cinco años trabajando en la construcción ferroviaria no le habían dado oportunidad de ser viajero. El tren hacía buena parte del recorrido a lo largo de la margen derecha del Miño. El río iba bastante crecido y Luciano no podía apartar los ojos del curso de agua. En algunas ocasiones había tenido el placer de galopar a lomos de un buen caballo, tanto en Portomourisco, donde había montado el de don Eustaquio, que había sido patrono de su padre, como en Bilbao. Ni el galope más desenfrenado se parecía a la velocidad con que veía pasar el paisaje desde su ventanilla, y eso le causaba asombro. Con todo, lo que más perduraría en su memoria sería el acre olor a carbonilla que lo impregnaba todo desde que subió al tren y que desde entonces quedaría asociado a su galopada hacia la otra orilla del océano.

    La partida no fue inmediata. Luciano ignoraba que no bastaba con tener el dinero que costaba el pasaje para poder embarcar. El papeleo y los trámites necesarios fueron una desagradable sorpresa. No le quedó más remedio que coger habitación en una pensión cercana al puerto. Iba todas las mañanas a preguntar por el estado de las gestiones. Aunque tenía dinero suficiente para pagarse la cama y la comida, no era hombre de pasar los días en las tascas y se puso a buscar trabajo en el propio puerto. Se acercó a donde vio movimientos de descarga. Se dirigió a un individuo que daba órdenes a un pequeño grupo de trabajadores y le preguntó a quién había que pedir trabajo.

    —No se puede venir a pedir trabajo así como así, amigo. ¿Vienes de parte de alguien?

    —Vengo de mi parte. Trabajé cinco años en el ferrocarril en Bilbao y nadie tuvo queja de mí. Trabajo como el que más. No me asustan ni el esfuerzo, ni las jornadas largas.

    —Aquí eso no basta. Aquí hay que conocer a alguien. No sabes tú la cantidad de gente que hay esperando para trabajar en el puerto.

    —Pues dime a quién hay que conocer para que vaya a conocerlo.

    —Parece bragado el chaval, ¿eh? —dijo su interlocutor mirando al grupo—. Vamos a mandarlo al Elisardo de la Chouza.

    Se pasó la mañana entera yendo de aquí para allá. Unos lo enviaban a otros. Algunos no estaban donde le habían dicho y tenía que recorrer hasta cuatro o cinco dependencias portuarias hasta encontrarlos. Finalmente lo citaron a media tarde en una taberna y allí pareció que hallaba a quien podía dar el visto bueno a su admisión. En una mesa había un grupo de cuatro individuos; tres eran de mediana edad y otro, de unos veinticinco años, muy corpulento. Estaban jugando al dominó con gran estrépito de fichas sobre la mesa de mármol. Le llamó la atención que ninguno tenía la cara curtida característica de quien trabaja a la intemperie.

    —Siéntate y espera mientras acabamos la partida —le dijo el que llevaba la voz cantante, sin siquiera dirigirle una mirada.

    Cogió una silla de la mesa de al lado y se sentó a una distancia prudencial de los jugadores. Permaneció observando en silencio casi una hora hasta que el que lo había mandado sentarse, al que los demás llamaban Cerdeiriña, se dirigió de nuevo a él.

    —A ver, ¿qué es lo que quieres tú?

    —Pues que alguien me diga de una vez lo que hay que hacer para que le den trabajo en el puerto a alguien que tiene ganas de trabajar y que es capaz de rendir como el que más.

    —Vaya, tiene prisa el neno. Las cosas no son tan fáciles como piensas. El trabajo de estibador está muy bien pagado y hay muchos que darían hostias para entrar.

    —¿A quién hay que dárselas?

    —Tranquilo, chaval, no te las vayan a dar a ti.

    —Ya lo intentaron otros.

    —Pues no vayas por ahí pidiéndolas, porque alguien te las va a dar. A ver, ¿qué puedes ofrecer tú?

