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La Leyenda de Christ
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Libro electrónico354 páginas5 horas

La Leyenda de Christ

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A principios del siglo XXI tres ignotos hombres son asesinados salvajemente en una callejuela portuaria. Los autores y sus motivos… anónimos

La investigación policial solo será excusa, cuando los detectives a cargo se aparten de su oficio para ir a cazar propias verdades y aplacar turbulentas angustias.

La pesquisa se internará en el oculto mundo de las sectas, embarradas en el mismo lodo con la política, las ambiciones personales, la inocencia y la estupidez humana

Una leyenda que surge cual ave fénix, tal vez para torcer muñeca al futuro, o quizás, para fomentar mayor desgracia mundana.

Una historia agnóstica. Una manera diferente de comprender la historia y los fundamentos de la religión a través de una novela policial detectivesca que revela lo que muchos no se atreven a cuestionar.

 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jun 2023
ISBN9798223825043
La Leyenda de Christ

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    La Leyenda de Christ - Guillermo H. Pegoraro

    La Leyenda

    de Christ

    -Una historia agnóstica-

    ––––––––

    Guillermo H. Pegoraro

    Copyright © 2020 Ediciones Afrodita

    Todos los derechos reservados

    Fotografía de portada: squarefrog en Pixabay

    ––––––––

    Hay tres fuerzas, las tres únicas fuerzas capaces de conquistar y esclavizar para siempre las conciencias de estos débiles rebeldes para que logren su propia felicidad. Estas son: el milagro, el misterio y la autoridad.

    F. Dostoyevsky —Los Hermanos Karamazov—

    Temario:

    Primera parte

    Cap.1 La muerte

    Cap.2 La investigación

    Cap.3 Callejón sin salida

    Cap.4 Desobediencia

    Cap.5 La decisión

    Cap.6 El viaje

    Segunda parte

    Cap. 7 Tierra privada

    Cap. 8 Fisonomía de un loco

    Cap. 9 Culto satánico

    Tercera parte

    El libro de Lukas Phellps

    El libro de Mattheu O’Donell

    El libro de Marcia Sanpieri

    El libro de Chian Lee

    Primera Parte

    Cap. 1: La muerte

    Noche profética, fría y oscura en Cleyton Park. Nubes caprichosamente odiosas ocultando la Luna. Truenos y relámpagos, ladrones de silencios, anuncian con frenética insistencia... el fin de un comienzo.

    Tres rostros tatuados de miedo corren desaforadamente por las solitarias callejuelas del complejo portuario; tres hombres arrastrando al empecinado demonio que pisa sus talones. Los empuja el propio terror... y otros pasos. Tres hombres adultos, no viejos, tres hombres que vanamente intentan alejarse de la pesadilla y alcanzar la ansiada tranquilidad.

    Uno moreno con camisa a cuadros, jean azul y zapatillas deportivas blancas, grueso collar de metal dorado, anillos y un aro del mismo brillo en la oreja derecha. Encabeza el pequeño grupo en medio del pavimento, sorteando papeles mugrientos que le arroja el recio viento. Indica, sin pretender, la dirección de fuga de los otros dos que lo siguen sin dudar.

    El segundo algo robusto, camisa bambula, pantalones de lino beige y zapatos negros con marcada punta. Tez blanca, pelo corto al ras, dejando entrever cicatriz de vieja data en parietal izquierdo. Frenético corre por la acera derecha, esquivando vacíos cajones de madera y contenedores de basura. Sólo atina a voltear el rostro para otear la situación.

    El tercero por demás extraño: flaco, alto, cutis trigueño, incipiente barba, castaños cabellos ensortijados hasta los hombros, viejos lentes de aumento con patillas burdamente arregladas con cinta de embalar. Camisa blanca con impreso logo de restaurante kosher, pantalones capri a la pantorrilla y sandalias de suela ancha. Desprolija es su huida, desgarbado el modo de correr; al parecer nunca se apresuró en la vida. Tropieza y cae al asfalto, se lastima rodillas y palmas de manos, se levanta e increíblemente alcanza a los otros dos.

