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La reina de África
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Libro electrónico441 páginas6 horas

La reina de África

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Algunas cosas no son la realidad, pero merecerían serlo.

Un grupo de prisioneros de un país occidental firman un acuerdo por el que las penas les serán suspendidas a cambio de trabajos para una ONG humanitaria de África. Pero unos inversores tienen pensado otra cosa muy diferente: caza furtiva de animales pagando sobornos, una pelea ilegal -celebrada en un lugar secreto- entre el león africano y un toro bravo por la que se cruzan fuertes apuestas. Un pequeño pueblo con sorpresa. Una reina, una mina.

Y más que una novela, una historia diferente de otras muchas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento28 sept 2018
ISBN9788417426736
La reina de África
Autor

J.J. Martín

J.J. Martín nació en 1953 en un pueblecito de agricultores, cerca de Córdoba, y su infancia estuvo marcada por campos sembrados de trigo, algodón y alfalfa. Como otras tantas familias, la suya se trasladó a vivir a la provincia de Barcelona, donde empezó a trabajar de aprendiz de joyería, alternando con los estudios de Bachillerato. Después, su trabajo fue como mecánico industrial y mecánico de mantenimiento, donde recibió un mensaje por parte de las máquinas: «Las máquinas no van a cambiar, el que tiene que cambiar es el hombre». Siempre le gustó leer. Y aparejado a leer, escribir; por el simple placer de hacerlo. Aunque sin publicar nada, hasta ahora.

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    La reina de África - J.J. Martín

    Operación África

    Todo empezó porque alguien dijo: «Es insostenible». Pero es que, además, es inconcebible.

    Una sociedad donde se pierde el respeto, es imposible tomarla como ejemplo de un modo de vida.

    Las imágenes de las que se tomaron nota, a las cuales se hacían referencia, solo hacía unos días que habían salido en la televisión.

    Un atracador, como primer acto, sin premeditación, alarga la mano con un cuchillo, en una clara amenaza. ¡Y qué va! No es una amenaza, es una agresión en toda regla, directa a la cara de la mujer china, dueña del establecimiento. Y esto después de haber atacado y matado a su marido a puñaladas. Por nada.

    Para actos así, las leyes deberían tener prevista una respuesta inmediata; una respuesta contundente.

    ¿Se pueden defender una actitud y a un individuo como este? ¿Lamentaría alguien su muerte? Si, nada más llegar a la cárcel, le pegaran cinco tiros en el mismo patio o en cualquier otro sitio, con la excusa de haber intentado arrebatarle el arma a uno de los guardias, ¿alguien se opondría?

    Porque, al defender los derechos de este individuo, lo más seguro es que estuviéramos facilitando que se produzcan más asesinatos. Asesinatos de inocentes, concretamente.

    ¿Hay derecho a que un individuo de estos se cargue a un inocente?

    ¿Que le lance una cuchillada a la cara, sin un motivo ni necesidad?

    Este fue el principio de la «OPERACIÓN ÁFRICA».

    Solo necesitaban un pequeño país que los quisiera acoger. Como una pequeña expedición de caza. Un safari.

    Un safari por un lado y, por otro, el ensayo de un par de vehículos, para ver y comprobar cómo se desenvolvían por terrenos difíciles.

    Con el compromiso de obtener caza y carne de distintos animales. Carne de cebra, de ñu, de cocodrilo, que se repartirían para paliar las necesidades de los poblados nativos.

    Era, en realidad, un caballo de Troya que, bajo el epígrafe de «Caza y Reportajes Científicos», pensaba dar caza a toda clase de animales. Prohibidos y no prohibidos.

    Solo necesitaban el beneplácito de un mandatario que fuese principal de una región, que les sirviese de cobertura y tapadera; no necesariamente de una nación entera.

    Con mucho poder sobre una etnia. Una región perdida, donde la mayoría de la población fuese pobre e ignorante preferentemente.

    Y con mucho dinero de por medio, con el que poder comprar voluntades de todo tipo.

    Con mucho dinero para poder ofrecer en unos puntos precisos y que estos, a su vez, repartieran a otros que estuvieran más abajo. Y así sucesivamente. Que es la manera en que, con frecuencia, se hace en África.

