Ocoyta y otros cuentos: Relatos cortos
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Ocoyta y otros cuentos nos muestra un momento no tan distante en la historia de Venezuela a través de pequeños fragmentos de vida: un músico que se rebela contra su destino; un anciano esclavo que se libera a través de un violento desagravio; una madre arrastrada a la locura al perder a su hijo en una cruel sentencia; un insólito e inesperado encuentro con la muerte; los estragos de la guerra en un humilde soldado; una rebelión de seres desesperados que intentan rehacer sus vidas en la clandestinidad… Situaciones y personajes que nos ayudan a comprender el pasado a la luz del presente, pero también a descifrar nuestro presente.
Del relato Ocoyta, que da nombre al libro, el escritor José Balza ha dicho:
«[…] narración excelente, calculadamente estructurada, ágil con su diversidad de puntos de vista y timbres; mezcla de épica, emotividad y nudos económicos. En síntesis, buen y talentoso trabajo».
Situaciones y personajes que nos ayudan a comprender el pasado a la luz del presente, pero también a descifrar nuestro presente.
EXTRACTO
Un olor a siemprevivas se enraíza en los tobillos del anciano, sus filosas manos escarban buscando el tallo más grueso. El viejo es más tacto que vista. Toma una planta y la arranca de cuajo. Algún trabajo le cuesta. Mientras camina hacia la cocina, va quitando las hojas más grandes, en mejor estado. Arroja a un lado la ramazón pelada y entra a la casa.
Calienta sobre las brasas del fogón la cataplasma para untársela a la herida que se hiciera en el hombro cuando tropezó, hace dos días, con la escardilla y rodó contra los implementos de arar. No había cicatrizado y ya empezaba a preocuparse, aunque no fuera más que un rasguño superfluo, pero allí solo y a su edad, él sabía que no era nada bueno que la herida siguiera manando.
A PROPOSITO DEL AUTOR
Miguel Ángel Ortega Machín (1959). Educador por vocación y formación, ejerció la docencia durante algunos años para dedicarse posteriormente a tareas de investigación y como guionista en radio y televisión, particularmente para la serie de TV «La Cultura Popular». Finalizada esa etapa, se dedicó a la gerencia cultural en cargos directivos y donde destaca su labor como responsable de investigación en el ámbito de la artesanía y el arte popular. Ha sido consultor de varias ONG’s, lo que le ha llevado a recorrer diferentes geografías a ambas orillas del Atlántico. Actualmente desempeña funciones en el área de recursos humanos. También es miembro de la Asociación de Autores de Teatro. De sus obras se han representado varios monólogos en diferentes ediciones de Maratones de Monólogos en Madrid y ha recibido varios reconocimientos. Entre ellas ha publicado: Un Hombre en la Madrugada (Primer Premio en el Concurso de Dramaturgia Joven El Compromiso Juvenil de Bolívar, 1983), El País del Olvido Recordado (1988) y Un Viejo Marqués (1990), ambas premiadas, La factoría (Accésit del III Certamen de Teatro Dramaturgo José Moreno Arenas 2011). También ha publicado algunos libros de ensayo: Arte popular y artesanía (1997), Aproximaciones y lejanías a las culturas populares (1995), La esclavitud en el contexto agropecuario colonial (1993) y en obras colectivas: Un modelo de gestión educativa de la sostenibilidad en comunidades indígenas Piaroa de Venezuela (junto a Álvarez Iragorry, A., 2007), ¿Qué hacen los indígenas? ¿Arte o artesanía? (en El Valor de las Cosas, 1998), etc. En narrativa recibió el accésit del Premio de Relato Corto Isaac de Vega (2008) por el cuento La humareda, incluido en este volumen.
