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Flores de trinchera
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Libro electrónico600 páginas9 horas

Flores de trinchera

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Dos mujeres, dos ciudades, dos épocas. Dos vidas que terminan entrelazándose: María Roldán y Victoria Ulloa.
La historia de dos mujeres extraordinarias que luchan contra la desigualdad intentando no ser absorbidas por el ambiente opresor de un mundo masculino en el que les tocó vivir, ayudadas por hombres que las amaron y vieron en ellas lo que nadie más veía.
Como telón de fondo de la vida de estas dos mujeres el relato nos lleva desde los colegios de la Institución Libre de Enseñanza en el Madrid de principios del siglo XX hasta la Málaga industrial de 1885, pasando por una plantación de caña de azúcar en Cuba y el desastre de 1898, haciendo un retrato minucioso de cómo era esa España "inculta, caótica y rural" anterior a 1936.
Flores de trinchera es una novela de mujeres valientes que decidieron sobrevivir a todo y que nunca se rindieron, por ellas y por todas las que vendrían. Esta novela es un homenaje a todas las mujeres.
Una novela sobre mujeres valientes y decididas en una época en que no podían serlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 jun 2021
ISBN9788408242710
Flores de trinchera
Autor

Roberto Míguez

Roberto Míguez, nació en La Línea de la Concepción en 1968 de una familia de descendientes gallegos con raíces tan distantes como Cuba o Melilla. Tras un breve periplo en la marina mercante, durante toda su vida, ha estado ligado al mundo comercial, y ambas cosas lo han llevado a viajar por toda Europa y América, y a vivir en muchas ciudades de España, dejándose siempre empapar por cada uno de los lugares en los que recalaba. Criado en una casa donde “los libros no cabían en las estanterías”, comenzó a escribir relatos cortos y artículos en 2008, y desde 2017, colabora activamente en el diario digital A la Contra, dirigido por Juanma Trueba, el que fuera subdirector del Diario As durante dieciocho años. Desde hace algo más de diez años, se ha asentado definitivamente en Málaga donde ejerce como agente inmobiliario del sector prime y “Flores de trinchera” es su primera novela.  

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    Vista previa del libro

    Flores de trinchera - Roberto Míguez

    9788408242710_epub_cover.jpg

    Índice

    Portada

    Portadilla

    Dedicatoria

    Cita

    PRÓLOGO

    CAPÍTULO 1. El barrio de las Letras

    CAPÍTULO 2. El barrio de las Fatigas

    CAPÍTULO 3. Serrano, 127

    CAPÍTULO 4. Villarroel, 66

    CAPÍTULO 5. Montalbán, 12

    CAPÍTULO 6. Ciego de Ávila

    CAPÍTULO 7. García de Paredes, 48

    CAPÍTULO 8. La Hacienda Álvarez

    CAPÍTULO 9. Chamberí

    CAPÍTULO 10. La Hacienda Escribano

    CAPÍTULO 11. Santiago de Cuba

    CAPÍTULO 12. Marqués de Zafra, 16

    Biografía

    Notas

    Créditos

    Click Ediciones

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    Flores de trinchera

    Una novela sobre mujeres valientes y decididas en una época en la que no podían serlo

    Roberto Míguez

    A mis profesores de Lengua, Literatura e Historia.

    A Juanma Trueba y a mis amigos de la redacción de A la Contra, a todos y cada uno de ellos, sin dejarme a ninguno atrás, por haber estado siempre siempre ahí, cuando muchas veces no había nadie, únicamente soledad y pena.

    A mi madre, a mi abuela, a mis hermanas, a mis tías, a todas ellas, mujeres de mi vida.

    A Apsara, Ima y César, almas de mi alma, trozos de mi corazón.

    Pero en especial, y por encima de todo, a Marieli, por su amor y por su increíble bondad y paciencia.

    «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.»

    G

    ABRIEL

    G

    ARCÍA

    M

    ÁRQUEZ

    Cien años de soledad

    «El hecho de que alguien no te ame como tú quieras no significa que no te ame con todo su ser.»

    G

    ABRIEL

    G

    ARCÍA

    M

    ÁRQUEZ

    El amor en los tiempos del cólera

    «También supo, de nuevo, lo que ya sabía: que la política, la religión, los viejos odios, la estupidez unida a la incultura y a la infame condición humana arrasaron aquel lugar con una guerra que enfrentó a parientes, amigos y vecinos.»

    A

    RTURO

    P

    ÉREZ-

    R

    EVERTE

    El pintor de batallas

    «Todo pasa y todo queda,

    pero lo nuestro es pasar,

    pasar haciendo caminos,

    caminos sobre la mar.

    Nunca perseguí la gloria

    ni dejar en la memoria

    de los hombres mi canción.

    Yo amo los mundos sutiles,

    ingrávidos y gentiles,

    como pompas de jabón.

    Caminante, no hay camino,

    se hace camino al andar…»

    A

    NTONIO

    M

    ACHADO

    roverbios y cantares

    «Nosotros, los de entonces,

    ya no somos los mismos.»

    P

    ABLO

    N

    ERUDA

    Veinte poemas de amor y una canción desesperada

    PRÓLOGO

    «Es lo mejor que le puede ocurrir a un tipo, Ambrosio ―dice Santiago—. Creer en lo que dice, gustarle lo que hace.»

    M

    ARIO

    V

    ARGAS

    L

    LOSA

    Conversación en la catedral

    Esta novela, mi primera novela, la comencé una mañana, en agosto de 2019, pensando en escribir sobre la guerra civil española desde el punto de vista de las mujeres que la sufrieron. Al empezar, Victoria Ulloa y María Roldán, sus protagonistas, dos mujeres valientes y decididas a las que yo apenas conocía, se dieron cuenta de que, para llegar a entender cuáles fueron las circunstancias que nos llevaron a aquella barbarie, había que irse más atrás, mucho más atrás. Entonces decidí dejarlas y que fuesen ellas las que lo contasen todo: sus miedos, su ira, su lucha, sus anhelos, sus derrotas, sus amores y desengaños, mientras sufrían los avatares de la parte de nuestra historia que a cada una le tocó vivir, que fueron muchos, aun antes de que comenzase aquella guerra.

