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La Guerra De Envase
La Guerra De Envase
La Guerra De Envase
Libro electrónico462 páginas7 horas

La Guerra De Envase

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Toms Ramrez Vega llega a Mxico de Asturias con la idea de establecerse en el nuevo mundo. Sus experiencias y aventuras le llevan a Ciudad Jurez donde, despus de alcanzar cierto xito en un negocio de tiendas, juega el todo por el todo y se mete a s mismo y a su familia en la industria de refrescos. El negocio parece una mina de oro con oportunidad para todos hasta que la competencia se vuelve tan feroz que los participantes van mucho ms all de los lmites de la razn en su afn de ser el lder del mercado.

IdiomaEspañol
EditorialiUniverse
Fecha de lanzamiento18 may 2017
ISBN9781532019043
La Guerra De Envase
Autor

M. Plumapiedra

M. Plumapiedra ha tenido la suerte de viajar por mucho de México y escuchar muchísimos cuentos sobre acontecimientos verdaderos y ficticios de este gran país. Reside ahora en los Estados Unidos donde los cuentos son menos interesantes.

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    La Guerra De Envase - M. Plumapiedra

    Copyright © 2017 Michael Featherstone.

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    Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, nombres, incidentes, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia.

    iUniverse

    1663 Liberty Drive

    Bloomington, IN 47403

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    Ciertas imágenes de archivo © Thinkstock.

    ISBN: 978-1-5320-1903-6 (tapa blanda)

    ISBN: 978-1-5320-1904-3 (libro electrónico)

    Fecha de revisión de iUniverse: 05/16/2017

    ÍNDICE

    Parte I

    Parte II

    Parte III

    PARTE I

    E n la mente colectiva del pueblo, la cosa se puso grave de verdad el día que Miguel Ramírez, sentado en su oficina cerca de la planta, probó un sorbito de Super Cola de su vaso favorito. Dos minutos después, se levantó emitiendo un rugido de bestia herida y empezó a tatuar las cuatro paredes de vómitos que le venían de más allá de las entrañas. Encontraron su cuerpo tumbado boca abajo, siempre temblando de rabia aun después de muerto, encima de su escritorio regado de papeles de las últimas ventas mensuales. El solecito de enero entraba por la única ventana e iluminaba el último vaso que había alcanzado probar de su refresco predilecto. Su hermano Jaime tranquilizó a la familia diciendo que Don Miguel habría preferido salir de este mundo así; con un vaso de Super en la mano y su sabor en los labios. (Lo dijo sabiendo que todos ya se daban cuenta por su propia experiencia que el sabor siempre era más agradable entrando por la boca que saliendo, pero nadie en la familia creía ni conveniente ni de buen gusto recordárselo en ese momento.) La familia, ya tranquilizada a pesar de sus pensamientos, empezó con la tarea de los preparativos del funeral de Miguel Ramírez.

    Y fue así que tres días después, Don Emilio Rodríguez amaneció muerto en la salida de la lavadora de la línea principal de su embotelladora de Pura Cola en la Colonia Salinas de Hermosillo. El gerente de operaciones de la planta fue quien encontró el cuerpo y su comentario, regado por toda la ciudad por supuesto, fue que Don Emilio había sido el cadáver más limpiecito que él había visto en todos sus treinta y ocho años de vida. Y eso con que Don Emilio siempre era un hombre que no le tenía miedo a la mugre y que tenía fama de arremangarse para ayudar a los mecánicos cuando quiera que surgiera un problema con la maquinaria de la planta. No había palabras adecuadas para consolar a los miembros de la familia Rodríguez, pero sí había quienes decían que de veras no hacían falta tales palabras porque estaban contentos con la salida del viejo de este mundo y que se llevara sus costumbres trabajadoras consigo. Sin embargo, otras malas lenguas ejercían su oficio asegurando que, por la ley bíblica de un ojo por un ojo, la familia no tenía derecho de lamentar el final del patriarca, que era de esperar. En todo caso, los dos incidentes, ligados o no, sirvieron como la chispa, ya que de veras no había llegado el incendio todavía, que agravó el conflicto que llegaría a ser conocido como la guerra de envase.

