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Después del viento
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Libro electrónico126 páginas1 hora

Después del viento

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Una misteriosa mujer se acerca a un solitario con el único fin de concretar un divorcio y, en otro cuento, la muerte de un hijo precipita el diálogo con lo fantástico que hay más allá de la vida. Las historias de Jorge Nawrath son capaces de trazar un arco enorme de temáticas y géneros, todos abordados con una madura solvencia que lo confirman como uno de los cuentistas más prolíficos y sólidos de la literatura chilena de los últimos años.
IdiomaEspañol
EditorialRIL editores
Fecha de lanzamiento11 jul 2015
ISBN9789560112620
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    Después del viento - Jorge Nawrath

    JORGE NAWRATH

    Después del viento

    DESPUÉS DEL VIENTO

    Primera edición: junio de 2019

    © Jorge Nawrath Cordero, 2019

    Registro de Propiedad Intelectual

    Nº 302.793

    © RIL® editores, 2019

    SEDE SANTIAGO:

    Los Leones 2258

    CP 7511055 Providencia

    Santiago de Chile

    (56) 22 22 38 100

    ril@rileditores.com • www.rileditores.com

    SEDE VALPARAÍSO:

    Cochrane 639, of. 92

    CP 2361801 Valparaíso

    (56) 32 274 6203

    valparaiso@rileditores.com

    SEDE ESPAÑA:

    europa@rileditores.com • Barcelona

    Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

    ePub hcho en Chile • ePub made in Chile

    ISBN 978-956-01-0690-2

    Derechos reservados.

    EL AIRADO FRUTO DEL OLIVO

    JACINTO NO OLVIDARÍA la ocasión en que la abuela estornudó y lanzó hasta el otro lado de la mesa la aceituna que la prima Adelaida atrapó en el aire y se la echó en la boca, lo que provocó la arcada y luego el vómito de la tía Matilde, derramando sobre el mantel un amasijo de babas y carnes trituradas, revueltas con arroz y verduras recién digeridas que hizo que el abuelo, que ya llevaba varias copas trasegadas, le echara la culpa de todo al Demonio, presente sin duda por intermediación de Octavio, que era un descreído y un masón y que cómo se le ocurría a la Amanda pretender casarse con tamaño hereje, lo que provocó que el aludido se encabritara e imprecando en contra del que trató de «viejo retamboreado», abandonara el comedor precipitando la fiesta de celebración de sus esponsales en un desenlace irreparable.

    Jacinto tenía entonces siete años y el episodio, que por luctuoso y violento le asustó, con el correr del tiempo se transmutó en fuente de regocijo, cuando a través del recuerdo desfilaban los personajes involucrados en él y sus reacciones, como la del tío Ernesto, quien le había presentado el novio a su hermana menor y que, pasado el primer minuto de estupor, salió corriendo a su habitación por aquello de que los hombres no lloran.

    Es cierto, sí, que también la pena acudía cuando el recuerdo se fijaba en su tía Amanda, quien nunca más aceptó cortejo alguno pues «los hombre son todos unas bestias» y los odió por el resto de su vida junto con las aceitunas.

    Los restantes miembros de la familia dieron al parecer por superado el incidente al cabo de un par de años, aun cuando a veces una alusión ocasional arrancaba los suspiros de las mujeres, las sonrisas disimuladas de los hombres y las invectivas furibundas de la abuela en contra del viejo despiadado de su marido, que bien merecía que Octavio le hubiera «partido la jeta», y que perduraron hasta que dejó este mundo, en paz consigo misma y con todos los demás excepto su marido.

    Del novio frustrado sólo se supo que había partido lejos y, después, sólo a grandes intervalos marcados por su matrimonio, tardío, pero no lo suficiente como para no darle un hijo, de cuyo nacimiento se tuvo noticia cuando el infante ya había dejado de serlo; sus golpes de fortuna, que lo aturdieron varias veces; y, finalmente, por su muerte a manos de unos facinerosos que lo apuñalaron en un bar, decían, porque lo habrían confundido con otro, aun cuando no faltaban los malintencionados que excluían el error. Al enterarse, la tía Amanda no dio señales de emoción alguna, no formuló siquiera un comentario, pero hubo quienes aseguraron haberla visto, por única vez, encender un enorme cirio ante la imagen de un santo milagrero en la iglesia.

    La vida había continuado casi sin otros episodios dignos de ocultarse; incluso el embarazo de Lía, la mayor de las primas, había sido objeto a lo sumo de preocupación, pues no había claridad sobre el padre y lo único seguro era que no había sido obra del Espíritu Santo, sino, más bien, de una perceptible atracción hacia el sexto opuesto que la muchacha había manifestado desde muy niña y que la abuela columbró con evidente alarma cuando alrededor de los doce años la mujer del aseo sacó desde debajo de su colchón unos dibujos de adanes con ombligos. La familia, sí, a fin de no cargar permanentemente con el cuidado y la mantención de la criatura, se las había arreglado para proporcionar a su tiempo un marido para su madre, gracias a una atractiva dote y a los encantos de la joven, que había arrastrado desde siempre una corte de admiradores concupiscentes entre los que hubo uno que no trepidó en probar una fruta que, a las claras, no estaba prohibida.