    Sincrónicamente giran en la primera bocacalle. Trasponen inmensos depósitos abandonados por la noche. Ingresan por pasajes destinados al tránsito de mulitas y montacargas que bullen de día y silencian en la oscuridad. Vuelven a girar hacia la izquierda, buscando más penumbras, más intimidad, más soledad. Rastrean inconsciente e inútilmente el útero materno, quizás el único lugar en sus jodidas vidas donde sintieron seguridad.

    Dos poderosos truenos se eternizan en el tiempo. Las primeras pesadas gotas de agua mojan el suelo, confundiéndose con las saladas de sus mejillas. Ellos no se hablan, se guían por instinto. Cada uno confía en el otro, aunque ninguno sepa que hacer. Sus destinos ya están fijados de antemano... no queda nada por negociar.

    El cansancio se apodera de sus filtrados cuerpos. No hay aire que llene pulmones, ya no restan energías para mover piernas. Divisan el amarradero de los botes pesqueros. Quizás allí esté la salvación; alguien que los ayude, un bote en donde guarecerse, o quizás... camuflarse hasta el cuello en la salada y agitada cubierta del mar que rompe en olas contra la bahía.

    Recobran algo de fuerzas alentados por la ausencia momentánea de sonidos acosadores. Se animan a mirar atrás, sólo el silencio se ofrece ante sus ojos, no hay rastros de sus perseguidores. Nada más errado.

    Se detienen. Los tres cuerpos forman un triángulo. Uno mira hacia el negro cielo exhalando viciado aire de miedo; el segundo hacia al piso con manos en la cintura y ganas de vomitar; el tercero saca sus lentes y los limpia con su transpirada camiseta.

    De repente, un súbito ruido los vuelve alertas. Observan hacia el mismo lado, un gemido sobrehumano los encierra. De la penumbra más profunda salta hacia ellos la bestia que lo provocó. Inmóviles quedan viendo pasar al infeliz gato pardo persiguiendo una asquerosa laucha.

    Se miran, apenas se reconocen. Sus rostros están borrados por la noche, quedando sólo contornos de cuerpos fatigados, iluminados por la tímida y lejana brillantez de un cartel de negocio cerrado. Intentan esgrimir, aunque más no sea, la mueca de una pobre sonrisa... la primera en días.

    Comienzan a mover las entumecidas piernas, a caminar, a respirar con cada paso lento en dirección al puente Kellington, que a la distancia se muestra con algunas luces entre la bruma.

    Cincuenta, cien metros transitan sin problemas, no se hablan, son precavidos. El vapor saliente del alcantarillado público los envuelve y por momentos les entrega algo de calor en la fría noche.

    De pronto, lo inesperado, sus pasos quedan impedidos de avanzar. Una barrera artificial se alza ante ellos. La muralla de alambres que limita al malecón con los depósitos les ha hurtado la fugaz esperanza de sobrevivir. Imposible traspasarla, hay que bordearla o volver atrás. La última opción es suicida.

    Quedan atónitos bajo la luz de un farol. Del otro lado, tapado por unos míseros cartones, entre la más impenetrable oscuridad, un linyera. Con botella de vino barato en mano, disimulada en bolsa de papel, es el privilegiado espectador de la inevitable tragedia que ha de suceder.

    Más truenos, más relámpagos, ahora más seguidos, más fuertes, son mensajes claros para quien desee escuchar. Lo que ha de suceder marcará el fin de pocos y el destino de muchos.

    Desiguales ruidos perturban a los tres hombres, sienten y se saben acorralados. Condenatorio alambrado a sus espaldas, siluetas sin rostros al frente. Metálicos sonidos de correderas, armas cargadas para el único y maléfico fin... ser disparadas. Mentalmente intentan buscar salida hacia los costados, otras sombras con armas largas los bloquean. Están paralizados por la impotencia, sienten arañazos en sus estómagos; transpiran, no por lo corrido.

