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Una Prueba de Vida
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Una Prueba de Vida

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Una prueba de vida.  Guillermina Quindós


 


Prueba de vida es el retrato de un secuestro y su microcosmos. Guillermina Quindós con pluma precisa y manera sorprenderte, va desvelando el estado de conciencia de cada uno de los personajes de esta novela. Mantiene al lector en una constante tensión y guarda un tono emocional con una crudeza que quita el aliento. Los personajes se desnudan con fortaleza y valentía ante el lector, despojándose de adentro hacia fuera, para ofrecernos una prueba de vida.


-Grace Salas


 


Prueba de vida es el relato sobre la terrible decadencia que sufre el estado de derecho de nuestro querido México, la escasa justicia con la que estamos los ciudadanos , y la gran impunidad que disfrutan los criminales. Dos escenarios paralelos sobre la misma historia: el camilo, la víctima, enclaustradao en un miserable en un miserable agujero bajo tierra, y de María su esposa, y sus dos hijos. Prueba de vida es un suceso estremecedor que te lleva a producir adrenalina dese el primer contacto, pero también una hermosa historia de amor.


-Fernando García Suárez


 


La autora expone magistralmente en esta obra, los momentos de tención y desalación que vive Camilo, y los lagos días de zozobra, impotencia y temor de María y sus dos hijos, Gabriel y Alelando, este ultimo, el negociador y el encargado del la entrega del botín para el rescate, un papel desgastante y abrumado. Desnuda la corrupción que hay en México y los pensamientos de los secuestradores y de las autoridades. El grito de Camilo, despojad de victimización, puede abrir consecuencias. Mexicanos tenemos que hacer algo con la perversidad que se a apoderado de nuestra nación.


-Ricardo Lelo Larrea

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jul 2021
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    Una Prueba de Vida - Guillermina Quindós

    No es necesario que salgas de casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.

    Franz Kafka

    El universo entero te pertenece. Encerrado entre tus cuatro paredes, usa tu imaginación, sal un poco, paséate, visita tu herencia. Posees un dominio vasto, inmenso, inacabable. Ven conmigo, mira lo que es tuyo, todo eso que ves te conforma: esos bosques, esos lagos, esos ríos, esas estrellas… tu corazón, tu intelecto, tu alma, tu espíritu… ¿No ves que eres extraordinariamente rico y libre? Nadie te lo puede quitar, nadie puede robarte tu paz. ¡Mírate y aprecia tu belleza!

    Me siento atrapada en un paréntesis; nada de pasado, nada de futuro. No deseo desaparecer estática, mientras veo la vida morir a mis pies. El mundo parece seguir su curso habitual, del mismo modo que, en los casos extremos en los que la vida está en juego, se sigue viviendo como si nada pasara y, de pronto, de la aparente nada surge una historia que conforma una nueva historia. La mañana del seis de junio, cambió la nuestra, se desató un infierno más de los muchos que, por desgracia, ocurren en nuestro país.

    Hay experiencias que marcan nuestra geografía. El secuestro de Camilo, mi marido, selló la nuestra. Sin duda, una nueva etapa en esta vorágine de supervivencia. Nuestra vida se impregnó de aquel olor. ¿Acaso el sabor se olvida? Aún se aparecen los recuerdos brumosos. La impronta que nos dejó la experiencia, se empeña en recordar la zozobra de esta violación, una fractura a nuestra intimidad.

    Lo tuvieron como una rata en un hoyo subterráneo, una diminuta mazmorra de un metro cuarenta de altura, en donde ni siquiera podía estirar las piernas, y su metro ochenta y cinco de estatura, no le permitía enderezarse. El agujero sudaba. El calor se filtraba por esas tapias húmedas que creaban un ambiente asfixiante. Como a un despreciable animal lo embutieron en esa maldita neblina pestilente atestada de bichos que tomaron como alimento su piel. Humedad, herrumbre y un sofocante calor. Como un faquir mortificando su cuerpo, tirado sobre una alfombra de piedras, traducía su vivencia en un pensamiento positivo que lo llevara a comprender el porqué de la experiencia, para qué esta desgarradora historia.