    A partir de ahí me dediqué solamente a ir transcribiendo sus vidas, mientras ellas, atareadas en sus propias existencias, me las iban contando, día tras día, noche tras noche. Era realmente sencillo, y sobre todo era fascinante ver cómo me iban abriendo sus corazones, mostrándose tal y como eran, sin guardarse nada, haciéndome partícipe de todo. Hasta que una mañana de invierno frío y húmedo, antes de que rompiera el alba, absorto como siempre contemplando su entereza y su valor, de pronto, se pararon y me preguntaron si no había pensado que tal vez todo eso sucedía porque siempre había estado ahí. Y mirándose ambas, con una sonrisa, me dijeron que en ellas dos había parte de mi vida, que se habían conformado a retazos con los sitios donde yo había estado, con las vidas que yo había vivido, con trozos de todas aquellas mujeres que yo había conocido, y que todas estaban en ellas, así que, por sentido común, ese que tanto les sobra a las mujeres y del que tanto solemos carecer los hombres, las fui dejando hacer su vida, día tras día y noche tras noche, mientras yo solo me dedicaba a pasar a limpio todo, porque, al fin y al cabo, esta novela era enteramente suya. Desde el principio.

    Málaga, abril de 2020

    CAPÍTULO 1. El barrio de las Letras

    El ruido a primera hora de la mañana, justo cuando comenzaba a romper el alba, de los automóviles y los furgones de reparto que pasaban bajo las ventanas abiertas de par en par, mezclado con el de los carruajes tirados por mulas y caballos que todavía se veían por Madrid, le producía sosiego y la hacía sentirse confortable y segura. Esos sonidos siempre lograban convencerla de que todo funcionaba e iba bien, que el progreso continuaba su implacable avance, aunque fuese a pasos lentos en esa España caótica, violenta, inculta y rural que no quería terminar de engancharse al tren de los países civilizados y de Europa, en la que, a pesar de la terrible carnicería que había supuesto la Gran Guerra, todo había continuado progresando y modernizándose. El lechero, descargando en la acera los recipientes de aluminio, con su mandil y su gorra blancos, con el motor de su furgón arrancado, y los suaves rebuznos de la mula que tiraba del carro que abastecía de fruta y verdura a una de las dos tiendas de la calle se habían convertido en la sintonía diaria que, adornada con el coro de los cantos de los jilgueros y gorriones que comenzaban a alborotar en los huecos de los tejados antes de que se viesen los primeros rayos de sol, y con el arrullo quedo de las palomas, la introducía desde hacía muchos años cada mañana en la vida.

    El calor a finales de junio ya había comenzado a ser asfixiante en ese tórrido verano, y siempre había preferido mantener abiertas las altas ventanas durante la noche, para que la ligera brisa que a veces aparecía como de la nada recorriese la casa de una punta a la otra, entrando por las cuatro ventanas del salón y saliendo de nuevo hasta la calle por las de la alcoba principal, cuya puerta dejaba entreabierta para que nada interrumpiese su paso. Recorría el largo pasillo de tonos ocres, adornado con litografías de Goya de la serie de los Caprichos compradas a un anticuario una lluviosa tarde de sábado hacía ya muchos años, tantos que ahora ya le parecían siglos. En ese instante, saber que, después de tanto tiempo, él la esperaba sentado ahí fuera, en uno de los sillones del salón, la hacía sentir que todo, a partir de ese momento y sin ningún género de dudas, aunque con todo el dolor de su alma, comenzaría a ir mejor.

    Despierta, pero con los ojos aún cerrados, iba sintiendo como esos ruidos cotidianos la llenaban y la preparaban para el día que se avecinaba, con todo lo bueno, pero también y sobre todo con todo lo malo, sobre las sábanas de hilo blanco cuyo suave tacto y durante tanto tiempo la habían hecho sentirse tan bien. En el aire aún perduraba el aroma del primer café preparado esa mañana, que flotaba traído por esa misma brisa desde la cocina, situada frente al salón, arrebatándoselo como a ramalazos a través de la puerta que daba al pasillo y dejándolo suavemente a los pies de su cama, como una invitación a levantarse y a iniciar el día. Pero ella se resistía, porque era en esos breves momentos de soledad en la cama cuando hacía acopio de todo el valor que podía para así sentirse fuerte y segura antes de salir y enfrentarse a la vida con la valentía y la serenidad que se esperaba de ella, sin dejar traslucir la debilidad y la pena un instante. Se mostraba completamente vulnerable ante el mundo, ya que sabía que nadie la veía, dejando al descubierto su enorme fragilidad, protegiéndose solo con la seguridad que le confería aquello que la rodeaba, con su cara apoyada sobre la almohada y su melena de color castaño oscuro, que, tapándole medio rostro, impedía que la incipiente claridad le diese de lleno. Ese día, saber que él estaba allí hizo que se levantase y fuese a buscarlo, dándose cuenta de las ganas que tenía de abrazarlo y de que la abrazara, y de cuánto lo quería, aunque había tardado en hacerlo mucho tiempo, años, tantos que parecían siglos.

    Él había insistido en que el piso donde se fuesen a establecer lo eligiese ella, otorgándose a sí mismo solo el derecho a poder decir sí a lo que ella quisiese, y ella, en principio sobrepasada por un encargo que no había realizado nunca, y pensando apesadumbrada que nunca podría llevarlo a cabo, comenzó buscando algo sencillo por Fuencarral, donde pudiesen estar tranquilos en una pequeña estancia de dos o tres habitaciones, sin mayores pretensiones. Pero lo hacía a sabiendas de que de ninguna manera aceptaría su proposición, porque él también insistió en la enorme importancia de la decisión, aduciendo que lo que ella eligiese sería para el resto de sus vidas, y ya que él iba a dejar la casa familiar, por fin y tras tantos años, quería que donde compartiesen a partir de ese momento su existencia, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, y sin la más mínima posibilidad de que lo que Dios hubiese unido pudiera ser separado nunca por el hombre, resultase algo muy especial. Entonces, ella, incómoda ante lo que entendía no sin cierta sensación de culpa como una desproporción en los afectos mutuos que se profesaban y que él parecía no ver, y luego de muchos titubeantes paseos e idas y venidas por la ciudad, eligió uno recién construido que había visto anunciado en el Abc, en la calle García de Paredes, en el número 48, que hacía esquina con Alonso Cano, en el barrio de Chamberí.