    —Fuerza y ganas. Trabajé cinco años en el ferrocarril en Bilbao y allí me llamaban el Brega porque no descansaba un minuto.

    —Eso está bien. Pero hace falta algo más.

    —Y ¿qué es lo que hace falta?

    —Bueno, veo que vas por lo directo. Voy a ir yo también. En los días que corren, todo el mundo quiere trabajar y no hay trabajo para todos. Hay por ahí gente capaz de matar a un estibador para que le den el puesto vacante, así que tenemos que defendernos porque si no, nos irían liquidando a todos. Para eso tenemos que organizarnos y tener gente que nos defienda. Y ya sabes, todo eso cuesta dinero. Así que tenemos que contribuir con una parte de lo que ganemos. Si estás de acuerdo, podemos ver si hay alguna vacante para ti. ¿Qué te parece?

    —Me parece bien.

    —Estamos hablando de que de lo que ganes hay que hacer tres partes. Tú te quedas con dos y una va a parar al fondo común.

    —¿Es lo que paga todo el mundo?

    —Es lo que tienen que pagar los nuevos.

    —Bien. ¿Cuándo puedo empezar?

    —Vas demasiado deprisa. Dinos dónde paras y ya te avisaremos.

    —Tengo una habitación alquilada en la pensión de A Curuxa.

    —Sé dónde está. Ya te daremos el recado. Las condiciones de tu trabajo te las dirán en la oficina del puerto. Pero ya te aviso, no trates de pasarte de listo. No es que desconfiemos de ti, pero alguno antes ya quiso engañarnos; por eso seremos nosotros los que cobremos el jornal por ti y ya te daremos lo que te corresponde. Todo eso, siempre que haya un puesto libre, que ya veremos si lo hay.

    Sólo se lo hicieron desear durante tres días. El cuarto, por la mañana temprano, llegó un hombre joven a la pensión preguntando por él. No era Cerdeiriña ni ninguno de sus acompañantes en la mesa de dominó. Seguramente entre sus tareas no estaba la de dar avisos a los nuevos. Le dijo dónde debía presentarse, por quién tenía que preguntar y cómo tenía que identificarse.

    Pronto descubrió que no faltaba trabajo. Algunos días le permitían doblar el turno y él aceptaba de buen grado. No tanto por ganar más como por tener todo el día ocupado, sin darle vueltas a la cabeza mientras llegaban los papeles. Su cuerpo enjuto y fibroso lo aguantaba todo. Después de esas jornadas interminables de trabajo duro, llegaba a la cama molido. Pero en cuanto dormía unas horas, ya estaba dispuesto a empezar de nuevo. Enseguida se ganó el respeto de los demás estibadores, que se maravillaban de su extraordinaria resistencia.

    El día de la primera paga se presentó en la oficina para reclamar sus haberes. El oficinista se extrañó de su presencia allí:

    —Tengo entendido que iba a venir alguien de parte de Cerdeiriña para retirar tu paga.

    —Tú dámela a mí, que yo ya ajustaré cuentas con él.

    —Pero no sé si debo dártela, aquí las cosas…

    —La paga viene a mi nombre, ¿no?

    —Pero aquí hay unas reglas…

    —Ya las conozco. Tú dame lo que es mío, que con Cerdeiriña me entiendo yo.

    —Bueno, bueno, tú verás lo que haces. Pero ándate con ojo, que con esos no se juega.

    Cuando lo llamaron para descargar un barco de azúcar procedente de Cuba, acudió animado por si se le presentaba la oportunidad de charlar con la marinería y que le contasen cosas del que iba a ser su destino. No llevaba dos horas con la faena cuando vio a tres hombres que se acercaban. Rápidamente se hizo el vacío en torno a él, al desaparecer en un instante los cuatro compañeros que estaban trabajando a su vera. Cuando los tres hombres se encontraron a un par de metros de él se pararon y se abrieron en abanico dejando una distancia de metro y medio entre ellos. El que ocupaba el centro se dirigió a él:

    —Venimos a por lo que es nuestro.