    Oficialmente, representaban que eran estudios científicos. Con la idea —una idea muy golosa— de encontrar yacimientos de diamantes y terrenos petrolíferos.

    Con informes falsos, ficticios, que así lo atestiguaban.

    De compañías y empresas que no existían.

    En realidad, se iba a iniciar una caza muy diferente.

    Pagadas con dinero de oscura procedencia, se rodarían imágenes que se venderían en el mercado negro.

    Pensaban en imágenes únicas, que hasta entonces nadie hubiese podido conseguir. Desde luego, ilegales y prohibidas.

    Del mismo estilo del que compraba pornografía con niños.

    Ahora comprarían cacerías reales al hombre. En las que se vieran cómo las piezas caían abatidas.

    De manera real y sin paliativos.

    Sin que se viera al cazador. Y que se pudieran vender de contrabando colmillos de marfil.

    Y pieles de animales prohibidos. Y la filmación de su caza.

    Matanzas de cocodrilos.

    Matanzas de todo tipo de animales.

    La llegada

    No disponía de una estación propiamente dicha, donde hubiera un tráfico de pasajeros. Allí no se veía a nadie. El aspecto era desolado. Solo en unos hangares más alejados se podía adivinar algún vehículo.

    El avión había volado bien, pero ahora que se veía en el suelo, evidenciaba que no se parecía mucho a los actuales. Bien conservado, parecía de hacía cuarenta años atrás. De otra época.

    A cada uno de los presos le habían quitado las esposas al pie de las escalerillas; eran vigilados desde arriba por un hombre armado.

    Todos consideraban la medida un tanto exagerada, ya que allí no había gente especialmente peligrosa. Y se consideraban todos como hombres libres.

    Libres a partir de haber firmado todos un contrato en el que se especificaba que todos serían libres, una vez que hubieran cumplido todos una «prestación de servicios».

    Eran todos ellos trabajos fáciles, como prestar su colaboración con organizaciones humanitarias u otras misiones parecidas a las que ellos se quisieran apuntar voluntariamente. Y mediante un contrato. Libremente.

    Les habían asegurado que no harían nada que ellos no quisieran. Incluso, si se quisieran enrolar en una misión armada, cosa que era posible, cabía la posibilidad. Sería con el propio consentimiento de cada uno de ellos.

    Se les advertía de este punto, dada la existencia de grupos terroristas armados. Y la conveniencia de disponer de un arma, en caso de tener que defenderse de ellos, se convertía en una realidad.

    Todo lo demás estaba clasificado como «trabajos para la ciencia y el comportamiento sociológico». Y, pasado un periodo, si se encontraban a gusto, podían optar por quedarse o regresar libremente a sus hogares. Sin rastro de condena.

    Era la ventaja que tenía.

    Para eso había que firmar. Sin firmar tales documentos, en los que se eximía al Estado e instituciones de toda responsabilidad, no se liberaría a nadie.

    Por eso firmaron todos.

    Al quitarles las esposas, les daban un pequeño plano donde les indicaban que hallarían todas aquellas cosas que a ellos les interesaban, como armas, víveres, etc. Y, por supuesto, las autoridades pertinentes, que les tutelarían.

    Eso era lo que les habían dicho.

    A él le habían empezado a llamar Zikeli, como diminutivo o una derivación de Ezequiel. Luego le llamaban Ziki o «Keli».

    Había mucho revuelo, mucho barullo al bajar del avión. Allí no se entendía nadie, por lo que apenas había notado que le tocaban en el bolsillo trasero del pantalón.

    Podía estar tranquilo. No llevaba nada en los bolsillos. No tenía nada que perder.

    Pero no le gustaba que le tocaran el trasero.

    Solo vio cerca a una de las azafatas; lo supo por la vestimenta, aunque pensó que quizás se les veía muy serias y circunspectas. No sería de extrañar, sabiendo el cargamento que transportaban.

    En realidad, entre ellos habían hablado muy poco o nada. ¿No era raro que todo el trayecto lo hubieran pasado dormidos o adormilados?