    El piso constaba de cuatro dormitorios y un despacho para él, además de un enorme cuarto de baño con una bañera esmaltada de cuatro patas pintadas de dorado que asemejaban las garras de un enorme felino, y contaba también con zona de servicio, como los pisos de la gente pudiente, con la diferencia de que esta incluía un baño propio. A ella lo que más le gustó fue que todo el piso tenía unos altos ventanales dobles que daban a las dos calles y que hacían que diese el sol por las mañanas en el dormitorio principal y por las tardes en el salón, aunque las doscientas noventa mil pesetas que costaba y que a él, que levantó ligeramente las cejas, le parecieron razonables, intentando no entrar en más detalles para no incomodarla, a ella, que tenía un sueldo de doscientas sesenta mensuales, le parecían absurdamente desproporcionadas, pero no mucho más que otras desproporciones con las que se encontraba a diario y contra las que nada parecía que se pudiese hacer, pues era siempre luchar en vano e ir a contracorriente, chocar contra un muro de piedra alto y enorme que la hacía sentirse terriblemente pequeña e insignificante.

    Cuando ella le dijo una fría tarde de sábado de enero frente a una taza de café en el Gijón y mirándolo a los ojos, como sabía que a él le encantaba que hiciera, que creía que por fin se había decidido por uno y que les habían dado una cita, él le rogó que inmediatamente se montasen en el auto y fuesen a verlo cuanto antes, preocupado como solía y alegando que si no iban lo podían perder. Dijo que, si le había gustado tanto y no lo pudiesen llegar a comprar, se arrepentirían el resto de sus vidas, poniendo mientras lo decía un trágico acento. Y se lo dijo sin llegar a preguntarle el precio, porque eso en él hubiese sido absolutamente impropio. Al llegar, aparcaron con facilidad y contemplaron ambas aceras llenas de gente y de tiendas, con una pescadería y una ferretería que tenía como cartel un enorme martillo que se movía con el viento, chirriando ligeramente, y un salón de belleza que él le señaló a ella intentando cogerla de la mano, gesto que ella disimuladamente rechazó, pues las demostraciones públicas de afecto la incomodaban. A pesar de estar ya casi acostumbrado a esos rechazos, nunca dejaba que lo amilanasen para un nuevo intento, impertérrito e inasequible al desaliento en la búsqueda de anular esos fugaces instantes que iban desde el roce de su mano hasta que ella se volvía haciéndole mirar cualquier cosa o cambiando distraídamente el bolso de brazo.

    Entraron en el amplio portal y subieron por las escaleras al primer piso, donde comenzaban las visitas, y mientras ella recorría las habitaciones de altas ventanas que daban a dos calles con el vendedor, que le iba relatando animoso los detalles del suelo, realizado con maderas tropicales traídas expresamente desde la isla de Java, y de las puertas, perfectamente balanceadas y equilibradas, él se fijaba en ella, apenas escuchando vagamente las explicaciones acerca de la forma de pago y de las posibles reformas que otros vecinos ya habían acometido. Y ya absolutamente nada sobre las dimensiones de la zona de servicio, donde podrían instalar a dos chachas sin problema, señora, y que contaba con su propio baño con una bañera esmaltada, «Contemple, señor, que su chacha no podrá tener queja, si eso es posible hoy en día, ya me entiende», aunque ella, en realidad, mientras inquiría al vendedor con detalles que intentasen dejar entrever su interés ante los ojos de él, no dejaba de pensar que la única, patente y fría realidad era que estaba decidiendo cómo gastar un dinero que no era suyo, exactamente igual que aquellas otras mujeres que ella no quería ser.

    Solo se habían vendido cinco de los catorce pisos desde que los finalizaran hacía ya tres meses, y en ese momento había más personas en el edificio de siete plantas recorriendo los pisos vacíos. A los que no estaban ocupados les habían dejado abiertas las puertas para que entrase a verlos quien quisiese, comenzando una coreografía de gente que subía y bajaba, que entraba y salía, sonriéndose al cruzarse, como en un juego de laberinto, como si ya se tratase de verdaderos vecinos que vivían juntos desde hacía tiempo, de una puerta a otra. Las de la izquierda correspondían a pisos de dos dormitorios, y las de la derecha daban a los inmuebles de mayor tamaño, al piso que ella había elegido, lo que causaba tristeza y frustración a los que no podían permitírselos, mientras que las de la izquierda provocaban un mohín de disgusto y de ligero desprecio a los que habían ido a buscar los de mayor tamaño, marcándose ya las diferencias claramente entre unos y otros incluso antes de iniciarse la convivencia, porque siempre ha habido clases y era bueno que se notase.

    Había familias grandes que se dividían para volver a juntarse luego, comentarse cosas y volver a separarse esta vez en grupos distintos, y parejas jóvenes agarradas de la mano que alternativamente miraban los pisos y se miraban entre ellos dulcemente, buscando un refugio donde guardar sus corazones para siempre. También había un rentista desconfiado que lo criticaba todo tratando de que le bajasen el precio y que pretendía comprar para alquilarlo, dos hermanas viudas a las que el caserón donde vivían se les hacía inmenso, y un hombre, bajo y sudoroso y con una enorme barriga, que fumaba un humeante puro, acompañado de una joven con ropas modestas que miraba avergonzada al suelo y que a todas luces era su amante, a la cual le enseñaría ese piso caro o varios, ilusionándola y manteniéndola sumisa y expectante y dispuesta a cumplir sus obscenos caprichos, para terminar no comprándole ninguno, dejándola marcada para siempre ante la sociedad, ante los hombres y sobre todo ante Dios. En un rellano donde se cruzaron, este hombre gordo y sudoroso, repasándola a ella de arriba abajo y deteniéndose en sus pechos antes de hablar, les preguntó tras saludarlos si estaban buscando un piso para sus hijos, sabiendo que era para ellos, intentando hacer pasar por un comentario inocente una tan dolorosa como innecesaria aseveración que la dejó a ella momentáneamente taciturna, mientras ascendían las escaleras tras disculparse y volverse. Le dio la espalda, deseando no volver a cruzarse con él, y esperando que no llegase a comprarle ningún piso a su amante, para no tener que convivir con su tristeza ni con su vergüenza.

    Al llegar al último piso, esa ligera pátina de tristeza apenas perceptible se disipó inmediatamente con el sol y la claridad que daban allí arriba y que todo lo alegraba. Y ya que el edificio tenía un ascensor enrejado con una banqueta de terciopelo rojo y ribetes dorados que circulaba por el hueco de la escalera, entre los dos, y mirándose como hacen las parejas enamoradas, se decidieron por este, donde compensarían el calor del verano con mejores vistas y una atmósfera más pura y más limpia, lejana a la inmundicia que había a pie de calle, donde, por las aceras, se mezclaba andando todo el mundo sin posibilidad de separarlos: los pobres y los ricos, y también las buenas personas y los malnacidos, los cultos y los ignorantes.

