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El hijo del viento blanco
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Libro electrónico456 páginas6 horas

El hijo del viento blanco

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La urdimbre y la trama de esta nueva novela de Derzu Kazak se afirma en una conjetura difícil de consentir: ¿Qué sucedería si un país sudamericano tuviese un Presidente absolutamente honesto?
Tal como se presenta actualmente el mundo de la política, donde la corrupción impera en casi todos los estamentos del Estado, la honestidad es un traspié genético que debe eliminarse. Nada es lo que parece en el ámbito estatal, y menos en el macroeconómico, engendrando confabulaciones y planes perfectos que el destino se encarga de mandar a baraja, urgiendo otros planes tan efímeros y cambiantes como la condición humana.
Un devenir de acción y de intriga a nivel planetario, con la presencia de mafias, corporaciones supranacionales ávidas de oro negro y "negocios redondos", sicarios y comandos de élite, mantiene al lector sin resquicios para intuir el desenlace.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2020
ISBN9789878708720
El hijo del viento blanco

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    El hijo del viento blanco - Derzu Kazak

    Argentina

    Capítulo 1

    Condorhuasi - Andinia

    Terminaba el primer día de agosto en un espacio que los incas bautizaron Qulla suyu, tierra de los sabios. La fiesta de la Pachamama continuaba entre fogones de tola y recurrentes ofrendas de alimentos y coca a la Madre Tierra, sin mezquinar los abundantes brindis en cíclicas rondas con el mismo vaso colmado de chicha en unas y de vino en otras. Todo era alegría y amistad en un platicar codo a codo con susurros casi inaudibles.

    El crepúsculo rojizo dio rápido paso a una noche retinta cuando el sol, con un salto ciclópeo, se desbarrancó detrás de los agudos picos de la cordillera de los Andes, y la temperatura bajaba ágilmente como un gato por las escaleras. Casimira sintió un escalofrío en la espalda, entró a su rancho buscando un poncho de alpaca blanca que ella misma había hilado y tejido con esmero, cuando escuchó unos arenosos pasos a sus espaldas. Al darse vuelta vio en el marco de la puerta el perfil de Juan Cruz Altamirano pintado magistralmente sobre fondo negro por la luz de una vela.

    Una leve sonrisa asomó a sus labios festivos. El amor fecundo floreció de golpe y en el amanecer del primer domingo de mayo, el fruto naciente pujaba en silencio.

    Carlos Altamirano llegó al mundo a eso de las tres de la madrugada. El suelo de su rancho rozaba los 4.000 metros sobre nivel del mar. Un suelo aterido, de belleza suprema, que figura en los mapas de los hombres de abajo como el Altiplano de los Andes.

    Su madre sentía a flor de piel las pulsaciones aceleradas del corazón jadeante, bombeando ríos escarlata con una sístole y diástole clarísima, como una bomba aspirante-impelente de pozos petrolíferos. El resuello estremecía turbulento inyectando el aire gélido y reseco a sus pulmones, expeliendo bocanadas de vapor que se congelan en las lanas del pasamontañas que embozaba su rostro.

    El mundo de la nada… Cuando el viento duerme. Pero el viento, esa noche y a esa hora no dormía...

    La violenta nevada del año nació gemela del niño, y bramaba congelante con el viento blanco calando el alma con el dolor profundo de una traicionera puñalada.

    La tormenta encrespada, perdiendo los estribos, lívida en su ataque de locura, soltaba las parcas con sus curvos aceros en la mano, como vandálicos ejércitos en una noche de brujas, cazando almas y desecando cuerpos.

    Nadie podía aguardar compasión. Ni siquiera enfrentarla. La madre Tierra aguanta las torpezas de sus hijos, pero como una madre que pierde los estribos… tiene momentos que mejor es temerle.

    Los hombres estaban necesitados para poder sobrevivir de algo tan plebeyo y esencial como unas mantas tiznadas que se remeten desesperadamente apegándolas al cuerpo, hasta hacerlas piel.

    La cabeza percibe punzadas por el frío que cala los abrigos con intangibles agujas, persiguiendo la carne, y la carne pide más cobijas para rehuir la sensación de corona de espinas que aplasta el cráneo, encogiéndolo dolorosamente, urgiendo aprovechar el calor del aliento como un precioso aliado de la vida. La cabeza se calma y preludian congelarse los pies. Una rendija en las mantas que debe remeterse y ovillarse. Más tarde barruntamos carámbanos pegados a las rótulas. Las manos las friccionan y vendan con abrigos.