    Tomás Ramírez Vega siguió los pasos de Cortés cuando tenía veinticuatro años, con la diferencia de que la tierra que pisó era un poco más firme que el gran lago Tenochtitlán, puesto que se instaló al norte en Chihuahua. Había nacido en las tierras duras de Asturias y la falta de hospitalidad del paisaje norteño de México no le asustaba en el año de 1909. Más bien le parecía una invitación abierta a su vida y su fortuna. El país dejado atrás nunca había sido fácil y en eso veía una semejanza con el mundo que le rodeaba en ese momento, aunque su mundo antiguo sí que tenía su cuota justa de agua en forma de lluvias, ríos y arroyos. El sexto sentido que había pasado su juventud desarrollando ahora le decía que la cosa sería un poco diferente en adelante. Era un hombre fuerte cuyo único héroe en la vida había sido su propio padre, siendo éste el último hombre de su pueblo asturiano todavía más fuerte que él. Tenía el pelo negro como la noche y su piel era de una blancura delicada, dos características que producían una impresión insólita en combinación con el azul de sus ojos, un azul chupado directamente de la sección más profunda del cielo. Su madre, María Luisa, acostumbraba decir que sus ojos habían venido de algún ángel ciego puesto que nadie en la familia podía recordar ningún antepasado que tuviera ojos que no fueran oscuros. A pesar de eso, era bien fácil ver las características que sí habían venido en una línea recta de sus padres. Tenía la misma voluntad de hierro de su padre, Juan Antonio, y la inteligencia astuta de su mamá. Su amor a la naturaleza lo aprendió al lado de su padre en los campos, bosques y montañas de su tierra natal. No sabía qué esperar del norte de México, pero el lugar empezó a gustarle dentro de cinco minutos después de pisarlo por primera vez. No había ninguna razón concreta por el gusto que le daba el lugar, pero había nacido con un optimismo gordo encima y le era difícil ver lo negativo de una situación como la suya en ese momento. Había trabajado desde cuando tenía uso de la memoria o al lado de su padre o ayudando a su madre y sabía en el fondo de su alma que un hombre trabajador no podía fallar en el mundo que había conocido hasta ese punto. No veía por qué eso cambiaría en esta tierra donde todos decían que las oportunidades flotaban en el aire y el éxito era cuestión nada más del alcance de uno. Por eso lo principal para él era encontrar trabajo. Y trabajo no había de faltarle aquí en el más nuevo de sus mundos.

    Tomás Ramírez Vega tenía buen ojo para tres cosas; los caballos, los negocios y el mar; y mientras era cierto que su habilidad de predecir el tiempo del próximo día según el color del mar del atardecer no le era muy útil en su situación actual, sus conocimientos de compra-venta y de jinete parecían darle un buen cimiento en que construir su carrera. Al llegar a Chihuahua, recogió su poco equipaje en el hombro derecho, les echó un buen vistazo a los caballos parados en frente y se metió en un bar, que él mismo llegaría a describir años después como no de mala muerte sino de muerte adecuada, para refrescar su sed. La verdad era que los clientes del lugar y hasta los patrones no se contaban entre los más refinados ciudadanos de la comunidad y la entrada de un desconocido les era sumamente interesante dado que entró con boina negra y piel blanca puestas. Al pasar por la puerta vaivén, se acercó al mostrador del bar donde había una colección de charros divirtiéndose tomando unas copas como diría él. No les hizo caso alguno porque era un hombre que cuando tenía una meta había pocas cosas en el mundo capaces de disuadirlo y en ese momento su meta era tragarse un poco de whisky para matar el gusano. Y así fue que cometió el error de frotar hombros con el líder de la pandilla que, tomando sus responsabilidades de líder en serio, les ganaba a los demás de borracho. Y así fue que el vaso de whisky no llegó a los labios de Tomás Ramírez Vega gracias al manotazo de Manuel Mondragón del Rancho Amanecer que andaba de vago en la ciudad.

    Hombre, pero ¿qué le pasa a Ud.? ¡Me derramó el vaso de whisky!

    ¡Hijo de su chingada madre! ¿Por qué me estás empujando?

    ¡Pero, si no le he empujado nada!

    ¡Hijo de la chingada! ¡Dije que me empujaste! ¡No me lo estoy imaginando!

    En aquel entonces la palabra chingar, y sus muchas variaciones, todavía no era muy conocida por Tomás Ramírez Vega aunque más tarde en su vida sí llegó a manejarla con una destreza admirable en un hombre del viejo mundo. Pero a pesar de su falta de familiaridad con el término, logró captar el sentido negativo del uso y le pareció que su tiempo en esa ciudad o empezaba muy mal o empezaba muy bien.

    ¡Oiga Ud.! Repito que no le empujé nada. Ahora, quizás nuestros hombros se tocaron por accidente cuando me acerqué al mostrador, pero le aseguro que cualquier contacto fue sin querer.

    ¡Hijo de tu rechingada madre! ¡A mi no me toca ningún hombre! Y mucho menos un maricón de mier..

    No llegó a terminar la palabra y ese momento marcó el principio de muchas palabras no terminadas para Manuel Mondragón porque la mitad de su lengua que sus propios dientes cortaron cuando el puño de Tomás Ramírez Vega le dio en la barbilla resultó imprescindible para la buena pronunciación. La fuerza del golpe lo disparó para atrás tumbando a dos de sus camaradas, derramando sus vasos de whisky y efectuando la salida de Manuel Mondragón de las actividades programadas por el resto del día y hasta las once de la mañana del próximo. Había mucha gente en Asturias que sabía que la palabra maricón siempre llevaba a mal con la familia Ramírez y el incidente actual fue el primer paso en establecer la misma sabiduría en el nuevo mundo.