    Faltaban dos meses para la anunciada boda, que debería ser el sábado 24 de mayo, festividad de Nuestra Señora María Auxiliadora, y en el piso, los operarios se afanaban en cumplir las directrices dadas por ellos (en realidad, solo por ella), y ese ir y venir de mozos vociferantes y malhablados de camisas sucias y sudorosas la abstrajo unas semanas de todo pensamiento que no fuese su nuevo piso, pues a los mozos y a los pintores que iban haciendo pruebas en las paredes se les sumaban los tapiceros que harían las fundas de los sofás y de los cojines del salón a juego con las cortinas. Y todo mientras atendía las insistentes preguntas de los electricistas, que intentaban ubicar los enchufes para las lámparas sin que ningún mozo tuviese que mover ningún mueble ni ningún pintor tuviera que retocar una pared. Pero a veces había que hacerlo, lo que generaba constantes roces entre los distintos gremios que en más de una ocasión ella tuvo que zanjar situándose entre ambos contendientes y determinando quién era el que ganaba. Se percataba entonces con desesperación de que, indefectiblemente, la siguiente disputa, para evitar un lacerante agravio comparativo, habría de ganarla el otro gremio si no quería ver cubierto de sangre su dormitorio antes de ser estrenado. Ella siempre lo lograba poniendo a trabajar su experiencia, acumulada a lo largo de los años, zanjando disputas entre niños, pues al hablar con cualquiera de los que pululaban por su hogar, se daba cuenta de que su nivel mental y emocional no era mucho mayor que el de los infantes con los que trataba a diario, con la diferencia del tamaño y la agresividad, pero siempre sacaba valor de donde no lo había y lograba parecer, ante cualquiera, serena y segura de sí misma en aquellos momentos en los que se hubiese echado a llorar amargamente, pues nada hay peor que sentirte fuera de sitio.

    De entre las muchas disputas en las que dirimió como juez, aunque también fuese parte, siempre recordaría la peor de todas, aquella en la que un pintor le exigió a un electricista, tras colocar un enchufe, que la pared la arreglara él y que se la dejara como estaba antes, a lo que el electricista se negó. Tras la primera escaramuza de machos sacando pecho y con los brazos ligeramente abiertos y hacia atrás, a la espalda del electricista se colocaron el resto de los electricistas, y tras ellos se colocaron los tapiceros, y tras el pintor agraviado y el resto de los pintores, los carpinteros, todos dándose voces y agitando las manos, insultándose y acusándose de vagos y de poco profesionales. Ella, mientras tanto, se había quedado en el centro del campo de batalla intentando poner calma, invisible y transparente, mientras se iban citando todos abajo, ya que habían dado las seis y había tiempo para una pelea en la calle antes de volver a casa. Hasta que María, cruzándose de brazos, dijo que basta y que ella dirimiría como siempre, y en esa ocasión, mirándolo fijamente a la cara, le dijo al electricista, que era grande, fuerte y malhablado, que no llevaba razón. Este, tomando aire, levantando la cabeza y mirando hacia delante como un enorme toro, mientras María pensaba que iba a explotar y sin saber qué hubiera hecho si hubiese pasado, de pronto la agachó, echando todo el aire que tenía en los pulmones, y dijo que de acuerdo, relajándose todos de pronto y disolviéndose las posiciones de ambos ejércitos hacia sus respectivas trincheras, a la espera de otro ataque.

    Eran esa serenidad y esa entereza lo que lograba provocar un efecto disuasorio entre los hombres, pues los desconcertaba, acostumbrados como estaban a mujeres dóciles y sumisas, tan absurdamente primitivos y gregarios como eran con su gremio, su carnet sindical, su torero predilecto o su equipo de fútbol, porque no había manera humana de sacarlos de ahí, y en esos detalles, que ella consideraba infantiles, se forjaban lazos de amistad para toda la vida, del mismo modo que se creaban odios a muerte.

    En realidad, ella no quería ver que lo que imponía de su persona se debía en partes iguales, por un lado, a su carácter y a su posición social, y por otro, a su belleza, porque esta cuestión siempre había intentado obviarla, pues desde siempre le había parecido injusto a todas luces que las feas y las pobres fuesen mucho más desobedecidas e ignoradas que las guapas y las adineradas. En ese momento, con los nervios a flor de piel, casi agradeció que León, que había estado hablando con el técnico de la radio, distraídamente y sin darse cuenta absolutamente de nada, como siempre, le dijese que irían al Lara, que esa noche interpretaban El mundo es un pañuelo, de los hermanos Quintero, y que les vendría muy bien reírse un poco, sobre todo a ella, y relajarse, porque las obras y tener a tanto obrero en casa la estaban sacando de quicio. «No sé dónde he dejado mi sombrero.» «Lo tienes justo detrás de ti», le contestó ella volviendo a respirar con normalidad mientras se dirigía a la puerta.

    La mudanza de ella fue muy breve, ya que solo contaba con lo que le había cabido en la habitación alquilada de la que disponía desde que acabó la universidad y se decidió a vivir una vida independiente, su propia vida, sola, a pesar de ser una mujer. Vivía en la calle del Arenal, en un enorme piso en el que la propietaria, una vieja de mal carácter que bebía mucho aguardiente y que maltrataba a voces y a golpes a la mujer que limpiaba, casi tan anciana como ella, alquilaba habitaciones a las maestras de la Institución a condición de que no recibiesen visitas masculinas. Esa mudanza incluyó las litografías de Goya que colgaban ahora en el pasillo y que él vio depositadas en un rincón dentro de una caja, dispuestas a ser olvidadas. Insistió entonces en llevarlas y encargó a un mozo que las cargara, a pesar de notar que a ella no le supuso ninguna emoción especial, pero para él habían formado parte de su mundo y de su vida, y con eso era más que suficiente.

    La mudanza y contemplar de pronto que todo su patrimonio, su vida entera, cabía en la mitad de un furgón la sumieron en la tristeza y en negras premoniciones que no tenían un sentido racional, y por eso las apartaba rápidamente de su cabeza e intentaba no hacerles caso. La de él fue aún más breve, ya que no quiso llevarse nada, porque su nueva vida junto a ella quería comenzarla con absolutamente todo para estrenar, como en Domingo de Ramos. Y era cierto, aunque en realidad lo hizo también buscando un inmejorable pretexto ante su madre, a la que dijo que, aunque se casaba y se marchaba, no quería desmontar su pisito de soltero, llenándola de gozo y sobre todo de esperanza ante lo que ella consideraba una puerta abierta a su regreso, un viaje de ida y vuelta.

