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Palabras de fuego: Cómo Casiodoro de Reina entregó su vida por el libro que cambiaría la historia
Palabras de fuego: Cómo Casiodoro de Reina entregó su vida por el libro que cambiaría la historia
Palabras de fuego: Cómo Casiodoro de Reina entregó su vida por el libro que cambiaría la historia
Libro electrónico299 páginas4 horas

Palabras de fuego: Cómo Casiodoro de Reina entregó su vida por el libro que cambiaría la historia

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«Cuando los hombres tienen que morir por sus ideas, algo nuevo está a punto de comenzar». Con una combinación de intriga y rigor histórico, Palabras de fuego traslada a los lectores a un momento histórico, en el que la palabra impresa podía ser el arma más transformadora.

Año 1557. Fray Daniel de Ecija es un novicio del Monasterio de los Jerónimos de San Isidoro del Campo, que se encuentra fascinado por las nuevas ideas que está introduciendo su amigo Casiodoro de Reina. Sevilla parece revolucionada por las riquezas que llegan de América y las ideas de Alemania. La imprenta ha conseguido que las enseñanzas de Lutero y Erasmo se extiendan por Europa, pero la Inquisición acecha. Los monjes son advertidos de una inminente redada y escapan hacia Cádiz para buscar un barco que los lleve hasta Italia.

La Inquisición envía tras los monjes «herejes» a dos monjes que intentarán traerlos de nuevo a España para que sean juzgados y quemados en la hoguera. Mientras que Daniel de Ecija y sus compañeros huyen por Europa, Casiodoro de Reina comienza a gestar la idea de traducir la Biblia al castellano, pero los espías de Felipe II están en todas partes y tienen mucho interés en que el libro no se publique.

«Hubo un tiempo en que los libros podían cambiar el mundo, hacer tambalear los poderes más fuertes y cambiar para siempre la historia».

The Words of Fire

"When men have to die for their ideas, something new is about to begin.With a combination of intrigue and historical rigor, The Words of Fire takes readers back to an historical moment when the printed word could be the most transformative weapon.

The year 1557. Fray Daniel de Ecija is a novice of the Hieronymite Monastery of San Isidoro del Campo, who is fascinated by the new ideas being introduced by his friend Casiodoro de Reina. Seville seems to be revolutionized by the riches coming from America and the ideas from Germany. The printing press has managed to spread the teachings of Luther and Erasmus throughout Europe, but the Inquisition is lurking. The monks are warned of an imminent raid and escape to Cadiz to find a ship to take them to Italy.

The Inquisition sends two monks after the "heretical" monks who will try to bring them back to Spain to be judged and burned at the stake. While Daniel of Ecija and his companions flee through Europe, Casiodoro de Reina starts to develop the idea of translating the Bible into Spanish, but Philip II’s spies are everywhere and are very interested in the book not being published.

"There was a time when books could change the world, shake up the strongest powers, and change history forever."

IdiomaEspañol
EditorialThomas Nelson
Fecha de lanzamiento13 jul 2021
ISBN9781400228966
Palabras de fuego: Cómo Casiodoro de Reina entregó su vida por el libro que cambiaría la historia
Autor

Mario Escobar

Mario Escobar, novelista, historiador y colaborador habitual de National Geographic Historia, ha dedicado su vida a la investigación de los grandes conflictos humanos. Sus libros han sido traducidos a más de doce idiomas, convirtiéndose en bestsellers en países como los Estados Unidos, Brasil, China, Rusia, Italia, México, Argentina y Japón. Es el autor más vendido en formato digital en español en Amazon.

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    Palabras de fuego - Mario Escobar

    PREFACIO

    Cuando los hombres tienen que morir por sus ideas, algo nuevo está a punto de comenzar. Siempre ha sido así. Las transformaciones en el pensamiento humano son progresivas y jamás están exentas de contratiempos. En el fondo, las cosas no han cambiado mucho en estos quinientos años.