    Después de entregar el golpe, Tomás Ramírez Vega estaba preparado para una pelea de las buenas y sabía que a lo mejor su manera de responder iba a costarle duro si los otros clientes de la taberna se juntaran a la fiesta. Sin embargo, la única reacción de parte de los testigos fue una ola de comentarios mascullados indicando admiración por el efecto del puñetazo y el tamaño de la lengua perdida. Todos sabían que Manuel Mondragón era el mejor escupidor de Chihuahua, pero nadie sabía a qué se debía su habilidad singular en ese campo. Además, se le consideraba un matón que andaba buscando camorra al primer traguito de whisky y era refrescante verlo recibir en vez de repartir. Pasaron como noventa segundos y la única actividad física notable del establecimiento consistió en los esfuerzos del grupo de charros desmoralizados por sacar a su jefe inconsciente con un poco de dignidad, lo cual francamente no lograron dado que uno de ellos trataba de reponerle la lengua mientras los otros dos lo arrastraban por los brazos. Cuando le pareció que el peligro inmediato había disminuido, Tomás Ramírez Vega volvió al mostrador para pedir otro trago maldiciéndose a sí mismo el no haberle cobrado a su opositor el precio del whisky derramado que sabía que tendría que pagar, siendo él un hombre honesto. Porque además de honesto, Tomás Ramírez Vega sabía lo que valía el dinero, sobre todo para un hombre que todavía no tenía trabajo. Al servirle el whisky, el dueño del bar hizo el primer comentario audible del análisis de la pelea.

    Vaya golpe, oiga.

    Tomás Ramírez Vega se sentía un poco avergonzado por haber causado tanto alboroto porque quería dar una buena impresión en esa tierra desconocida y sentía que una pelea no siempre era la mejor forma de hacerlo.

    Discúlpeme Ud., yo no quise alborotar, es que, bueno, perdí los estribos con el último comentario y ya ve Ud…

    ¿Y Ud. pierde los estribos a menudo?

    Bueno, de jinete no los pierdo nunca, pero en una situación como la que acabamos de ver, a veces sucede que sí. Pero no sin justificación, ¿eh? Ahora, ¿cuánto le debo por los dos tragos?

    Ud. no me debe sino por un trago y si le hubiera pegado una segunda vez, no me debería nada, tanto vale la oportunidad de ver a Manuel Mondragón cobrar lo merecido. Entonces, ¿Ud. sabe de caballos?

    ¿Si sé de caballos? Hombre, si llevo toda la vida con ellos, ¿cómo no voy a saber? De hecho, acabo de llegar aquí de España y ando buscando trabajo. ¿Hay trabajo de caballos por aquí?

    La pregunta dio lugar a una carcajada emitida de una de las mesas más cerca del mostrador donde estaban sentados tres hombres sorbiendo whisky y fumando cigarros. Tomás Ramírez Vega llegó a preguntarse si no tendría que pelearse otra vez y si no se habría equivocado de taberna para refrescarse ya que tanta actividad física no cuadraba muy bien con su meta de descansar un ratito antes de emprender la búsqueda de trabajo. Se resignó a tener que presentarse a otro de los locales cuando uno de los tres hombres, un señor alto con la apariencia de quien pasaba sus días trabajando afuera, se levantó y se dirigió al mostrador. Llegó al lado de Tomás Ramírez Vega y le miró directamente a los ojos como si quisiera leer lo que tenía en el cerebro.

    Ud. sí sabe defenderse, eso es obvio..

    Tomás Ramírez Vega se pescó deliberando si debía darle al nuevo desconocido en la barbilla como la primera vez o si sería mejor un golpe al estómago para incapacitarlo. Un poco de variedad nunca le hizo daño a nadie.

    y esa habilidad es algo que siempre hace falta por aquí…

    Tal vez darle una vuelta rápida y dar con su cabeza contra el mostrador. El efecto sería igual que el golpe a la barbilla, pero, ¿si el dueño del bar se enfadara?

    Pero si por encima de eso Ud. sabe tanto de caballos como dice…

    No, mejor el golpe en la barbilla. ¿Para qué complicarse la vida? A esas alturas lo más eficiente era preferible.

    yo podría ofrecerle un trabajo duro, pero un trabajo bueno, ahora mismo. ¿Qué le parece?

    Tomás Ramírez Vega deshizo el puño con que iba a presentarse al señor alto y se quedó mirándolo un momento. Se sentía más civilizado con la mano abierta y contento de que la esencia del encuentro también lo fuera. Pero no entendió muy bien la pregunta.

    Perdone Ud., señor, pero no creo que le haya comprendido muy bien.