    —Aquí no hay nada vuestro.

    —¿Ah, no? Suelta esa pala y danos el dinero de tu paga ahora mismo.

    —La paga me la he ganado yo y no se la voy a dar a nadie.

    —Mira, neno, vamos a dejarnos de tonterías. Nos das la paga o te la sacamos nosotros, aunque sea de la piel.

    Luciano miró fijamente al que llevaba la voz cantante mientras lanzaba lejos de sí la pala.

    —¿Me la vas a sacar tú?

    Por toda respuesta el sicario miró a los compañeros que lo flanqueaban, y los tres empezaron a avanzar hacia Luciano, que dio un pequeño paso atrás y se llevó la mano al bolsillo derecho de su mono de faena.

    —Al que dé un paso más lo dejo seco aquí mismo.

    Las miradas de los tres secuaces confluyeron en la diestra de Luciano que había asido firmemente la pistola cuya silueta era patente bajo la tela.

    —Esto no va a quedar así. Acabas de meterte en una guerra que no te conviene. Parecías más espabilado. Ya caerás —dijo el que ejercía de jefe. Hizo un gesto con la cabeza y los tres se dieron media vuelta.

    Se dio cuenta de que podían volver a por él en cualquier momento. Por eso permaneció donde estaba porque desde allí podía ver a cualquiera que se acercase desde bastante distancia. No abandonó su puesto ni siquiera para ir a comer. Nadie le dirigió la palabra ni se le acercó mientras seguía llenando un saco tras otro. Allí se quedaron, sin pesar ni transportar al almacén, cuando a media tarde salió del puerto sin decir nada a nadie —tampoco había nadie cerca a quien dirigirse— y se encaminó hacia la tasca donde calculaba que a esa hora estaría Cerdeiriña jugando su partida de dominó.

    En una mesa del fondo había cuatro jugadores poniendo las fichas con el mismo estrépito que la otra vez que Luciano había estado allí. De los cuatro, sólo reconoció a Cerdeiriña y al joven corpulento. A los otros dos jugadores era la primera vez que los veía.

    —Hombre, por aquí llega el matasiete.

    El joven corpulento hizo ademán de levantarse. Cerdeiriña lo cogió por un brazo y lo obligó a sentarse de nuevo.

    —Déjalo que se acerque. Siéntate aquí, Brega —dijo mientras alargaba el brazo para coger una silla de la mesa de al lado.

    El jugador que estaba a la derecha de Cerdeiriña se apartó para dejarle sitio. Luciano retiró un poco la silla para no quedar empotrado en el grupo y así disponer de cierto margen de maniobra.

    —Acércate, hombre, que no te vamos a hacer nada. Bueno, vas a explicarme por qué no cumpliste el acuerdo al que llegamos aquí mismo no hace tanto tiempo. A ver si vas a andar mal de memoria.

    —No. No ando mal de memoria. Por eso estoy aquí.

    —A ver, explícate.

    —Le estoy agradecido por conseguirme el trabajo y yo pago lo que tenga que pagar. Pero mi dinero es mío y nadie lo administra.

    —A ver. Aquí quedamos en una cosa. Ahora no me vengas con otra. Yo ya no estoy para juegos. Si no estabas de acuerdo, tenías que haberlo dicho entonces, y tú por un lado y nosotros por otro. Te hemos conseguido un trabajo y las condiciones que pusimos estaban claras. No vas ahora a cambiar tú las reglas.

    —Vamos a ver. Yo siempre pago lo que debo y ahí va la tercera parte de lo que he cobrado hoy. Si hay que pagar más, se paga. Pero no voy a estar entregando una parte de mi paga cada vez que cobre. No sé aún si voy a estar mucho tiempo aquí. En cuanto tenga los papeles listos, me voy para La Habana. Pero mientras tanto, el dinero que gane con mi trabajo es mío.

    —Ya te dije que hay que contribuir a los gastos, que tenemos que defendernos.

