¡Ay! La Vida...
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Hace un par de das entrevist a Ricardo Montes de oca, quien es de esos pocos intelectuales que combina lucidez en sus razonamientos, slida formacin artstica, precisin literaria, fascinacin por los asuntos sociolgicos y adems es poseedor de una disciplina envidiable.
Por ello resulta sumamente interesante observar cmo es que en "Ay! La Vida..." Ricardo se coloca en los zapatos de la comadre de vecindario o en los del galn de esquina para abordar problemas serios como la impunidad, la violencia o la fatalidad que se niega a abandonar el techo de los que menos tienen.
Entre las paredes a medio revocar o las calles mal iluminadas, los personajes de Ricardo denuncian lo que no les permite ser felices y que a pesar de los rudimentos acadmicos que les caracterizan, logran hacer planteamientos filosficos. Los personajes de Ricardo encuentran cierta ilacin en lo que es su vida o en lo han vivido quienes les rodean porque se refugian en la calidez que emana el ser parte de un colectivo mayor.
Dentro de la crudeza de la realidad Ay! La vida, tambin puede ser anuncio: ah en lo ms recndito tambin hay filosofa y por qu no hasta tal vez algn da podamos encontrar la paz.
Ricardo Montes de oca Gallegos
Como escritor, Ricardo Montes De Oca, ha incursionado en los terrenos del ensayo, lo mismo que en los de la novelistic, en el area de la narrative y en los lindes de la poesía. Montes de Oca ha publicado hasta hoy cuatro ensayos que van de lo historic a lo filosófico, pasando por lo sociológico y lo antropológico. La mayor parte de sus publicaciones la constituyen las ediciones personales, en tanto que una de sus novellas: Avestruces, fue editada por la editorial Plaza y Valdez. De los cuatro libros de poesía que ha publicado uno de ellos salío a la luz con el patrocinio del gobierno del estado de Puebla durante la gestión del Lic. Melquiades Morales. De su narrative son dos los libros publicados: Muy oscuro, me Cae, y Relatos moscovitas. En la presente obra, que se incluye en ese rubro, Montes de Oca muestra su oficio para describer ambientes populares, y por lo consiguiente, su capacidad para reproducer el lenguaje colloquial, y particularmente, la sicología y la mentalidad de esos entornos, lo que el lector podrá constatar por si mismo, durante la lectura del presente volume: ¡AY! LA VIDA…
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¡Ay! La Vida... - Ricardo Montes de oca Gallegos
¡Ay! La Vida…
Ricardo Montes De Oca Gallegos
Copyright © 2014 por Ricardo Montes De Oca Gallegos.
Portada de: BENMORIN
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2014920334
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-9521-6
Tapa Blanda 978-1-4633-9522-3
Libro Electrónico 978-1-4633-9523-0
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 30/10/2014
Palibrio
1663 Liberty Drive, Suite 200
Bloomington, IN 47403
ÍNDICE
¡La Vida…!
Por el Amor de Dios
¡Oh, qué Alegría!
¡Busos, Caperusos!
La Lagartija y su Cola
¡Son de lo Peor!
¿A quien le dolia el amor?
Tiempos de Cordura, de Risa Loca
¡Muy Oscuro, Me cae!…
Por Dios y Por la Ley
Los Coralillos
Por culpa de una mujer
El Visitador del Sol
¿Y ora qué, con los Jorobados y la Osa Mayor
?
La Sonrisa de La Coronela
Ahora si, ¡la Felicidad!
El que manda no se equivoca
Emasculación II
Con especial dedicatoria para mi compañera la TITIYMCE:
Emma Leticia Morena Carranza,
por su siempre atingente y dispuesta colaboración.
¡La Vida…!
