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Talón de Aquiles
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Libro electrónico103 páginas1 hora

Talón de Aquiles

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Información de este libro electrónico

¿Quién dice que los fracasos sentimentales son malos?... sólo los analfabetos en el arte de amar. Comprender el por qué los corazones se fatigan, es conocer los puntos débiles que todos abrigamos, de los deseos humanos en puga, de la falacia del mundo perfecto, de la mentira del amor eterno y exclusivo, de la miopía del enamorado que no encuentra defectos en el otro; y del terror ante la soledad que incita a realizar locuras. Comprender el por qué los corazones se fatigan, permite adquirir las estrategias para morigerar la caída y emerger con nuevo rumbo.

"Talón de Aquiles" un libro de relatos para superar conflictos emocionales, y entrenar la mente para sobrevivir en una historia de pasión.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jun 2023
ISBN9798223551898
Talón de Aquiles

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    Talón de Aquiles - Mariano Gutiérrez

    Tabla de Contenido

    Talón de Aquiles

    Talón de Aquiles

    -relatos de corazones fatigados-

    ––––––––

    Mariano D. Gutiérrez

    Guillermo H. Pegoraro

    ––––––––

    Copyright 2019 Ediciones Afrodita

    Ilustración: Ambrozinio

    Índice:

    Yegua de troya

    La blonda experiencia

    Talón de Aquiles

    Le dije Quiérete

    Amor de hombre, pasión de mujer

    El dilema del gallo Claudio

    Tu permitir

    Cicatriz

    Amistad en duda

    Misión Nerón

    El síndrome de Otelo

    Hombres cabrones

    Dos vías en la noche

    Los sueños, sueños son

    El desafío de vivir

    ¿Olvidarte?

    El bacán de los pañuelos

    No lo necesito

    Caja de Pandora

    Soliloquio

    Yegua de troya

    Como pauta maníaca, constante, repetitiva, la brutal claridad de una fría mañana sorprende a mi justicia ante el espejo.

    Sobre las siete filas de ojales del abotinado italiano, controlo que descanse el extremo de la botamanga con las dimensiones de rigor. Ajusto cinto de cuero de las pampas y acomodo el equilátero de la corbata salmón, hermanado al amarillo arena de la camisa y del traje habano.

    Maletín en mano, llavero en otra, me dispongo a cabalgar mi Mustang potro americano, hacia el taller de mis acciones obligadas. De 8 a 17 profeso la religión de los que ganan el pan con el sudor de su frente.

    Mi bunker se compone de expedientes que registran la historia inmóvil de todos aquellos que forman firmes cada día, haciendo avanzar la compañía. Sólo pasados y presentes fríos.

    La talladura del apoyabrazos de mi sillón, es jerarquía con la que accedí a mil confesiones personales. Una placa con la inscripción Director de Recursos Humanos refrendan mi portal, esa cima, ese monte ideal para observar.

    Hace algún tiempo, el rectilíneo jefe del departamento de contabilidad anunció una gran oportunidad para sus empleados. Si el cielo es el premio de los elegidos, un ascenso en juego hacia la nube empresaria, había sido profetizado para el apóstol más sagaz.

    La paz de ese departamento fue convirtiéndose en un valle de gotas que no eran lágrimas, sino el verdadero líquido emanado por el fragor de luchas entre iguales.

    Zarpazos codiciosos, impropios pechones, deshonestas zancadillas, persecuciones arteras, calumniosas buchoneadas. Teatro de operaciones de todos hacia el puesto. Crisol de intereses de una misma necesidad. Unos trabajaban hasta tarde, otros trabajaban las adulaciones hasta tarde, terceros sembraban espinas, hirientes, ocultas... yo observaba.

    En los retumbos de aquella revuelta lastimosa, detecté que en el llano no todos tenían la misma estatura; había uno que se diferenciaba. El silencio de mi experiencia descubrió y analizó su interesante maniobra.

    El director de contabilidad, whisquero compulsivo de la media luz de infieles on the rocks y preso también de sus otras yeguas de carrera, mostraba sin querer el lugar donde un audaz arquero aprovecharía para asestar su aguda flecha. Así caen los grandes.

    Uno de sus tantos empleados no era como los demás. Mercader de efímeros y livianos bienestares, era amigo de una venus morocha que guardaba en lo bello de sus ojos, la más negra y ruin oscuridad. Dos azabaches túneles por los que nunca nadie tendría que cruzar. Mosquita muerta, trepadora, materialista a ultranza, negociante de su hermosa carne vil, honoris causa de la ciencia mentirosa, actriz premiada por su falsa simpatía y especialista del momento inesperado para clavar las uñas cual puñal.