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Ocoyta y otros cuentos - Miguel Ángel Ortega Machín
Miguel Ángel
Ortega Machín
Ocoyta y otros cuentos
Miguel Ángel
Ortega Machín
Ocoyta y otros cuentos
Ocoyta y otros cuentos
© de los textos, Miguel Ángel Ortega Machín
© de la fotografía del autor, Alexander Martín Rodríguez
© de las ilustraciones, Miguel Ángel Ortega Machín
Ediciones El Drago
www.edicioneseldrago.com
info@edicioneseldrago.com
Edición permanente, 2019
ISBN: 978-84-949625-2-3
Diseño y maquetación: Emepece Studio
La reproducción parcial o total de este libro, mediante cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo y explícito de los editores.
Prólogo
Me decía José Balza en un correo que «Ocoyta» es una flecha, un cartel que suele ver en la carretera que atraviesa Barlovento cuando viaja de Caracas al Delta del Orinoco. «Ocoyta» (en su grafía del siglo XVIII) es un modesto pueblo de esa región donde unos esclavos huidos fundaron un «cumbe», es decir, una pequeña comunidad de hombres y mujeres libres. Pero el sueño de esa rebelión y esa libertad duró poco. No diré cómo acabó para que el lector lo descifre en el relato homónimo. Ningún régimen esclavista, a imagen y semejanza de los regímenes totalitarios, puede tolerar ninguna forma de vida social y económica que no sea la impuesta, ninguna manera de pensar y ver la vida que no sea la impuesta como verdad última y absoluta.
No solamente «Ocoyta», cuento que da título a este conjunto, si no todos los relatos aquí reunidos tratan de explorar un costado de la realidad —da igual el tiempo y el lugar—, vista desde la perspectiva de los excluidos, de los seres periféricos, esos sujetos que no escribieron la historia, que no tenían nombres y apenas eran un número de una perdida estadística, pero que sí hicieron la historia con su obrar cotidiano, dentro o fuera, a contracorriente o no, de las estructuras constituidas.
No son, no pretenden ser relatos históricos, pues salvo «Ocoyta», los demás no se basan en hechos reales, con personajes históricos, etc., pero sí son producto de lecturas e investigaciones acerca del período colonial y los albores de la independencia, como es el caso de «La humareda» cuento que ya fue publicado a raíz de un reconocimiento recibido en un concurso de relatos cortos, y que para mí resultó alentador, pues me convenció de que tal vez podría también trabajar la narrativa, paralelamente a mi escritura en otros ámbitos o géneros.
Todos fueron escritos hace unos cuantos años y permanecieron encerrados en una gaveta hasta que, por un encuentro casual con David Cabrera en el Festival Hispanoamericano de Escritores, celebrado en Los Llanos de Aridane en el verano de 2018, pensé en otra vida para estas narraciones siempre postergadas. Me acerqué como comprador compulsivo a su quiosco para hacerme con algunos libros y acordamos que le escribiría. Así lo hice y me atreví a presentarle este conjunto de cuentos y de inmediato recibí una respuesta del propio David y de Amanda Palacios proponiéndome publicarlos en Ediciones El Drago con crowdfunding. Un método de financiación colectiva que yo desconocía, pero asumimos el reto y el riesgo, y aunque en algunos momentos dudé (lo confieso), al final sumamos los aportes necesarios de numerosos micromecenas, a quienes no puedo dejar de agradecérselo. Porque si este libro es una realidad, es por obra y gracia de esos generosos mecenas que confiaron ciegamente en mi trabajo, aún sin conocerlo. Esa benevolencia debe ser reconocida, pues dicen que es de bien nacido ser agradecido… y poco o nada más que decir.
Miguel Ángel Ortega Machín.
Esta tierra jamás ha sido nuestra,
tampoco fue de quienes yacen en sus campos
ni será de quien venga.
Hace mucho palpamos su paisaje
con un llanto de expósitos
abandonados por antiguas carabelas.
Eugenio Montejo
.
Extracto de «Esta tierra» del libro Trópico Absoluto
El viejo
Un olor a siemprevivas se enraíza en los tobillos del anciano, sus filosas manos escarban buscando el tallo más grueso. El viejo es más tacto que vista. Toma una planta y la arranca de cuajo. Algún trabajo le cuesta. Mientras camina hacia la cocina, va quitando las hojas más grandes, en mejor estado. Arroja a un lado la ramazón pelada y entra a la casa.