    Las serviciales manos salvan el resto del cuerpo bregando sin descanso donde el cuerpo pide amparo para no congelarse, se encargan de atenderlo aunque estén ateridas. Cuando concluyen su labor, cuál palomas que repliegan sus alas, cruzando sobre el pecho, se remeten entre las tibias axilas y, en aquella madriguera, pernoctan en incesante vigilia.

    El hombre se transfigura en estático feto de un vientre de pieles y lanas que pasa a ser su madre. Vientre lanar tejido con esmero por sarmentosas manos de ancianas artesanas, hasta concebir puyos, tirados sobre un velludo pellejo de llama sin curtir, con todos sus efluvios naturales. Un refugio para salvar la vida, que no pide tanto. En aquel momento, nadie se queja. Una ruin manta vale más que cien diamantes.

    Vale… ¡exactamente la vida!

    Y eso… no es poco.

    Esa noche, morían las vicuñas enfermas, dando tambaleantes pasos contra el feroz viento hasta entregarse para siempre sobre la tierra en que nacieron y ser momificadas incorruptas. Y quizás se llevasen de este mundo a los burros viejos, algunos sin una oreja, que perdieron al agitar sus doloridas cabezas por congelamientos pretéritos.

    También quedarían como el mármol los pajarillos que no encontraran un profundo refugio bajo tierra, donde el alocado torbellino no despeine sus plumas protectoras, clavando el frío hasta los huesos. Paralizando el cuerpo. Cristalizando la vida.

    Carlos Altamirano fue hermano gemelo de un temporal de nieve en corpúsculos, nieve en polvo seco y volátil que ni siquiera dejaba nacer los copos, con impetuosas ráfagas que arañaban inmisericordes la desértica corteza terrestre, manteniendo en el aire toda la nevada. Una turbulenta vía láctea de frígido polvo de estrellas.

    El color de la nada era blanco. Todo era blanco, etéreo, sin forma y sin norte.

    Nació acunado por el viento blanco, brutalmente fuerte, ululante como una horda de fantasmales guerreros y glacial, tan glacial, que el aliento se hacía nieve a flor de labios.

    Espolvoreaba en su cuerpecito tenues copitos, cuál talco celestial que flotaba ingrávido en el aire a modo de chispas de luz, y las gélidas brasitas se apagaban en contacto con su mantecosa piel amoratada, a pesar de estar la puerta y la diminuta ventana del rancho bien cerradas.

    Asomó su peluda cabecita a un mundo hostil, tremendamente hostil. Tan salvaje, que lo mataría en un instante de intemperie. Pero su madre, al igual que las zorras en su tibia madriguera, paría dentro del rancho.

    El temporal arañaba la puerta raspando sus espadas de hielo cuál legiones de Herodes; buscando al inocente. Los Hados lanzaron los dados del porvenir y, con mano segura, en el esférico libro de la vida grabaron indeleble su destino.

    Nació por poco a oscuras, alumbrado por un candil de aceite empeñado en pincelar alucinantes frescos goyescos en las desnudas paredes terrosas del rancho. Muchas más sombras que luz.

    Sombras y luz. La vida. Un suspiro entre dos muertes.

    Su madre no emitió un solo lamento. En plena Cordillera de los Andes se debía parir como los animales. En silencio. El dolor lo delataban sus ojos fuertemente cerrados y las gruesas perlas de su frente, que nacían de la nada en la tersa piel morena y escurrían por las palpitantes sienes para esconderse en su pelo en rápida secuencia, escarchándose como costras de cera en la rústica estameña de la almohada.

    La pátina de grasa que cubría su cuerpecito se blanqueaba vertiginosamente. Congelándose. Afuera, por lo menos, rondarían los veinticinco grados bajo cero. Y dentro del rancho de gruesos adobes, un poco menos.

    El niño llegó tan callado como la aurora. Ni un solo berrido. Nació en silencio y nadie le reclamó que llorara. Se metió el pulgar derecho en la boca y empezó a succionarlo mientras su arrugado cuerpecito se amorataba en las manos temblorosas de una vieja que apenas veía. La vieja restregaba como yesca unos ojos que se apagaban, buscando iluminarlos con una chispa de luz. Pero era inútil.