    Capucha negra, serena, guadaña en derecha, aguarda, sin hablar se muestra, se presenta, la muerte.

    Con ojos grandes, corazones acelerados, pieles tensas, gritos mudos en gargantas, sin vivos pensamientos ni futuros, sus próximos esclavos.

    El flaco de lentes da unos pasos hacia adelante y se dirige al que oficia de mandamás de los cazadores. Le dice algunas parcas palabras, mientras un profundo estruendo hace retumbar los oídos. Quien oye y no contesta, levanta la mano derecha e imparte la primera orden. Sin dudar, varios disparos impactan en el moreno, ensangrentando ropas, tiñendo de rojo al grueso collar. El hombre malherido se desmorona en el piso sin haber tenido la mínima posibilidad de una infecunda defensa. La vida se le escabulle rápidamente hasta quedar inmóvil y en grotesca posición. Segunda orden, y otra frenética ráfaga de municiones llega sin remordimientos al corpulento blanco. Son menos piadosas, confluyen en el rostro, son tajantes, determinantes. Otro sujeto que encuentra fulminante fin en el oscuro alquitrán del asfalto. El tercero, quien intentó dialogar, lejos de suplicar o demostrar mácula de temor por lo que anticipa, insiste en comprender al hacedor de las ejecuciones. Manifiesta duda, agobio, incomprensión. Regala doloridos ojos y mirada incrédula ante la situación. Con voz firme pide explicaciones, aconseja mesura, exige recuerdos, deuda contraída. Otro portentoso trueno enviado por el mismo leviatán ciega el sonido de su voz..., pero él habla. Esta vez, la gran mano infame y ejecutora deja de dar órdenes, para ser autora de su propio crimen: esgrime una pistola y sin pudor la acciona. Certero es el único disparo que da en el costado derecho de la última víctima. El impacto la impulsa hacia atrás, haciéndole girar el cuerpo hasta depositarlo sobre el alambrado. Casi al unísono, un rayo fulmina al pararrayos de un gran almacén, la pared del fondo se rasga de arriba hacia abajo, mientras trozos de mampostería caen a tierra haciéndola temblar. La víctima termina balbuceando palabras que sólo el linyera oye. Los asesinos abandonan la escena del crimen tan escurridizamente como vinieron.

    ––––––––

    Cap. 2: La investigación

    Parpadeantes luces rojas y azules visten los techos de los móviles policiales. Dos blancas ambulancias y un coche de la Policía Científica, estacionados sin ocupantes, acordonan la escena del triple crimen. Es de día, aunque el sol apenas siente ánimos de asomarse en el horizonte. Hace frío, es otoño. Como es habitual, un número pequeño de personas, en su mayoría empleados que inician la jornada laboral, se amontonan como cuervos olfateando sangre. Hacen esfuerzos para ver más lejos, intentando saciar el antojo de morbo. Un par de periodistas han sido amonestados por un agente del orden, prohibiéndoles traspasar la cinta perimetral. A cambio han recibido la promesa que más tarde un portavoz oficial llamará a conferencia para brindar detalles. En otro extremo, un fotógrafo imprudente arroja una colilla de cigarrillo dentro del área protegida, ganándose la merecida llamada de atención. Hay tirantez en el ambiente.

    Los tres cuerpos yacen como terminaron la noche anterior, la misma macabra postura, sólo que ahora, totalmente empapados por la feroz tormenta azotada. Un policía masculla bronca, está seguro que el agua habrá borrado valiosas pruebas.

    Quince casquillos de 9mm se encuentran esparcidos por el suelo, más otro de 7.65mm, solitario, brillante, oculto y olvidado entre dos cajones. Los peritos forenses tendrán trabajo. Papeles, envoltorios, alambres, cartones y todo tipo de minúsculos desperdicios alfombran el lugar del hecho. No hay testigos, o nadie quiere serlo. Los espectros homicidas se han esfumado tan misteriosamente como sus motivos.