    Para la enorme alcoba matrimonial, ella había optado por unos tonos sobrios y neutros para las paredes, entendiendo que unos colores alegres y distendidos podrían dar una imagen distorsionada de su carácter que pudieran hacerla parecer una díscola ante su futuro marido. Eligió el blanco y un gris que contrastaban con los pesados muebles de cedro que les habían hecho a medida. El mobiliario lo componían dos cómodas altas con tiradores de bronce sobre las que se situaban fotografías familiares, de él en una con enormes grupos, y de ella en la otra, en la que solo estaban sus padres y su tía, pues no contaba con más familia. El resto constaba de un enorme ropero que llegaba hasta el techo y del que ella disponía de cuatro de las siete puertas en una muestra más de la gentileza de él, además de la cama con cabecero tallado que terminaba con una columna a cada lado con las dos mesitas de noche a juego, cada una con su lámpara de tulipa de cristal opaco redonda cuyo filo imitaba un delicado brocado.

    Él, conocedor ya de su naturaleza poco dada a permitirse lujos personales y caprichos, y menos con su dinero, había encargado también y sin decírselo un tocador con una enorme cajonera en el lado derecho y con un espejo ovalado con dos lámparas incluidas para que ella se maquillase y se peinase sentada en una silla tapizada en cuero gris con un respaldo bajo, para que ni su peinado, ese que se hacía alto y con un tocado, ni su melena, cuando solo se la cepillaba dejándosela suelta, tuviesen con qué tropezar. En esos momentos, él la esperaba pacientemente tumbado en la cama estudiando atentamente el libro que tuviese en la mano antes de calcular mentalmente el tiempo que le quedaría a ella para que le diera tiempo a levantarse, ponerse la camisa recién planchada y terminar de ceñirse la corbata, de pie ante el espejo de la puerta central del ropero, aunque nunca completamente, ya que el último toque debía darlo ella. Miraba fijamente el nudo y fruncía ligeramente el ceño, mientras él estoicamente se dejaba hacer, en un ritual que no había cambiado a lo largo de los años y que a él le encantaba, aunque no se lo dijera, y a ella casi había acabado gustándole.

    Las cortinas damasquinadas con motivos de hojas entrecruzadas eran blancas y enormes, como las velas de un bergantín desplegadas con viento de popa, debido a la altura de los techos, y con un visillo también blanco que las separaba de la ventana y al que a ella le gustaba mirar cómo revoloteaba insistentemente y sin motivo aparente, quedándose quieto de pronto, para comenzar a moverse de nuevo, etéreo, en un incesante baile que lograba embelesarla haciendo que su mirada se perdiera, como tantas otras cosas que a veces miraba sin ver o que solo veía ella, con su cabeza en otro sitio o en otro momento de su vida ya pasado, del que querría acordarse o tal vez olvidar para siempre. Eso solo lo sabía ella, porque él nunca le preguntaba nada, solo la miraba y la quería. Ella seguía siendo una amante de las cosas nimias y de los pequeños detalles, esos que desde niña había aprendido a apreciar por encima de otras muchas cosas, en especial de las materiales, porque había aprendido que nunca duraban. Sin embargo, esas cosas nimias eran las que la habían hecho sentirse especial, aunque no pudiese compartirlas con nadie. Y ese hábito, con los años, se había ido acrecentando, y en silencio, con los ojos cerrados, era capaz de disfrutar de detalles que nadie parecía valorar, además del vaivén de los visillos: el sonido del viento susurrando entre las hojas de los árboles del parque del Retiro, el delicado trino de los pájaros en los tejados o el murmullo suave de las gotas de lluvia en invierno sobre los cristales de las ventanas del salón, que siempre sentía que eran solo para ella.

    De todas las estancias de la casa, a pesar de haber sido ella personalmente la que la decorara por completo, a petición de él y como Dios manda, a la que le dedicó una mayor atención, en realidad, la que ella consideraba como una prolongación de su persona, era la que le hacía de pequeño gabinete y que se situaba junto a su alcoba, puerta con puerta, con las jambas casi tocándose y ocupando ambas todo el ancho del pasillo. Estas dos eran las habitaciones que más alejadas se encontraban del salón, y la elección no fue casual, ya que iban a ser los lugares donde más se necesitara de intimidad y tranquilidad si uno de los dos se quisiese retirar primero en caso de haber visita, o si ella se quedaba escuchando en la radio con Fuencisla La palabra, el programa informativo donde participaba Josefina Carabias, de la cadena Unión Radio, que empezaba a las nueve de la noche, sentadas las dos en el sofá, «¡Ay, señora!, cómo está el mundo, y qué de cosas».

    Ella había elegido la habitación más pequeña, que también era la más cuadrada, aunque con una sola ventana para poner un escritorio, una silla y dos estanterías, todo en un tono de madera clara, donde poder guardar su mayor tesoro, que eran los libros que, unidos a los que le dejó su padre, había acumulado a lo largo de su vida, ahorrando y escatimando en otras cosas sin dudarlo. Había ido escogiéndolos uno a uno, poniendo su alma en cada elección y sintiendo una profunda tristeza por los que dejaba abandonados en las estanterías de la librería por no poder llevárselos, defraudados y rechazados, y por eso no quería que compartieran espacio con los que se situaban en la biblioteca del salón. Los suyos eran más personales. Pensaba que bastaba con ver los títulos para darse cuenta rápidamente de qué tipo de persona era, y por eso prefería que sus libros se mantuviesen a salvo de miradas indiscretas allí en su pequeño reino, miradas que, con un leve repaso, iban a poder intuir qué libros estaban más manoseados y, por ende, habían sido leídos más veces, dejando su persona al descubierto; y eso le hacía sentir mucho pudor e incluso ruborizarse, porque su vida era suya, como su alma y sus penas.