    La improvisada matrona, una anciana vecina que había visto otros nacimientos, lucía su cara cuarteada por profundas arrugas que escribían su historia mejor que mil poemas. Un semblante de mujer que a lo mejor alguna vez fue bella, que en la vida conoció el maquillaje, era la cambiante efigie que día a día repujaba un duende de los cerros con ínfulas de artista.

    Y cada día, la talla estropeaba.

    Ató con un hilo de lana roja el cordón umbilical. Dos nudos apretados y un tironcito para estar segura. Lo cortó limpiamente a unos centímetros de la pancita con unas tijeras que hervían en la negra olla de hierro, cubriendo la punta seccionada con grasa de cordero entibiada, que también se endureció rápidamente.

    Humm… Resopló satisfecha y cansada. Con un toque propio de mujer, recortó nuevamente las puntas del improlijo nudo.

    Las plomizas trenzas dobles que caían por su espalda, asomando debajo del pañuelo atado a su barbilla, seguían el compás de sus meneos, y las amplias polleras superpuestas engrosaban las caderas de por sí exuberantes, como apergaminada pintura de Botero.

    Raspando sus ojotas en el suelo de tierra con sus curtidos pies agrisados, sin medias, giró anadeando con el crío desnudo entre sus manos y se lo entregó al padre, que permanecía parado y ausente en un rincón del rancho. Dejó las tijeras en la mesa y se secó la ilusoria transpiración de su anciana frente con la manga del abrigo de llama, que poco serviría para esos menesteres.

    Humm… Repitió mientras separaba nuevamente las piernas de la madre y miraba con esfuerzo la penumbra. Seguidamente, guiándose más por el instinto que por ciencia, procedió a lavar la parturienta por afuera y por dentro con la delicadeza de un gladiador romano, retirando sin miramientos los paños ensangrentados, que a la luz mortecina lucían más negros que rojos. Al acabarse la poca agua caliente, también se acabó la limpieza.

    Agarrando con su mano temblorosa un puñado de coágulos y un flácido colgajo que sacudió sin fuerza, olfateó como un Pointer la placenta casi rozándola con la nariz, metiendo en su cerebro los datos del efluvio viscoso, que llegaba a su memoria con el pegajoso olor a sangre fresca y líquidos amnióticos. Cerró los ojos un instante y aprobó el sensitivo examen sacudiendo la cabeza.

    – Humm… Masculló la vieja. Y eso fue todo.

    Al chico lo atendía el padre, tan toscamente que parecía no saber por dónde sujetarlo. En su rostro curtido podía intuirse un bosquejo de sonrisa.

    Acercó la criatura a la madre que, desabrochándose el abrigo y una blusa, lo incorporó a la tibieza de sus desnudos pechos, tapándolo amorosamente. El padre, extendió un grueso puyo de llama sobre ambos, remetiéndolo en las piernas. Tocó el brazo de su mujer y la tapada cabecita de su hijo, asintió con la cabeza y la miró profundamente a los ojos con una mirada que lo dijo todo.

    Luego, se fue al rincón del cuarto para festejar el nacimiento.

    Llenó dos jarros de hojalata con vino tinto de una damajuana, uno para la vieja, que se lo tiró temblando por el cuello y el gargüero como si fuese té tibio, eructando ruidosamente y relamiéndose los resecos labios con una pastosa lengua blanquecina, y otro para él, que tomó a sorbitos en un rincón del rancho, derramando un chorrito sobre el piso de tierra para convidar a la Pachamama.

    Ningún comentario. Todo era tan natural como el enloquecido ulular del viento.

    La vieja, quizás por el efecto del vino, se tiró al suelo a roncar sobre un pellejo de llama, cubriendo sus resecas carnes con el mejor abrigo de la casa, un espeso quillango que le ofreció el padre en señal de respeto y gratitud.

    Él no durmió esa noche. Velaba en silencio.

    Al amanecer, la tormenta seguía arañando la puerta, pero ya no arañaba sus almas.

    Le pusieron un gorro de llama tan grande que casi ocultó su cabeza por completo, y fue envuelto en un rústico trozo de tela roja, confeccionado en telar de palos con lana de llama blanca hilada a mano, que lo abrigó hasta que aprendió a caminar.

