Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Tango de las Catedrales
El Tango de las Catedrales
El Tango de las Catedrales
Libro electrónico391 páginas4 horas

El Tango de las Catedrales

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Era el 1944 cuando un día todas las catedrales de Europa tomaron vuelo. Nadie supo para donde se fueron, salvo una tanguera llamada Lisa. Cinco años más tarde, volviendo a su departamento de Buenos Aires, la última cosa que se hubiera esperado era encontrarse con una gigantesca gárgola de piedra encaramada sobre la barandilla de la terraza. En la pata tenia atado un pergamino que hablaba de una competencia de tango en los confines del mundo: el monstruo había llegado para invitarla. Y entonces ella se fue para un viaje alucinante, más allá de los confines de la imaginación, a través de nieve, hielo y neblina hasta una ciudad imposible, La Catedral del Arte. Una ciudad que es también un barco, tan grande que en su interior corre un tren, habitada por todos los artistas del mundo. Pero una ciudad que es también el escenario de una tremenda lucha entre el bien y el bello?. El gran arquitecto, Oscar Wilde, ya devenido inmortal, tiene proyectos mucho más amplios que una simple competencia de tango. Con este debut literario, escrito a los 17 años, durante un viaje desde Venecia al Polo Sur, Maurizio Temporin construye un edificio narrativo espectacular y vertiginoso, un laberinto para recorrer sin respiro hasta la última página.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2013
ISBN9788898475186
El Tango de las Catedrales
Autor

Maurizio Temporin

Maurizio Temporin nasce a Broni (PV) l'1 agosto 1988.rascorre l’infanzia vicino ad Alessandria, iniziando a coltivare la passione per l’arte, la letteratura, il cinema e il numero otto. In seconda liceo scrive il suo primo romanzo, Tutti i colori del buio, nel 2007 si trasferisce a Barcellona , dove esordisce con Il Tango delle Cattedrali (Rizzoli). Nel 2010  torna in Italia e inizia la trilogia urban-fantasy IRIS - Fiori di cenere, I sogni dei morti, I risvegli ametista – pubblicata da Giunti, sulla quale è in fase di realizzazione un film. I suoi libri sono pubbicati in diversi paesi, tra cui Spagna, Germania, Austria, Russia e America Latina. Collabora inoltre a progetti cinematografici e teatrali con Fabio Guaglione e Andrea Lanza. Non se ne conosce ancora la data di morte. “Una lente per l’arte. Una lente per la scienza. La terza per chi sa che le prime due non bastano.”  // Maurizio Temporin nace en Italia en el año 1988. Trascurre su niñez en una pequeña ciudad del noroeste, empezando temprano a cultivar la pasión por el arte, la literatura, el cine y el numero ocho. A los quince años escribe su primera novela, Tutti i colori del buio. En el 2007 se muda a Barcelona y hace su debut en el mundo editorial publicando El Tango de las Catedrales (Rizzoli). En el 2010 vuelve a Italia y empieza la trilogía urban-fantasy IRIS publicada por Giunti y traducida al español por Libros de Seda, sobre la cual es en fase de desarrollo una obra cinematográfica. Sus libros han sido publicados en diferentes países, entre cuales España, Alemania, Austria, Rusia y America del Sur. Colabora ademas a proyectos cinematográficos y teatrales con Fabio Guaglione y Andrea Lanza. Todavía no se conoce su fecha de muerte. “ Una lente para el arte. Una lente para la ciencia. La tercera para quien sabe que las primeras dos no alcanzan.”

Relacionado con El Tango de las Catedrales

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El Tango de las Catedrales

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El Tango de las Catedrales - Maurizio Temporin

    © Maurizio Temporin

    © 2013 VandA.ePublishing S.r.l.

    Via Cenisio, 16 - 20154 Milano (Itlay)

    ISBN 978-889847-518-6

    Primera edición: octubre 2013

    Traducción: Carla Pochettino

    Cubierta: Susanna Scavone

    Ilustraciones: Maurizio Temporin

    Ilustraciones en apéndice: Susanna Scavone

    Diseño y Producción Ebook: eBookFarm

    www.vandaepublishing.com

    Todos los derechos están reservados.