    ¿Viajando de noche y sin recordar apenas nada?

    Pensó que sería lo normal, que les habrían suministrado algo en la comida o en el agua para tenerlos tranquilos todo el rato.

    La azafata era negrita, pero ni un parpadeo que denotara algo extraño en ella. En fin, quizás fuesen imaginaciones suyas.

    Cuando le desataron —¡qué alivio!—, pudo estirar los brazos, uno en cada dirección. Y le dieron una copia, un pedazo de papel, que pretendía ser un mapa rudimentario. No entendía nada.

    Pero les dijeron: «Hacia allí, hacia allí». Y se encaminaron todos hacia el lugar que les señalaban.

    Era un buen grupo. ¿Cuántos eran? ¿Ochenta, noventa, cien?

    ¿Y para tanta gente habían dejado comida? ¿Comida y algo más en un sitio que parecía tan lejano?

    Todavía tenía la cabeza embotada, pero los pensamientos se le oscurecían y se convertían en tinieblas. No estaban claros.

    ¿Aquello era África? ¿Dónde estaban?

    Lo relacionaba con África porque era lo que les habían dicho y porque todo el personal parecía tener aquel origen. Negros.

    Pero ¿qué África era aquella? ¿Era un territorio de gorilas?

    No, sabía que los territorios habitados por gorilas solían ser montañosos y con mucha vegetación. Hasta ahí llegaban sus conocimientos sobre África.

    Selvas montañosas y con mucha humedad, pero selvas.

    Y este territorio en donde les habían dejado, por el norte más bien parecía lleno de matorrales y, por lo que podía ser el este, una elevación más bien rocosa, y justo a su lado, lo que parecía, a pesar de la lejanía, no ser otra cosa que un antiguo volcán, sacado de la prehistoria, con su forma perfectamente definida y, a pesar del desgaste, redondeada.

    Al pie de este, y a mucha distancia, podían adivinarse lo que pudieran ser masas arboladas. Pero eso estaba demasiado lejos todavía para poder saberlo con precisión.

    Hacia el oeste no destacaba nada; era como si existiera un desierto.

    ¿Dónde estaban los ríos caudalosos de África? ¿Dónde las superficies de cientos de kilómetros llenas de agua? ¿Y dónde estaban las inmensas sabanas tupidas de rebaños, de animales de cuatro patas, siempre caminando, pastando y siguiendo caminos, como interminables regueros de hormigas?

    Si aquellos territorios eran de África, ¿dónde quedaba todo eso?

    Y si no era África, ¿dónde estaban?

    Había mujeres en el grupo. Esto no era de lo peor que habían hecho. En lugar de conceder prioridad al sexo masculino a la hora de elegir, les preguntaron a las mujeres si querían elegir a alguien como pareja.

    Organizaron reuniones donde pudieran encontrarse las parejas. Y que se pudieran tratar entre sí, según sus gustos y sus afinidades. Organizaron reuniones donde pudieran hablar con los diferentes candidatos tomándose un café.

    Y luego solo tenían que poner sus nombres, si estaban de acuerdo, en un papel.

    Y les concedían el estatus de pareja. Y ya está.

    La olla

    Entraron por la parte más baja de la Olla y se dieron cuenta de que, en su día, aquello tuvo que ser un volcán imponente. Porque, a pesar de los miles de años que podía tener, sus bordes desgastados todavía resultaban reconocibles.

    Cuando llegaron allí, estaban espaturrados, extenuados, muy cansados.

    No habrían llegado, posiblemente, si no hubiera sido por aquel plano, aquel papel que les habían dado.

    Aparentemente, a simple vista, hubiera parecido un lugar cercano; pero, en realidad, habían caminado un montón de kilómetros. ¿Cuántos kilómetros habían caminado?

    Habían partido casi antes del mediodía. Y, sin embargo, era ya la última hora del atardecer cuando llegaban.

    Por cierto, presentía que, en aquellos parajes, la noche podía ser muy cerrada, muy oscura. A no ser que hubiera luna llena.

