Cuentos del Jíbaro: Compilación de microrrelatos heteróclitos
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Información de este libro electrónico
Cuentos del Jíbaro es una compilación de microrrelatos que Demipage difundió semanalmente a través de correo electrónico durante un año, creando así una comunidad amazónica de lectores invisibles que cada jueves seguía las fabulaciones del autor.
Historias de todo tipo pero siempre interesantes, que sugieren pasados, construyen personajes, presentan situaciones, regalan descripciones. El libro está dedicado a Silvina que, como su propio nombre indica, es el hábitat natural del jíbaro.
«Hay en Cuentos del Jíbaro un idioma cuidado y el equilibrio de fondo. Y difícilmente puede conseguirse mayor eficacia en dimensiones tan pequeñas. Aquí si funciona la consigna de guerra de los minimalistas: crear es quitar […] ¿Qué estabilidad sacuden estos Cuentos del Jíbaro? Las convulsiones llegan al inconformismo peculiar del escritor. Mientras sonríe, comprueba las fragilidades del suelo que pisamos. En muchas de sus páginas caen, hechas trizas, las bagatelas ilustres, las simulaciones de la vida cotidiana, la espiritualidad de baratillo.» - Francisco Javier Irazoki.
Obras de arte forjadas con palabras y silencio. Dosis homeopáticas de literatura
EXTRACTO
De niño me perfeccioné en la crianza de gusanos de seda. Llegados los primeros calores primaverales, el patio del colegio se transformaba en un zoco oriental donde los chicos traficábamos con hojas de morera. Muchos se afanaban en alimentar a aquellas criaturas diminutas, pero eran pocos los que perseveraban, y menos aún quienes alcanzaban a ver el lento y voraz crecimiento del gusano, su misteriosa hiladura, de la que emergía, al cabo de un tiempo, el prodigio nocturno de la crisálida, luego el revoloteo de su apareamiento, la apremiante puesta de huevos que tapizaba las paredes, y por último la muerte, sobrevenida sin estertores en la noche sencilla. Yo supe muy pronto que el mundo de un escritor cabe en una caja de zapatos.
LO QUE DICE LA CRÍTICA
El título del libro no es casual. Los jíbaros son seres que viven en los bosques primigenios peruanos, un poco infierno verde, un poco paraíso adánico. - María Antonia Estévez, Diario de Navarra
SOBRE EL AUTOR
(Pamplona, 1965) Juan Gracia Armendáriz es autor de los libros de microrrelatos Noticias de la frontera (1994, Premio Jaén de Relatos) y Cuentos del Jíbaro (2008), ambos recogidos en diversas antologías del género. Ha cultivado el relato en el volumen Queridos desconocidos (1998, Premio a la Creación Literaria, Institución Príncipe de Viana; finalista del Premio Hoteles NH) y la novela en Cazadores (Premio Francisco Ynduráin, 2001). Es coautor, junto a Pedro Carrillo, del libro de semblanzas de escritores Gente de Libro (2005), así como del reportaje histórico Cuero de montaña. En 2008 obtuvo el Premio Tiflos de Novela por La línea Plimsoll y en 2010 publicó en Demipage Diario del hombre pálido, que fue uno de los libros más aclamados del año. Con Piel roja da por finalizada lo que el autor denomina «trilogía de la enfermedad». Fue cronista de sucesos en el diario El Mundo y durante más de quince años ejerció la docencia en la Facultad de Ciencias de la Documentación de la Universidad Complutense.
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Cuentos del Jíbaro - Juan García Armendáriz
zapatos.
Apnea
Aunque no te guste, de vez en cuando deberás contener la respiración: quince, treinta segundos; tal vez un minuto. No es nada; apenas lo que tarda una gota en desprenderse de la embocadura del grifo y estallar contra la loza del inodoro. Girarás en el cono de agua y luego verás una sucesión de galerías un poco lóbregas. No atiendas a los sonidos ni a las formas que te salgan al paso; tampoco a los ecos de patitas o tenazas. Tú, aguanta. Cuando menos lo esperes llegarás al mar y otros iguales a ti te darán la bienvenida.