    Durante más de un año vivió en las espaldas de su madre, sujeto por un aguayo multicolor y resistente atado por delante, creciendo rollizo y sano, mamando glotonamente de unos dorados pechos que dejaba goteando.

    Capítulo 2

    Condorhuasi - Intihuasi

    Un hilo de agua cristalina escurría oculta por una capa de hielo, dibujando un arroyito que rajaba por el medio la esponjosa alfombra aceitunada de pasto puna, segada a ras por los tenaces dientes de las llamas, ovejas y alpacas que, día a día, recortaban su alimento; una franja de tundra de unos cien pasos de ancho por dos leguas de largo, era el único signo de vida vegetal que apretaba sus ceñidas riberas en el páramo. Condorhuasi, con unos cuantos ranchos de greda dispersos a lo largo de un barranco, arrullado por el minúsculo arroyuelo sinuoso y cantarín casi siempre cubierto de hielo, era apenas un caserío arrinconado en una bahía de arena y basalto encerrada entre lomadas y cráteres.

    El deshielo de un gigantesco volcán dormido por centurias, el sagrado Huayna, con más de seis mil quinientos metros de altura, de piel basáltica negra y agrietada, coralino en sus cicatrices antediluvianas, alimentaba gota a gota la escurridiza culebrilla de azogue que huía hacia una muerte segura en el salar.

    El disperso caserío se asentaba por encima de los cuatro mil metros de un invisible Océano Pacífico no tan lejano hacia el poniente. El aire enrarecido era su elemento en un mundo ocre, no había otros matices salvo en la ropa multicolor. Todo era tonalizado por la greda, hasta las caras y manos de sus habitantes, encallecidas y cuarteadas por el frío y la sequedad extrema.

    Ranchos de gruesos adobes sin pintar con los techos de barro y paja brava, sujetos por cortos tirantes de madera de cardón, traída desde lejos, debajo de los tres mil metros de altura. Los maderos primorosamente calados por la naturaleza, se ataban con tientos de cuero crudo remojado, cruzado en varias vueltas y anudado. A lo alto, una capa de cañas dejaba un cielorraso desvaído, y en seguida, barro con más paja. Una techumbre eficiente. Aislante de fríos.

    Pequeñas chabolas achaparradas creadas de la madre tierra afirmando sus espaldas a los riscos formaban un poblado resguardado de los brutales vendavales. Casi todas se mostraban con una mínima ventana y con una sola puerta achaparrada a sotavento. Hogares de progenies que se unieron por lazos de cariño o de azar, por la ventura de toparse dos célibes en edad de juntarse, sin papeles ni acuerdos.

    Los ranchos estaban distanciados miles de metros unos de otros, tal si el aire escaseara donde las tolvaneras danzan un ballet con la arena en las primigenias horas de la tarde, en el punto que el sol abrasa el cuero como fragua y el aire silba en los pulmones, helado como siempre.

    Un poblado tan pequeño que contaba dieciséis casas, casi imperceptibles entre sí, pero que figuraba en la cartografía de Andinia con grandes letras, en mérito a que, a su alrededor, no había nada de vida en más de cien kilómetros.

    Nada es nada.

    Ni gente. Ni animales. Ni agua.

    En Condorhuasi el tiempo se adormecía junto con sus habitantes y la vida latía sin prisa, al compás de las estaciones del año.

    Carlos Altamirano, desde niño, trabajó con sus padres para poder nutrirse de un cotidiano guisado de maíz y charqui; charqui de oveja y de llama salada y oreada al sol, con el lujo de algunas papas rojizas conseguidas en trueque por los cueros. En Condorhuasi el dinero no existía.

    Ya como pastor, ya como labrador, trabajaba en las veguitas de alfalfa de las lejanas tierras bajas, en las vegas que estaban a unos 3.000 msnm, detrás de la esteva del arado, aún demasiado pequeñuelo para alcanzar la mancera sin estirarse sobre sus ojotas.

    Tiraba el prehistórico arado de reja un borrico lanudo llamado Tractor, apacible como su amo, de un airoso tinte gris ceniza con las crines brunas y los ojos más soñolientos del universo. Cada paso que daba parecía el último de su vida. Tractor y Bizcocho, un cuzco desgreñado de alcurnia nebulosa, que tenía los ojos bizcos y abundantes pulgas muy sociables, fueron los juguetes en su vida.