    —Yo me defiendo solo.

    —Vaya, ya salió el valentón. Los cementerios están llenos de bravos como tú. No lo olvides.

    —No digo que no. Pero antes nos llevamos por delante a alguno. Eso tampoco debe olvidarlo quien quiera sacarme lo que es mío.

    —Huevos no te faltan, desde luego. Bueno, bueno, vamos a tener que hablar despacio tú y yo. De momento, no te olvides de que estás en deuda conmigo. Con esto —dijo mientras cogía el dinero que Luciano había dejado encima de la mesa— no estamos en paz. Puedes salir tranquilo por la puerta, que nadie va a probar si eres capaz, como dices, de llevártelo por delante. Pero pronto volveremos a hablar tú y yo. Necesitamos gente como tú.

    A los tres días, uno de los que había pretendido que les entregase la paga lo abordó con evidente gesto de disgusto en la cara, pero tomando la precaución de ir de frente y con las manos bien visibles para no dar lugar a equívoco.

    —Cerdeiriña quiere hablar contigo. Ya sabes dónde puedes encontrarlo. Te espera a las cinco. No lo hagas esperar.

    Por toda respuesta Luciano asintió con la cabeza y no perdió de vista al recadero hasta que salió del recinto del puerto.

    A la hora convenida, encontró en su mesa y, para su sorpresa, sin compañía alguna a quien lo había citado. Estaba haciendo un solitario. Tenía un pitillo que ardía mal en un cenicero, lo que le obligaba a dar varias chupadas cada vez que se lo llevaba a los labios. Lo saludó con un gruñido sin ni siquiera mirarlo y movió la cabeza indicando la silla que estaba a su derecha. Permaneció con expresión concentrada en el juego de naipes y hasta que no terminó el solitario no se dignó ocuparse de él.

    —Veo que eres un tipo echado para adelante y que sabes cómo enfrentarte a otros. El otro día dejaste en ridículo a tres de los míos. No quiero quitarte mérito, pero ya no quedan hombres con lo que hay que tener. Hay que ver adónde hemos llegado. Eran tres para uno y se dan la media vuelta sin conseguir lo que iban buscando sólo porque parece que el otro llevaba un arma en el bolsillo. A bailar muñeiras los hemos mandado, que seguramente sirven más para eso que para otra cosa. En fin, no sé si me vas entendiendo…

    —No sé muy bien a dónde quiere llegar.

    —Pues que hay que sustituir a los que no valen por otros que valen. Y tú parece que vales.

    —Según para qué.

    —Pues hace falta gente que acabe los trabajos que se le mandan y que no se dé media vuelta para casa cuando le plantan cara.

    —Mire, señor, yo lo único que quiero es marcharme a Cuba cuanto antes. Si estoy trabajando en el puerto es porque no puedo vivir del aire mientras se arreglan los papeles.

    —¿Cuba? ¿Y a ti qué se te pierde en Cuba?

    —Cuba es un sitio donde hay riqueza y a mí no me asusta el trabajo. Ya sé hasta dónde se puede llegar trabajando diez horas al día en el ferrocarril o hasta veinte en el puerto. También sé que trabajos así son los únicos que puede hacer quien no tiene tierras. No quiero partirme el lomo hasta que sea viejo y ya no pueda más, y morirme casi tan pobre como nací.

    —No está mal eso. Lo que yo ando buscando es a gente ambiciosa y echada p’alante como tú. Así que no tienes ninguna necesidad de irte tan lejos. Además, las cosas en Cuba ahora se están poniendo feas. Los insurgentes están cogiendo cada vez más fuerza y van a acabar haciéndose los dueños de la isla.

    —¿Quiénes son esos insurgentes?

    —¿No sabes lo que está pasando en Cuba?