    Los restantes miembros de la familia fueron cumpliendo los destinos que les venían deparados sin mayores accidentes, salvo el del tío Alberto, que lo hizo precisamente en uno cuando el automóvil en que viajaba se despeñó en un camino rural de alta montaña, pese a los esfuerzos del conductor por demostrar su pericia. A medida de que otros matrimonios se realizaban, el grupo parental iba desmembrándose, a pesar de que no todos los lazos se rompían definitivamente, pues la gran mayoría de sus componentes regresaban a la gran casa para los cumpleaños y efemérides importantes, como el aniversario del matrimonio de los abuelos, en el que invariablemente, y ensombreciéndole de algún modo el festejo a don Fermín y por supuesto y con mayor razón a la tía Amanda, alguien, con dudosa eutrapelia, deslizaba embozadamente una alusión a la aceituna voladora.

    Los que eran niños en aquel día aciago fueron cumpliendo sus etapas etarias y tres de ellos llegaron al mismo tiempo a la época de iniciar los estudios mayores. Jacinto, Daniela y Fermín (en honor al abuelo antes de su estigmatización) emigraron a la capital en donde la familia arrendó un departamento con dos habitaciones, una pequeña cocina y un diminuto lugar de estar en donde cupieron tres escritorios de dimensiones reducidas ubicados del mejor modo para que los estudiantes no se estorbaran entre sí. Uno de ellos prácticamente se mantuvo vacío, pues el heredero del nombre epónimo, apenas se vio libre de las ataduras que lo habían mantenido sujeto, se entregó a todos los desenfrenos que le permitían su juventud y la escasa mensualidad asignada para los varones, pues Daniela, por su condición, gozaba de una suma más alta.

    Jacinto inició los estudios de medicina con recelo. En primer término, porque no estaba seguro de estar cumpliendo su vocación sino la de su abuela, quien primero con sus hijos y luego con sus nietos, siempre soñó con un médico en la familia; y el apellido paterno, de origen alemán, de ese nieto, a su juicio estaba en perfecta consonancia con el título reverenciado de: «doctor». Pero, además, desde pequeño el futuro cirujano había soñado con recorrer mundos, conocer otras gentes, aprender otras palabras y siempre le había parecido que la profesión perfecta para ello era la de periodista, oficio que en la opinión de doña Eulalia era equivalente al de chismoso. Así pues, a despecho de su recóndito anhelo, inició los estudios que lo condujeron finalmente a cumplir el deseo de la matriarca, un poco tardíamente, en verdad, porque la venerable anciana, apenas dos meses antes de que Jacinto pudiera colgarse el delantal blanco en que luciría el título añorado, debió descolgarse de este mundo.

    Daniela, que poseía un espíritu aventurero y más valentía que Jacinto, terminó con honores sus estudios de biólogo marino, y el mundo le abrió sus océanos por los que navegó a bordo de barcos de expediciones científicas. Ello significó el fin de una relación más acomodaticia que amorosa, pues, dada la vida un tanto desenfrenada de Fermín, que significaba su regreso al hogar casi siempre a altas horas de la madrugada, los primos habían acordado cederle para su uso exclusivo un dormitorio, compartiendo ellos el otro y siguiendo así los pasos y la convicción de otra lejana prima, bastante mayor y quien, según aseguraba el tío Andrés, y con sus propias palabras: «fue la que incorporó, como un lema, eso de que entre primos no es pecado».*¹

    A despecho de las lejanías y de las vicisitudes propias de cada fortuna, cuando se juntaban, las noticias que podían aportar de sus vidas los que se habían alejado constituían sólo un preámbulo para adentrarse en los recuerdos que los mantenían unidos. Por supuesto que el infausto episodio de la aceituna atrapada en pleno vuelo permanecía latente, aun cuando rara vez se manifestara y, siempre, semioculto detrás de algún comentario dejado caer como al azar y que se suponía inocente. Pero volvió en gloria y majestad cuando el Alzheimer empezó a desmoronar los sesos del abuelo, puesto que en más de una ocasión, al recordar hechos del pasado cercanos a aquel tiempo, se escuchaba la voz del viejo preguntando qué sería de ese joven tan simpático a quien la Amanda había despedido con cajas destempladas. Por cierto que mientras vivió la abuela la reunión concluía para dos: para el abuelo, que era arrastrado fuera, él sí con cajas destempladas por la abuela y para la tía Amanda, que no pudo entender nunca que la pregunta no envolvía una mofa y se retiraba rumiando quién sabe qué secretas maldiciones. El resto de la audiencia permanecía un rato en un silencio ominoso, preñado de silenciosas risitas, hasta que alguien orientaba la audiencia hacia una anécdota mordaz que abría la espita de las carcajadas contenidas.

    La muerte de doña Eulalia dejó en la cúspide de la familia a la tía Amanda, porque, aunque fuera la menor del grupo «de los grandes», era la única mujer definitivamente soltera y, aunque los tiempos ya estaban cambiando, no lo habían hecho completamente para la familia, la que seguía considerando que el gobierno de una casa, y por lo tanto de todo el linaje, pertenecía enteramente a las mujeres y, entre ellas, con preferencia a las solteronas, cuyo estado aseguraba una preocupación desprovista de otras distracciones. La plena propiedad del cargo se fue consolidando en la medida que desaparecían los estratos superiores, los que, en todo caso, lo hicieron despaciosamente, dándole tiempo a la generación de los primos para que envejeciera adecuadamente.

    Pero, por ahora, Jacinto tiene veinticuatro años y un porvenir, si no soñado,

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