    Dije que le puedo ofrecer un trabajo duro, digo durísimo, si Ud. sabe de caballos tanto como sabe de peleas.

    Ud. me perdonará de nuevo, pero ¿por qué me está ofreciendo este trabajo si ni siquiera me conoce?

    El hombre alto le miró los ojos a Tomás Ramírez Vega otra vez. Tenían algo de celestial esos ojos, que contradecía la fuerza infernal del golpe que acababa de presenciar.

    Hay muchos niveles de conocimiento, amigo. Y en un nivel Ud. tiene toda la razón del mundo y hasta un poco más. Yo no sé de dónde viene Ud. ni a dónde va, si es que se va. Pero esta tierra es dura a veces y hacen falta hombres de verdad para sobrevivir aquí. Ud. acaba de dar dos muestras interesantes; una de ser una persona sensata que prefiere evitar una pelea si es posible y otra de no tener miedo de meterse en una situación difícil si se requiere. Y además, ¡qué golpe del carajo le dio a ese hijo de su rechingada madre, Manuel Mondragón!

    ¿Y este Manuel Mondragón es un hombre muy conocido por aquí?

    Digamos que ha dedicado su tiempito al desarrollo de su reputación de matón.

    Pues, tiene que aprender a pelearse antes de tomar tantas copas. Eso siempre sale mal, sobre todo si el otro no ha tomado.

    Me llamo José Luis Álvarez. Soy de aquí, de Chihuahua.

    Soy Tomás Ramírez Vega, de Asturias.

    Al estrecharle la mano al señor alto cuyo nombre no había de olvidar en toda su vida, Tomás Ramírez Vega se dio cuenta de que solamente la mano de un hombre que algo sabía de peleas y de trabajo duro podía darle la sensación que tenía de estar estrechando una bota en vez de una mano por lo duros que eran los callos y cicatrices que la cubría. Le estaba invadiendo de nuevo su optimismo natural y empezó a pensar que tal vez una pelea rápida no era una manera tan inaceptable de presentarse en esa región del nuevo mundo que se llamaba Chihuahua. A pesar de haber oído solamente dos comentarios acerca de su actuación, ambos positivos, claro, las miradas de los otros clientes de la taberna le daban la sensación de que estaban impresionados. Los nativos parecían muy avanzados en su apreciación de este tipo de espectáculo, lo cual le agradaba. Un buen principio siempre le ayuda a uno y puede ahorrar mucho esfuerzo posterior en el proceso de establecer cierta credibilidad.

    José Luis Álvarez tendría sus cuarenta y cinco o cincuenta años en ese año, el de la última re-elección de Porfirio Díaz. Ni él mismo sabía por cierto cuándo había nacido y acostumbraba celebrar su cumpleaños cuando quiera que se le antojara o si hacía falta una razón fuerte para celebrar. Tampoco sabía muy bien dónde había nacido, dado que sus padres habían estado en camino a su casa cuando él había decidido estrenarse. Lo único de que estaba bien seguro era que había nacido afuera bajo el cielo de Dios entre un caballo y una yegua. El olor de la tierra y los animales le despertaba la más primordial sensación de bienestar que había experimentado jamás en su vida y se llevaba tan bien con cualquier animal, sobre todo con los caballos, que no faltaba gente cuyo respeto por sus habilidades se había convertido en miedo de sus dones sobrenaturales. Un caballo entre sus piernas era otra extensión de su propio cuerpo, tan sujeto a su voluntad se volvía. Era, simplemente, el mejor domador de caballos de la región y todos lo sabían.

    Todos también sabían de su prodigioso apetito sexual, sobre todo las mujeres que hacían la vida en Chihuahua y las dos esposas más o menos legítimas que mantenía con sus hijos correspondientes en lados opuestos de La Hacienda Bienestar, una de las 840 haciendas que crecieron tanto durante el porfiriato. Ni él ni nadie podía recordar ni una sola ocasión cuando su pinga no hubiera estado por lo menos semi-dura, hasta cuando meándose en pleno campo en una lluvia de otoño. Él no daba cuenta de las horas que pasaba dormido, pero una de sus esposas se había mantenido despierta por varias horas después de él dormirse una noche y quedó pasmada con la rigidez del miembro hasta que ella por fin se durmió ya muy entrada la madrugada. Las dos esposas no se conocían ya que vivían leguas la una de la otra, pero las dos se sentían muy orgullosas de que su marido fuera tan hombre que podía tener a dos familias. José Luis Álvarez era un hombre muy respetado en Chihuahua por muchas razones.

