IONE
Por Mario Escobar
3.5/5
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En el año 7 de la Nueva Era, el mundo es muy diferente a cuando Tes tenía diez años; una bacteria ha exterminado a todos los hombres y mujeres mayores de dieciocho años y los humanos que han quedado sobreviven como pueden en todas las partes del mundo, al igual que Tes tras la pérdida de sus padres, John y Graciela, pastores de la iglesia bautista de la ciudad. La vida de Tes en la pequeña ciudad de Ione en Oregón es tranquila a pesar de que Frank, el jefe de su clan, se está volviendo cada vez más despótico. La llegada al pueblo de un extraño llamado Peter, que dice provenir de la ciudad, levanta la sospecha de que hay más supervivientes al otro lado de las montañas....
Mario Escobar
Mario Escobar, novelista, historiador y colaborador habitual de National Geographic Historia, ha dedicado su vida a la investigación de los grandes conflictos humanos. Sus libros han sido traducidos a más de doce idiomas, convirtiéndose en bestsellers en países como los Estados Unidos, Brasil, China, Rusia, Italia, México, Argentina y Japón. Es el autor más vendido en formato digital en español en Amazon.
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IONE - Mario Escobar
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Para Andrea y Alex,
que están empezando a amar los libros.
Para Elí, mi Musa.
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CONTENTS
PRÓLOGO
PARTE I: EL VISITANTE
CAPÍTULO I: SE APROXIMA LA PRIMAVERA
CAPÍTULO II: UN ACCIDENTE
CAPÍTULO III: EL FORASTERO
CAPÍTULO IV: UN DOMINGO DIFERENTE
CAPÍTULO V: LA HISTORIA DE ELÍAS
CAPÍTULO VI: LA NOCHE DE LOS SUEÑOS
CAPÍTULO VII: EL PUEBLO CONTRA ELÍAS
CAPÍTULO VIII: LA CARRETERA
CAPÍTULO IX: DEJADOS ATRÁS
CAPÍTULO X: ENCUENTRO CON LOS ADULTOS
CAPÍTULO XI: EL AUTOBÚS ESCOLAR
CAPÍTULO XII: LOS CHICOS DEL AUTOBÚS AMARILLO
CAPÍTULO XIII: UN VIAJE LARGO
CAPÍTULO XIV: TRANSFORMADO
CAPÍTULO XV: POR LOS PELOS
CAPÍTULO XVI: EN LAS MONTAÑAS
CAPÍTULO XVII: LA CASA
CAPÍTULO XVIII: CRUZANDO LAS MONTAÑAS
CAPÍTULO XIX: LA TIERRA DE EVA
CAPÍTULO XX: LA TELA DE ARAÑA
CAPÍTULO XXI: ESCAPANDO DEL PARAÍSO
CAPÍTULO XXII: EL SENDERO
CAPÍTULO XXIII: LAS TRILLIZAS
CAPÍTULO XXIV: LAS OVEJAS
CAPÍTULO XXV: LOS LOBOS
CAPÍTULO XXVI: LLEGANDO A LAS PUERTAS DEL INFIERNO
CAPÍTULO XXVII: LA CIUDAD DE LAS ROSAS
CAPÍTULO XXVIII: DE CAMINO AL HOSPITAL
CAPÍTULO XXIX: LOS GUARDIANES
PARTE II: MÍSTICUS
CAPÍTULO XXX: MÍSTICUS
CAPÍTULO XXXI: ESCLAVO
CAPÍTULO XXXII: RUTINA
CAPÍTULO XXXIII: LAS CASTAS
CAPÍTULO XXXIV: CAMINO DE LA TORRE
CAPÍTULO XXXV: ALIADOS Y ENEMIGOS
CAPÍTULO XXXVI: LA TORRE
CAPÍTULO XXXVII: LABORATORIO
CAPÍTULO XXXVIII: LA DOCTORA
CAPÍTULO XXXIX: ANTE LA REINA
CAPÍTULO XL: LA SEGUNDA SESIÓN
CAPÍTULO XLI: HUIDA
CAPÍTULO XLII: UN SALTO AL VACÍO
CAPÍTULO XLIII: EL RÍO
CAPÍTULO XLIV: TRAZANDO PLANES
CAPÍTULO XLV: UNA DOBLE TRAMPA
CAPÍTULO XLVI: LA ISLA
CAPÍTULO XLVII: TIERRA QUEMADA
CAPÍTULO XLVIII: LA DESTRUCCIÓN DE MÍSTICUS
CAPÍTULO XLIX: EN EL CAMINO DE NUEVO
CAPÍTULO L: LA NIÑA REINA
PARTE III: LA VERDAD SOBRE LA PESTE
CAPÍTULO LI: LA BARRERA
CAPÍTULO LII: LOS GRUÑIDORES
CAPÍTULO LIII: HOOD RIVER
CAPÍTULO LIV: EL ENVIADO
CAPÍTULO LV: LA HISTORIA DE JACK
CAPÍTULO LVI: LA DESTRUCCIÓN DE SODOMA
CAPÍTULO LVII: EL DIABLO LLAMA A LA PUERTA
CAPÍTULO LVIII: ESCAPANDO
CAPÍTULO LIX: EL RÍO Y LA HOGUERA
CAPÍTULO LX: LA CASA DE LA SABIDURÍA
CAPÍTULO LXI: NUESTROS ENEMIGOS NOS ALCANZAN
CAPÍTULO LXII: EN MITAD DE LA NOCHE
CAPÍTULO LXIII: CERCA DE CASA
CAPÍTULO LXIV: LO ESPERADO INESPERADO
CAPÍTULO LXV: EL ATAQUE
CAPÍTULO LXVI: ÚLTIMAS VOLUNTADES
CAPÍTULO LXVII: ENFRENTANDO LA MUERTE
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
ACERCA DEL AUTOR
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«Somos un amasijo de temores, esperanzas, codicias, celos y vanidad, todo centrado en nuestro yo y todo bajo condenación de muerte».