    El destino de todo hombre cordillerano era idéntico: Tener hijos mineros o pastores. Habían alumbrado en aquel paraje ocho retoños en doce años, tres mujeres y cinco varones; si bien tan solo vivían cinco. Dos murieron a los días de nacer y el otro, el angelito, lo carbonizó un rayo al tiempo que pastoreaba la manada de llamas en el cerro.

    Pero un día fuertemente soleado, al rancho de los Altamirano arribó un forastero que escarbaba osamentas humanas y reliquias de las prístinas civilizaciones aimaras y quechuas. Un hombre que se ganaba la vida como catedrático de Arqueología Americana en la Universidad de Barcelona. El sino los reunió en las cumbres, donde Carlos Altamirano, con sus doce años, corría a sus anchas, y el Dr. Ezequiel Arenales sudaba la gota gorda a pesar de la sequía, tratando de vencer al aire enrarecido de la Puna. Un angelote y un hombre sabio, de apariencia imperturbable, pero con un pasado harto turbulento, hicieron una sociedad sin estatutos que funcionó a la perfección.

    Terminada la campaña, que duró unos cortísimos ocho meses, el Dr. Arenales pidió a los padres de Carlos lo dejasen estudiar en España. Viviría en su casa, lo cuidaría él y su esposa como a un hijo, ya que no podían tenerlos propios, y pagarían sus estudios. La sonrisa feliz de su hijo y una percepción intuitiva de sus padres hizo esa tentativa posible.

    La despedida fue breve, sin ninguna revelación emotiva, tan natural como acostumbra hacerse en esas zonas cordilleranas. Parecía que el destino no lo llevaría más allá del corral de las llamas. Pero cruzó el Atlántico.

    Carlos Altamirano estudió en España desde la a de la escuela primaria, hasta la z de su carrera de leyes. Su dedicación despertó una inteligencia aletargada por la inercia y demostró ser uno de los mejores.

    El fornido joven de baja estatura, no tenía los clásicos rasgos europeos. En su rostro podía entresacarse una mixtura de estirpe inca, aimara y quizás algunas incidentales gotas de sangre latina, que la naturaleza modeló sabiamente dentro de lo posible. Su ancha cara morena, enmarcada por un frondoso cabello renegrido como el ala del cuervo, sobradamente ríspido para rendirse al peine, semejaba, si es palmario que todos los humanos guardamos ciertos aires con algún animal, un temible napolitan mastiff con mirada inocente. Una testa voluminosa, firmemente empotrada sobre un nervudo cuello y un talle recio y pesado, le valió la civilidad de sus compañeros, más por temor al poderío que emanaba que por razones humanitarias.

    Carlos Altamirano. ¿Un rostro de Atila…? ¿Un rostro nepalí…? Un rostro indígena sudamericano. ¿Qué diferencia había?

    En los pliegues de sus ojos se mamaba el origen de los orígenes. La tierra madre. El Asia Central. En aquel territorio, pueblos de rasgos idénticos vivían en las alturas. En el remoto Himalaya, los Hindu-Kush, las montañas de Kunlun, Tian Shan, en los legendarios Altai, Quilian Shan. En el desierto de Taklimakan, en el desierto de Gobi y hasta el la mítica Katmandú.

    Altitud, frío y páramo, el mismo clima que encontraron en el extenso altiplano de América del Sur. Vivir al pie de la colosal Cordillera de los Andes, en el Altiplano Andino, en el eterno desierto de Atacama, el más sediento del mundo, donde, paradójicamente, al noroeste del Titicaca, nace el río de ríos, el Amazonas, cuyo caudal es superior a los subsiguiente ocho ríos más grandes del planeta. ¡Todos juntos!

    Carlos Altamirano había nacido en Andinia…

    Andinia es lo que se ve cuando un enorme trozo de América Latina se mira en un espejo. Un terruño virtual cabalgando los indómitos Andes, remojando un pie en los abismos del Pacífico, y metiendo el otro en el rezumante jardín tropical de la Amazonia y el Mato Grosso. Entre el azul profundo del zafiro y el cambiante verde de las esmeraldas.