Vencido, con el alma amargada, sin esperanzas, hastiado de la vida… canturreaba el hombre con algo de melifluo en la voz, pero con profundo sentimiento de tristeza. Solloza en su bulín el pobre payador, sin hallar consuelo a su dolor…Y las lágrimas se deslizaban suavemente hasta esconderse en el bigote salpicado de escarcha. Colgada de un clavo la guitarra, en un rincón la tiene abandonada (cof) carraspeó al terminar la frase, más que para limpiarse la garganta, para sostener la voz que amenazaba quebrársele, y aunque todos allí eran de confianza, se avergonzaba de mostrar un sentimiento íntimo que le pertenecía nomás a él, por mucho que fuera común a los allí presentes, algunos de los cuales mejor pasaban saliva gruesa y le daban un buen jalón al cigarrillo fuerte antes que denunciar su propio sentimiento. De su sonido ya no le importa nada, tirado en la catrera, no hace más que llorar, tran, tran, subrayó la descarapelada vihuela. (Así le dicen a la guitarra en Argentina, ¡pendejo!) Y en alguna ocasión alguien le oyó cantar así:.. Y entraron todos a coro: ¡Mocosita!, no me dejés morir; vuelve al cotarro que no puedo vivir… Entonces sí se le quebró la voz al de la vihuela. Si supieras las veces que he soñado que de nuevo te tenía a mi lado… Y el coro: ¡Moooocositaaa…!
Nadie pronunció palabra alguna después de aquel ¡tangazo! Uno daba chupadas largas y profundas al cigarrillo, otro se limpiaba las comisuras externas de los ojos, un tercero sacó, disimulado, un pañuelo, y con discreción y sin ruido, se limpió la nariz mientras alguien más suspiró para romper con ello la tensión emocional. Y entonces si: ¡Cabrón compadre!, que a ¡toda madre te salen los pinches tangos!, comentó el más impaciente por expresar su emoción y su reconocimiento al bohemio del barrio. Pos ahi nomás, p’al gasto, se pavoneó entre orgulloso y modesto Agustín. Lástima que ya se me han olvidado muchos. ¿Cómo que se te han olvidado? Bueno, a lo mejor no, lo que pasa es que como que ya no quiero cantarlos porque me recuerdan a mi jefe. Ese si era chingón para los tangos, y sobre todo para la guitarra. Yo nomás la ejecuto aquí entre los cuates. El no. En su tiempo, cuando los cantantes del pueblo (porque esos si eran cantantes del puro pueblo) se lucían en las plazas de la capirucha
y de otros lugares; en su tiempo, digo, hacía llorar a las señoras y hasta a sus galanazos de sombrero ancho y paliacate al cuello, mientras se reventaba
sus boleros y hasta una que otra canción ranchera que él mismo componía.
Mi jefe si era bohemio de corazón, por eso un buen día se piró
y nunca más lo volvimos a ver. Le quedaba grande el santo hogar; no era piedra de un mismo solar ni ratón de un solo agujero.
¡Bien haya el cabrón, que si supo gozarla, aunque mi Sagrada me lo pintara después como al diablo mismo y hasta me maldijera de antemano, por si se me ocurría parecérmele. Y no, no fui como él. Me quede quietecito, en casita, suspirando por esos jardines provincianos en donde mi progenitor alcanzaba resonantes triunfos entre el pueblo sencillo que, después de moquear con sus canciones, ahí mismo le compraba las tarjetas con la letra impresa, pagando ¡diez centavos!, que muchas veces era lo único que cargaba para su pasaje de regreso al pueblo, o a la ranchería: ¡No le hace! Total, me retacho a pie, ¡pos qué chingaos!, aunque llegue yo a media noche. Y se iba orgulloso el pelao con su nueva canción, entonando la música que ahí mismo se había aprendido después de estar esperando toda la mañana oírla una, dos o cinco veces, pues mi antecesor, conocedor del negocio, se las alternaba: orita un tango, luego una ranchera, después un bambuco colombiano, y para los que se la quieran aprender, ¡otra vez esta…!
Así era él. Yo nomás aquí con los cuates y de pura nostalgia de lo que él vivió y me encargó, no se ni como ni cuando, mostrarles a los de ahora. Además, yo así lo siento.
Los cuates
escuchaban el monólogo asombrados y desconcertados, pues nunca antes escucharon ese mito, leyenda o historia. Ni siquiera sabían quién fue aquel bohemio rústico que de pronto se transfiguró en una imagen vaga pero grandiosa.