    Tuvo que someterse a los términos horripilantes que dictan los opresores al subyugar al dominado. Se perdió dentro de sus propios recovecos y construyó con su imaginación una burbuja, un mundo encapsulado y paralelo. Hizo un viaje oscuro y tenebroso a través de su propia historia. Saltó al vacío. Aprendió a darle valor a la vida que lo acompañó durante esos cinco días y estableció una entrañable relación con ese micro universo. Todo tomó sentido; en el mundo divino no hay nada que no tenga razón de existir.

    Camilo es bondadoso e indulgente, lo que le evita guardar veneno en su alma. Su sentido de humor lo hace ser, además de inteligente, poco común. Lo caracteriza esa virtud de sacarle chispa a las cosas que le suceden, por más trágicas que puedan resultar; de desdramatizar y relajar las situaciones difíciles, evitando poner el acento en la desgracia y arrancarle una carcajada hasta a las piedras. Esta habilidad de encontrar un pequeño hueco por donde escapar de las situaciones que lo atrapen, es una de sus fortalezas.

    Habitamos en un mundo absurdo, absolutamente irrazonable. Vivimos en un país que agoniza bajo nuestra responsabilidad. Nos hemos encargado de crear nuestra propia destrucción, nos quejamos y no hacemos nada para evitar la monstruosidad. Hemos construido una pseudo democracia basada en el individualismo, la corrupción y la desigualdad. Vivimos en un país sin justicia, en donde reina la impunidad y lo único que importa es el dinero; un país donde las leyes no se cumplen y, para obtener poder, la gente es capaz de matar. Una sociedad marcada por la violencia que profana lo más sagrado de la vida: la libertad.

    México está entre los países del mundo donde ocurre el mayor número de secuestros por día. Sobresalimos también como uno de los primeros lugares de muerte y torturas a las víctimas que oponen resistencia o, simplemente, no cumplen con las cifras, los tiempos y condiciones exigidas. Por si fuera poco, ostentamos la gracia de ocultar la información al respecto para minimizar su gravedad. Nadie está libre de sufrir un daño de este tipo. Las grandes ganancias que se obtienen de los secuestros en el país, han hecho que en corto tiempo éstos se conviertan en toda una industria.

    Vivimos a la intemperie, desguarnecidos, sin techo que nos proteja, ni cobija que nos cubra de las balas. Todos los días tenemos noticias relacionadas con la corrupción, con los engaños, las burlas y las mentiras de nuestros políticos. A diario escuchamos sobre muertes, extorsiones y secuestros llevados a cabo por el crimen organizado y sabemos, también, que lo hacen en contubernio con algunos de los seres despreciables que nos gobiernan. ¿Cómo podemos sobrevivir así? La mente, para protegerse, lo vive como ficción hasta que un día, el engendro nos alcanza.

    El que utiliza el miedo para conseguir su fin es el más perverso e infame de los villanos porque trastoca el orden superior. La pena por convertir al ser humano en mercancía, hacerlo materia del terrible regateo vil y cruel y someter a la familia a esa aflicción, debería ser perpetua. Miserables canallas, ladrones del tiempo y de la paz.

    Cavar en el vacío es tarea ardua; intentar extraerle algo, en todo caso la emoción, es una empresa casi impensable. Quise fotografiarlo y se me veló la imagen. Imposible entrelazar caligrafía e incertidumbre; la ansiedad descoloca la mano y deja el lienzo en blanco. Cuando sucedió, garrapateaba en el aire palabras para no indigestarme, una manera de liberar la presión. Me paralicé, no podía escribir, no podía dibujar, entré en el reino de la nada.

    El secuestrado no solo es un producto al que ellos le marcan precio, es también el objeto de placer que les da el ejercicio del poder. Maldito cáncer, detestable escombro social. Ya contaminada la sociedad, en un mundo en el que reina la pobreza, el aire mal oliente los obliga. Drogados, pierden su voluntad.

    Sin duda tendremos que hacer algunos retoques a nuestras vidas. Al expresarme hoy a través de estas letras, pretendo que mi memoria traspase su frágil velo y libere al horror. Busco que no quede huella que carcoma al corazón y que sirva también de alerta para aquellos que niegan la posibilidad.

