Ladrón de niños y otros cuentos
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Ladrón de niños y otros cuentos - Ricardo Chávez Castañeda
Sobrevivir
La infancia rendida de Chávez Castañeda
Era habitual hallarle en las antesalas y los podios de algún galardón grande o pequeño, no importa de qué género. Quienes seguíamos sus pasos podíamos apostar que allí estaría, amable y hermético, con el aura y la melena de un jovial cantante de baladas, danzante, apenas formal. Y podíamos también estar seguros de que traía algo entre manos. Sus manuscritos estaban indefectiblemente allí, antes que cualquier otro, impolutos y espontáneos a un tiempo, antes siquiera de que él mismo los notase o los reconociese. A la hora de los aplausos, se desplazaba con amabilidad y asombro, agradecía el reconocimiento con una dulzura hipnótica. Una y otra vez, todo aquel fasto parecía nuevo para él, como si cada reconocimiento y cada libro nuevo lo hubiesen sorprendido una mañana después de haber perdido la memoria reciente del oficio de escribir. Como si sólo le hubiese quedado el tuétano de su infancia, aquél donde todavía hay espacio para la maravilla. Siempre niño, siempre perplejo, se movía por esos mundos con la naturalidad del pequeño que podría creerlo todo y que sin embargo no acababa nunca de creer en nada.
Creo que no exagero cuando digo que desde ese entonces Ricardo podía parecer perfectamente una rara avis: el ejemplo singular de esa utopía que conocemos como el escritor feliz. Triunfante en casi todo y resistente como pocos a los giros mínimos de la desdicha que el ambiente con frecuencia ofrece, tenía además la extraña facultad de tener pocos enemigos. Los críticos le alababan y los espacios se le abrían con el ¡ábrete, Sésamo! de su cordialidad. Mayor que algunos de nosotros, se veía no obstante más joven, cada vez más joven, sobrecargado de una energía vital producto de una existencia en la que el único vicio era bailar.
Por dentro, sin embargo, Ricardo cargaba y carga, como todos, sus tormentas, un huracán celosamente guardado bajo su bonhomía. A la facilidad con que se le reconoce se opone en secreto un escritor obsesivo, un neurótico del trabajo literario, un analista riguroso formado acaso en el transcurso de sus estudios de psicología paralelos a los literarios. Pero ante todo está el ocultamiento: es como si detrás de esa transparencia se ocultase siempre un secreto enorme, una metamorfosis penosa que exige de él una máscara para que no lo hieran, para no dejar el alma al descubierto, en carne viva. Todo está controlado en la ficción de Ricardo porque su alma lleva mucho tiempo, mucho trabajo y tal vez muchas lágrimas y líneas aprendiendo a domesticarse y domesticarnos.
A la fecha, cuando leo alguno de sus libros o de sus artículos, sigo presintiendo que en ellos está no un niño sino una infancia. La dureza de los temas que aborda y el vínculo constante que sus personajes tienen con sus primicias me empujan a creer que Ricardo y su obra son sobre todo ornamentos, anexos de esa existencia única que para él es la niñez, una niñez que imagino tan dichosa como atroz, es decir, como cualquier otra.
Todo esto es sobre todo claro en la obra cuentística de Ricardo Chávez Castañeda, una obra que en este volumen tiene algunos de sus más ilustres representantes. Lo que aquí se narra transita siempre entre la niñez y la muerte, entre lo angélico y lo diabólico, entre lo maravilloso y lo redomadamente cruel. El cuento que encabeza este quinteto, «Ladrón de niños», le granjeó a Ricardo el Premio Julio Cortázar. En él me parece identificar una nómina de las obsesiones personales y literarias del autor: los dobles de una misma vida contada desde todos los tiempos y todos los espacios posibles, la niñez ante el ogro devorador del adulto, la necesidad imperiosa que todos tenemos de enterrar la verdad en la burbuja protectora de la ficción. En este y en los restantes cuentos del presente volumen hay una complicidad atroz entre los hombres y sus monstruos infantiles, como la hay en la fatalidad. En «La esquina del fin del mundo», un genealogista miope desentraña la cronología de una epidemia de suicidas revelada como conspiración; en «El final del futbol», un par de jóvenes rinden cuentas, en una cancha fantasma, con la espeluznante tradición de partidas jugadas sucesivamente con cabezas cercenadas a trueco de balones; en «Sobrevivir», un memorioso curador ruso, digno del Funes borgeano, esboza la sonrisa de quien sale debajo de las ruinas de una Florencia inundada para ahogarse o verse ahogar, en homenaje al Jinete de bronce de Pushkin, entre su memoria, su capacidad para el detalle y su ineptitud para conocer los universales, particularmente el amor; en «La caída del cielo», el doctor Mállor, experto en moribundos, accede al conocimiento de que la muerte es sólo una disputa entre lo humano y lo angélico. Ninguno de estos trágicos personajes alcanza la felicidad, todos ellos padecen una nostalgia casi manriqueña de una infancia sin embargo terrible, un pasado donde se ha sembrado la única venganza posible: la de resignarnos a que los ríos de nuestra vida den al mar que es el morir.