    Está terminantemente prohibido reproducir,

    almacenar en sistemas de recuperación de datos

    o trasmitir cualquier parte de esta publicación

    en cualquier forma o con cualquier medio,

    incluso en microfilm o en copias fotostáticas.

    new-00.jpg

    A Carla,

    Que la perdono

    por haberme abandonado,

    pero que nunca perdonaré

    por haberme permitido

    amarla.

    new-01.jpg

    Prólogo

    Estaba sentado, encorvado hacia delante, los ojos fijos en el fuego del gran hogar. Observaba el movimiento de las llamas frunciendo el ceño y pensaba; «Lenguas de fuego para palabras que queman. Las mismas que estaban en las bocas de los más vulgares y falsos hombres por las cuales mi fama ha sido obligada a pasar… Y toda esa maldad, como una vez, viene absorbida por la chimenea, para teñir todavía de negro la noche y arrojar aún más humo a los ojos de Dios».

    Aniquilado y marchito en el alto diván de piel negra, trataba de agarrarse a un largo bastón de oro, sobre el cual la luz destellaba haciendo resplandecer el rizo que estaba en la cima.

    Tenía las manos apergaminadas, casi completamente descarnadas. Cerró en un puño aquella que tenía sobre el apoyabrazos y la observó; ahora era un nudo de leña que se lamentaba. No podía ni siquiera llevar anillos, sabía al enfilarlos que un instante después habría sentido el tintineo sobre el suelo.

    Era un hombre destruido; decrépito, ajado, repelente en el rostro, y del todo irreconocible.

    Sus cabellos blancos, finísimos y exageradamente largos, lo cubrían completamente, daba la impresión de haber sido olvidado allí y que las arañas le hubieran tejido encima un sudario.

    El esqueleto de hombre se apoyó en uno de los brazos del sillón, pero cuando se toco el mentón con la mano la retiró con rapidez. Era horrible la sensación de la piel resbalando sobre el hueso y lacerándose como pergamino mojado.

    «¿Entonces, estás decidido a hacerlo?» preguntó una voz desde la oscuridad.

    El viejo hizo fuerza sobre el bastón y temblando trató de acomodarse. No podía ver a su interlocutor, pero no porque sus órbitas estaban vacías, sino porque la fuente de la voz se escondía tras un polvoriento trapo de tela violácea que colgaba del techo.

    «Absolutamente…» logró dejar escapar desde dentro de su prisión de costillas.

    «No estoy de acuerdo» oyó responderse.

    Entonces sonrió, sin cuidarse para nada los labios que se agrietaban como cal.

    «No puedo creerlo… te recuerdo que la idea en origen fue tuya.»

    «Es verdad. Pero las propias ideas, normalmente, tienden a parecer buenas en boca de uno mismo. Dichas por ti, debo confesar, que suenan malísimo. Has tenido siempre el defecto de tomar todo demasiado… literalmente.»

    El esqueleto sentado en la poltrona alzó ligeramente la cabeza haciendo saltar las vértebras del cuello una a una.

    «No te reconozco en lo que dices. Me pregunto como es posible que justo tú, la persona en el mundo que más ha tratado de diferenciarse de los demás, pueda todavía tener opiniones. Nada como las opiniones convierten a las personas en una similar a la otra… Todos quieren decir la suya, todos quieren hablar. Pero esta invasión de voces, este zumbido de caracteres… son una plaga. Obtienen sólo páginas y rumores blancos. Las opiniones son la cosa más desacertada que se puede tener para hacer valer las propias ideas…»

    Esta vez la otra voz no respondió y el gran salón quedo en el tétrico silencio que sigue a un discurso que no se ha terminado.

    «Muy bien…» agregó el esqueleto de hombre, y apartando el bastón se abrió una rendija entre los cabellos. La otra mano se movió hacia adelante como una rama y con delicadeza hojeó un librito lleno de apuntes y nombres que estaba sobre una mesita de brezo.

    «Veamos… han quedado las últimas hipótesis. Notre Dame de Paris… no, está demasiado utilizada. San Marco en Venecia… podría ser una solución pero no era exactamente eso lo que tenía en mente. La Sagrada Familia de Barcelona… esa antes de que la terminen me da tiempo de morir una decena de veces más… El Duomo de Milán lo encuentro gris… Podemos ir sobre Florencia, o como última alternativa, Roma. Pero San Pedro apesta a incienso y sacerdotes… sin contar con el hecho de que también aquella es demasiado pequeña.»