    —Debe haber sido una mejicaneada —sentencia el Sargento O´Flarty, mientras observa la escena desde un rincón privilegiado.

    —A dos de ellos los quisieron eliminar con saña; al tercero parece que lo dejaron vivir un poco, le deben haber tenido alguna estima —replica con ironía el Dr. Hillman.

    Un auto rojo con vidrios polarizados se abre paso entre el puñado de curiosos, deteniéndose metros más adelante con su única baliza encendida sobre el tablero de instrumentos. El conductor permanece en el interior, mientras el acompañante desciende para iniciar la marcha hacia los uniformados. A cuatro metros de ellos se detiene, saca del estuche adherido al cinturón un flamante smartphone y comienza a realizar anotaciones. Hombre entrado en kilos, pelo blanco, ojos azules, rostro que anuncia una pronta jubilación. Camisa blanca, corbata negra con finos puntos blancos, pantalón de vestir gris, zapatos con algo de polvo. Sereno, meticuloso, paciente como fotógrafo de fauna, observa los cuatro puntos cardinales, realiza nuevos apuntes, piensa otro tanto y retoma el andar.

    —Buenos días, soy el jefe de homicidios... Capitán Erich Hartmann.

    —Buenos días Capitán, lo están esperando —dice en forma marcial el policía que protege el perímetro.

    A escasos dos metros de los cadáveres, O´Flarty, Hillman y Hartmann se reúnen. Ya se conocen, el lado sur de la ciudad los ha convocado nuevamente. Es el sector con mayor índice delictivo, pero un triple crimen es otra cosa.

    —Las muertes de estos dos datan de ocho a nueve horas. El tercero... algo menos, no murió de inmediato —dictamina el Dr. Hillman.

    —No se encontraron identificaciones ni billeteras, no son conocidos en el sector —acota el Sargento O´Flarty.

    —¿Quién dio conocimiento del hecho? —pregunta el Capital Hartmann.

    —Unos recolectores de basura haciendo su ronda habitual. Están en el Precinto ofreciendo declaración; yo los entrevisté y no hay mucho por rescatar —responde O´Flarty.

    El capital Hartmann asume su rol, conducir la investigación. Entre sus colegas tiene el envidioso record de casos esclarecidos. Nada se le escapa, es ajedrez viviente en cuanto a combinaciones, hipótesis, deducciones y conclusiones. Hoy, tras las rejas, muchos se acuerdan de su madre. También cuenta con otra virtud por demás envidiable; sabe reconocer sus errores con absoluta sinceridad y humildad. Cuando lo hace, simbólicamente da un paso adelante.

    Comienza a recorrer el escenario, es meticuloso por donde pisa, da órdenes al planimetra para que realice un detallado croquis con los accesos y vías de tránsito desde unos trescientos metros al epicentro del

    hecho. Toma por sí mismo la altura del alambrado y lo examina. Descubre la razón del porqué cedió ante el escaso peso de una de las víctimas, pero sin dejarla tocar el suelo: un impacto anterior había debilitado un poste del mismo. Dispone que el fotógrafo tome algunas panorámicas de los curiosos ubicados detrás de la valla, en especial a esa mujer de unos cincuenta años que tapa el llanto con un pañuelo, como así también a la joven con apariencia de ligera que la acompaña. Ordena a los efectivos de la división canes conducir a sus entrenados al otro lado del alambrado. Él ha visto algo que le ha llamado su atención.

    Minutos más tarde le confirman, entre cartones mojados hay rastros olfatorios de un hombre que hasta hace poco tiempo estuvo allí. Se apersona, encontrando en el piso una botella media vacía de vino barato tapada con bolsa de papel. Hechos e hipótesis, posiblemente algún testigo amparado por la oscuridad que ha decidido ocultarse y no ser blanco de los criminales. Da la orden de buscarlo entre los desterrados del imperialismo comercial.

    —Bueno, me voy —expresa Hartmann— esperaré los resultados de la identificación por huellas y el informe preliminar forense.