    Estoy convencido de que, si preguntásemos a cualquier persona sobre cuál ha sido el escritor más importante de las letras castellanas, la mayoría respondería sin dudar que Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de Don Quijote de la Mancha. Esta es sin duda una obra universal, entre las más traducidas y leídas del mundo. Únicamente hay un libro más leído y traducido que este, la Biblia. ¿Quién tradujo por primera vez al castellano el libro de los libros?

    En la mayoría de los países occidentales se admira y conoce al traductor de la Biblia a su idioma. En el caso de Inglaterra fue John Wycliffe, aunque la primera Biblia impresa fue la de William Tyndale. En el caso alemán, el mismo Martín Lutero; en el checo, Juan Hus, que dirigió a un grupo de eruditos. El primer traductor de la Biblia completa al castellano fue Casiodoro de Reina, aunque antes se habían traducido algunos fragmentos a petición de Alfonso X El Sabio y el Antiguo Testamento por parte de judíos sefardíes, así como el Nuevo Testamento por Antonio Pérez de Pineda y más tarde por Francisco de Enzinas.

    Hubo un tiempo en que los libros podían cambiar el mundo, hacer tambalear los poderes terrenales más fuertes y cambiar para siempre la historia. Uno de esos libros fundamentales fue sin duda las Sagradas Escrituras. El comienzo de la Edad Moderna fue un momento de grandes cambios y expectativas. Se producía la primera globalización, la primera vuelta al mundo y el contacto entre pueblos hasta ese momento desconocidos. El invento de la imprenta y la llegada del papel permitieron la difusión de las ideas de una forma absolutamente inimaginable unas décadas antes. La formación de los estados modernos y el desarrollo del comercio favorecieron el movimiento de personas y mercancías en el Viejo Continente. En aquel momento, los reinos hispanos y las posesiones imperiales de los Austrias conformaron una Europa dinámica y en constante crecimiento. Únicamente una grieta parecía atravesar el flamante buque del Imperio español, la Reforma protestante.

    Palabras de fuego es una novela histórica basada en hechos reales, pero ante todo es la aventura de la traducción de la Biblia al castellano y del hombre que se empeñó en conseguirla. El sevillano Casiodoro, nacido en Montemolín, hoy provincia de Badajoz, religioso jerónimo y teólogo, se convirtió sin pretenderlo en el escritor más influyente en lengua castellana. ¿Qué influencia ha tenido su versión en América y España?

    En América, al igual que en España, la Reforma protestante tomó la traducción de Casiodoro de Reina, revisada por su amigo Cipriano de Valera. La Biblia tuvo poca difusión en los siglos XVI, XVII y XVIII, pero los aires de libertad del siglo XIX permitieron su reedición y expansión por España y América. Para Hispanoamérica se publicó en 1865 la versión de Cipriano de Valera revisada y corregida por los misioneros Ángel Herreros de Mora y Henry Barrington Pratt. Desde entonces se han hecho numerosas ediciones y revisiones, como las recientes de 1909, 1960, 1995, 2011 y 2020, aunque además de todas estas se han hecho otras muchas revisiones no oficiales y ediciones a lo largo y ancho del continente americano. De los mil cien ejemplares de su primera versión en 1569, en la actualidad se calcula que se han imprimido más de doscientos millones de ejemplares de la Biblia de Casiodoro de Reina, la revisión de su amigo Cipriano de Valera y las innumerables revisiones de ambas.

    Ante todo, Palabras de fuego es una novela y, como tal, pretende acercar al lector la vida de Casiodoro de Reina dentro de su contexto histórico y transmitir la apasionada e increíble historia del escritor más influyente de todos los tiempos en lengua castellana.