Calienta sobre las brasas del fogón la cataplasma para untársela a la herida que se hiciera en el hombro cuando tropezó, hace dos días, con la escardilla y rodó contra los implementos de arar. No había cicatrizado y ya empezaba a preocuparse, aunque no fuera más que un rasguño superfluo, pero allí solo y a su edad, él sabía que no era nada bueno que la herida siguiera manando. El amo se había marchado para hacer la guerra al lado de los mantuanos y se llevó a la peonada de la hacienda y los esclavos y tras los hombres se fueron también las mujeres. A la esposa y a sus hijos el amo los mandó a una isla del Caribe, cuando comenzó la guerra fuerte, cuando se alzó Boves por esos llanos, cerca, hacia el poniente. El amo formó su tropa con otros campesinos de esos lados vecinos, porque decía que antes que la arrasara el godo asturiano, las despoblaba él mismo, y salió para oriente a unirse con Mariño y ponerse bajo las órdenes de Ribas y Bolívar que habían partido de Caracas para Cumaná. El viejo quedó solo en el caserón, ya no estaba para esos agites, estorbaba y él mismo se dio cuenta, por eso se adelantó y le pidió permiso al amo para quedarse allí y cuidarle la casa.
El viejo era un esclavo manumiso que aún conservaba su espalda recta, una espigada línea vertical todo su cuerpo. En la hacienda había nacido, y allí aprendió a trabajar el añil para el abuelo del amo, para el padre del amo y para el amo, añil toda su vida tinta de dolor azul, añil desde la madrugada hasta el atardecer, añil sus brazos, añil sus ojos, añil su alma de buen cristiano que nunca se rebeló, que nunca pronunció una palabra maledicente, buen esclavo cumplidor que siempre se mantuvo fiel y aprendió los rezos profundos y sublimes de la abuela del amo, de la madre del amo y de la esposa del amo. Temió al purgatorio y al infierno que se le figuraban como llanuras sembradas de añil tiñendo su espíritu pecador. Aún a los sesenta y tantos años trabajaba el campo junto a los jóvenes, hasta que al amo le dio lástima ver su cuerpo torpe sudar azul de añil, lentamente, demorando las jornadas de siembra y cosecha, porque había que ayudarlo a levantarse o había que ayudarlo a terminar su parte o había que ayudarlo a recordar por dónde iba. Le dio lástima y lo manumitió, pero no quiso echarlo de allí y más bien le prometió mantenerlo allí y ahora su vejez se alargaba algo más allá de los setenta años. «Aunque quién carrizo va saber qué edad tengo. Lo que sí puedo decir es que estoy aún vivo por la bondad del amo y por eso le juré respeto eterno y eternamente rezar por el alma generosa del amo».
En los primeros tiempos —«después que mi caritativo amo se fuera para hacer la guerra a los godos»— el viejo se había dedicado a limpiar cada día una habitación, asear cada día una estancia de la casa —«pero ya me había cansado de esperar a que regresaran los muchachos o al menos la doña con los hijos del amo»— y encontrara la casa pulcra, tal como la dejara al partir al exilio. Al cuerpo del viejo se le quebraban las fuerzas, por eso eran cada vez más esporádicas sus faenas de limpieza y hasta le pasó por la cabeza dejar de hacerlas por completo —«pero, eso sí, siempre recorriendo con mi machete las empalizadas»— y con su machete velando, cuidando el recuerdo del amo bueno que se fue a pelear contra los demonios de los godos.