    El sargento O´Flarty, con inexpresivo gesto, da por entendido que la escena del crimen vuelve a quedar a su mando.

    ––––––––

    Cap. 3 Callejón sin salida

    I

    Inoportunamente suena el teléfono en la oficina del Capitán Hartmann. Tarde noche, comenzaba a realizar los rutinarios actos de alistar sus cosas y emprender el retorno al hogar. Allí lo espera Sofhía, con quien ha tenido una áspera discusión la noche anterior. Siente que también son parte inseparable y consecuente de su trabajo. Lo sabe y lo lamenta, porque a su mujer la ama en cada centímetro de su ser. También lo aguarda un pequeño futuro, su hija Carla, de sólo cinco años. Ella es la contracara de su oficio, la pausa inocente de vida, la fresca brisa pura en medio de su habitué con la muerte. El teléfono insiste en ser atendido y vuelve a taladrar los oídos. Lo levanta de mala manera con la mano izquierda, mientras la derecha guarda la oscura y potente Smith & Wesson 38 especial en la sobaquera.

    —¡Hartmann! —se presenta con pocas ganas.

    —¡Capitán! —dice una voz exaltada en el teléfono— tengo los resultados de las huellas levantadas. Dos de ellos tienen frondosos antecedentes criminales, pero de baja monta, rateros y nada más.

    —¿Sus nombres?

    —Paul Singer y Francis Hazle, del Condado de Betlen.

    —¿Y el otro?

    Dudas y desazón en el subordinado. De pretendido reconocimiento por su eficiencia, a la posibilidad de una reprimenda. Pero no existe mal en el mundo que no tenga una oportuna justificación.

    —Nada... no tiene seguro social, no hay licencia de conducir, ni antecedentes de ningún tipo.

    —Sigan buscando, no creo en fantasmas.

    —Ok.

    Increíble, son las ocho de la noche y está viajando a su casa. Hace honor a la memoria, y se avergüenza en no recordar la última vez que cenó en familia. Ahora entiende la innecesaria pelea de ayer y la pobreza de sus argumentos. Él también quiere pasar más tiempo con los suyos, pero su estructurada responsabilidad por el trabajo muchas veces gana la pulseada. Se detiene en un concurrido supermarket y compra comida tailandesa, junto a esas especiales galletitas de la suerte que tanto le gustan a Carla. Paga además por un ejemplar del periódico vespertino The True. Mientras se dirige a su vehículo lo extiende, advirtiendo con intriga la ausencia en la portada del reciente hecho investigado. Lo asienta sobre el capot del vehículo, lo ojea, revisa más de una vez las mismas páginas y ni una sola palabra. Es extraño, él vio por la mañana a los cronistas en el puerto tomando notas y sacando fotografías.

    Minutos más, llega al hogar y es recibido por la cara de asombro de Sofhía y los brazos pequeños de su hija que se ha puesto contenta al verlo ingresar.

    —Papi, ¿esta noche me contarás aventuras?

    —Sí mi ángel, por supuesto.

    No dice nada al pasar por el comedor y ver la vajilla dispuesta sólo para dos. Cenan con la televisión encendida, costumbre extraña en ellos. Hace tiempo que acordaron habituar a su hija a dialogar en la mesa. Pero él tiene otro motivo para burlar la regla. Aparta cubiertos y toma el control remoto. Cambia el programa de entretenimientos por el de noticias en el Canal 5. También ellos habían enviado sus reporteros al lugar. Otra vez nada, absolutamente nada, ni una minúscula referencia periodística sobre el triple crimen del puerto. Terminan de cenar y le indica a la pequeña que se prepare a dormir, porque luego ira a su cuarto. Mientras Sofhía recoge la mesa, él toma el teléfono y marca el número de su amigo Richard, gerente de noticias de la Gaia News, monopolio dueño, entre otras empresas, del diario The True y del Canal 5.

