El hombre crucigrama
Por Roberto Abad y Kenia Cano
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El hombre crucigrama - Roberto Abad
I. Los designios
El hombre crucigrama entra en la cafetería, escoge una mesa y coloca el sombrero en el centro. Tras ajustarse la corbata que ha escogido frente al espejo, desabotona la gabardina y abre el cuaderno que lleva en las manos. Sabe que su misión debe iniciar en ese instante, conoce las instrucciones de memoria; pero antes ordena un expreso doble. Cuando se lo llevan, siente que al fin las cosas alrededor están en completa armonía: el servilletero cumple riguroso con su posición de centinela y la luz del sol pega de manera intensa en los azulejos del piso. Como si eso le diera confianza, metódico, se acaricia el bigote, echa los anteojos circulares al fondo de la nariz, pega la punta del lápiz a sus labios simétricos y, a pesar de que el establecimiento se encuentra vacío, comienza a contar sus historias.
1
Si existes, Dios mío, haz que este gato reviva, pidió el niño con el animal recién atropellado entre las manos. Nada cambió. Dejó al felino recostado sobre la acera y se fue. No alcanzó a ver cómo más tarde el minino se incorporaba sano y fuerte y subía al tejado.
Te daré otra oportunidad: dale vida a esta ave, ordenó el niño días después, mientras sostenía una paloma muerta debajo de un árbol. Se cansó de esperar, la colocó en el piso, un poco molesto, y se alejó corriendo. Luego de unos segundos, el pájaro abrió las alas y levantó el vuelo hacia las nubes, perdiéndose en la lejanía.
Una necia esperanza obligó al niño a poner al Creador a prueba por última vez.
Si existes realmente, despierta a mamá, le exigió en el cementerio, al lado de la fosa. Se acercó al féretro, lo dejaron despedirse de su madre y le besó la frente. Ella permaneció quieta, sin gestos en el rostro, como una figura de porcelana. El niño estalló en lágrimas. No entendía por qué el cielo ignoraba sus plegarias. Era demasiado joven para darse cuenta del poder divino que le había sido otorgado.
Por eso no fue extraño que, pasada una hora, retumbaran en la sepultura los toquidos desesperados e inútiles de la madre, que abrió los ojos tan fresca como en una mañana soleada de abril, con infinitas ganas de abrazar a su hijo.
2
En siete días construyó todo el universo. Siete días le tomó también destruirlo. Luego reconstruirlo, con sus detalles idénticos, en el mismo tiempo; después, volverlo a desintegrar. Y así hasta dar con lo que hoy existe. Desafortunadamente, en cualquier instante su humor será otro, el de un artista que reconoce con disgusto su obra terminada. Se reprochará, una vez más, lo imperfecta, lo inútil que es. Acabará por arrasar, como es su costumbre, con la incipiente presencia de quienes habitan en ella. Hará uso de la fuerza: tiene los días contados. Al término, se deslumbrará