    Allí no había ninguna población, a no ser que apareciera como por ensalmo, de pronto; cosa que no era lo que señalaba un paisaje despejado. A no ser que hubiera una hondonada y allí apareciera el poblado que estaban buscando.

    Ninguna persona. Nadie. Alrededor de una población, siempre hay personas que se desplazan en coches, en motos, en bicicletas o andando.

    ¿Y si se habían equivocado?

    No tenían nada para apañarse. No tenían linternas o antorchas. En el mejor de los casos, ¿qué tenían?

    ¡No tenían nada!

    Al menos, en la cárcel, se dirigían ordenadamente al comedor. Y allí, a cada uno, en su bandeja, le ponían la cena, la comida. Si el pescado no estaba recién hecho, al menos estaba caliente, estaba bueno. O si la tortilla francesa no era todo lo jugosa que correspondía, eso no era lo que más importaba.

    Y, aunque la fruta no fuese de la más rabiosa actualidad, ¡la tenían! ¡Tenían comida que les sobraba!

    Ziki se dio cuenta de que se había olvidado de mirar en el bolsillo de detrás del pantalón para constatar si la sensación que había tenido era cierta. Y, efectivamente, lleno de sorpresa, extrajo un trocito de papel. Como estaba tan bien doblado, ocupaba muy poco.

    Todavía quedaba bastante luz para poder mirarlo.

    Cuando se oyó un grito, una voz alborozada. «¡Mirad allí! ¡Mirad allí!». A continuación, fueron muchas las voces que decían lo mismo.

    —¡Una cabaña, una cabaña!

    —No, hay dos. ¡Dos cabañas hay allí, allí! ¡Dos cabañas!

    Aquellas que parecían cabañas todavía estaban bastante lejos.

    Zikeli se llevó el papel al bolsillo. Lo miraría más adelante.

    No quiso decir nada, pero pensó para sí mismo: «¿Dos cabañas para acoger a tanta gente?».

    Y no quería alarmar a nadie con las ideas que bullían entre sus pensamientos.

    Pensó con tristeza que, si no se equivocaba, aparte de aquellas cabañas, se hubiesen necesitado al menos dos o tres más, aparte de algunas tiendas de campaña, para acoger a tanta gente; como si fuera un pequeño camping para acoger a todos los que eran. Ocuparía una zona considerable de terreno. Era lo que necesitaban, más o menos.

    Y, aparte de eso, ¿qué esperaban? ¿Mesas y sillas con jarras de cerveza esperándoles, como en las terrazas que había en los grandes bares de su país en cada esquina?

    Al pensar en una jarra de cerveza, se le hizo más patente la sequedad de su garganta. Por desgracia, así debían de estar todos.

    Se les veía cansados, acalorados, con las caras tostadas por el sol por la falta de costumbre.

    Cuando estaban a solo unos veinte metros, de pronto, cesaron las conversaciones y las chácharas. A pesar de la situación seca y extraña que estaban viviendo, la capacidad del ser humano para hacer bromas y cachondeo, aun en las situaciones más desesperadas, era totalmente inaudita.

    Y, sin embargo, todos la vieron. Entre las viejas tablas de una puerta, por una apertura del dintel, fue sobresaliendo. Era repelente y tenía el poder de dejarlos a todos petrificados, sobresaliendo, tan gruesa como un brazo.

    Cuando estuvo toda fuera, ondulando ladinamente, todos se dieron cuenta de que era mucho más larga y más gruesa que una culebra.

    Alguien tuvo la osadía de arrojarle una piedra con buena puntería. Pero ella la esquivó graciosamente, haciendo una honda perfecta hacia arriba, dejando pasar la piedra por debajo.

    Y todos pudieron ver los últimos rayos de sol brillando sobre su piel de intrincados dibujos, que ni el mejor diseñador de tatuajes era capaz de inventarse.

    Mientras tanto, se alejaba rápidamente. Con movimientos rápidos y ágiles, había desaparecido en un instante de la vista de todos, como si nunca hubiera estado allí.

    Dejando heladoras sensaciones y un regusto de desesperanza.

    Quedaron como absortos, con una pregunta en la boca que nadie se atrevía a pronunciar. Si esto era lo que salía de allí, ¿qué sería lo que habría allí dentro, detrás de aquella puerta?