    Se conocen hace años, se han vuelto amigos. Se recuerdan de aquellos tiempos en que él era un simple policía de esquina, y el otro, un principiante de fotografía con ambiciones de Pulitzer. Se habían encontrado en varios escenarios, aunque con distinta misión. Campañas de prevención o tragedias urbanas necesitan los mismos servicios para trascender. Fueron escalando posiciones y perfilando vidas hacia la misma lúgubre esencia de lo real. Él en la División Homicidios, Richard en la sección policial del diario. Intercambiaron clandestinamente, pero con indeleble código de honor, vitales datos, testigos claves y primicias explosivas. Hoy, treinta años después de cruzarse por primera vez, han llegado a ocupar puestos importantes en sus oficios con poder de decisión.

    El teléfono devuelve el tono largo y entrecortado de espera, hasta que el dueño lo atiende.

    —Sabía que me llamarías, a veces creo poseer el sexto sentido femenino —Richard se anticipa con el diálogo.

    —Te sabía algo marica, pero nunca te lo quise decir —responde el Capitán con picardía.

    —No te descuides... con Sofhía ya tenemos arreglado tu suicidio y nuestra boda dentro de tres meses. —Siempre lo atosigaba con la misma broma... y el que mucho insiste... por algo lo hace.

    —Creo que ha fallado tu sexto sentido. Sofhía no te conviene, ronca por las noches.

    —Ja, ja, ja... Bien amigo, sé porque me hablas y hasta cierto punto esperaba tu llamado —Un tono serio acentúa las últimas palabras.

    —Te escucho.

    —Algo raro está pasando. Editamos lo de esta mañana, pero inexplicablemente recibimos la directiva de postergar la publicación hasta no obtener más detalles. ¡Imagínate mi indignación!, aunque esté acostumbrado a lidiar contra intereses. Investigué un poco, pero sólo recibí como respuesta la existencia de noticias más importantes. ¿Tú te crees eso? ¿Desde cuándo no se lanza una información sin tener todo claro? (Poco digna, aunque no por eso sincera sentencia periodística).

    —¿No sabes de dónde viene la censura?

    —De muy arriba. Ni mi superior me lo supo decir. Creo que baja directamente del presidente de la compañía.

    —¡La pucha!, mientras más encumbrados, mayor es la relación con la escoria. Al final, todos terminan embarrados en el mismo chiquero —maldice Hartmann.

    —Tú y tus generalizaciones. Siempre corriendo el riesgo de lapidar honestos y absolver inmorales.

    —La inocencia tiene su etapa. No es bueno que vivas en ella, hasta tu jefe debe tener alguna basura oculta debajo la alfombra —confianzudo es el discurso de Hartmann.

    —¡No jodas! El viejo Poiter es buen tipo. Vaya a saber las presiones que habrá recibido. Él siempre nos ha dejado trabajar con independencia y nos ha respaldado; la cosa debe venir por otro lado, déjame averiguar algo y te hablo.

    —Bueno, nos reunimos uno de estos días a tomar un café, si es que no surge algo más importante. —La conversación fue corta, pero la ominosa sensación de peligro tardará en desaparecer.

    Las luces se apagan en la casa del Capitán, aunque sus ojos se tomarán algún tiempo para cerrarse y dejarse atrapar por el sueño.

    ––––––––

    II

    La tradición para el nuevo día no cambia, la pereza es un mal capital. Bien temprano en el trabajo pide el desayuno a su escritorio. Lo de siempre, café negro, dos croissant y mermelada de arándanos. No lo comparte con Sofhía en el hogar, porque ella se levanta dos horas más tarde para alistar a Carla y llevarla al colegio. Nunca la quiso molestar en su justo descanso. Secretamente, con la última mirada antes de partir, le encanta ver ese cuerpo semidesnudo totalmente dormido abrazando la mullida almohada. Jamás se lo ha dicho.