    En las paredes, tal vez también sabiendo que nunca dejaría que muchas personas traspasasen su umbral, se había permitido la pequeña coquetería de intercalar el blanco con anchas franjas verticales de un claro color rosa, que la retrotraían a su infancia y a momentos felices y donde colgaban enmarcadas páginas sueltas de incunables medievales o de ediciones príncipe de Garcilaso o Calderón, además de reproducciones de cuadros y fotografías de distintos tamaños, de entre las cuales, la de María Elena Maseras, la primera mujer en acceder a la universidad en España en 1876, ocupaba un sitio de honor. María Elena era el espejo donde se había mirado a diario desde que tenía uso de razón y donde aún continuaba mirándose y donde quería que se mirasen todas las niñas de España. La mesa, con un cartapacio de color azul claro, siempre presentaba un pulcro orden de papeles y libros, con su máquina de escribir colocada en un lateral, un lapicero metálico lleno y un montón de hojas en blanco. En un extremo destacaba la única fotografía que había sobre la mesa, en un marco de alpaca, regalo de sus compañeros, en la que aparecían sus padres el día de su boda, tan distintos, su madre mostrando una ligera sonrisa, y su padre, serio y circunspecto, contrariamente a lo que sucedía realmente con sus caracteres, aunque nadie lo hubiese sospechado, porque a veces son unos breves instantes fugaces en medio de nuestras vidas los que nos terminan definiendo.

    El resto del escueto mobiliario lo componían un cómodo diván de cuero marrón oscuro, casi negro, con gruesas patas de roble, sobre el que colgaba enmarcado un poema manuscrito y firmado de Federico García Lorca, al que ella le había atado, sin saber por qué, pero pensando que ambas cosas habían nacido para estar unidas, una rosa blanca que colgaba boca abajo en un lateral y que no impedía que se pudiera leer. Junto al diván había una pequeña mesa auxiliar donde dejar el libro que leía en ese momento y una lámpara alta que encendía cuando quería abstraerse y leer cuando ya las sombras le habían ganado al día. A veces leía con las ventanas abiertas a la brisa en verano, y en invierno, con un chal de lana sobre sus piernas, grande y de color granate, tejido por su madre y que guardaba en una caja de mimbre que había junto al diván.

    Era en ese diván donde iba estudiando todas las formas y maneras posibles de hacer que los jóvenes y niños se interesasen por la cultura, los libros y el saber, y donde en su cuaderno iba haciendo anotaciones sobre el dinero que le faltaba para alguno de sus proyectos, y todas las cosas que tenía que hacer al día siguiente, mientras iba intentando aprender de cada libro, viajando por países cercanos y lejanos, atravesando épocas antiguas y modernas, buscando nuevos horizontes sin descanso. Y en otras ocasiones, sintiendo también, profundamente apenada e impotente, cómo madame Bovary se iba hundiendo irremisiblemente en el lodo, sin poder hacer nada para ayudarla, sin poder explicarle lo que estaba haciendo mal y que el camino que había tomado no era el correcto, porque eso no era liberarse ni tomar las riendas de su existencia. Y en otras ocasiones, pensando en su vida, en la pasada, en la presente y en la futura, hasta que su hermoso cuerpo de mujer, de repente, escuchaba el suave toc, toc, toc de la puerta de madera blanca, y entonces este comenzaba a llamar a su alma, que revoloteaba incesante, ávida e incansable, buscando la sabiduría por lejanos horizontes para que volviera. Y mientras esta se acomodaba lentamente de nuevo y un poco a regañadientes dentro de su cuerpo, comenzaba a escuchar como a lo lejos, muy a lo lejos, a la vez que el suave toc, toc, toc, la voz de Fuencisla, que le decía que había sopa de fideos para cenar y que se diese prisa porque se le iba a enfriar y no quería que se la tomase fría, porque eso no era bueno, que su madre se lo decía.

    El gabinete de él también era cuadrado, aunque más grande, y se situaba entre el salón y el dormitorio de invitados de mayor tamaño, y era en él donde solía estudiar sus casos y donde recibía la visita de colegas de profesión que venían a consultarle temas médicos y de los abogados que gestionaban los asuntos de su madre, ya que esta lo había delegado todo en él, y aunque le robaba un tiempo que él consideraba precioso, por nada del mundo la hubiese contrariado. La mesa era de una rojiza caoba que se atenuaba con el enorme cartapacio de color negro que casi la cubría por completo, a juego con el color del cuero del sillón. En sus paredes, una a cada lado, se exhibían dos reproducciones del que él consideraba, sin ningún género de dudas, el mejor pintor de todos los tiempos, los pasados, los presentes, pero también los que estaban por venir, sobre todo viendo lo que se veía, porque León, para sus cosas, era inasequible al desaliento, y siempre, sin levantar la voz ni aparentar estar contrariado, intentaba ante cada discusión zanjar el tema a su favor. A su izquierda se situaba una espléndida reproducción de La fragua de Vulcano, donde Apolo venía a contarle a este que su esposa, Venus, le era infiel con Marte, el dios de la guerra. A él le fascinaba la capacidad de Velázquez de captar la cara de sorpresa de Vulcano ante tan aciago momento, ese que se espera no tener que vivir nunca, justo antes de que, con seguridad, se tornase furiosa e iracunda. Y a su derecha, una imponente Rendición de Breda en la que Justino de Nassau claudica ante Ambrosio de Spínola, entregándole las llaves de la ciudad. Y aunque el primero se tomara como los prolegómenos de una furibunda venganza y el segundo como una victoria en una batalla, bien mirados, los dos eran cuadros de sendas derrotas, aunque él no se hubiese dado cuenta.

    En ese gabinete, junto con sus tratados, era donde almacenaba a su vez toda la documentación que concernía a sus propias vidas, fría y despersonalizada, esa de la que ella, a pesar de los intentos de él, no quería saber nada: escrituras, pólizas, cuentas corrientes y bonos, gélidos papeles grises mecanografiados por personas desconocidas que lo sabían todo de ellos y que podían marcar el rumbo de otras vidas, pero no de la suya, porque jamás lo permitiría. En ese gabinete, ya que le gustaba leer en la cama o en el sillón del salón que había más cercano a la chimenea cuando no estaban ni María ni Fuencisla, pues necesitaba silencio absoluto para leer, las estanterías solo estaban ocupadas por libros de medicina y de derecho, así como de anuarios, pero no había ningún atisbo de libros personales, tal vez intentando evitar dar pistas que lo pudiesen definir, pues él nunca dejaba entrever sus sentimientos, ni ante ella ni ante nadie, ya que le parecía impropio de un hombre, y más de un hombre de su clase, y por eso era perfectamente capaz de parecer amable y distante al mismo tiempo, de parecer simpático y lejano a partes iguales.