    Hay miedos que tienen más miedo a unas cosas que a otras. Alguien se hizo con un palo y se acercó a la puerta con decisión, ya fuese fingida o no.

    Mientras, el resto se introducía en las más fantásticas elucubraciones. ¿Habría algún muerto allí dentro? ¿Habría anidado allí la serpiente y tendría dentro todo un retortero de pequeñas culebras que, con sus ojos —triángulos siniestros—, se enfrentarían a la gente, sacando sus pequeñas lenguas bífidas?

    Y otra: ¿serían venenosas?

    ¿Y dónde dormirían esta noche?

    —No hay nada —dijo el que se había atrevido a entrar allí.

    Quedaron estupefactos, desolados. Habían depositado sus ilusiones en aquellas cabañas.

    —Quiero decir, nada de peligro. Sí que hay algunos sacos. No sé si serán de harina. Y algunas cajas, que no sé qué pueden ser.

    »En realidad, poca cosa. Yo no he visto que haya agua. Y, sin agua, estamos listos. Aunque, en realidad, se ve muy poco. Que alguien mire en la otra cabaña antes de que se haga oscuro del todo.

    Nadie se movió. El mismo Keli, que había mirado la otra cabaña, se ocupó de echar un vistazo.

    —Lo mismo. Poca cosa.

    A Zikeli se le vino un pensamiento un tanto siniestro a la cabeza, si bien no iba a decir nada a nadie, porque lo atribuyó a la larga jornada vivida, al desánimo, al cansancio.

    Quizás los organizadores de esto, si dejaban pocos víveres, es porque pensaban que, a lo mejor, no los iban a necesitar, lo cual se podría entender como algo, si no del todo trágico, al menos muy poco halagüeño.

    O, quizás, si estaban en África y la organización había encargado a alguien la compra de víveres, sabiendo cómo funcionan estos temas en África, entraba dentro de lo posible que, en lugar de gastar ese dinero en víveres, este hubiera tomado directamente la dirección hacia el bolsillo de alguien, del cual, posiblemente, iba a ser muy difícil que saliera.

    Y lo siguiente solo serían mentiras y enredos.

    El caso es que tenían que parlamentar.

    Se reunieron los cabecillas, los que habían sido reconocidos por todos porque tenían un poco de «sentido común», y llegaron a la conclusión de que «sin agua no podemos estar, no se puede vivir».

    —Tenemos que buscar agua, aunque tengamos que emplear toda la noche buscándola.

    Hicieron una reunión. A los primeros compases, Keli movía la cabeza.

    Cada alegato, cada discurso, se parecía cada vez más a las discusiones que, en sus reuniones, mantiene una escalera de vecinos; una locura de grillos mal avenidos.

    Todo muy complicado. Complicadísimo.

    Las mujeres, sobre todo, buscaban que los organismos oficiales y otros estamentos parecidos les dieran explicaciones. Y exigirles responsabilidades. Pero ¿no se daban cuenta de que allí no había nada de eso?

    Estaban solos. Solos de soledad. De la más absoluta de las soledades.

    Mientras las mujeres y todos seguían insistiendo en que les buscarían las vueltas, ¿por qué no tomaron las medidas adecuadas los responsables, en su momento, para que esto no pasara?

    Y que los que fuesen responsables de este «desaguisado» lo pagarían bien caro. Y cosas así.

    Keli se preguntaba dónde estaban esos a los que iban a hacer ellos tales preguntas.

    ¡Qué lejos estaban todos de la realidad de sus países de origen!

    ¡Porque aquello era otro mundo!

    Intercambió una mirada con los únicos con los que, después de algunas palabras, había notado que había cierto grado de entendimiento.

    Con Garibaldi, que explicaba gráficamente cómo en sus relaciones con las mujeres daba dos sacudidas, como los conejos, y caía de espaldas. O, al menos, eso decía él.

    Por eso le llamaban «Fiti», Fitipaldi. Por lo rápido que era.

    No paraba de hablar. Gesticulaba, se reía. Hablaba sin parar y se reía.