    A reír esta vez, fue la voz escondida.

    «Por lo que parece debes renunciar. No te quedan otras alternativas. Lo siento, pero no existen catedrales tan grandes como para poder hospedar tu venganza.»

    La mano huesuda cerró el librito y se agarró fuertemente a uno de los brazos del sillón.

    «Tal vez tienes razón. ¿Pero crees que esto sea un problema verdaderamente insuperable para quién… ha inventado el Tango?»

    Un bramido oscuro hizo temblar cada cosa, después la gran habitación se inclinó de lado y la poltrona se deslizó en la oscuridad.

    Primera Parte

    La escena se abre con un tango inquietante, en un inicio lento y oscuro, que se desenvuelve cada vez más frenético, hasta la exasperación.

    1

    La Migración De Las Gárgolas

    «Si uno dice la verdad,

    tarde o temprano será descubierto.»

    C.3.3.

    Era el alba.

    Ningún gallo osó cantar para anunciarla, pero no por eso el sol se detuvo. Continuó alzándose lento y candente sobre el bajo horizonte de las colinas, mientras la ciudad, en la lejanía, aparecía sobrevolada por una niebla sutil.

    Era como si una rosa estuviera brotando y coloreando cada cosa con su intenso perfume.

    La luz era ahora bastante clara. Podían partir.

    En lo alto, sobre la catedral de York Minster, algo se movió.

    Algunos fragmentos de piedra se soltaron de una cornisa y cayeron, rodando contra los muros de la catedral.

    En la base de un pináculo una figura oscura había comenzado a moverse torpemente. Su durísima piel se estaba agrietando. Ciñó las zarpas hasta resquebrajar las cadenas de roca que la tenían presa por siglos, después se movió.

    La gárgola desplegó las alas con sólo un movimiento, abriéndolas hasta cubrirse la cabeza y proyectando astillas en todas direcciones, mientras un bramido animal salía por su garganta como un grito rasgado. La bestia de piedra se inclinó hacia adelante y dejó que su peso la hiciera caer. Se precipitó sin control, girando sobre sí misma por muchos metros y a un soplo del suelo retomó altura con un habilísimo movimiento de las alas, que la hizo volver hacia las alturas. Un instante después había ya superado las torres, y debajo de ella también el resto de la catedral había comenzado a alborotarse como un panal.

    Decenas y decenas de criaturas de piedra se estaban despertando del encantamiento de sus escultores. Y uno después del otro, sobre cada aguja, pináculo y saliente, nuevos monstruos hacían explotar sus alas, salpicando la roca hecha añicos, y preparándose a emprender el vuelo.

    Los hocicos deformados por el tiempo y las bocas consumidas por toda el agua vomitada, se movían toscamente, y las ásperas órbitas vacías buscaban la luz. Los picos chasqueaban y las garras rasguñaban la piedra blanca.

    Confundiéndose con los sonidos roncos y graznados de aquellos seres grotescos, los badajos de las campanas golpeaban el bronce haciendo vibrar el sonido de aquella hora indefinida. La iglesia temblaba por el gran movimiento, en la extensión de los techos ninguna ventana se abría, todo estaba inmóvil, irreal. Aquellos que estaban durmiendo pensaron, ciertamente, que los rumores formaban parte de sus sueños. Pero un sueño al final lo era, el sueño de la razón.

    Algunos monstruos de la catedral saltaban de un arco a otro, como monumentales pájaros impacientes, a la espera de que también los últimos nacidos se prepararan. Los más grandes, en cambio, estiraban las alas perdiendo grandes trozos de roca que se desmoronaban sobre las tejas.

    Las catedrales eran sus nidos y probablemente las habían construidas ellos mismos, exactamente como los pájaros usan ramas, palitos y paja, los monstruos habrían debido trasladar piedras, roca y mármol para hacerlas.

    Pero ahora debían dirigirse al sur para unirse a los otros que los estaban esperando en París: era tiempo de emigrar.