C. S. LEWIS
ESCRITOR DE CRÓNICAS DE NARNIA
«No es oro todo lo que reluce, ni todo lo que anda errante está perdido».
J. R. R. TOLKIEN.
«Hay peores cosas que quemar libros, una de ellas es no leerlos».
RAY BRADBURY
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PRÓLOGO
UNO DE MIS MOMENTOS PREFERIDOS del Día es cuando subo al abeto más alto que hay en el terreno de mi familia y contemplo la puesta de sol. Mientras la luz desaparece en el horizonte, detrás de los bosques interminables, me pregunto qué habrá más allá de sus copas. La vida en Ione es tan monótona que apenas se distingue un día del siguiente. Siempre se ve a las mismas personas el domingo en la iglesia, en el minúsculo centro comercial o en la plaza del ayuntamiento. Desde niño, uno se convierte en el hijo del panadero Ford o el del tendero Watson, pero después, todo el mundo comienza a conocerte con un mote; el mío es Tes. Mis padres tuvieron la feliz idea de llamarme Teseo; debían de estar pasando una etapa mitológica o algo así. Aunque el otro día escuché cómo llamaban Atreyu a un niño; me temo que, visto lo visto, al final salí ganando.
Tengo que volver a casa. Seguro que mi hermano ya está que-jándose porque llego tarde. A esta hora solemos cenar, justamente cuando se pone el sol. Llevamos casi cuatros años sin luz. Apenas me acuerdo de cómo era cuando todo funcionaba automáticamen-te; ahora la bomba del agua es manual y hay que recogerla del pozo. Tenemos velas de cera de abeja, y para lavar la ropa hay que ir al río. Qué tiempos aquellos en los que cuando yo llegaba en la noche, mi madre había hecho mi plato favorito: macarrones con tomate.
Ahora que pienso en mis padres, me siento triste. Mi padre, John, fue el que me enseñó a subir a los árboles; mi madre, Graciela, era un poco pesada, siempre obsesionada con la limpieza, pero me quería mucho.
Hace cuatro años cambió todo de repente. Todos los adultos murieron por un extraño virus que afectaba a los mayores de dieciocho años. Lo que más me preocupa es que dentro de tres meses cumplo dieciocho años.
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El visitante]>
CAPÍTULO I
SE APROXIMA LA PRIMAVERA
AL PENSAR QUE ME QUEDAN tres meses para mi cumpleaños, no puedo evitar imaginar cómo será la vida de mi hermano, Mike, cuando yo desaparezca. Tras la muerte de mis padres en la Gran Peste, él tenía solo seis años. Apenas se acuerda de cómo era la vida antes del año cero. Por un lado, creo que es mejor para él, pero yo extraño muchas cosas. Está mal que lo diga, pero extraño mi Play, la com-putadora, el iPhone, el iPad y llevar el auto. Apenas había empezado a conducir cuando llegó la Gran Peste.
Mi hermano Mike trabaja conmigo en la granja comunitaria. En Ione no hay mucho donde elegir; puedes trabajar en la granja comunitaria, en el mercado, o convertirte en uno de los chicos de Frank. Frank es el jefe de la comunidad; tiene quince años y es el segundo que hemos tenido. El anterior, Stephen, se internó en el bosque cuando cumplió dieciocho años. No permitimos entre nosotros a nadie mayor de dieciocho años, tal vez por miedo a que nos conta-gie el virus o porque no queremos ver morir a nadie.