    Sería difícil saber si con Gari una mujer se moriría de placer.

    Pero seguro que se iba a partir de risa. No sabría decir si iba a disfrutar mucho, pero sí que se iba a reír mucho. Lo cual, si se mira bien, en algo se parece mucho.

    Y algo es algo. Peor es darse con una piedra de canto.

    El otro era Champi, un colombiano que se había criado cerca de un río y de una selva. Con el pelo muy negro atado atrás, en una coleta.

    Tenía cara de indio, de indio bueno. Y casi se le saltaban las lágrimas al hablar de su mujercita, a la que idolatraba.

    Les hizo un gesto que enseguida pudieron entender:

    —Vamos a por agua.

    Entre las cosas que había dentro de las cabañas, habían encontrado unas calabazas secas.

    Nadie había hecho caso de unas cosas tan anticuadas, pues nadie sabía muy bien para qué podían servir. Ziki cogió una enseguida. Seguro que, si había nativos por allí, sabrían por experiencia que aquello les podía salvar la vida. Así de simple.

    Se encaminaron hacia un lugar donde todavía, por el fulgor rojizo que dejaba el sol al ponerse, se podía apreciar un macizo de árboles, no de un porte excesivo.

    Zikeli se había fijado en que, al pasar por aquella zona, estaba más verde de lo que pudiera estar el resto que le rodeaba. Allí tenía que haber agua; un verdor así no se consigue si no es regando cada día con una manguera.

    Y, dado que no había tal, tenía que haber una fuente o algo de lo que manara agua.

    Por todos los datos que iba recopilando, cada vez estaba más seguro. Era África el sitio donde estaban.

    Estaban en un continente al que se podía definir como el continente de la «mala suerte». ¿El de la ausencia de derechos?

    El sitio del que salían diariamente miles de criaturas dispuestas a ahogarse en el Atlántico o el Mediterráneo. Y muchos lo lograban.

    Un flujo constante de miseria, de sufrimiento.

    Antiguamente, era el almacén de esclavos, de mano de obra barata, con todas las connotaciones y todos los tonos del dolor.

    Y, después de pasar años sin que los crujieran a latigazos, transportándolos en vergonzosos cargueros, ahora venían ellos sin que nadie les obligara.

    En barcos parecidos y en iguales circunstancias. O muy parecidas. De miseria.

    Y para ofrecerse como esclavos. ¿O no era así como venían?

    El continente del llanto y la desgracia.

    Y puede que también —¿por qué no decirlo?—, puede que también el de la alegría, la bondad. Y el de la esperanza.

    Fueron buscando entre los matorrales. Sí, la humedad se notaba, pero ni rastro de agua.

    Los elefantes, cuando querían beber, escarbaban con persistencia, con una pata, sobre un lecho de arena; un lecho seco de arena.

    Sabían que el agua estaba allí, la olían. Y cuando hacían un hoyo en la tierra, el agua acababa brotando.

    Primero turbia. Luego, clara y fresca.

    Ellos también la siguieron buscando, pero no encontraron nada entre la maleza y la alta hierba. Así que buscaron hacia la pared, hacia el cantón que había sido, seguro, el borde de un gran volcán.

    Solo al descubrir las enredaderas que cubrían las grandes masas de tierra oscurecida de aquellas paredes, encontraban que se mojaban las manos al restregarlas sobre ellas. Y, por una grieta, caía un chorrito de agua. Pero resultaba insuficiente para llenar unos recipientes.

    Había gente, entre los que les acompañaban, que pegaba la boca a aquellas rocas cubiertas de verde y bebía.

    Más abajo, se descubrió una fuentecilla que acumulaba agua en un pequeño lecho de piedras. Agua limpia, rodeada de vegetación; una vegetación que casi les llegaba a la altura de la cintura.

    Se pudieron llenar recipientes y botellas.

    Cuando iban de regreso, alguien descubrió algo que se movía sobre el hombro de alguien que iba delante. O en las pantorrillas. Y hasta detrás de las orejas.

    ¡Iban llenos de sanguijuelas que no habían podido ver en la oscuridad!