    Desde el techo de la catedral las bandadas de gárgolas emprendieron el vuelo todas juntas, como una agitadísima flota de murciélagos. Negrísimos, enormes y pesados se alzaron al cielo, transportados por sus mastodónticas alas. Era increíble que el viento pudiera sostener aquellas bestias, pero sin embargo cogieron altura y en un momento la iglesia se encontró desnuda y el cielo rosado lleno de chillones pájaros de piedra.

    La bandada de gárgolas volaba veloz sobre las casas, el aire las traspasaba y los monstruos dejaban caer una lluvia de pedruscos que alguno, todavía en la cama, pensó fuera granizo.

    Sobrevolaron las brumosas calles todavía vacías y vieron las farolas apagarse a su paso.

    Las alas batían y sus rostros imperturbables, congelados en expresiones desconcertantes y grotescas, se dirigían contra el sol.

    Habían ya alcanzado las colinas cuando a sus espaldas la ciudad de York, apenas superada, fue sacudida por un trueno que corría bajo tierra.

    ***

    El sol salió también en Roma, descubriendo las estatuas y las columnas, arrastrando en silencio el velo de sombra que eclipsaba la ciudad. Los ojos blancos de las estatuas del puente de Castel Sant`Angelo volvieron a brillar, y sus alas fueron apenas movidas por el viento. La columnata de San Pedro surgió como un dominó, una columna después de la otra, como si el alba quisiera contarlas. Los rayos del sol encendieron el agua de la Fontana di Trevi y domaron sus caballos, corrieron veloces hasta el final del Tevere y recorrieron la Avenida dei Fori Imperiali toda de un respiro, hasta invadir el Coliseo, levantado remolinos de polvo de las gradas.

    Sólo entonces el terremoto sacudió también los antiguos fundamentos de Roma.

    Lejos, desde la campiña, se vio alzarse lentamente una enorme sombra oscura, algo desmesurado. Parecía que en medio de los edificios un gigantesco y negro globo aerostático estuviera lentamente subiendo para tomar altura. Superó los techos y transmutó en una media esfera que esparcía bajo de sí, un aguacero de piedras.

    Era la gran cúpula de San Pedro que había cogido vuelo vibrando y elevándose imponente en el cielo claro. Subió hasta confundirse en la bruma, mientras en toda la ciudad, bandadas de monstruos pasaban velozmente en manadas similares a enjambres de pesadillas.

    Y entonces todas las iglesias, las catedrales, y las basílicas soltaron amarras. Por todas partes cúpulas y campanarios se alzaban del suelo y agujereaban las nubes como si estuvieran flotando en la luz.

    Anclados al lecho por siglos, afloraban de aquel líquido rosa hacia un lugar diferente. No habían sido ciertamente hechos para esta tierra.

    El Panteón, ondeando inestable como un plato chino encima de una varilla, empezó a rotar torciendo los muros. Después partió silbando.

    Sobre la escalinata de Piazza di Spagna, la iglesia de Trinità dei Monti estaba ya a doscientos metros del suelo, mientras San Paolo, esta vez, no fue destruido por un incendio, sino por un hálito de viento.

    En Florencia los esplendidos mármoles blancos y verdes de Santa Maria del Fiore se colmaban de grietas, como si una enredadera de metal estuviera devorándolos vorazmente. Una parte se desmoronó hacia la derecha, algunos arcos del frente se rompieron, después la obra maestra de Brunelleschi ascendió como todas las otras cúpulas de la ciudad.

    El Ponte Vecchio quedó intacto, el David en cambio desapareció entras las nubes, exactamente como las otras esculturas de animales de bronce que rodaban en el cielo como globos para niños.

    Y en Pisa, aquella vez, en la plaza dei Miracoli el milagro sucedió de verdad. La catedral dejó caer las telas y fue soplada lejos como un castillo de naipes, seguida del baptisterio y de la torre pendiente.

    La opulenta San Marco, indecorosamente sumergida en la alta marea de una Venecia que se estaba ahogando en la decadencia, ofendida decidió marcharse. Todos habrían pensado que fuera el agua a llevarla con ella.

    En la gris Milán las agujas del Duomo, una foresta petrificada con sólo palomas como habitantes, partieron hacia lo alto como una ráfaga de flechas, que miraban directo al centro del sol. Más allá la niebla.