Cuentos y novelas, niños y muertos. Libros para niños con personajes infantiles, adultos gregarios con fijaciones en sus primeros años, malabares lingüísticos y estructurales que recuerdan un juego de mesa, una estrategia submarina, una guerra de resorterazos. No encuentro uno solo de los textos de Ricardo que no me remita a mi propio ir y venir por los barrios de mi sur urbano, por sus azoteas y sus canchas de futbol llanero, por sus tendederos, por sus incipientes tribus y sus adultos aterradores.
Los ojos de Ricardo son siempre los de Fanny y Alexander, a los que Bergman ocultó entre las cortinas de la casa de la abuela o bajo una mesa desde la cual miraban el mundo adulto, un mundo que nos causa aún tanta fascinación como horror, un mundo tan raro como común, feliz tan sólo cuando crecemos, pero lleno de secretos y de horrores a los que únicamente podremos enfrentarnos por medio de un libro, de su lectura o de su escritura. Se trata de visiones que sólo pueden nombrarse con lo doméstico: el gato, el ángel, la paloma, el jardín, la secta y la conspiración. Ricardo, en cierto modo, siempre estará escribiendo su versión de Los cachorros o de El señor de las moscas, siempre una lectura torva de Dos años de vacaciones. Náufrago al fin en la espesa isla de una niñez que no le abandonará nunca, Ricardo emprende sonriente sus robinsonadas personales, desaparece en hundimientos que sólo él conoce y que lo arrastran a costas que sólo a él están reservadas. De estos mares emerge siempre de improviso. Vuelve un año de tantos, con un cuento o con una novela, con su resuelta vocación por esa balsa que lo salva y nos salva siempre: sus historias.
IGNACIO PADILLA
Ladrón de niños
FEDERICO FREY pudo advertir antes la existencia de ese libro que venía firmado con su nombre pero que él no escribió. Cuando se acercó a la librería del aeropuerto tenía la mirada vaga de quien se ha acostumbrado a vigilar con detalle ya no el mundo sino el continuo deterioro de su propia cabeza. Paró frente al cristal sin desencorvar la espalda ni hacer nada por recomponer su reflejo, extrajo unos lentes oscuros y ocultó así los ojos también suyos que lo interrogaban desde el escaparate, y luego prosiguió con su caminar dejando del otro lado del vidrio las novelas que ociosamente dominaban la mesa de novedades con un cintillo aparatoso «Para los que padecen, para los expulsados de su propia alma. La obra maestra de Frey».
Es lo perturbador en ese tiempo verbal propio de lo que no sucedió, el «hubiera», la conjugación de la irrealidad. Si Federico Frey hubiera reparado entonces en el libro, ¿qué habría acontecido? ¿Habría cambiado el hecho fundamental de que él no lo escribió? ¿Cuál es la esencia de un episodio: su secuencia o su desenlace? Quizás este desvarío pueda resumirse en una pregunta: ¿el pluscuamperfecto «hubiera» multiplica de verdad las direcciones de un evento o sólo ofrece atajos para llegar a la misma mesa fría, a la venda tensa sobre los ojos y al tarareo cada vez más audible de alguien que se aproxima?
Federico Frey tuvo una segunda oportunidad al llegar a su casa. Desde la ventanilla del Mercedes vio docenas de periódicos en el jardín que exageraban una ausencia ni siquiera de quince días. Ignoró los periódicos de fechas recientes al atravesar la verja y levantó uno amarilleado por el sol, el que parecía más viejo y por tanto inofensivo ya, lo puso bajo el brazo y así entró en la casa antigua de dos plantas, piso de duela y muros gélidos como las paredes de un ataúd. Dejó la maleta junto al perchero y fue a descorrer las cortinas. No había allí dentro ningún indicio para identificar la residencia de un escritor. La austeridad tenía algo