    La experiencia nos dejó la encomienda de cuidar la emoción, hacer consciencia de este mundo tan desigual, vigilar el pensamiento y resolver el pasado para evitar que éste nos vuelva a alcanzar. Cualquiera en este país puede tener un ataúd por cama. Que no quede en el olvido este cruel infortunio, un episodio más de la barbarie y el caos en los que nuestro país se marchita.

    La muerte se acerca/ nos vulnera, / nos recuerda que somos/ la vida y el sueño. Cuando la muerte su sombra asoma/ anuncia que/ el tiempo se agotó/ que ha llegado la hora de preparar el adiós. Cuando la muerte/ nos toca el corazón, lo rasga, / lo descuartiza / para hacernos comprender, / que/ no existe diferencia/ entre este mundo y el otro. La muerte anuncia/ que somos consciencia de tránsito/ que somos memoria/ y que somos también/ el instante mismo.

    Caminé durante más de 9 horas, dos de ellas con un gorro negro tejido que me cubría la cabeza y la cara. Subíamos y bajábamos por valles y crestas, en un andar lento y tambaleante. Cruzamos una acequia maloliente, tal vez un pequeño riachuelo, y pasamos también a través de un río cuya agua me cubría las piernas hasta las rodillas. Sentí un tremendo alivio cuando se me mojaron los pies. Como no podía ver, me caí tres veces, me lastimé la rodilla y la pantorrilla y seguimos caminando hasta que mi espalda tronó. Un mes antes había iniciado una de mis lacerantes crisis de ciática, esos terribles dolores que me paralizan.

    Por esos días estaba en una terapia semanal para rehabilitar la columna. Jugando futbol a los 18 años, me fracturé el tobillo. En aquel entonces, me insertaron un par de tornillos en tibia y peroné, pero el tobillo nunca se rehabilitó. Con los años he perdido el cartílago articular y ahora, al caminar, roza hueso con hueso. A causa de esa lesión, y por la tendencia natural del cuerpo a compensar el dolor, la espalda se me volvió a desajustar.

    Mi tobillo comenzó a hincharse, los zapatos que llevaba no me lo sostenían y el dolor que me causaba me impedía avanzar con agilidad.

    —¡Aguas! Tenga cuidado, don, agárrese recio —dijo uno de los secuestradores al ver que me estaba cayendo—. ¿Qué toma para el dolor? —preguntó.

    —Tomo Doloneurobión —le contesté, fastidiado.

    —Yo traigo una pastilla —y extrajo un comprimido de un bolsillo de su pantalón —la checó e insistió—. Esta pastillita es de esas, tómesela, don.

    —Ahorita no, mano, al rato, si no se me calma el dolor te la pido.

    Esos hombres que me escoltaban me confundían, parecían sentir compasión o quizá simplemente tenían que cuidar su mercancía, no lo sabía.

    Llevábamos dos horas caminando por terrenos escarpados. El gorro que me cubría apenas me permitía respirar e impedía la visibilidad, generándome aún más torpeza, hasta que, en la enésima caída, no llevé la cuenta, les pedí a mis raptores que me destaparan y que ellos se cubrieran la cara para que yo no los reconociera después. Los que me ayudaban a caminar me soltaron de inmediato para colocarse sus pasamontañas, y los otros tres, casi al unísono, hicieron lo mismo. Finalmente, y para mi fortuna, me liberaron de esa primera oscuridad. Dos de ellos se cubrieron con gorros de caretas blancas, una con el rostro impreso del Guasón y no logré definir a qué personaje reproducía la otra; una mezcla de imágenes sin identidad en este mundo neoliberal.

    Por fin pudimos avanzar con mayor fluidez. Caminaba y me movía por terrenos poco hollados e inhóspitos, y mientras me alejaba, mi corazón se llenaba aún más de zozobra. Sentí cómo la fatiga avanzaba en mi cuerpo, percibí que había transcurrido todo el tiempo del universo. Me hice consciente de mis huesos y del miedo. Me dijeron de pronto que a Nacho, el amigo que me acompañaba cuando nos emboscaron, lo habían liquidado allá mismo, pero que a mí no me harían daño si cooperaba.

    El alma se me bajó al piso, experimenté un terror pánico en forma de helado soplo seco directo en la nuca: un golpe fulminante. Sentí nausea y mareo, y me tuve que detener para no desplomarme. Lloré aquella muerte en silencio. No podía ni imaginar el sufrimiento de Nacho. ¡Qué crueldad, qué sadismo! Empecé a respirar agitadamente, tanto que el gordito me preguntó que si me encontraba bien.