    Bajo la cara de indignada sorpresa de Vulcano, y dado que él era un hombre de gustos clásicos, en vez de una radio, artilugio que él consideraba excesivamente moderno, había un gramófono traído de Inglaterra con una enorme corneta dorada que a él le gustaba que siempre reluciese hasta que casi pudiese usarse de espejo. Era un HMV, pero no precisamente un último modelo. En él, en pesados discos de pizarra, escuchaba cuartetos de Beethoven, sinfonías de Haydn o música francesa de compositores más modernos como Ravel o Debussy, elegidos de la amplia colección que poseía y que guardaba celosamente en dos aparadores situados a los lados del gramófono en un riguroso orden alfabético que Fuencisla se empeñaba en deshacer sistemáticamente, sumiendo ambos aparadores en el caos; pero a él aquel desorden había terminado gustándole, aunque jamás se lo reconociera, ya que le obligaba a mirar los discos de nuevo, uno a uno, y a recordarlos mientras los tocaba con sus manos, pasándolas suavemente por el filo antes de volver a guardarlos, tarareando mentalmente sus piezas preferidas y recordando momentos.

    Esos discos, sin que él se percatase, permitían conocerlo aún más de lo que él hubiese deseado, más que si de libros se tratara, pues si los libros son capaces de hablar de nosotros, la música abre por completo el alma, por lo que era capaz de dejar ver con toda claridad los sentimientos que le afloraban en ese momento, dejándolo desnudo ante el mundo, aunque estuviese escondido tras la puerta y pensándose a salvo de todo, sintiéndose melancólico cuando escuchaba el Claro de luna de Debussy, furioso si sonaba la Quinta sinfonía de Beethoven, profundamente triste si era alguno de los nocturnos de Chopin el que lo acompañaba, desconcertado al escuchar Gnossiennes de Satie, o decidido a todo si lo que sonaba era la Suite para orquesta n.º 1 de Johann Sebastian Bach. Pero León, ante la más mínima insinuación por parte de alguna de ellas dos, aseveraba que la elección siempre era completamente aleatoria y que absolutamente nada tenía que ver con su estado de ánimo, y que la música simplemente le permitía concentrarse más y abstraerse de los mundanales ruidos que lo podían importunar en sus importantes tareas.

    Aunque Fuencisla no conocía a los autores, ni mucho menos los nombres de las composiciones, como a fuerza de escucharlas sí reconocía las melodías, y, a fuerza de verlo salir tras escuchar una determinada música, también reconocía su humor, para preparar a María y para adelantarle su encuentro, se acercaba por detrás y al oído le susurraba: «Señora, me parece que hoy anda el señor encorajado, porque ha puesto esa del tatatachán», refiriéndose al inicio de la Quinta sinfonía de Beethoven, o «Me parece a mí que hoy el señor tiene la pena colgando, porque ha puesto la del piano esa que se toca despacito y hace tititititititín», definiendo certeramente, sin que hubiese la más mínima posibilidad de equivocarse, el Nocturno 3.º, opus 9 de Chopin. María tenía que reprimir una carcajada ante sus ocurrencias y su peculiar pero práctica capacidad de síntesis.

    Esto hacía casi más feliz a Fuencisla que a la propia María, a la que ella intentaba cuidar y mimar como si se tratase de su propia madre o de su hermana mayor, de cualquiera de su sangre, y por la que hubiera matado sin dudarlo un solo instante a quien hubiese intentado hacerle algo malo. Siempre la miraba de reojo, la observaba, la vigilaba, porque, aunque sabía que jamás podría, en sus sueños quería ser como ella. A veces, en su cuarto, en el que podrían caber dos chachas, cuando se quedaba a solas, se sentaba como ella y la imitaba con un libro en la mano, sintiéndose muy importante.

    El salón era espacioso, con sus cuatro ventanales altos, y estaba dividido en dos. En la parte de estar, pegada al despacho de León, había un sofá grande y dos sillones a juego, uno a cada lado, en cuero negro, una mesa central y otras dos auxiliares, una entre cada sillón y el sofá. También había una estantería haciendo esquina contra la pared que daba al pasillo, llena de libros comprados por él. Y luego había otro sillón individual entre una de las ventanas y la chimenea, que era el que usaba León para leer y junto al que se situaba la mesita donde estaba la radio. En el extremo opuesto se encontraba el comedor, donde había una mesa de roble con enormes patas talladas y ocho sillas también talladas a juego, con asientos y respaldos en cuero negro, a juego con los sillones, y un mueble en la pared que lo separaba del pasillo donde se guardaban la cubertería de plata, regalo de la madre de él, los manteles de hilo bordado por las Hermanas Franciscanas Descalzas, la vajilla de porcelana y las servilletas de seda, así como otros signos de gente de bien que los distinguía del resto de las personas menos mundanas y que solo veían la luz cuando había visita y él le sugería a María que le pidiese a Fuencisla que sacara lo mejor.

    Los otros dos cuartos los habían dejado como habitaciones de invitados, y nunca entraba en uno de ellos, el más pequeño, que era el único que daba a un patio interior y que no le gustaba a María porque le traía recuerdos que prefería olvidar y que terminaban sumiéndola en la tristeza; sí, en cambio, en el más grande, que se situaba entre el gabinete de León y el dormitorio principal, y que utilizaba para dormir sola en esos días que tienen las mujeres y en el que a veces, a pesar de que detestaba mentir por naturaleza, y mucho menos a él, intentaba quedarse un par de días más de los necesarios, uno al principio y otro al final, con lo que la mayoría de las ocasiones, la satisfacción y la tranquilidad de dormir sola se veían neutralizadas por el leve poso amargo que le dejaba la sensación de haberle mentido. Sobre todo, porque sentía que se estaba mintiendo a sí misma, provocándole esas encontradas sensaciones un cierto desasosiego que había comenzado a aprender a llevar, porque él no se merecía una sola mentira, y de ella menos que nadie. Pero nada de eso hacía que intentara cambiar ni que quisiera dejar de hacerlo, porque era su vida, y hacía años que había decidido que su vida era suya. De hecho, muchas parejas aún mantenían la antigua costumbre de dormir en habitaciones distintas, que era mucho peor. Y cuando por fin salía de su retiro mensual y se reincorporaba a la cotidianidad de su vida diaria, ella lo hacía notándosele, pues lo hacía con una normalidad que se notaba fingida, mientras que él pasaba página rápidamente con su habitual espíritu práctico de no echar de menos ni quejarse por las cosas que se habían ido y que, por tanto, ya no se podían cambiar.