    Escudriña brevemente los titulares del diario matutino que puntualmente todos los días le alcanza su eficaz secretaria. Esta vez no hay sorpresa ni le resulta extraño. Ninguna noticia fue publicada con relación a los asesinatos. Desgaja con el plateado abridor de cartas unos sobres dejados la noche anterior. Son los pre informes de las autopsias. Media hora más tarde se apersona con actitud vigorosa un investigador de su equipo.

    —Capitán, tenía razón, logramos dar con el tercero.

    —¿Otro criminal?

    —No hasta el momento. Sólo antecedentes psiquiátricos, o por lo menos dos entradas muy viejas en el Hospital de Santa Eufemia en el Condado de Betlen.

    Hartmann queda confundido. Qué hacía un demente con dos rateros; o bien, quién habría querido ultimar de esa manera a un desquiciado mental. El código del hampa aconseja que no, acarrea mala suerte. Hartmann piensa en los datos reunidos: tres hombres asesinados en Cleyton Park, provenientes del Condado de Betlen, ubicado a quinientos cincuenta kilómetros por la estatal 9 sur. Toma una hoja en limpio del escritorio y anota: ¿Desde cuándo están aquí?, ¿en qué vinieron?, ¿por qué?, ¿con quiénes se relacionaron?, ¿alguien los conoce?, ¿habrá quién sepa algo? Su mente se acuerda de algo importante y subraya: Linyera, ¿existe?, ¿vio algo?, ¿dónde está?...

    Repasa una vez más los informes de las autopsias. No hay rastros de alcaloides, alcohol u otra sustancia tóxica. En sus estómagos sólo se encontró evidencia de vegetales, indicios de la última comida. Dos de ellos murieron en forma inmediata, el tercero por agonía durante unas tres horas hasta quedar desangrado. Horario posible de los impactos en los cuerpos: 12 pm. En general no hay presencia de contusiones que indiquen lucha o tortura; salvo en uno, con frente y manos laceradas.

    Revisa el listado detallado de vestimentas y pertenencias de los occisos. Billeteras sin identificaciones, sin carnet de conducir o seguro social, escaso dinero, ninguna otra referencia valiosa. No obstante, una minúscula atención le dedica a uno de ellos. En su cinto de cuero llevaba enganchada una extraña llave de cobre de unos diez centímetros de longitud.

    Las pericias técnicas de planimetría y balística no se quedan atrás al brindar valiosos aportes.

    Una a una las abre el Capitán y las revisa. Se expiden a través de conclusiones hipotéticas basadas en la trayectoria de los disparos y en la posición final de los cuerpos: por lo menos seis agresores en posición de semicírculo, armas semiautomáticas, posiblemente pequeñas Uzi, que efectuaron el típico y efectivo trayecto de sus municiones a corta distancia, aunque más impreciso al superar los cincuenta metros. También habría un sexto sujeto con arma similar a una Luger 7.65mm, autor de la lenta muerte del flaco con lentes. Este dato capta poderosamente su atención, sigue leyendo con más afán. Los peritos forenses han extraído de ese cuerpo una bala de plomo revestida con camisa de níquel, típica de esa arma. Lo particularmente llamativo en esa munición, es su rareza de uso. Fue abandonada a principios del siglo XX, porque al impactar no se deformaba y tendía a traspasar los cuerpos provocando sólo pequeñas heridas. Él tiene un proyectil similar en la gaveta de su escritorio, de un importante hecho que aún busca al ignoto autor y que al Capitán lo afecta personalmente.

    Hartmann se torna algo nervioso, se paraliza. Toma la perilla del cajón superior de la mesa de trabajo y duda en abrirlo, al final lo hace. Busca en el fondo, saca un estuche de madera y lo abre con ansiedad. Del interior saca un plomo antiguamente impactado, causa de su preocupación. Del mismo cajón extrae una lupa y lo observa. Cuando detecta significativos indicadores, rápidamente trata de hallarlos en las fotos ampliadas de balística del proyectil extraído del reciente cuerpo. Está sorprendido, las dos municiones tienen calcadas marcas, han salido de la misma arma. Deja todo sobre la mesa, perturbado se toma la cabeza con las dos manos.