    Empezaron a desembarazarse de ellas. El griterío entre las mujeres era considerable. Se retorcían del horror repulsivo que les producían, chillando.

    Y aún, y con lo avanzado de la noche, había que ponerse de acuerdo en cómo distribuirse para dormir.

    Existía un miedo pavoroso a dormir dentro de aquellas cabañas, que podrían estar infestadas de ratas y ratones. Que, posiblemente, era lo que había atraído a la serpiente que vieron salir al llegar.

    Y, peor todavía, la posibilidad terrorífica de que alguno de aquellos ratones cayera de noche sobre la cara de alguien.

    Y sobre el ratón, acto seguido, le cayera en la cara la correspondiente culebra, que iría persiguiendo al ratón.

    En la olla. Esperando

    ¿Y fuera? Fuera también había la posibilidad de que hubiera zorros. Y hienas. Leones. ¿Podía haber leones? Los leones solían rugir de noche; por lo tanto, ya los hubieran oído. Incluso, aunque estuvieran bastante lejos, hubieran escuchado sus rugidos.

    No lo hacían para meter miedo a nadie, solo para anunciar a otros de su especie la propiedad del territorio y lo peligroso que sería aventurarse por un territorio que ya tenía un dueño.

    No se había escuchado el rugir de los leones.

    Pero entonces y, de todas maneras, sería bueno establecer unos turnos de vigilancia. Sería bueno, por muy cansados que estuvieran todos, que algunos vigilaran por la paz y la seguridad de todo el grupo. Con una contraseña, un silbido, dos silbidos, en caso de detectar algún peligro. Algo por el estilo.

    Por la mañana, ya con toda claridad, sin pesadillas de ratones ni de leones, intentaron organizar un desayuno más o menos decente, dentro de la precariedad. Encender una buena fogata, pues hacía frío.

    Ver la manera de hacer un recuento de las cosas que tenían y la manera de repartirlas entre todos. Alegrarse. Ver cómo empezaban un nuevo día con cierto optimismo.

    Mientras hacían los preparativos —siempre hay personas a las que les gusta la cocina y con un poco de harina de mala calidad son capaces de hacerte unas tortitas comestibles—, iban comentando las necesidades que tenían.

    Y seguro que hoy sería el día en que vendrían a recogerlos. Las autoridades pertinentes, las que fueran, ya se habrían dado cuenta de que se habían perdido.

    Necesitaban dividirse en grupos, con un cometido claro por asignar para cada uno de ellos.

    Recoger la leña, que, al ser un sitio salvaje, había mucha y estaba repartida por todas partes. Recoger frutos, en caso de que los hubiera, o cualquier otra cosa que pudieran comer sin envenenarse.

    Comentaban, decepcionados, lo poco que había en las cabañas.

    Unos sacos de aquello que parecía harina, algunas cajas de conservas que parecían encontrarse en buen estado y algunas herramientas herrumbrosas que habían encontrado dentro de un viejo saco.

    Y se preguntaban —enseguida surgió el rumor— si no estarían allí para un reality show. Por supuesto, forzoso. Los rumores incluso apuntaban a cadenas de televisión americanas que podían estar al tanto de todo aquello.

    Si tenían que hacer algo o participar en según qué cosas, ya pondrían ellos las condiciones.

    Y se imaginaban unas cabañas con toda clase de lujos y de artículos que a ellos les pudieran resultar apetecibles.

    Desde luego, qué diferencia con el mundo que acababan de dejar atrás.

    No tenían más que imaginarse, en un día de calor, paseando por uno de aquellos grandes supermercados, de los que tantos había a las afueras de las grandes ciudades. Provistos de un conglomerado de tiendas, cines y restaurantes. Paseando por pasillos refrigerados, repletos de los más diversos artículos, capaces de satisfacer todas las necesidades y caprichos.