    Andinia es un país primigenio, como Bolivia, Perú, Ecuador y toda Sudamérica, con idénticos problemas que sus hermanas y las mismas esperanzas de dignidad que, cuando despiertan y no tienen escape, devienen en guerrillas. Un país sin fronteras, porque las águilas que enviaron los dioses a buscarlas regresaron sin verlas. Ni aguzando su atisbo más allá de lo humano encontraron sus huellas. Ni siquiera el gran Inti, el dios Sol, distinguió algún linde tanteando con sus dedos de luz poro por poro. Por eso, desencantado del rumor oído, pasa día tras día derramando sus bendiciones a todos por igual, sin saber distinguir esa línea inmaterial que está únicamente en la mente de los hombres. La frontera. Por eso mismo, Andinia no tiene fronteras. Porque no las encuentra.

    Andinia agonizó en el tiempo en que los Incas se encandilaron con los yelmos y, como el ave Fénix, intentaba renacer de sus cenizas calientes, a lo mejor demasiado calientes todavía.

    Carlos Altamirano nació en Andinia. El tostado azabache de su pupila no resaltaba como en la morena faz de una andaluza, que luce el negro puro en el campo níveo. El campo era ebúrneo y el brillo del atisbo sosegado, con aires netamente tártaros. El Atila americano. El matiz de su tez no era oscuro, tanto que, en las partes no expuestas al sol, lucía con una leve tonalidad marfileña. Una dermis capaz de aprovechar eficazmente la melanina de su protoplasma, para escudarse de la formidable radiación ultravioleta de esas altitudes. En aquellos parajes se oscurecía rápidamente sin vadear el rojo. Un signo precioso de adaptación al medio.

    Su alma era el espejo de su casta. Llena de vacío y, paradójicamente, colmada de un algo indescifrable. Una nobleza que abunda en las alturas, distinta del alma de las selvas y los llanos. Imposible de precisar, pero real, como el amor, como la belleza. Pero… ¿quién la define?

    Carlos Altamirano en la vida aceptaría a un hombre por sirviente. Quizás podía servir, pero jamás permitiría ser servido. No se consideraba un hombre de segunda frente al blanco, por más ario que sea. Para él, ser hombre es ser igual. Los de su raza, al igual que en Mongolia y en el Tíbet, dan lo que no tienen sin esperar nada al que cruza como brisa por sus vidas, porque, extrañamente, aunque no tienen nada, nada necesita. Son los hombres más ricos de la Tierra. Y nadie puede robarles esa intangible riqueza.

    Era atávica su mirada taciturna, resguardada en un dejo de tristeza; los negros luceros de un niño enturbiados por el rigor de la vida, abstraídos en un confín indefinido que se perdía más allá del horizonte.

    Ávidamente leía y releía. En los libros aprendió de todo, menos una convicción que mamó inconsciente en su familia y acrisoló observando atentamente las actitudes del Dr. Arenales: «La verdad y el honor no tienen precio».

    Esa fe sería el martirio de su vida.

    Capítulo 3

    Intihuasi - Andinia

    Andinia vivía momentos caóticos cuando el flamante Dr. Carlos Altamirano regresó a su tierra natal.

    En las selvas tropicales del Oriente, grupos guerrilleros liderados por rebeldes de izquierda, en su mayoría extranjeros, algunos idealistas y otros subvencionados por grupos clandestinos con intereses muy definidos, más cercanos a los negocios turbios que a una ideología política, asolaban plantaciones y pueblos, reclutando voluntarios que eran incluidos en sus filas sin más preámbulo que ponerlos a caminar al lado de los otros con un machete en la mano y sin el más mínimo consentimiento. Tan expeditivamente, que no podían despedirse ni siquiera de sus padres.

    La efervescencia crecía día a día por las atrocidades ilegales de los guerrilleros y las atrocidades legales de las fuerzas gubernamentales.

    Carlos Altamirano, con sus recientes veinticinco años, se sentía turista en su tierra. La desconocía tanto que ni siquiera recordaba con claridad su paso por Intihuasi antes de su partida a España. La ciudad que fue la Casa del Sol de sus antepasados incas no tan remotos, era ahora la indefinible capital de Andinia. Intentaba asimilar el cambio cultural que separaba y unía la madre patria con sus hijas emancipadas de América, que aún no encontraban su destino. Visitó a sus padres y hermanos, que seguían su vida tranquila y aislada, sin deseos y sin deudas, como siempre. Luego de un par de semanas con ellos, recaló para comenzar su vida laboral en Intihuasi.