    Con paciencia fui armando el rompecabezas de la historia...

    Diez metros antes de la línea de llegada, en la segunda fila de la tribuna principal, el empleado y la venus disfrutaban de un hípico domingo. Ella, por invitación, y él expectante a sabiendas de un encuentro.

    Las yeguas ingresaron al tiro derecho final. La nueve por afuera, un poco más retrasada la cinco, y la siete al costado de los palos. Cincuenta metros para el disco, la nueve intenta despegarse, pero la siete ya superó a la cinco. Últimos metros. La competidora número nueve alarga el tranco, pero la siete la supera por un pescuezo... y cruzaron el disco. El marcador indica que en la punta del mástil está el número siete de la yegua, fondista espectacular, que sorprendió con victoria final en los mil doscientos metros. Entre murmullos algunos enfilaron a cobrar sus fijas, a otros les tocó el ritual de la ruptura de boletos para arrojar al viento.

    Con mano en bolsillo de chaleco y lento ascender por las gradas buscando la salida, el jefe de contabilidad rozó su saco contra el de su empleado. Casualidad para el jerarca, primer éxito de un largo plan para el vasallo.

    —¿Mala suerte con la potranca... jefe?

    —Carreras son carreras, yo sé cuándo ganar...

    —Jefe, Carmen. Muñeca, te presento al contador Martínez de Hozoriaga.

    La clave de un poder reside en el tercero que puede hacer jugar un lugar y un momento exacto, en que dos grandes sucumben en la trágica amalgama de sus debilidades.

    Así son las vueltas de las cosas, pasó algo que tenía que pasar.

    Meses más tarde, entre copas de bar, Martínez lloró en mi hombro su matrimonio hecho trizas, por esa aventura nacida aquella tarde de hipódromo.

    —¿Te enteraste de lo mío? —preguntó Martínez.

    —Todo el mundo lo sabe y no dejan de hablar del insensato origen de tu infidelidad —le respondí.

    Martínez agregó, mirándome fijo:

    —Qué fácil es opinar siendo terceros, ¿o acaso no es la mejor oportunidad de parlotear falsas morales?

    —No me mires —le contesté— si tengo algo para criticarte, lo digo de frente.

    —Ya lo sé, eres de los pocos que no usan disfraces, o que huyen cuando su compañero ha caído en derrota.

    —Ánimo compadre, tome tranquilo esa copa. Las palabras salen solas al querer ser escuchadas.

    Martínez, empinando el vaso y mirando hacia afuera por la misma ventana que veía yo, me dejó pensando. Tarde de otoño con frescos vientos sorpresivos. Tarde de almas de humanos prisioneros de su prisa, por las calles, en sus autos o en atestados colectivos, o simplemente al paso rápido y efímero de peatón. La ventana de mi bar todavía es el gratuito pullman donde observo otros artistas de la vida real. Ellos parecen actuar en un documental con rasgos cuasicómicos, persiguiendo un destino que sólo ellos creen conocer. Mientras en el reparo, de este otro lado, Martínez y yo obramos la premier de su tragedia. ¡Ay de los de afuera! Hojas amarillas prendidas de su rama, expuestas a una brisa imprevista que las tire abajo. Nadie escapa al infortunio de ser hoja en decadencia y traspasar la ventana cayendo a la silla de un Martínez. Las ventanas de bar siempre están abiertas a lo triste, aunque no todas las veces hay otra silla que acompañe. Hoy, soy ese lugar tan generoso.

    Martínez posó ese vaso tan tibio y tan vacío, reconociendo:

    —Tú me entiendes, me las jugué y salió mal. Venía bien con mi esposa, ¿viste? Tan sensual, linda, soñadora, compasiva... acabo de derrumbar mi castillo de felicidad.

    —Hay que pasar el mal trago —tonto consuelo de mi parte—. Luego le pregunté:

    —¿La enganchaste a la morocha o te embrollaron?

    —Entre su cuerpo y su facha de atorranta, se sumó el código del vivir el momento, ella también estaba en yunta. ¡Cómo no tentarme!, si los dos corríamos parejo.

    El barman, expertísimo master en cuestiones de la calle, secando una copa detrás de la barra giró su rostro inexpresivo, detuvo sus ojos en el techo con hartazgo y con voz alta señaló al desdichado:

    –No pecha el blanco de las canas sino el verde de los billetes —Luego

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