    Donde sin embargo sí solía entrar a todas horas sin ningún tipo de reparo, aunque resultase incorrecto a la mayoría de las mujeres de su posición, al menos de la manera en que ella lo hacía, era en la cocina, alegre, amplia y luminosa, donde había mandado instalar dos modernos fogones de gas de dos posiciones, una con un fuego más fuerte y la otra con uno más flojo, que Fuencisla aún miraba con desconfianza. Allí, a María le encantaba el ritual de prepararse ella misma un café, como aquellos que se tomaba con su padre y que él mismo preparaba mientras le relataba minuciosamente todos los pasos que debían ejecutarse para ello, mezclándolos con frases de Niebla de Unamuno ante su atenta mirada.

    Otras veces se preparaba un también muy literario té de esos que contaba que le gustaba tomar a Jane Austen su sobrino James Edwards en sus memorias, en una preciosa tetera inglesa, y que se bebía allí mismo en la mesa pintada de blanco con sillas de enea en un intento de que nunca se le olvidaran sus raíces ni llegase a perder las perspectivas y que eso la hiciese sentir que había cambiado de clase social y que empezase a mirar desde arriba a los de abajo, traicionando aquello por lo que tanto luchaba y por lo que iba a seguir luchando, porque esa lucha tenía su precio. Y verse allí sentada en la cocina, sola, en completo silencio o escuchando lejanos los sentidos canturreos de Fuencisla, toda pasión, contemplando quedamente la alacena llena de platos y vasos y fuentes impecablemente ordenados y limpios, la hacían pensar que ese orden debería poder trasladarse sin ningún problema a cualquier tipo de situación, fuese la que fuese, aunque se tratase de personas en la vida real.

    Desde el principio recordaba como todo le había parecido exagerado, y muchas de las cosas con las que convivía, hasta innecesarias, porque ella se había criado en un pequeño piso con sus padres con dos pequeños dormitorios y un pequeño saloncito con un minúsculo balcón que daba a la calle que no se podía pisar, pues estaba a punto de desplomarse. En el salón solamente cabían una pequeña mesa redonda con cuatro sillas, que utilizaban para comer, y dos sillones con una mesita entre ambos, para estar juntos y leer o contarse cosas, y en una esquina, una mecedora, en la que se sentaba María y en la que se balanceaba imaginando, con sus ojos cerrados y una preciosa sonrisa, que volaba.

    El dormitorio de sus padres también daba a la calle, dando el de ella a un lóbrego patio interior donde pugnaban en enconada lucha los olores provenientes de las distintas cocinas que también daban a ese patio por sobresalir por encima del resto, venciendo a veces las coles y otras las berzas tras haberse batido embravecidamente con las tripas de ternera hasta el punto de casi perder la contienda. Mientras ella, flotando por encima de todo aquello, por encima de los olores y de las oscuras manchas verdinegras de humedad que rezumaban de la pared, del frío del invierno y de los estertores tuberculosos del anciano del tercero, soñaba con el colegio al principio, y luego con la universidad, bajo la mortecina luz de la lámpara de su habitación, lúgubre, triste y amarillenta, pero que le bastaba para leer todo aquello que caía en sus pequeñas y delicadas manos.

    María llevaba siempre un libro en aquellas pequeñas manos, de la misma forma que llevaba siempre una poesía en su corazón, un buen pensamiento en su cabeza o una sonrisa en su cara, como si no fuese posible ir de otra manera, como si fuese lo más natural del mundo, y, sobre todo, pensando que todo el mundo hacía lo mismo que ella, con su impecable uniforme color azul marino, camino del Instituto Escuela de la calle Serrano donde su padre impartía clases de Lengua Española y Literatura y la había matriculado, y donde desde que pisó aquella primera clase en el primer día de colegio de su vida sintió que estaba en su sitio y que era ahí donde quería estar, con una inmensa e infantil emoción llena de curiosidad y ajena siempre a todo lo malo.

    Aquella mañana de finales de verano, cuando tras despedirse, dándole un beso y regalándole una sonrisa, su padre se marchó con el resto de los profesores y la dejó en la fila, María miró desde abajo, delante de la puerta grande y alta, a doña Severina que recibía a los pequeños uno a uno. Les iba dando los buenos días con una sonrisa, instándolos a que hiciesen lo mismo y a que se sintieran cómodos, hasta que llegó su turno y también se los dio a ella, que sonrió azorada pensando que entraba en el cielo. Ya dentro, se sentó en un viejo pupitre de madera con las esquinas astilladas y con una tapa que se levantaba con un graznido como de puerta de un castillo para guardar sus cosas, que doña Severina le había señalado con el dedo. Este primer pupitre lo compartió con el primer compañero de su vida, un niño de pelo ensortijado y gafas llamado Braulio, que siempre recordaría con la vivaz persistencia de la memoria con la que cuentan los niños y en cuyo recuerdo se mezclaba flotando el olor a desinfectante, a regaliz, al sudor de los juegos al salir de clase, a pan blanco y a los lápices recién afilados con los que comenzó a trazar sus primeras palabras: papá, mamá, maestro, niño, cielo.

    Por las mañanas entraban a las nueve, y a las doce salían para ir a comer a sus casas; luego regresaban a las dos y salían a las cinco; las clases eran de lunes a sábado, y no había recreo, solo juegos y carreras a la salida de clase, una enorme pizarra de color verde donde con una tiza los profesores les iban dando vida a garabatos que se convertían en las palabras que llenaban los libros, y una ilusión enorme y gigantesca por aprender, con sus ojos negros abiertos como platos mirando a aquellas mujeres que no estaban en sus casas despeinadas y sucias lavando los suelos con un trapo, sino peinadas y limpias, recibiendo a los pequeños en las puertas de cada clase y enseñando a aquellos niños y niñas a ser, sobre todo, mejores personas. Y así, doña Andrea, doña Severina o doña Blanca, esta última tan joven y tan guapa, pasaron a ser las heroínas de sus sueños, aquello en lo que ella se quería convertir, pasase lo que pasase, ocurriese lo que ocurriese; era su motivo para vivir.

    Cuando llevaba dos semanas y todavía embriagada de la emoción, una mañana, al salir a las doce, debajo de uno de los árboles, mientras esperaba a su padre, vio a dos niñas jugando a esconderse. Una de ellas era en realidad

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