    Nada de esto sabía Tomás Ramírez Vega cuando acompañó al grupo de tres hombres de vuelta a La Hacienda Bienestar. Lo único que sabía, y lo único que le importaba, era que había conseguido trabajo. Y por lo visto iba a ser un trabajo en algo que le gustaba, un trabajo de caballos. Era de la opinión de que no todo el mundo, de hecho muy poca gente, lograba ganarse el pan con un trabajo que de veras era su actividad preferida en la vida. Tal vez los músicos o los matadores tenían esa suerte, pero la gran mayoría de la gente en la tierra se veía obligada a trocar sudor por dinero en una situación que distaba mucho de ser ideal para ellos. Su padre siempre había querido poner una tiendita en su pueblo nativo de Asturias, pero nunca había podido reunir las pesetas necesarias y seguía trabajando la misma tierra año tras año. No tenía problemas para mantener a su familia, pero todos sabían que su sueño de esta vida había quedado postergada, tal vez para la próxima. Tomás Ramírez Vega no sabía cuál era el sueño de su propia vida porque cada día tenía tantos que ninguno había sobresalido todavía. El cuya presencia se hacía más palpable en ese momento era el de trabajar bien con los charros mexicanos que le habían ofrecido su primera oportunidad.

    El paisaje que el grupo de cuatro tenía que recorrer durante la hora que hacía falta para llegar a los límites de La Hacienda Bienestar, era mitad reto y mitad tentación a esa hora de la tarde. Tenían el sol a la derecha que estaba al punto de ocultarse detrás de los colmillos de la Sierra de Tarahumara y que les lanzaba rayos color de fuego que un par de meses más adelante serían capaces de abrasarle la cara a cualquier hombre aun a esa hora de la tarde. El sol alternaba con las sombras impuestas por las montañas en la distancia para crear parches de luz y oscuridad por venir que enseñaban colores que Tomás Ramírez Vega jamás había visto en su vida. Cabalgaba boquiabierto mirando a la derecha e iba a comentar la belleza del paisaje cuando vio que los otros tres iban con los ojos semi-cerrados de profunda indiferencia a lo que les rodeaba. Ésta era su tierra natal, la conocían como la palma de la mano, no había cambiado de apariencia en las décadas que la conocían y el sol volvería a estar en esa posición otra vez mañana y después pasado mañana y así en adelante. Tomás Ramírez Vega se sonrió a sí mismo y respiró profundamente, pensando en lo diferente que era este México de su nativa España, por lo menos los trocitos que él conocía.

    El caballo que lo llevaba no parecía muy interesado en cargar jinetes y le costó un esfuerzo visible mantenerlo al lado de los mexicanos. Cuando el caballo decidió que prefería doblar directamente a la derecha en vez de seguir el camino de los demás, sin darse cuenta Tomás Ramírez Vega soltó una racha de palabrotas al tirar por las riendas y rectificar el instinto del animal. Al terminar su discurso, con su caballo ya en armonía con sus ideas, creyó detectar una ligera reacción en el rostro de uno de los acompañantes del Señor Álvarez, pero la falta de atención que había notado con respecto al paisaje era igualada solamente por el silencio de camposanto que reinaba entre los tres hombres a su lado. Pero sí llegó a preguntarse si no lo estarían probando, dándole el caballo más difícil del grupo para ver si había estado jactándose sin tener con que respaldar sus comentarios en la taberna. Sin embargo, los conocimientos desarrollados a lo largo de tantos años le sirvieron para dominar los instintos del regalo más grande de Cortés a las Américas. Con el espectáculo de los colores que había visto grabado en su cerebro para poder contárselo a sus hijos por venir, Tomás Ramírez Vega y su escolta aburrida llegaron a La Hacienda Bienestar sin mayor incidente.

    La casa grande de la hacienda estaba encima de una colina que no era más que un chichón en el paisaje de Chihuahua, pero de la cual dominaba las viviendas de los peones que formaban dos filas en lados opuestos del hogar del hacendado. Detrás de la casa grande había una capilla blanca con una torre de campana cuya cruz bendecía los ojos de la gente desde una gran distancia. Más allá de las dos filas de casas por ambos lados había corrales, establos y otros edificios entre los cuales se encontraban barracas donde dormían los hombres que aún no habían encontrado a nadie para hacerles las tortillas y los hijos. Un arroyo corría por el lado sur de la casa grande y había un tráfico continuo de mujeres y muchachas, con baldes o llenos o vacíos según la etapa de su trabajo, entre el agua y las viviendas. Al dirigirse a los establos con los mexicanos, Tomás Ramírez Vega se fijó en la casa grande. No se veía muy bien con el sol poniéndose y estaba un poco lejecito, pero impresionaba por su tamaño y el trabajo ajeno que obviamente había costado construirla. A pesar de esto, al pasarla Tomás Ramírez Vega presintió que no era una estructura capaz de resistir las pruebas del tiempo y la historia. De hecho, hasta ese punto no había puesto los ojos en ninguna construcción humana en Chihuahua que le hubiera dado el mismo nivel de seguridad que las de su país y en el resto de su vida no cambiaría de preferencia arquitectural aunque sí llegaría a reconocer las virtudes prácticas y protectoras de lo que se estilaba en el norte de México.