    PRÓLOGO

    «He buscado el sosiego en todas partes, y solo lo he encontrado sentado en un rincón apartado, con un libro en las manos».²

    Octubre de 1557, Sevilla, España

    Un sacerdote, vestido por completo de negro, cruzó el puente, antes de que las luces del alba aclararan las mansas aguas del Guadalquivir. Caminaba inquieto hacia el castillo de la Inquisición. Las murallas de piedra parecían devorar los aún apagados rayos del sol y el religioso apretaba con fuerza bajo el brazo un librito que parecía quemarle por dentro. Llevaba varios días meditando cuál era la mejor solución para salir de aquel embrollo, no quería tener problemas con la Inquisición. «Sin duda, este libro es herético», se dijo mientras recordaba lo que le había sucedido. Todo se había producido por una confusión, pero no sería él quien acabara en la hoguera o encerrado en un convento por algo de lo que no tenía culpa. Se detuvo frente al portalón, que se encontraba cerrado, llamó con fuerza y no tardó mucho en aparecer un soldado.

    —¿A qué vienen tantas prisas? Aún Sevilla duerme.

    La voz del guarda se escuchó a través de la gruesa madera tosca y renegrida, pero después las bisagras chirriaron y frente al sacerdote apareció una figura grotesca. Llevaba un casco que le cubría en parte el rostro, pero no lograba desdibujar sus rasgos embrutecidos y desfigurados; el cuerpo musculoso no disimulaba una pequeña chepa en el hombro derecho que el uniforme no podía ocultar. El religioso pensó que se encontraba frente a las puertas del mismo infierno y que tendría que charlar con Satanás cara a cara.

    —Tengo algo importante de lo que informar a los inquisidores.

    El soldado observó al hombre enjuto, calvo, de ojos saltones y expresión fría. Era habitual que se produjeran denuncias anónimas contra los vecinos de la ciudad, pero no lo era tanto que un sacerdote fuera a esas horas tan intempestivas. Meditó un segundo antes de molestar al inquisidor en sus rezos matutinos.

    —Está bien, pasad, padre.

    El sacerdote siguió al soldado por el patio de armas de aquel viejo castillo árabe y entraron en una sala fría, desnuda y lúgubre. El soldado le mandó que se sentara en un banco de madera y se alejó. El silencio era tan angustioso que se puso en pie e intentó mirar por la ventana enrejada, aunque apenas se distinguía nada entre las sombras.

    De repente, escuchó una voz a su espalda y dio un respingo. No había oído los pasos del inquisidor.

    —Padre, espero que sea un asunto importante, a estas horas estoy con mis rezos.

    El sacerdote se giró y contempló la figura del hombre. No pudo distinguir su edad, tampoco su complexión, llevaba un hábito negro que le cubría por completo, dejando que su rostro pálido fuera lo único que resplandeciera en la oscuridad. Notó cómo se le secaba la boca; después intentó articular palabra, pero no pudo. Adelantó las manos y le enseñó el libro.

    El inquisidor miró el ejemplar; no lo tocó, como si temiera contaminarse, levantó la barbilla y esperó una explicación.

    —Es un libro titulado Imágenes del Anticristo, al parecer escrito por un italiano.

    El inquisidor vio el título en castellano, pero no se animó a tomar el libro.

    —¿Por qué me traéis este libro?

    El sacerdote comenzó a sudar, a pesar del frío. Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.

    —Me lo entregó un arriero hace unos días. Me sorprendió, después me di cuenta de que se había equivocado de persona. Se me ocurrió hojearlo un poco y encontré . . .

    —¿Qué encontrasteis? No soporto tanto secretismo.

    —Una imagen de Su Santidad el Papa.

    El hombre abrió el libro por la página ilustrada y el inquisidor dio un grito tan agudo que retumbó por toda la sala. El sacerdote soltó el libro, asustado, y este cayó ruidosamente, quedando abierto por la página del blasfemo dibujo.

    —Tenéis que contármelo todo, hace tiempo que sospechamos que hay una cohorte de herejes ocultos en la ciudad. Esos malditos luteranos han llegado hasta nuestra santa y amada España.