Se untó el cataplasma de siemprevivas y, casi de inmediato, sintió una sensación de alivio en su hombro, justamente del lado derecho, del brazo con que era bueno manejando el machete. La herida lo molestaba para cumplir con su santa misión de custodia. Las escasas provisiones que quedaron en la despensa, hacía tiempo que se habían agotado, por eso se dedicó a recolectar raíces y yerbas, y de eso conocía algo, legado de su madre, cocinera de la hacienda y a quien algunos le tenían ojeriza, porque decían que era medio bruja por los de sus bebedizos y cocciones curativas. Sin embargo, todos lo amos habían recurrido a ella «y, qué remedio, si por toda aquella soledad no había médico alguno en ningún pueblo cercano». Los peones y esclavos también habían recurrido a ella para que les sacara las malas cosas de adentro del mal de ojo «pero yo sabía que mi madre era muy cristiana y muy católica, solo malapalabrería de la gente para fastidiarme y hacerme rabiar».
El viejo conservaba raíces y hojas en remojo dentro de cacerolas de barro, en hierro no sirve. Con poco le bastaba a él para ir pasándola hasta que todos regresen y las cosas sean como antes de la guerra y se vuelva a sembrar añil y será el varoncito del amo que aprenderá a ser el nuevo amo y él le dirá cómo se cuida una mata de añil y cómo se las protege de las enfermedades y de los bichos, de eso él sabe, de esos bichitos silenciosos, calladitos que van carcomiendo el añil que es como si se comieran su memoria.
Sacó una silla tejida y la colocó junto a la puerta de la cocina, en esa franja de sombra que proyectaba el alero de tejas bien alineadas. Se sentó y recostó la silla de la pared. Acomodó el sombrero de fibras deshilachadas sobre sus cejas y extendió una mirada hacia el llano amarillento, tierra reseca de junio cuando el sol está en lo más bajo de su camino. Solo algunos arbustos enclenques y retorcidos rompían la insistencia horizontal y al final, atrás, difusas, las lomas de unas montañas revestidas de lejanía. El viejo nunca había salido de la hacienda, lo más que se aventuró fue hasta los linderos del sur, los más apartados del caserón, donde había unos esteros repartidos en manchas de morichales. Se sentía mejor. La herida no lo molestaba. Empezó a entrarle un sueñito por las sienes, mordisqueándole las pestañas, hasta adormecerlo.
Un hombre rubio con charreteras y mosquete, sacudió el chichorro donde dormía el viejo, bajo el cobertizo de los esclavos. El hombre rubio lo llamó por su nombre de bautizo y el viejo se presentó ante él y lo vio con su uniforme rojo y dorado de encajes. El hombre rubio le dijo que era Jesucristo y que había venido para llevarlo al cielo y apuntó el mosquete sobre el pecho del viejo que sonreía complacido y resignado.
Se despertó cuando escuchó un ruido fuerte en el interior de la casa. El cobertizo se difuminó y ningún militar rubio estaba frente a él para salvarlo con un certero disparo de mosquete. Enderezó la silla y se levantó lentamente, aún aturdido. Un ruido como de algo que arrastraban le llegó. Tentó algunos leves pasos adentrándose en la frescura de la cocina y su fogón apagado bajo la olla del cataplasma. Quizás había llegado el amo y entró por la puerta principal, como correspondía a un amo.
Rápidamente atravesó la casa: la puerta de la fachada estaba abierta. Se asomó al exterior y vio una mula en el patio masticando, aburrida, algunos gamelotes. Empuñó su machete y volvió a entrar, fue revisando cuartos y salas, revisando con detenimiento las sombras que sus ojos no lo ayudaban a auscultar.
De golpe, empujó una puerta entreabierta, una voz de mujer emitió un quejido apagado. Era la alcoba nupcial de los amos. La cortina espesa sellaba la ventana y derramaba una penumbra densa por la habitación.
—¿Quién está ahí? —preguntó, firme, el viejo.
Nadie le respondió. Sus ojos acuosos, azulosos de añil y cataratas, hicieron un esfuerzo por penetrar la oscurana. El rancio olor del encierro le venía mezclado con sudor reciente y angustia reprimida.
—¿Quién es quien está ahí?