    Al dejar los caballos en su lugar, José Luis Álvarez le indicó que lo siguiera con su bulto. Los dos salieron del recinto de los caballos y se encaminaron hacia una barraca. Tomás Ramírez Vega sentía las miradas curiosas de la muchedumbre que se había colocado a su alrededor y por primera vez en su vida se preguntó si no sería mejor buscar otra cosa para taparse la cabeza que la boina, ya que ésta parecía incitar comentarios en voz alta sobre qué tipo de sombrero era ése y que tenía que ser francés por su tamaño inadecuado para proteger a un hombre del sol pero no sean idiotas si tenía que ser de los Estados Unidos ya que esa gente carecía de todo sentido común. Se prometió adquirir un sombrero más al estilo mexicano en cuanto tuviera los recursos. Se dirigió a José Luis Álvarez.

    Oiga, ¿a dónde vamos?

    A ver si podemos buscarle donde dejar sus cosas y dormir. Se me hace que hay unos catres desocupados en esa barraca allí adelante. ¿Qué tipo de posesiones personales tiene?

    Pues, traigo ropa y casi nada más. Un par de fotos de mi familia y un poco de papel para escribir cartas.

    ¿Ud. sabe leer y escribir?

    Hombre, ¿cómo no lo voy a saber? ¡Si yo asistí a la escuela hasta tener quince años! Hasta sé llevar un libro de cuentas.

    Eso es muy bueno, saber leer, muy bueno. En todos los años que tengo trabajando aquí, nunca he podido entender como esas líneas hablan a la gente.

    ¿Entonces Ud. no sabe leer?

    Nadita.

    Bueno, si quiere, cuando tengamos tiempo libre yo le puedo enseñar.

    José Luis Álvarez soltó una carcajada muy parecida a la que precedió el encuentro de los dos hombres. Le dio una palmada en la espalda al español.

    Carajo, ¡lo sabía yo! Me dije que Ud. sin duda era un hombre de mucho corazón y le agradezco la oferta. Pero la verdad es que el tiempo libre que Ud. tenga le va a parecer muy importante como para pasarlo dando clases. Y le va a parecer muy poco además.

    Pero si no me importa. Yo encuentro el tiempo si Ud. lo encuentra.

    José Luis Álvarez lo miró como antes en la taberna y sacudió la cabeza ligeramente.

    Ya le he dicho lo que yo creo que Ud. va a encontrar, pero todavía no tengo bastante experiencia para no equivocarme nunca y puede que Ud. tenga razón. Eso lo veremos.

    Lo veremos, sí.

    Mientras tanto, creo que Ud. puede quedarse en este catre aquí por el momento. Parece que hay espacio.

    ¿Y dónde dejo el equipaje?

    Pues, allí mismo si quiere. Nadie lo toca.

    ¿Cómo lo sabe?

    Por aquí la gente es bastante honesta. Además a Ud. le vieron entrar conmigo. Nadie se atreverá.

    ¿Tantos muertos carga en la espalda?

    José Luis Álvarez sonrió. Le estaba gustando este español, a pesar de su gorra ridícula.

    No, no tantos, pero uno bien conocido por todos. Eso basta.

    Ah, veo…

    ¿No tiene hambre? Le invito a mi casa a comer. La comida es pobre, pero sabrosa. Después le enseño donde podrá comer hasta que encuentre mujer. Y le presento a Don Jesús.

    ¿Don Jesús?

    Es el administrador de la hacienda. Se encarga de todo para el dueño.

    ¿Y qué hace el dueño?

    Pues se pasa la vida en Chihuahua o en sus otras tierras. Por aquí viene de vez en cuando. Pero Don Jesús es quien manda en toda la hacienda.

    ¿Y qué tipo de relación tiene Ud. con este Don Jesús?

    Muy buena; es mi hermano.

    Y Tomás Ramírez Vega se fue a comer con el primero de los muchos mexicanos que nunca dejaron de sorprenderlo.