La imagen venció, se impuso. y nadie intentó siquiera preguntar nada acerca de ella. No fuera que si hablaban se rompiera el hechizo que de pronto rodeó al heredero de la bohemia paterna.
Este siguió con su historia-recuerdo, con su recuerdo-leyenda, con su leyenda-mito. Así fue como se entendió, según los grados de suspicacia o de ingenuidad. Pero eso si, allá en el fondo de su ser a todos les inspiró respeto lo que el cantor reveló. Alguno, incluso, sintió que quien estaba ante ellos, no era el que escuchaban sino otro, al que le rendían homenaje.
La noche siguió su camino, los tragos acompañaron a la noche y a los tragos, las canciones.
A lo largo de aquellas reminiscencias se fueron escuchando, una tras otras las interpretaciones, cada una más sentida que la otra: Esa no la había oído antes, comentaba alguien. Pos, ni esta tampoco. Y el de la guitarra entonaba una nueva canción que hablaba de amores tristes. ¡Otro trago por esa!, invitaba cualquiera de los coristas. ¡Sale, pues. Y se lo echaban sin mucho saborearlo ya. Lo que deseaban era agudizar más su sentir con el alcohol.
Así era; sus deseos se iban cumpliendo; hasta que al fin se hundió cada uno en su mundo de sueños, ilusiones y frustraciones, del que ya nadie pudo escapar. Y fue de esa manera que el espíritu o psicología de raza, de pueblo, de colectivo, por el que cada uno cargaba sobre sus laceradas espaldas todo un pasado deshonroso y envilecido por las ofensas recibidas, pero que no se canalizaban por la vía de la identificación de pueblo, y como pueblo, como etnia, como raza, sino mediante el despecho por la que nos traicionó
, aunque nadie pudiera decir en esos momentos cuál de ellas fue, y en qué consistía, precisamente, la ofensa. relampagueó ominosamente, tal vez porque no era la que vivían sino otra más profunda y desgarradora, de siglos, de toda una era que bien pudo ser aquella cuando la india fue violentada por un macho cabrío de pelambre rucia que apareció quizás como caballo enloquecido chafando, machacando y pisoteando el sentimiento de ser, que comenzaba a florecer en el indio melancólico y en el mestizo triste.
Ninguno de los presentes pensaba en eso, no lo hacía consciente, pero allí estaban todos, añorando la tierra aunque en ella moraban, extrañando el terruño que se encontraba junto a ellos, pero distante: ¡Oh, tierra del sooool! suspiro por verte, ahora que lejos yo vivo sin luz, sin amoooor…
, Gritaban.
De repente, el menos controlado, lanzó el primer grito que ya no fue de queja sino de combate: ¡Chingue a su madre el mundo! ¡Y chingue a mi madre yo!, culminó ya de pie y tambaleándose. ¡Aquí estoy, cabrones, aquí estoy y no me rajo! Lo digo recio y quedito: ¡Chingue a su madre, al que no le cuadre! Porque yo me muero en la pura raya, aquí y en cualquier parte. ¡A ver, tu, Justino, ¿qué es lo que te traes?, retó ya con los puños apretados y los brazos en cruz, ¿qué te pasa?, te pregunto. Y Justino responde todavía en plan pacífico: Nada mano, ya cálmate; si aquí estamos, cantando; nadie te está ofendiendo. ¡A mi no me rezongues, cabrón, hijo de puta! Justino perdió los estribos y se levantó: ¿Quién es hijo de puta, pinche borracho de mierda? Y peló el puñal con la leyenda: Ni me saques sin razón, ni me guardes sin honor.
Pero el otro ya no oía o no quería oír, ni escuchar, razones y respondiendo al reto, sacó también cuchillo. ¡A mi no me apantalla ningún pendejo!, proclamó ya sin conciencia de lo que estaba en juego. ¡Lo dije y lo sostengo: no me le rajo a nadie! Si te sientes muy macho ¡éntrale, ca…! No terminó la frase. Relampagueante, el brazo de Justino, por mal nombre El Zorrillo
, de un tajo, le rebanó el cuello.
Perdido el aliento vital, con el horror impreso en el rostro, en los ojos y en el cuerpo; sin fuerza ya, desecho, cayó al