—Tes, estoy muerto de hambre; tenemos que levantarnos antes de que amanezca y no has hecho la cena —me reprochó mi hermano al verme llegar.
—Tienes dos manos, ¿verdad, Mike? Pues ya sabes cómo funciona la cocina de leña —le contesté.
—No me toca hacer la cena, yo limpio la ropa y traigo el agua —se quejó Mike.
—Yo no digo cómo tienes que hacer tus cosas. Será mejor que te limites a comer y callar —le contesté malhumorado.
No me gustaba discutir con Mike, y menos sabiendo que me quedaba tan poco tiempo. Es horrible saber el día de tu muerte, aunque la realidad es que, tarde o temprano, todos tenemos que irnos.
—¿Te ha pagado Peter? —pregunté a mi hermano.
—Me ha dado media docena de huevos, un saco de trigo y otro de maíz —dijo Mike.
—Con eso no podemos pasar todo el mes —me quejé. Peter, el patrón de la granja, siempre nos daba de menos. Decían que el almacén comunitario no podía quedarse vacío, pero la realidad es que Frank y sus chicos comían hasta hartarse, mientras que el resto pasábamos hambre.
Serví los huevos revueltos y comimos en silencio, casi a oscuras. No podíamos gastar las pocas velas que nos quedaban. Mike levantó la vista del plato y me dijo:
—¿Estás preocupado, Tes?
—No, dentro de poco me reuniré con nuestros padres.
—Todavía me quedan ocho años, ¿qué voy a hacer todo ese tiempo solo?
—No tienes por qué estar solo. Tienes amigos —le dije a Mike.
—¿Amigos? Todos son unos chivatos. En este maldito pueblo no puedes hacer nada de lo que no se entere Frank.
—No maldigas, Mike, y menos en la mesa.
—Qué importa eso ya, Tes. Nadie nos va a decir lo que tenemos que hacer o lo que está bien o mal. Las leyes de Ione son muy simples, tú mismo me las explicaste: la norma es que no hay normas. No hay que ir a la escuela ni acostarse temprano, no hace faltar ir limpio ni comer cosas sanas. La única norma es trabajar para la comunidad y no adentrarse en el bosque.
—Ya lo sé, pero en esta casa seguimos teniendo normas. Te acuerdas que papá y mamá...
—¡Están muertos, Tes! ¿No lo sabes todavía? Nos dejaron solos, y ahora ya no importa lo que nos enseñaron. Un día nos meterás en un lío con tus normas y tu manía de leer libros. Nadie puede leer. Los libros crearon el virus que mató a los adultos y nos llevó al estado en que estamos. Ni libros, ni religiones, ni ideolo-gías; esas son las normas.
Mike suspiró. Yo seguía leyendo a escondidas, y por eso se gastaban las velas; Mike lo sabía, pero nunca me denunciaría. Susi, Mary y Patas Largas también leían a escondidas. Nos auto-denominábamos «los Amigos de Shakespeare», pero eso era un secreto. Nuestro grupo había entrado en el bosque, apenas un poco, para asegurarse de que la carretera seguía en su sitio. El asfalto estaba cuarteado y varios árboles habían invadido el camino, pero aún era transitable para un carro tirado por caba-llos o un auto con gasolina. Únicamente habían pasado siete años.
Nadie sabía nada de lo que pasaba al otro lado. Durante meses se esperó a la Guardia Nacional, algún tipo de rescate, pero nunca llegó. Después nos cansamos de esperar. Cuando la comida se ago-tó de los supermercados y nos comimos las últimas latas, comenzamos a darnos cuenta de que si no cultivábamos nuestros propios alimentos, moriríamos. Creamos una asamblea, la «Asamblea de los Justos», y elegimos al primer jefe. Al principio todas las decisiones se tomaban por votación, pero cuando murió Stephen todo cambió. La Asamblea de los Justos llevaba dos años sin convocarse, y Frank hacía lo que quería sin que a nadie pareciera importarle.
—Nosotros tenemos nuestras normas, Mike. Nuestro padre siempre decía que un hombre sin normas es como un barco que navega a la deriva —le dije a mi hermano.
—Será mejor que nos vayamos a dormir. Mañana tenemos un día duro por delante, todavía es sábado —dijo Mike, zanjando la conversación.
Aquella noche me costó conciliar el sueño. Una idea rondaba mi cabeza: si únicamente me quedaban tres meses de vida, ¿qué hacía pudriéndome en un pueblo perdido en mitad de la nada? Nunca había salido de allí; pero si me marchaba, ¿qué sería de mi hermano? Frank era capaz de castigarle por mi huida. Cerré los ojos y pensé que al menos tenía mis libros; con ellos había viajado a lugares distantes y vivido todo tipo de aventuras. Era libre, completamente libre, y nada podía atar mi imaginación a aquel pequeño y alejado pueblo de Oregón.