Alumbramiento
Hasta entonces mi existencia –si se me permite el uso de tal expresión–, era una antigua forma del temblor que habitaba en el desván de su memoria, allí donde aguardan los terrores olvidados de la infancia; esos que nunca desearíais volver a visitar: el largo y sinuoso pasillo, el cuarto de los huéspedes situado en la penumbra del ala más alejada de la casa, la sombra de un hombre en un callejón solitario… Nada hacía suponer mi aparición. Debió de perturbarse cuando irrumpí en su sueño confundiéndome al principio con una vulgar pesadilla. Pero fue ella quien me convocó en su mente, que aquella noche se hallaba perdida en un paraíso artificial de vapores de láudano. Me entrevió surgiendo de una profundidad sin tiempo: una pierna, primero; un brazo, después; luego mi estatura excesiva, mis andares de gigante taciturno, finalmente el rostro… Fui una aparición engendrada por la luz de un relámpago que restalló en la noche iluminando su alcoba con fulgor sobrenatural. Entonces despertó, y poseída aún por la forma de mi espíritu me insufló vida en los papeles. ¿Tendré que agradecer a Mary Shelley el dudoso privilegio de la existencia literaria?
Telerrealidad
Al principio, mi mujer se aficionó a un programa de televisión donde un grupo de jóvenes convivían encerrados en una casa. Los concursantes eran gente malencarada, vulgar, con los labios perforados y los pantalones por debajo del ombligo. Comían espaguetis sin cerrar la boca, masticaban anacardos, se tiraban pedos, lloraban. El plató disfrazado de casa era un deshecho de excrecencias. Más tarde, se aficionó a un concurso de modelos de pasarela, y luego a otro de bailarines. La secuencia de lloros y sudor continuó. Las tardes de domingo, cuando la cadena ofrecía un resumen de lo acontecido durante la semana, eran un horror. Ahora, su última adicción es un programa donde la gente cuenta sus problemas de pareja. Se dejan filmar las veinticuatro horas del día, incluso en la cama. Después, un psicólogo les ofrece consejos para mejorar su deteriorada convivencia. No supe qué cara poner cuando mi mujer me pidió que nos presentáramos al programa. Era, dijo, la última oportunidad que teníamos para que no nos fuéramos a pique. Nuestras actitudes serían analizadas con detenimiento y profesionalidad. Se lo habían asegurado. Me tendió un contrato. Sólo hacía falta que yo diera mi consentimiento y la casa se transformaría en un plató de televisión. Nos filmarían como a los lémures de Madagascar. Sonreí con cansancio infinito, mientras firmaba al pie del contrato. A los pocos días, los técnicos del canal colocaron microcámaras en el cepillo de dientes, en la alcachofa de la ducha, en el despertador. Desde entonces, ella es feliz. Se maquilla, sonríe como cuando éramos novios, viste ropa atrevida y por las noches hacemos el amor debajo de las mantas.
Muñecos de nieve
«La nieve no tiene memoria» –pensó, mientras caminaba sobre la acera nevada. Trataba de no resbalar. En la ciudad nevaba todos los años, no mucho, lo suficiente para que el paisaje compusiera una postal navideña; a fin de completar el decorado habría que añadir la música, los escaparates iluminados, la gente encorvada contra el frío, el olor costumbrista de las castañas asadas. Eso le causaba una rara impresión de desasosiego, quizá por ello pensaba en frases ocurrentes. Se concentraba en el sonido algodonoso que producían sus botas al atravesar la capa de nieve. Era una vieja impresión. «La nieve es olvido», se dijo, y sonrió ante su propia ocurrencia. Nadie diría en voz alta semejante majadería, hacía falta ser un petulante para decir eso en lugar de «Feliz Navidad» o «Felices Pascuas», pensó mientras sorteaba a los viandantes que, como él, trastabillaban sobre la fina