    Por ejemplo, para este momento, lo bien que les hubiera ido pasar por la sección de lácteos y coger toda clase de leches enteras, desnatadas, batidos de chocolate, yogures de fruta, de fresa, de plátano. Y, a continuación, el siguiente pasillo: panadería. Panes crujientes de todas clases, bollos, rebanadas, cruasanes, magdalenas, tortas de aceite, galletas de naranja, de chocolate, tartas de manzana…

    Pasillos refrigerados para un día de calor, que invitaban a dar un paseo por el pasillo de bebidas y refrescos. Y pensar en un vaso largo con dos cubitos de hielo —que venden en bolsitas— y Coca-Cola.

    Vino fresco, mezclado con naranja, cola, ron. Una buena sangría admite muchas combinaciones. Zumos frescos de piña, de manzana, etc.

    Lo bueno que resultaría, allí mismo, en buena compañía, brindar con una botella de buen cava, un vaso de vino, una jarra de cerveza, todo bien fresquito, contemplando a lo lejos una manada de elefantes caminando en una larga hilera.

    En fin, era como un sueño volando. ¿Cuántos, todos los días, tenían aquello mismo a su alcance? Todos los días del año.

    Se hicieron unas tortitas que acercaban al fuego, apoyadas sobre un palito. Y, una vez tostadas, no estaban tan malas. Con hambre, todo estaba bueno.

    Algunos sacos viejos habían sonado a metal al moverlos. Los abocaron al suelo; eran puntas de flechas viejas. Ni siquiera eran nuevas. Algunas otras eran más grandes, como hojas de cuchillos; debían de ser lanzas.

    Pero para que aquellas sirvieran de algo, habría que colocarles una vara o un palo, ¿no? ¿Ni siquiera flechas nuevas?

    Y un arco viejo, que no sabían si estaría inservible. La pregunta era: ¿para qué querían ellos todo aquello?

    Había otros trozos de hierro, que ellos tampoco sabían interpretar qué podían ser y para qué podían servir. Los dejaron allí mismo, en un rincón.

    En todas estas cosas estaban, cuando a alguno —o más de uno— le llegó la cuestión. Los que habían empezado la vigilancia anoche habían llamado a otros, y estos, a su vez, a los siguientes. Pero ¿dónde estaban los del último turno?

    La gente no se conocía lo suficiente como para saber dónde estaba cada uno en cada momento. Pero alguien, que conocía a alguno, se preguntaba si alguien lo había visto o sabía a dónde había ido.

    —Habrá ido a cagar —dijo algún gracioso.

    —A explorar. Habrá ido a explorar por ahí —aventuró otro, tratando de no alarmar.

    Pero un grito prolongado, rasgado, les sacó a todos de dudas.

    Se quedaron en silencio un momento. Luego, todos salieron

    corriendo hacia aquel lugar.

    La mujer todavía estaba con las manos en la cara, inmóvil, gritando.

    Aquella sí que había ido a hacer sus necesidades y se había alejado hasta allí.

    Los que iban llegando, iban quedando horrorizados. No se esperaban una cosa así.

    Tendido sobre el suelo, estaba uno de los que decían que faltaban.

    Pero ¿por qué? ¿Quién era capaz de hacer algo así?

    Tenía un tajo en la garganta, pero no uno cualquiera; uno que le separaba mucho, abierto, el cuello del cuerpo. Y varias punzadas más sobre el cuerpo, por donde la sangre se había escapado, cubriendo su cuerpo y el suelo de color rojo.

    Era evidente que solo una de aquellas cosas bastaba para producir la muerte. Luego, ¿era innecesario todo lo demás?

    Y otra cosa que quedaba clara era que sería inútil buscar entre ellos a un posible culpable, un sospechoso.

    No había nadie allí con un arma capaz de producir tales estragos. Como lo que estaban viendo.

    Estaban horrorizados, pero alguien les sacó del marasmo: había que buscar al resto. Había que repartirse por el campamento y buscarlos.

    Los encontraron a todos, once en total, con unas características similares en la manera de llegarles la muerte.

    Pero los de la guardia de vigilancia solo eran siete u ocho. Había algunos casos más, en los que no se sabía a qué obedecía su muerte.

    En realidad, no estaba justificada ninguna de aquellas muertes.

    Uno de los casos reunía características diferentes. Era una pareja que, en alguna hora de la noche, había decidido hacer el amor, alejándose un poco del

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