    Los primeros meses en la hacienda pasaron volando simplemente porque había tanto que aprender. Tanto que, después de la tercera mañana en adelante, muchas veces tras despertarse sin la más mínima idea de dónde estaba, la vista magnífica de las montañas ya no le embobaba a Tomás Ramírez Vega porque caminaba cabizbajo tratando de acordarse de cuál era el establo al cual tenía que dirigirse a trabajar. Trocó la vista del paisaje por la de sus botas que, igual que el resto de su ropa, estaban cubiertas de polvo, de ese polvo chihuahuense tan diferente que parecía no quitarse nunca. No le importaba el polvo; de hecho le gustaba verlo en la ropa porque era evidencia de trabajo. Y se había dado cuenta de que José Luis Álvarez no le había mentido; el trabajo era durísimo y los días eran largos. Además de duro, era un trabajo más difícil que el carajo, por lo menos para él. Los charros mexicanos parecían haber nacido con una soga en las manos y Tomás Ramírez Vega tenía que reconocer que a su lado, él parecía sufrir de alguna deficiencia física con relación a la herramienta principal del trabajo, porque no solamente tenía dificultades lanzándola, sino que también le costaba un esfuerzo hercúleo mantener la soga en las manos cuando el animal echaba a correr. No estaba acostumbrado a ser motivo de risas para tanta gente a la vez sin querer y se enrojecía tanto que sus compañeros, que no habían llegado a ser sus cuates todavía, le pusieron el apodo de el español colorado, lo cual brevemente se redujo a colorado antes de desaparecer del todo durante los próximos años dado el peligro político de andar con tal descripción encima. Podía con los terneros sin grandes problemas porque su fuerza corporal compensaba por su falta de técnica. Pero no atinaba con el ganado de verdad. El tamaño y la experiencia de los adultos formaban una combinación que le era, si no exactamente insuperable, por lo menos un profundo reto físico que sentía hasta el tuétano aun horas después de tumbarse por la noche. Hacía mucho que se había olvidado de la oferta de enseñarle a José Luis Álvarez a leer y escribir.

    Sufría las burlas de sus compañeros mexicanos enrojecido, pero siempre de buen humor. Su padre, a pesar de no ser un hombre muy religioso, lo cual era un buen contrapeso a las tendencias devotas de su mamá que prendía un incendio de velas en la capilla de su pueblo, siempre le predicaba lo que él llamaba el undécimo mandamiento: no tomarse nunca demasiado en serio. Entendía claramente que no era un charro de primera división y que tardaría varias temporadas en convertirse en uno si es que iba a llegar a ascender. Pero también entendía que había mejorado mucho en el poco tiempo que había estado ejerciendo la profesión. El más claro indicio de eso era su evidente aceptación por los otros peones de la hacienda. Después de una semana había relegado su querida boina al fondo del baúl donde guardaba su ropa y desde donde no vio la luz del día por dos años y entonces solamente para comprobar que sí era de España y no criollo, nacido en México de padres españoles. Se compró un sombrero de verdad y el primer día que apareció en el corral con su nuevo sombrero de paja, igual que los otros trabajadores, surgió un grito de aprobación tanto espontáneo como sincero y en ese momento supo que los demás lo habían aceptado. Eso era distinto de ser apreciado por la calidad de la labor que realizaba con el ganado, pero le alentaba mucho de todas formas.

    Si su aceptación por parte de los demás charros le daba confianza, también lo hacía su trabajo con los caballos. Porque la verdad era que Tomás Ramírez Vega sí podía con los caballos, las yeguas, las jacas y los potros. Siempre decía que eran los malditos cuernos en los animales lo que le jodía la vida. Pero un animal sin esos clavos blancos pinchándole el cerebro, ése era un animal inteligente, un animal con el cual era posible comunicarse y entenderse, un animal digno del esfuerzo y cariño de un hombre y no una pinche bestia de mierda que cualquier fulano podía manejar. Hacía falta un ser especial, vamos, hacía falta un hombre, para entender de caballos mientras que era cuestión de ser una bestia más para entender a las bestias como el ganado. Así era el discursito que echaba en broma para defenderse cuando enfrentado con otra descripción jocosa de sus hazañas con el ganado. Pero nadie cuestionaba su habilidad de domar, cuidar, manejar y hacer trabajar a los caballos. Daba gusto verlo cabalgando o domando en el corral o cuidando a los animales en el establo. Les tenía cariño a los caballos y los cuidaba mejor que sus colegas. Decía para sí mismo que era por eso que le respondían mejor, porque los caballos eran bastante listos para darse cuenta de como se les iba a tratar después de cumplir con su trabajo. En anticipación de un poco de cariño y tal vez un poco de azúcar, se rompían los riñones en el trabajo. Si anticipaban un trato regular o peor, lo cual no era infrecuente, costaba más sacarles el esfuerzo necesario para completar la tarea a mano. Se sentía orgulloso de como reaccionaban sus animales cuando los tenía por debajo y los mexicanos reconocían y hasta lo felicitaban en voz baja cuando les pasaba después de una buena actuación. Así alcanzó una especie de equilibrio en su trabajo con los cumplidos por el trabajo con los caballos y las burlas por el del ganado.