    En los movimientos de la mañana, en toda Europa las catedrales maldecían el suelo: en Barcelona las torres de la Sagrada Familia empezaron a arremolinarse furiosamente, partiendo una después de la otra hacia el cielo, igual que cohetes, y la abarrotada fachada de Santiago se despejo. En Francia, las espectaculares catedrales con arquitecturas de zarzas, como aquellas de Beauvais, Laon, o Amiens, abandonaron los suburbios para concederse al cielo y seguir las nubes.

    En la sangrante y mutilada catedral de Estrasburgo el babélico reloj mecánico se encasquilló, y la muerte no consiguió tocar la campana con su guadaña.

    También en el Illinois una pequeña iglesia de madera perdida en el campo desapareció misteriosamente, dejando con la boca abierta a todos los habitantes del pueblo que se encontraron mirando fijamente un prado sin misa ni cura.

    En todas partes, casi de incógnito, los monumentos más grandes y estupefacientes jamás realizados, escapaban de los hombres.

    Pero era París el lugar del encuentro, donde la grandiosidad del momento superaba inmensamente las precedentes.

    En el aire rosado, un remolino negro dominaba el cielo y oscurecía la ciudad. No eran cuervos. El torbellino de monstruos volaba en círculos recortando los rayos del sol en hilos tensos y sutiles, que se abatían sobre los techos en una lluvia de luz. La bandada de gárgolas había adquirido una dimensión impresionante, el espiral de sombras tenía ya un radio que se extendía más allá de la ciudad.

    Sólo la melodía de un tango hubiera podido llegar a expresar cual era la envergadura del evento, esa sensación arrolladora, esa energía suspendida.

    Arriba, entre las nubes había una danza, y el cielo era sólo la pista de baile.

    Después las vidrieras de Notre Dame explotaron, los cristales terminaron en añicos, saltaron como astillas, pero no cayeron al suelo: coloreadísimos y tintineantes, se pusieron a volar sobre el Sena, dispersándose en una infinidad de mariposas brillantes.

    Pero ya era tarde, no se podía esperar más.

    La bandada de gárgolas viró, sin preaviso, en un único movimiento fluido, calculado y preciso. La oleada de monstruos partió dejando lugar al día y prosiguió el largo viaje hacia el sudoeste.

    Las amplias alas rocosas cortaron los vapores blancos de las nubes, sobrepasaron las montañas, recorrieron toda la costa francesa para llegar a la española, y después, fueron libres de desplegarse sobre las infinitas aguas del océano Atlántico.

    Y mientras las sombras corrían veloces sobre las olas, sus hocicos eran severos, en fuga del alba, en migración hacia un lugar más frío y lejano. Muy lejano.

    Muy lejano.

    ***

    Era el 1944 cuando sucedió, la época en la cual se iniciaron los grandes bombardeos. Esto fue lo que sucedió verdaderamente, y si no se supo, es porque la gente no se preocupó demasiado. No había tiempo para pensar en cómo era posible que a ciertas catedrales les faltaran pedazos o por qué otras hasta habían sido derribadas. Tal vez el error de algún piloto, tal vez una orden mal dada. Y si alguno había visto, se quedó en silencio, por miedo a ser acusado de loco, o por miedo a serlo.

    new-02.jpg

    2

    Vía Nueve

    Lisa se alzó en puntas de pie. La maleta era demasiado pesada para su físico menudo, y los largos cabellos negros le habían terminado delante de los ojos. Trató de empujarla sobre el portamaletas, pero el taco le cedió de golpe. Cayó hacia atrás y vio caerle encima la maleta que se abrió en una avalancha de vestidos.

    «¿Todo bien, señorita?»

    Lisa levantó la mirada del desastre que la cubría y vio un hombre sobre los setenta que le ofrecía la mano. Sonreía y tenía una camisa hecha de viento. Observó aún la mano tendida con sus grandes y tímidos ojos oscuros. No dijo nada y dejó que la ayudase a ponerse en pie.

    «Gracias… sí, no me he hecho nada… es gentil en querer ayudarme.» le respondió apartándose del rostro los cabellos y haciendo lo imposible para no cruzar su mirada.

    El hombre le sonrió todavía con indiferente ternura y le quitó de la cabeza una graciosa braga de encaje negro que le había llovido desde la maleta.