    —¿Pos qué pasó, don? —me dijo el que guiaba al grupo—. Ándele, camine más aprisa, no se achicopale. Apúrese, no vaya tan lento; ora sí que usté ya se agüitó.

    La manera tan fácil en que pasaban los secuestradores de la indiferencia y la frialdad a la compasión, me tenía desconcertado.

    Presenció la forma en la que el crepúsculo trastornaba al día , un momento de dolor al ver el nacimiento de la incertidumbre. Hay frases que inevitablemente perforan las entrañas. Se tranquilizó e intentó borrar la imagen de su amigo acribillado a balazos. Se espabiló y se dio cuenta de que, ante lo inmediato, derrumbe y recuperación pueden suceder de forma simultánea, un asunto de supervivencia; respiró profundo y siguió caminando.

    Durante el trayecto me percaté que uno de los cinco que me custodiaban desapareció. Les hice notar su ausencia y acordaron esperar. Veinte minutos más tarde nos encontró.

    —¿Qué te pasó güey? —le preguntó el que parecía guiar al grupo—. ¿Ontavas? ¿te atarantaste, güey?

    —Pos… sí —contestó— ustedes se jueron y yo me nortié. Nomás me agache pa´ marrarme la agujeta de la bota para no darme un ranazo. Desde en denantes, me estaba ganando y aproveché pa´ mear. Cuando devisé, ya no los ví.

    Esta vez decidieron consultar su brújula para poder llegar al sitio previsto sin extraviarse. Tres caminaban detrás de mí y los otros dos lo hacían a cada uno de mis lados, para de vez en cuando tomarme del brazo y auxiliarme.

    —Ai´stese —me dijo el que tenía voz de niño—. Ahoritas lo voy a ayudar.

    Mis zapatos ya estaban cansados. Espiaba de soslayo intentando adivinar en dónde nos encontrábamos. Me di cuenta de que andábamos cerca de un poblado, ya que a lo lejos pude leer un letrero que decía: Ejido Colegio Morelos… ercedes …

    —No voltee —me dijo bufando y mostrándome su arma el mandamás.

    Conforme avanzábamos me fui deshaciendo de las cosas que cargaba: mi memoria USB con toda la información personal y de mi trabajo, y también las llaves de mi casa. Al darme cuenta del peligro de traerlas conmigo me estremecí y aproveché un par de caídas para hundirlas en la tierra del monte, en donde seguramente hasta siempre se quedarán.

    Atisbé de reojo. El comportamiento de uno de uno de los fulanos llamó mi atención, jugaba como niño. Con la pistola apuntando al horizonte y como si estuviera tras una presa, hizo tres falsos disparos al vacío con el sonido que salió de su boca: ¡Pau, pau, pau!. Un segundo antes escuché el clic—clic del gatillo y me percaté de que la bala no había entrado a la recámara. ¿Serán armas descargadas las que portan? Sin duda no seré yo el que lo averigüe; son cinco y, aún sin municiones, con este cuerpo lastimado y en medio del cerro y perdido, es imposible que me les pueda escapar.

    De ahí siguió el difícil ascenso, complicado por mis zapatos de calle que resbalaban sobre la alfombra que formaban las hojas secas color marrón y ocre de los encinos. Mi tobillo reclamaba agua fría para desinflamarse.

    Tras inenarrable esfuerzo y reiterados resbalones, por fin llegaron. De golpe cayó la tarde, se detuvieron frente a un descampado donde antes hubo siembra. En el último tramo transitaron entre cartuchos vacíos de escopeta, Camilo, al observarlos, volvió a sentir que le hervía la sangre y el corazón le rebotaba descontrolado. Experimentó un retortijón. El olor a mierda humana en los barbechos recién abandonados, rastrojos de la condición humana, le provocaron una arcada. Fijó la vista en unos buitres, necrófagos nada melindrosos que sobrevolaban en círculo, y se preguntó si no tendrían la capacidad instintiva para reconocer la carroña de la estupidez de la gente. Tenía la boca seca, y a pesar de que sudaba, sentía escalofríos.