    Buscaba el mismo equilibrio con el idioma de los mexicanos. Al principio tenía la impresión de estar ensordeciendo porque no podía oír casi nada de las pocas palabras en fragmentos de frases que venían en su dirección de los nativos. Después se dio cuenta de que no eran sus oídos la causa, sino la naturaleza callada de la gente de Chihuahua. Y el vocabulario que empleaban le era totalmente desconocido en ciertos casos. Pero Tomás Ramírez Vega tenía el don de escuchar a la gente con la cabeza despejada hasta tal punto que de veras oía lo que decían. Por eso no tardó mucho en comprender el significado de las palabras más misteriosas de los que le rodeaban, las cuales eran las más comunes. Fue así que aprendió a usar la palabra pinche para describir cualquier cosa cuando estaba fastidiado con ella. Fue así que adquirió la costumbre de agregar cabrón a sus frases para darles énfasis. Fue así que empezó a sustituir ándale por su omnipresente vale y fue así que comenzó su largo aprendizaje con la mera esencia del vocabulario mexicano: la palabra chingar y sus infinitas variaciones. Que chingón el tipo que les dio el chingazo a esos hijos de sus rechingadas madres que le robaron sus chingaderas. ¡Chingue su madre! Están todos rechingados ahora. No chingues, cabrón. Encontró que al principio tenía que concentrarse mucho para poder usar la palabra correctamente en el momento más propicio de la conversación. Pero después de practicar, ya le llegaba a la lengua en una forma aceptable con cada vez menos esfuerzo hasta el punto donde muchos años después casi acabó con el matrimonio en la primera noche de amor por asustar a su esposa con las muchas palabrotas que soltaba cuando dormido.

    A pesar de su aceptación por la gente de la hacienda y a pesar de las mejoras obradas en sus comunicaciones con ellos, todavía había muchos rasgos que lo identificaban como extranjero y que lo mantenían si no aislado, entonces por lo menos al margen de lo mexicano. Tenía la costumbre de decir claramente lo que pensaba porque su padre le había enseñado que la mejor forma de entenderse con la gente era ser honesto. En Asturias nunca había puesto en duda esta característica que le servía de tan buena manera con los otros asturianos. Coño, si le servía hasta con los gallegos y los vascos con que se topaba de vez en cuando. Pero pronto aprendió que en la hacienda cuando se quería decir algo, hacía falta dar una vuelta extensiva por las ramas y quemar mil cartuchos de cortesía antes de entregar la carne del mensaje. Se le trababa la lengua con todas las preguntas sobre la salud de las familias de los demás. Y menos mal que había llegado con casi nada en las alforjas porque si hubiera traído cualquier cosa, ya habría tenido que compartirla con media hacienda. Y cuando se reía, todos quedaban mirándolo por la fuerza de su carcajada nacida en el aire fresco del norte de España. Sonaba muy extranjera entre las risas reservadas de Chihuahua.

    Es decir que así sonaba si no se trataba de una fiesta. En cualquier día de fiesta, y francamente había un sinfín de ellos en el calendario oficial de los mexicanos, más los que imponía José Luis Álvarez cuando quería celebrar su cumpleaños, la risa mexicana que se producía se alzaba más allá del cielo. Tomás Ramírez Vega era amigo de todo el mundo en las fiestas porque podía tomar como los mexicanos y hasta resistía los efectos mejor por su constitución tan fuerte. Pero era amigo de todo el mundo esos días también porque compraba su parte de los tragos, lo cual iba en contra de la reputación ganada a través de los siglos por sus compatriotas. En esos momentos le costaba más trabajo que nunca convencer a los demás que no era criollo. A veces se decía que los españoles que lo habían precedido debieran haber nacido con los brazos muy cortos y los bolsillos muy profundos para producir tal reputación entre la gente de Chihuahua y se prometió que nunca se hablaría de él como un hombre tacaño. Conservador con los ahorrillos, eso sí, pero tacaño jamás. Por lo tanto, participaba en las compras de rondas de tragos con sus cuates, pero sin ir más allá de lo presupuestado para tales actividades. Y siempre sucedía que tenía el mejor asiento de todos para presenciar las peleas y discusiones que sin falta alguna brotaban en las fiestas mexicanas. Fuera por mujeres, dinero, caballos, miseria u orgullo personal, una confrontación física era una condición imprescindible en cualquier fiesta de la hacienda. Muchas veces tenían su comienzo en algún susurro entre conocidos o hasta cuates seguido por una explosión de puñetazos, disparos o una combinación, a veces fatal, a veces no tanto, de los dos. Una fiesta mexicana sin sangre humana era indicio de cierta falta de calidad y diversión. Tomás Ramírez Vega sobresalía por no meterse en camorra de ninguna especie en las fiestas. Muchos sabían de su encuentro con Manuel Mondragón y puesto que las versiones más comunes de la hazaña ahora narraban como había dejado cinco cuerpos inertes regados por la taberna, dos de los cuales cadáveres, no abundaban ganas de verificarlo físicamente. Sin embargo, en un ambiente en que era tan importante demostrar hombría, le parecía lógico que tarde o temprano alguna riña tocara a la puerta y seis meses después de entrar a la Hacienda Bienestar, se vio obligado a abrirla.

    El conflicto tuvo sus raíces precisamente en el deseo de un peón de la hacienda, más chamaco que Tomás Ramírez Vega y un

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