    El sacerdote tomó el libro del suelo y ambos caminaron hacia la capilla. El inquisidor lo roció con agua bendita y después entraron en un confesionario.

    —Perdonadme, padre, porque he pecado . . . —dijo el sacerdote, mientras al otro lado el inquisidor parecía impaciente por descubrir el nido de herejes que se había extendido por Sevilla.

    Los primeros rayos de sol penetraron por los ventanales e iluminaron la adusta capilla. Mientras los dos hombres comenzaban a hablar, la ciudad comenzaba a despertarse, el bullicio del comercio, las correrías de los niños, las carretas y los transeúntes inundaban las estrechas calles de Sevilla. Una vez más, la luz parecía vencer a la oscuridad, aunque una noche aún más profunda estaba a punto de cernirse sobre una de las ciudades más populosas, bellas y cosmopolitas de Europa.

    PARTE 1

    SEVILLA

    Capítulo 1

    SAN ISIDORO

    «Cuando rezamos hablamos con Dios, pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros».³

    San Isidoro del Campo, Sevilla, 1557

    Casiodoro de Reina abandonó su celda y caminó con pasos silenciosos hasta el claustro. Le gustaba aquel momento de la mañana cuando todo aún se encontraba en calma. Los pajarillos canturreaban en los jardines y el mundo se despertaba de nuevo. Llevaba tanto tiempo en el monasterio que apenas lograba recordar su vida anterior. Amaba profundamente a su hermana y sus padres, los echaba de menos, aunque desde que hacía unos años se habían trasladado a Sevilla apenas los veía. En ocasiones visitaba a Constantino Ponce de la Fuente en el Colegio de Doctrina Cristiana de la catedral y sus padres le esperaban a la salida para abrazarle por unos segundos. Ahora todo era distinto. Su vida había cambiado por completo. Las largas conversaciones con el doctor Constantino le habían convencido de que la fe cristiana era mucho más que una religión de ritos, penitencias y ayunos. Había descubierto la alegría de servir a Dios y a las personas que tenía alrededor. El maestre de la orden, Garci-Arias, se había opuesto al principio, más por temor a la Inquisición que por el pleno convencimiento de que las doctrinas enseñadas por el doctor Constantino fueran erróneas, pero ahora era uno de los que más animaba al resto de los monjes a dejar los ayunos y la dura disciplina de los jerónimos.

    Casiodoro llegó hasta la entrada de la capilla; ya había atravesado el Patio de los Evangelistas y dejado atrás el Árbol de la Vida que tanto le había atemorizado al llegar al monasterio. La pintura tenía una serie de características inquietantes. Además de la representación del Árbol de la Vida del jardín del Edén, el pintor había reflejado en sus raíces un barco. En la base del tronco, dos ratas roían el tronco con la intención de arrojar de su copa a los hombres que se habían refugiado entre las hojas para escapar de la muerte. Fuera de la nave, los demonios esperaban expectantes para devorar las almas que caerían como fruta madura.

    Entró en la capilla con un suspiro, varios de los hermanos esperaban ya en el coro. Solían reunirse antes de que el resto de la congregación comenzara con sus rezos matutinos.

    Su amigo Cipriano de Valera le sonrió, habían llegado casi a la vez al monasterio y, aunque él se había convertido en la mano derecha de Garci-Arias, Cipriano era uno de los más fervientes seguidores de la nueva fe.

    —Buenos días, querido Casiodoro.

    —Buenos días, amigo. Ya estamos todos.

    Cipriano miró hacia la silla vacía de Antonio del Corro, otro de los nuevos conversos.

    —Falta Antonio, siempre es el primero.

    Su amigo tenía razón, solía ser de los primeros en acudir a la capilla. El fervor de Antonio era tan grande que siempre parecía envuelto en un halo de misticismo.

    Escucharon pasos apresurados al fondo de la capilla. Su eco se extendió por todo el edificio hasta que la docena de monjes notaron cómo se les helaba la sangre.