    Maribel Santillán, su esposa, oriunda de Valladolid y casi una cuarta más alta que su marido, poseía un alma diáfana y un cuerpo de flexible mimbre, grácil y espigado. Reservada y algo tímida, camuflaba las firmes curvas femeninas bajo un grueso pulóver tejido con agujas de mano y una falda plisada de gabardina azul marino, que le daba un aire de monja moderna.

    Había pisado suelo americano refrescado con una brisa acariciante que despeinaba sus cabellos castaños sobre unos ojos de asombro, esbozando una tenue sonrisa en su angulosa cara de rasgos bizarros, propios de un temple indomable.

    También era campesina, acostumbrada a las madrugadas y a permanecer doblando el cuerpo con la hoz en la mano, cuando las cosechas de trigo pedían brazos y no había dinero para más contratos. Con voluntad férrea estudió medicina en Barcelona, especializándose en pediatría, enamorándose al final de su carrera de un alma gemela encerrada en un cuerpo que distaba bastante de ser un adonis.

    Carlos Altamirano y Maribel Santillán, una feliz pareja despareja, tomados de la mano y henchidos de esperanza, miraron hacia el cielo en silente plegaria.

    Se desmenuzaba en horas el mes de junio transitando por los finales del otoño, cuando la doctora Santillán abrió las puertas de su austero consultorio. Fue recibida con beneplácito por la comunidad cercana, necesitada de médicos para infantes. Ese mismo día atendió a su primer paciente.

    La mortalidad infantil era altísima y las enfermedades hídricas, sobre todo el cólera en verano, hacían estragos entre los angelitos. No había pasado una semana de su llegada cuando ya trabajaba a pleno en un hospital y en su nuevo consultorio, alquilando una modesta casa que servía para estos fines y vivienda. Ingresaba un puñadito de dinero que alcanzaba para los gastos familiares.

    Muy diferente fue la acogida al Dr. Carlos Altamirano. La cofradía de jurisconsultos estaba integrada exclusivamente por hombres y mujeres que consideraba ineludible cierta alcurnia y un tipo de sangre para obtener un título en Derecho. Debía ser, según la expresión corriente, gente como uno. Y permitir que un indígena casi puro circulara entre ellos con igualdad de rango les escocía más que el roce de las ortigas gigantes de la selva amazónica. Pero el peso de un título universitario europeo era muy difícil de soslayar. Parecía que pesaba más que el propio,

    En Andinia, la clase dirigente se miraba en el espejo del viejo mundo en una especie de simia comedia, repitiendo los gestos, costumbres y modas de Europa Occidental: Italia, Francia y España, eran puntos obligados de visita para ser alguien, y motivo imperioso de conversación en las tertulias.

    Saber que existía Christian Dior en el 30 de la Avenue Montaigne, conocer a las hermanitas Fendi en la vía Balzella 56 de Milano y estar absolutamente seguros que, en Madrid, Jesús del Pozo no era un torero, era más que imprescindible. Además, para ser considerado un hombre de mundo, debía situar sin vacilación las playas mediterráneas donde las beldades nórdicas asoleaban sus encantos y los nuevos jeques petroleros despilfarraban fortunas, además, garantizar que se tiró varias canas al aire…

    La cerrada sociedad local miró con fastidio al advenedizo abogado con título de España, que por convenios antiquísimos era válido en todos sus términos para Andinia… Aunque esa validez se mantuvo por conveniencias del grupo que obtenía diplomas en Europa con homologación automática en Andinia. Ninguno esclarecía cómo ese ignoto mestizo pudo acceder a un nivel que se soñaba para alguno de los hijos de gente pudiente.

    El Dr. Carlos Altamirano no solamente estaba diplomado con el título intermedio de abogado, sino que había obtenido el máximum grado universitario al doctorarse con honores en Derecho Internacional. Sin proponérselo, ofendía el amor propio de muchos colegas llamándolos abogado, cuando ellos mismos se autoimponían el título de doctor para saludarse con aires versallescos en los pasillos tribunalicios.