    Llegamos a una explanada, un campo calizo, una planicie desnuda rodeada de árboles frondosos con tan solo un par de rocas y un tronco, en el cual, después de más de nueve horas de caminar, por fin me senté.

    —Qué aguante tiene, don, parece que a uste´ también lo entrenó la milicia —me dijo el más chaparrito de los sujetos, creo haber escuchado que le dicen Chinto.

    —¿Cuánto dinero crees que pague tu familia por tu rescate? —preguntó el que parecía guiar al grupo.

    —Por cierto, don —intervino el gordito—, al ruco no nos lo echamos, lo dejamos ir pa´ que vaya a avisarle a tu vieja.

    Hay frases que le regresan su química al cuerpo y ésta, sin duda, fue una de ellas. Respiré hondo y expiré el aire hasta vaciar los pulmones. Se me escapó el agobio a través de una tímida sonrisa.

    —¿A qué vinistes a Palpan?

    —A comprar mezcal —les dije.

    —Entonces, don, de ahora en adelante serás el Mezcalero.

    Oscureció. Durante el camino intenté vanamente arreglarme con ellos, pensando que éste era un secuestro exprés. Les pedí que me llevaran a un cajero bancario automático para sacar veinte mil pesos, a lo que hicieron caso omiso. Una banda de canallas vomitados por el infierno no siente compasión, un ejército de cobardes que son capaces de matar por droga, o para impedir que los maten, no se tienta el corazón.

    Estando en la explanada intenté negociar de nuevo con esos siniestros hombres y les pedí me dijeran qué era lo que esperaban.

    —Ya va a llegar el patrón. Ya merito. Ahoritas anda con el candidato, pero ya no tarda. El jefe trabaja por cinco millones de pesos —me dijo el que llevaba la careta del Guasón —, es posible que te lo pueda rebajar —su voz se escuchaba metálica.

    Es una lana —pensé.

    Se me diluyó la sonrisa de amabilidad y me quise morir. Infames asesinos protegidos por la vista gorda de un gobierno corrupto. Una corriente eléctrica me cruzó por todo el cuerpo, sentí que el rostro se me ponía rojo y que mi cabeza hervía mientras daba vueltas. ¿Qué voy a hacer? Es muchísimo dinero. Me sentía atosigado.

    Los imaginé satisfechos y orgullosos diciendo: Patrón, hoy nos fue a toda madre, hicimos un buen trabajo, conseguimos requetegüena mercancía.

    Intenté reponerme. Me levanté, me acuclillé y me sobé la nuca. Un escalofrío me invadió y enfrió de nuevo mi piel: el sistema nervioso pidiendo auxilio. Una cifra imposible de conseguir —pensé—. ¿Qué harán conmigo?

    Guardamos un largo silencio, sentía la acidez de mi saliva y un dolor a lo bestia en la espalda.

    —¿Ya no le duele, don? —me dijo insistente el chaparrito.

    —Si mano, dame la pastilla —le contesté.

    Espéreme tantito, don. Me dio una botella con agua y fingí que me tragaba la píldora, pero la aventé tan lejos como pude.

    Tenía un hambre de los mil demonios. Me ofrecieron de cenar. La falta de comida se había convertido en un doloroso agujero, no había probado bocado en todo el día y mi estómago lo agradeció. Sentía tantas ansias por comer que ¡boca para qué te quiero! Me trajeron frijolitos negros, queso en salsa verde y agua natural.

    ¡Muy rico! Tiene que haber un poblado muy cerca —pensé—, las tortillas vienen muy calientes.

    El aire se enrareció. Acabábamos de cenar, permanecíamos extenuados y en silencio. Pensaba en la vida y en la muerte y me serenaba al saber que Nacho estaba vivo.

    Habían pasado ya muchas horas y con tan solo imaginar el sufrimiento de María y de mis chavos, me angustiaba. Mentalmente les decía que estuvieran tranquilos, que yo estaba bien; y al decírselos me lo repetía a mí mismo. Las nubes negras cubrían la noche creando un ambiente lúgubre y tenebroso. Comenzó a oler a tierra mojada y mi cuerpo lo agradeció; todos los seres vivos clamando por agua. Advertí que de mi espalda se liberaba calor y con él la tensión.

    Por fin llegó el mentado patrón de sopetón. Iba acompañado por

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