    Garci-Arias se acercó a Casiodoro y miró la figura que corría hacia ellos desde las sombras.

    —¿Quién perturba la paz de este monasterio?

    La pregunta del superior se quedó flotando en el aire fresco de la capilla por unos momentos, mientras los monjes se arremolinaban a su alrededor. Cuando el rostro de Antonio se desdibujó a la luz de las velas, todos parecieron suspirar aliviados.

    —¡Gracias a Dios! —exclamó Cipriano.

    —¿Qué sucede, Antonio? Estáis asustando a los hermanos —le reprendió su superior.

    —Mi tío . . . Tenemos que escapar . . . Julianillo . . .

    Intentaron calmar al monje, Casiodoro puso una mano sobre su hombro y Cipriano trajo un vaso de vino.

    El hombre tomó un poco para recuperar el aliento, después levantó la vista, los monjes habían hecho un corro a su alrededor.

    —Están buscando . . . Julianillo . . . han descubierto que reparte libros de Lutero y Biblias.

    Los monjes comenzaron a azorarse, algunos levantaban las manos al cielo, mientras otros comenzaban a rogar a Dios por sus vidas. El tío de Antonio era inquisidor, durante años les había facilitado libros prohibidos que la Inquisición requisaba a los que caían en sus garras; en dos ocasiones había logrado parar investigaciones en su contra.

    —Será como cuando nos denunció esa mujer conocida de Zafra o como en los casos de Valer o Egidio, en los que se han impuesto castigos muy leves —comentó Garci-Arias.

    —Las cosas han cambiado mucho, ya no está como inquisidor general el arzobispo Mendoza. Fernando de Valdés está empeñado en congraciarse con el emperador don Carlos y con su sucesor don Felipe y no cejará en su intento de encerrar y quemar a cualquiera que dé un ligero aroma a luterano —comentó Casiodoro de Reina, que desde la huida del hermano Juan Pérez de Pineda intentaba convencer al resto del grupo de que era mejor irse de Sevilla cuanto antes.

    —Estamos seguros, nos encontramos a salvo. ¿Qué tienen en nuestra contra? ¿Que ahora somos buenos cristianos?

    —Maestro blanco —dijo Casiodoro, dirigiéndose a su superior con el apodo que le habían puesto por su condición de albino—, tenemos libros prohibidos en el monasterio, no observamos la regla de la orden y hemos extendido la predicación luterana por toda Sevilla y sus alrededores. ¿Pensáis que la Inquisición no tomará cartas en el asunto? Tenemos que huir de inmediato y avisar a todos los miembros de la «iglesia chica».

    El resto de los monjes comenzó a afirmar con la cabeza. Garci-Arias se quedó pensativo, no se sentía con fuerzas para abandonar Sevilla y recorrer los caminos inciertos del exilio, pero su deber era proteger a su grey.

    —Casiodoro, Antonio y Cipriano serán los encargados de avisar a los otros monasterios y a los hermanos de la ciudad; prepararemos todo para huir esta misma noche.

    —¿Dónde vamos a huir? El inquisidor general y el emperador pueden encontrarnos en cualquier lugar de Europa —comentó Juan de Molina.

    —Dios nos guiará como hizo con su pueblo —le contestó el superior.

    El grupo se disolvió. Mientras un grupo de monjes se dedicaba a preparar lo necesario para el viaje, Casiodoro, Cipriano y Antonio se dirigieron en sus burros hacia Sevilla. Tenían que advertir a todos cuanto antes.

    La ciudad ya despertaba, los caminos hacia Sevilla estaban atestados de gente que iba a la urbe para vender sus productos, intentar embarcarse hacia el Nuevo Mundo o confundirse entre la multitud anónima que abarrotaba sus callejuelas. Los tres monjes apenas llamaban la atención, aunque en su fuero interno se encontraran completamente aterrorizados.

    Capítulo 2

    LLAMAS ENCENDIDAS

    «La virtud resplandece en las desgracias».