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CAPÍTULO II
UN ACCIDENTE
POR LA MAÑANA TENÍAMOS QUE hacer un trabajo especial. La nieve se había retirado de las montañas, y Frank había propuesto que edificáramos un granero más grande. El viejo se había quedado pequeño. Las últimas cosechas habían sido muy buenas; por fin dominábamos las técnicas agrícolas, aunque era muy costoso sacar las cosechas a mano y sin pesticidas. Lo hacíamos todo a mano. La gasolina se terminó a los tres meses de la Gran Peste. Únicamente se guardaba una pequeña parte para casos de emergencia, aunque la mayoría de los vehículos comenzaban a oxidar-se por falta de uso.
Cuando llegamos a la explanada donde se iba a construir el granero, ya estaba allí Patas Largas: mi amigo Andrew era uno de los mejores carpinteros de la ciudad. Su padre había trabajado en la construcción, y él había heredado sus habilidades manuales. Muchos le despreciaban por su piel morena y su procedencia hispa-na; su familia era la única latina de toda la ciudad, pero Patas Largas no les hacía mucho caso a las miradas desconfiadas de la gente. Le gustaba ayudar, y solía meterse en líos por ayudar a los más débiles.
—Hola, Tes, creo que se les han pegado las sábanas —dijo Patas Largas.
—Cada vez es más difícil levantar a Mike —bromeé.
—Eso no es cierto, yo estaba preparado mucho antes que tú —dijo mi hermano enojado.
—Es broma, Mike —le dije mientras le acariciaba su cabello pelirrojo.
Mike frunció el ceño y se dirigió a su cuadrilla de trabajo. Peter, el capataz, se acercó a nosotros y nos dijo:
—Basta de charla, estamos aquí para trabajar. La comunidad no alimenta a holgazanes.
—Entonces, ¿por qué comen Frank y sus chicos? —pregunté a Peter.
El capataz me miró enfurruñado. Tenía trece años, pero el carácter de un abuelo gruñón y arisco.
—La próxima vez que critiques a nuestro jefe, te denunciaré ante la Asamblea —contestó Peter.
—Me quedan tres meses, ¿crees que me importa lo que me digan?
—A ti no, pero tu hermanito Mike puede pasarlo muy mal. Le podemos enviar a la mina, y allí nadie sobrevive más de un año —dijo Peter con una sonrisa malévola.
Todos temían el trabajo de la mina. Las explosiones y los derrumbes eran constantes, el trabajo duro y la ración de comida escasa.
—Está bien, Peter. Vamos a trabajar —dije para cambiar la conversación.
Ayudé a Patas Largas aquella mañana. Lo primero era levantar la estructura. Las tormentas de primavera podían ser muy duras, y si los cimientos no estaban bien implantados, todo el trabajo se podía destruir en pocos minutos. Patas Largas no era arquitecto ni ingeniero, pero sabía imitar otras construcciones. Desde la Gran Peste se habían quemado algunas casas, no teníamos servicio de bomberos, y otras se habían abandonado. En el pueblo, la mayoría vivía en grandes barracones. Allí la existencia era más fácil; no tenías que preocuparte por la comida o la ropa, pues las chicas lo hacían todo, pero los que queríamos vivir en nuestras casas teníamos un sueldo en especies, que cada vez era más pequeño. Frank quería que todo el mundo estuviera en las comunas, ya que de esa manera era más fácil controlarnos. Únicamente los más mayores nos empeñábamos en ser indepen-dientes, pero en un par de años todo el mundo haría lo que Frank dijese.
—Pásame el martillo, Tes. Siempre pareces pensativo, creo que das demasiadas vueltas a las cosas —comentó Patas Largas.
—Lo que no soporto es que Frank y su gente nos manipulen, trabajamos para ellos. Encima tiene la cara de decir que no hay normas, que cada uno puede hacer lo que quiera. Menuda patraña.
—Ya lo sé, Tes. Pero no podemos hacer nada. No sabemos lo que hay al otro lado del bosque —dijo Patas Largas.
—Tiene que haber otras ciudades, otra gente. No creo que este-mos solos en el planeta.
—Este lugar es seguro. Puede que en el valle la gente se mate por un trozo de pan, pero aquí tenemos de todo. Poco, pero de todo. Simplemente tienes miedo a cumplir los dieciocho años. A mí me queda un año más, y muchas veces me levanto sudoroso en medio de una pesadilla —dijo Patas Largas.
—No es eso, no tengo miedo a morir,