    —Sólo sé que es un sitio de donde viene el azúcar, el café, el tabaco y otras muchas cosas que da una tierra rica y donde siempre calienta el sol. No es como aquí, que lo único que le puedes sacar son patatas, nabizas o berzas, que las pocas vides que daban vino están comidas por la filoxera…

    —Allí la tierra también tiene dueños y no te la van a regalar por tu cara bonita en cuanto llegues. Los insurgentes son los cubanos que quieren echar de allí a los españoles y quedarse con todas las haciendas para ellos.

    —A mí no me importa si la isla acaba siendo de los españoles o de los cubanos. Sé que otros se fueron para allí y ahora tienen tierras o negocios y les va bien.

    —Y otros son tan muertos de hambre allí como lo eran aquí.

    —Yo sé que eso no me va a pasar a mí.

    —Claro que no. Pero ya te digo que no hace falta que te vayas tan lejos. Deja que sean otros los que doblen el espinazo. Tú tienes otras cualidades. Fuiste capaz de hacer que se fueran con el rabo entre las piernas tres hombrones. No hay más que verte para saber que tienes un don. Ahora lo que te conviene es aprender a sacarle partido.

    —No sé qué quiere decir.

    —Sabes hacerte respetar y sabes imponerte. Estoy seguro de que si alguien trata de ponerte la mano encima sabes cómo defenderte.

    —Claro que sí. Pero eso sólo sirve para que no abusen de ti.

    —Y para otras cosas. Seguro que si tú estuvieras en el lugar de esos tres valentones no habrías retrocedido.

    —Yo nunca le pediría a otro que me diese lo que se había ganado honradamente.

    —Las cosas no son tan de blanco o negro como tú las pintas. Hay gente, por ejemplo, que no paga sus deudas y hay que apretarlos un poco para que suelten lo que no es suyo.

    —Eso no tiene que ver conmigo. Yo siempre pago lo que debo y a mí nadie me debe nada.

    —Ay, ay, te falta mucho por aprender, neno. Y más te vale aprenderlo cuanto antes. Todos necesitamos cosas que no salen gratis. Por ejemplo, tú ahora necesitas papeles para ir a Cuba y alguien puede conseguir que te los den pronto o que se queden para siempre perdidos en el fondo de algún cajón. ¿No te das cuenta de que te están dando largas?

    —Supongo que las cosas llevan su tiempo.

    —Pues ya puedes coger una silla para sentarte a esperar.

    —¿Y qué hay que hacer para mover los papeles?

    —¡Mira que te tengo dicho que tienes mucho que aprender! Te resultó fácil encontrar trabajo porque acudiste a quien te podía ayudar. Pero ya te dije que estás en deuda conmigo.

    —Ya pagué el dinero que se me pidió.

    —Mira, neno, esto no es un ultramarinos en el que pides una libra de fariña de millo, pagas y te vas. Te crees que el dinero vale para todo, pero no se puede llegar y preguntar cuánto vale esto. Los favores se pagan de otra manera. Yo hice algo por ti y tú tienes que hacer algo por mí.

    —Está bien, ¿qué tengo que hacer?

    —¡Bueno, parece que nos vamos entendiendo! Pues mira, un amigo mío al que le debo un favor me pide que yo haga algo por él. Resulta que un señor importante de esta ciudad le debe una cantidad grande de dinero. Ya se sabe cómo son los señoritos, se ponen a jugar una partida y pierden más de lo que querrían y de lo que llevan encima. Con tal de seguir en la partida, para recuperarse, firman pagarés. Pero como son ricos, se creen que pueden hacer lo que les da la gana y al día siguiente, si te he visto no me acuerdo. Dicen que esa no es su firma, que les ganaron con trampas, y cosas así. Mi amigo pensaba que un hombre cumple su palabra y reconoce sus deudas. Y más si lo tiene firmado, que entre gente de bien no hace falta firmar nada. El caso es que mi amigo tiene los cuartos comprometidos para un negocio con otros socios y el dinero no llega. Hay que darle un apretón a ese señor para que se dé cuenta de que las deudas del juego se pagan. Hasta la última cadela.

    —¿Y yo qué tengo que ver en todo eso?

    —¡¿Pero

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