    «Esta creo será suya.»

    El rostro pálido y delgado de Lisa se ruborizó mientras recogía la prenda. Estaba terriblemente avergonzada, pero el hombre trató de ayudarla mirando con benevolencia fuera de la ventanilla. Devolvió todos sus vestidos al interior de la maleta en poquísimo tiempo; afortunadamente aquellos para bailar tango no se habían arruinado. Después se sentó.

    El tren no había partido todavía y estaban solos en el compartimiento, uno frente al otro al lado de la ventanilla. Intercambiaron todavía una mirada, después el hombre cogió una agenda y bajó la cabeza para escribir.

    Lisa estaba todavía acurrucada por la vergüenza, pero su atención fue captada por aquello que ocurría en el exterior. Las vías, una al lado de la otra, terminaban contra una playa de cemento y sobre algunas estaban varados trenes, mientras en los andenes se movían muchas personas que parecían ir hacia adelante y hacia atrás, andando a contramarcha apenas pasado el borde de la ventanilla. Cerca del vagón desfiló también una escuadra de militares y Lisa al verlos digirió algunos feos recuerdos.

    El largísimo viaje que le esperaba era ya bastante chocante. No había nunca osado ir tan lejos, e ingenuamente pensaba casi que no se pudiese, pero Buenos Aires, como Constitución, en donde se encontraba, había siempre sido una estación. Inevitable partir o llegar, imposible detenerse. Y esto desde mucho antes del 1949.

    Desde la rendija de la ventanilla las voces seguían entrando como humo, colmando aún más el compartimiento.

    «¡Por favor! ¡Llama cuando llegues!» se oían gritar voces invisibles, o bien «¡Vamos! ¡Vamos! ¡Corre que ya llegamos!»

    La estación era cubierta y los sonidos de la gente, los pasos y los anuncios, se distorsionaban como dentro de una gran concha de metal. Cada tanto, cuando un tren partía, se podía oír hasta el rumor del mar.

    Lisa se deslizó en el asiento, se quedó mirando, a través de la cubierta de la estación, el cielo azul y frío. Era julio, pero julio era una broma malvada, quería decir sólo frío. El sol de la mañana calentaba apenas y sólo si te tocaba, pero el poco que lograba acariciarle la cara le bastó para suspirar y dejar que sus ojos se cerrasen.

    No había dormido. Se lo había impedido el mismo evento chocante que el día anterior la había incitado a partir. Le esperaban más de tres mil kilómetros, y no tenía ni la más mínima idea a donde la habrían llevado. La invitación no era nada clara.

    El silbato del tren se expandió por la estación como el lamento de una ballena. Una sacudida y el tren comenzó a dirigirse hacia la salida de la gran construcción de metal.

    Pronto abandonaron Constitución junto a una bandada de palomas y la marcha aumentó de velocidad.

    El señor delante de Lisa no había todavía dejado de escribir y tenía las piernas cruzadas, moviendo el pie como si estuviera tarareando mentalmente. Fuera, en tanto la ciudad se iba con su cortejo de palacios y edificios. El sol directo en los ojos y Buenos Aires que se acercaba cada vez más a Lisa por cada metro recorrido sobre las vías en dirección contraria.

    Había vivido siempre allí, no se había alejado nunca, sus manos no habían tocado más que Buenos Aires desde que había nacido y sus pies, como sus pensamientos, no habían caminado más que por sus calles: aquella no era sólo su ciudad, era su mundo. Y era un mundo fascinante, no podía existir un lugar más seductor que ese, porque allí estaba todo.

    No sabía desde cuándo Buenos Aires existía, incluso alguno la había definido eterna cual el aire y el agua. Era una ciudad de todos los lugares y de todas las épocas, sin tiempo, de infinitas caras que miran hacia adelante el pasado y hacia atrás el futuro. Tal vez era la verdadera Atlántida. Y quien vive en Buenos Aires lo sabe; vivir en sus calles lleva inevitablemente a ser muchos de siempre.

    Buenos Aires era enorme y sin embargo estaba hecha a medida de hombres, los edificios altos al máximo de cuatro pisos, y llena de monumentos, casi nostálgica hacia una historia que nunca había tenido pero de la cual había nacido. Un nuevo mundo que no ha olvidado las culturas que lo han hecho surgir para inventar una nueva.