    Calles de Sevilla, 1557

    Llamaron a la puerta del aposento con tal fuerza que estuvieron a punto de echarla abajo. Julianillo se sobresaltó, pues aún estaba en la cama; se había acostado muy tarde repartiendo los últimos libros y cartas antes de regresar a Valladolid y desde allí salir de España antes de que alguien pudiera advertir a qué se dedicaba. Siempre le gustaba pasar por su patria chica antes de regresar a Ginebra, el único lugar en el que se sentía a salvo. Dio un salto de la cama y se dirigió directamente a la ventana. Siempre se aseguraba de que los cuartos en los que se alojaba tuvieran alguna vía de escape. Tomó apenas la bolsa del dinero y el jubón y salió por la ventana. Estaba gateando por los tejados cuando escuchó los avisos de «alto» a su espalda. Mientras intentaba caminar por las tejas, pensó en cuál podía haber sido el fallo que había atraído a los soldados enviados por la Inquisición. Enseguida se dibujó en su mente el rostro del sacerdote al que le había entregado un ejemplar de Imagen del Anticristo.

    Saltó a otro tejado justo cuando el sonido de una bala le pasó rozando el rostro. Pegó un salto y cayó sobre un montón de paja de un patio, después saltó por una tapia y se escondió entre la multitud que rodeaba la catedral. Se terminó de colocar el jubón y se calmó un poco. Seguía con la respiración acelerada y confuso. ¿A dónde podía dirigirse? Enseguida recordó a don Juan Ponce de León, hijo del conde de Bailén y hermano de la duquesa de Arcos. Tomó el camino de Alcalá de Guadaira y desde allí hasta el palacio de los duques de Arcos. En el camino, un arriero de vinos que le había reconocido le llevó en su carreta hasta cerca de Mairena de Arcor. Más tarde se encontraba enfrente al portalón del alargado edificio. Llamó y salió a abrirle Ponciana, una criada muy anciana que llevaba sirviendo a la familia desde la niñez y que había abrazado con ellos la fe luterana.

    —Hijo mío, ¿qué os sucede? —preguntó al hombre al verlo a medio vestir y con el rostro aún demudado por el miedo.

    —Tengo que ver a vuestro amo don Juan.

    —Pasad presto.

    Recorrieron la planta baja hasta un gran patio, lo cruzaron ante la indiferencia de los criados que se afanaban en guardar en los almacenes las provisiones, ascendieron por unas escaleras y llamaron a la cámara de don Juan. El joven los abrió a medio vestir, pues le gustaba pasar las primeras horas de la mañana leyendo la Biblia y meditando en los libros que había atesorado gracias a Julianillo.

    —¿Qué sucede, Ponciana? —preguntó a la anciana sin advertir la presencia del arriero.

    —La Inquisición me persigue, no tardará en dar con todos nosotros.

    Don Juan hizo un gesto para que bajara la voz. Su hermana simpatizaba con la causa, pero su esposo, no. Entraron en el aposento y se acercaron al escritorio. El noble guardó los libros en un compartimento secreto en un viejo arcón y después se sentó en la silla. Parecía agotado, pero únicamente era verdadero temor.

    —Tomaremos las cabalgaduras y partiremos para Écija. Allí los monjes pueden refugiarnos hasta que pase la tormenta, después será mejor huir a Portugal y por barco a Flandes.

    Julianillo asentía con la cabeza, feliz de que don Juan pareciera tener las ideas más claras y algo de temple. Él no era un cobarde, pero pensar en los métodos crueles de la Inquisición le helaba la sangre.

    —¿Sabéis montar?

    —Sí, siempre utilizo mi carro, pero en Suiza tengo un caballo.

    Don Juan se sentó en el escritorio y escribió media docena de notas cortas, después las cerró y lacró antes de entregárselas a la criada.

    —Que se entreguen cuanto antes, advertid a sus depositarios de que las destruyan después. No podemos dejar más pistas a los inquisidores.

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