    Cuando su corazón descansa de la impresión, recobra la correcta posición en el sillón. Sigue leyendo los demás informes provisorios. Despliega el proveniente del laboratorio, y comienza a revisar cada elemento levantado del piso en la escena del crimen. Allí lo encuentra, una porción de cigarro cubano marca Cohiba. El corazón vuelve a acelerarse, sus nervios están por estallar. Poco a poco recupera calma al recordar aquellas otras oportunidades en donde sus coléricos deseos sin freno fueron alimentos para la odiosa mala suerte.

    Restaura frío sentido lógico. Dos caminos a seguir, piensa Hartmann. Primero, maximizar la investigación en esta ciudad por si algo más grande y peligroso se está gestando. No sería la primera vez que, un par de cadáveres sean tarjeta de presentación de una nueva organización mafiosa, abriéndose camino al poder, reclamando ajenos territorios. Segundo, algunas llamadas a la Policía del Condado de Betlen... algún dato, seguramente, podrán aportar.

    El reloj de pared muestra que el sol se encuentra en perfecta posición vertical. Aunque no lo ve, su abdomen con sonidos se lo señala. Le han dado ganas terribles de saborear un emparedado, pero está a dieta. Su mente racional se debate con el deseo. Como grito de campana salvadora en el último minuto para el boxeador exhausto, suena el teléfono interno, es su secretaria.

    —Capitán... el Procurador General en línea.

    Atiende, es la primera vez que recibe un llamado de tan alto funcionario.

    —Si... Capitán Hartmann a sus órdenes, en qué puedo ayudarlo —Hartmann lo presiente, el Procurador General Williams Makenzi es un rudo con los criminales. Se ha ganado el puesto, pero aspira a más, quizás a Gobernador. Seguramente le exigirá aclarar el caso lo antes posible, para tener la oportunidad de obtener publicidad condenando a peligrosos gángsters. Pero no..., la realidad una vez más supera la ficción...

    —Buenos días Capitán, quería hablarle sobre los homicidios de ayer. ¿Cómo anda la investigación? —voz calma y firme en el Procurador.

    —Bastante bien. Hemos identificado a las víctimas, son foráneos, tenemos bastantes ideas de las armas emplea... —No le deja terminar la frase, hay otras intenciones en el funcionario.

    —Muy bien, ehh, no me cuente más. ¿Sobre los autores averiguó algo? —Hay cambio de tono, el ambiente se torna bizarro.

    —No mucho, sólo la cantidad posible de ellos...

    —Bien, bien... Sé que tiene mucho trabajo y no queremos abrumarlo con más. Por ello, cuanto antes, reúna todas las pruebas y envíeselas al Comisario Bushed del Precinto 46. Él se encargará de seguir con la investigación.

    Hartmann se descontrola. Siente que, si pierde la investigación, una parte de él quedará vacía. Voces internas le exigen llegar a la verdad. No se da cuenta, pero de forma dura trata al Procurador General.

    —¡No entiendo!, son homicidios, es mi jurisdicción, no la de un Comisario que trata con problemas familiares y robos de carteras...

    —¡No me entendió Hartmann, le di una orden, no se lo estoy pidiendo! Parece que se ha olvidado con quien está tratando —Colérico se torna el Procurador. Desbordado al sentir un intento de insubordinación—. Mientras usted se encuentre en ese sillón, sólo hará lo que le diga, sin cuestionar nada. Y si no le gusta, pida su jubilación, que hasta ella peligra si no obedece. —Clic—.

    ¡Mierda!, piensa Hartmann. ¡Y encima me cortó! —vocifera el Capitán—. Las ideas revolotean por su mente como furioso tornado en pajonal. Nunca se lo hubiera imaginado. Acaba de ser amedrentado, coaccionado, pisoteado, basureado y menospreciado. Pero no por un cochino y violento extasiado drogadicto,

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