    Buenos Aires, de cualquier manera, no habría sido nunca una ciudad entera si no se encontrara extendida sobre la costa, porque su otra mitad permanecerá siempre reflejada en el mar.

    Pero el mar no se veía por entre los edificios que pasaban en el horizonte como un dominó gigante, el tren corría demasiado y se dirigía hacia el interior.

    Lisa volvió a sentarse un poco melancólica, después de haber bajado la cortinilla. Suspiró sintiéndose estúpida por no haber llevado algo para leer; sobre la mesita de luz tenía una novela policíaca todavía por empezar y no existe nada mejor que un policial cuando no se quiere pensar. Faltaban todavía seiscientos kilómetros para llegar a Bahía Blanca, y nueve horas para trascurrirlas de manera diferente, en vez de atormentarse.

    Después el tren entró en una galería.

    3

    San Telmo

    Fuera de un bar del barrio de san Telmo uno de los primeros clientes vio pasar un cartero en bicicleta. Corría por las calles recubiertas de adoquines con las ruedas desinfladas, y el paquete que llevaba en el cesto saltaba en cada sacudida como si contuviera un gato. Pasó por plaza Dorrego y giró en una calle lateral evitando un tranvía. Cuando se detuvo y alzó la cabeza para controlar la dirección, estaba delante de un edificio gris, alto y estrecho, que parecía haber sido quemado por un incendio el día anterior. Pero el olor a humo provenía del kiosco de la esquina que vendía chorizos.

    Cogió el paquete y subió las lúgubres escaleras del edificio hasta la última planta.

    El cartero miró el nombre al costado de la puerta: «Lisa Littlebit». Esperó un poco antes de llamar. Se alisó los cortos cabellos con una mano: el nombre era de una mujer y cada ocasión es buena. Después de cuatro respiros profundos, de aquellos que se cogen antes de una larga apnea, acercó los nudillos a la madera de la puerta, pero se detuvo. Los dedos se congelaron.

    Fue sacudido por el crujido que oyó a sus espaldas. Se giró y vio que la puerta de enfrente estaba entreabierta. Detrás de la cadenilla lo estaban espiando dos ojos pequeños y brillantes como los de un ratón. Una voz chilló en el aire.

    «¿Tienes la intención de llamar o debo quedarme aquí toda la mañana para ver que sucede?»

    El cartero desconcertado dejó de mirarlo y golpeo ansiosamente la puerta.

    La voz de roedor asumió un tono todavía más fastidioso.

    «No creo que te haya oído, la señorita vuelve tarde del trabajo. Eres joven, pon un poco de energía en lo que haces… si tuviera yo tu edad no sacudiría sólo la puerta» tosió y deglutió con el sonido de un desagüe obstruido.

    Por la frente del cartero resbaló una gota de sudor. Golpeó con agitación.

    Lisa se frotó los ojos y trató de sofocar un bostezo.

    «¿Quién puede ser a estas horas?» pensó, mirando el viejo reloj sobre la mesita de luz. La aguja señalaba las ocho. Se sentó en el borde de la cama apartando los dos gatos que ocupaban los otros tres cuartos del colchón y se llevó las manos a las sienes, como si quisiera reajustarse la cabeza.

    Guiada por las luces sutiles que atravesaban las persianas cerradas, encontró la bata arrojada sobre una butaca junto a otros vestidos. Ajustó con fuerza el cinto a la cintura recordando las malas bromas que ya le había jugado y fue hacia la puerta. No tenía mirilla, así que se apoyó para oír mejor.

    «¿Quién es? No espero a nadie.» dijo con los labios entorpecidos por el sueño.

    Oyó la voz del otro lado como un nudo en la madera.

    «Estoy aquí para entregarle un paquete.»

    Lisa suspiró. Aquellos paquetes no eran para ella, hacía sólo de intermediario entre su vecino y su madre.

    Preparó de mala gana una sonrisa y abrió la puerta.

    El cartero era un muchacho de buen aspecto, aunque tenía la mirada baja y la expresión de uno que tiene una pistola apuntada en la espalda. El vecino con la cara de ratón ya no estaba, había entrado en casa tosiendo ruidosamente, pero sólo él lo había

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1