    Pasaban los meses sin que un solo caso rozara sus manos. Hasta que un día...

    Una anciana, ocultando la cabeza con su pañuelo negro anudado bajo el mentón, gemía desconsoladamente dando repullos en uno de los pasillos de los Tribunales. Pero esos suspiros penetraron en las entrañas del Dr. Altamirano enlazando el estómago, de la misma manera que atenaza el cuerpo de una madre el llanto doloroso de su hijo.

    Así como Pablo de Tarso cayó fulminado camino a Damasco, Carlos Altamirano encontró en ese sollozo su destino. El caso era muy simple, muy común y muy trágico. Un prestamista local había montado un floreciente negocio inmobiliario basado en el expolio legal de propiedades de gente que pasaba por momentos de angustia.

    La anciana, viuda desde hacía unos meses, había pedido un préstamo al financista para poder operar a su esposo de un cáncer considerado incurable. Pero había que intentar todo para salvarlo… Los médicos cobraron el dinero, le entregaron el cadáver, y quedó hipotecada su casa por unas monedas.

    El retorno del dinero fue imposible, y la remataron por la centésima parte de su valor, en una cadena donde entraba el prestamista, su testaferro, el rematador, y un par de abogados con la anuencia de un juez; cada cual con su parte en el próspero negocio. La anciana estaba en la calle y clamaba inútilmente a la ciega justicia, que manoteaba el aire buscando la balanza. Y así empezó su camino al Calvario.

    Investigó paso a paso el itinerario recorrido, y quedó asombrado de que eso pudiese ocurrir en el ámbito de la justicia.

    Pidió al mismo juez la revisión de la causa… Y fue en el acto denegada. ¡Todo estaba consumado y era tan legal!

    Pero él también era abogado y sabía presionar donde más duele. Sin inmutarse, enrolló el expediente bajo su axila y mirando a los ojos del Juez, le dijo con un aplomo paralizante:

    – Me parece un caso por demás interesante… Ciertamente todo es absolutamente legal de punta a punta… Verdaderamente irreprochable en todos sus aspectos. Pero será fascinante analizar objetivamente este punto de vista en las principales universidades de ciencias jurídicas de Europa, desde el origen de esta causa y muchas otras similares que pasaron por sus manos, asimismo a los personajes que siempre intervienen desde las sombras, desde los testaferros fundamentales a los propietarios finales de los inmuebles y, sobre todo, las escandalosas actas de remate… Su nombre y los de su equipo de delincuentes sonarán muy fuerte… Para bien o para mal, le aseguro que muy pronto Ud. será famoso.

    ¿Me está extorsionando…?

    – No. Lo estoy investigando seriamente.

    Y sin levantar polvo, dado que todo estaba consumado, acordaron para cerrar el caso transferir la casa en donación a la viuda, con una fuerte indemnización compensatoria. A partir de ese momento, el nombre de Carlos Altamirano era sinónimo de lepra húmeda.

    Ningún colega se dignaba mirarlo y mucho menos a saludarlo. Quedó solo. Tan solo, que su esposa debió alentarlo para continuar buscando su destino. Pronto se vio colmado de causas perdidas y rodeado de insolventes, tan ignorantes que no sabían en muchos casos ni siquiera firmar, pero intuían que ese hombre hosco tenía un corazón sincero que latía al unísono con el de ellos.

    Un par de años después, había logrado que un par de abogados honestos reconocieran su metódico trabajo en pos de la justicia de los desposeídos, que distaba tanto en Andinia de la justicia de los poderosos que parecía tener códigos diferentes según la clase social y, sobre todo, según el poderío económico y político. Muchos jueces eran conocidos personeros designados a dedo por los gobernantes de turno para que hicieran justicia en las variadas causas de corrupción que sus negocios necesitaban.

    El Dr. Altamirano difícilmente perdía un caso. Conocía el derecho con profundidad y certeza, y sobre todo, tenía la constancia de las olas marinas y un concepto del tiempo tan vago, que para él no existía. Podía pasarse días enteros sentado como una foca en la puerta de un juez, impávido y en ayunas; esperando la respuesta para su cliente. Estas situaciones creaban un malestar de impotencia y desesperación entre los subalternos, que terminaban apoyándolo moralmente y pasándole algunos datos que no estaban en el sumario. La mayoría de

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