El hombre que sabía vivir
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Una humorística y feroz novela crítica con la razón moderna, según la cual todo lo que no encaje dentro de parámetros racionales ha de ser desechado.
Gilbert Keith Chesterton
Gilbert Keith Chesterton, más conocido como G. K. Chesterton, fue un escritor y periodista británico de inicios del siglo XX. Cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo y el libro de viajes. Se han referido a él como el «príncipe de las paradojas». Fecha de nacimiento: 29 de mayo de 1874, Kensington, Londres, Reino Unido Fallecimiento: 14 de junio de 1936, Beaconsfield, Reino Unido
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El hombre que sabía vivir - Gilbert Keith Chesterton
G. K. Chesterton
El hombre
que sabía vivir
Traducción y prólogo de José María Souviron
Introducción de Mercedes Martínez Arranz
1ª edición inglesa: Manalive, 1912
1ª edición chilena en Editorial Difusión, 1942
© Introducción: Mercedes Martínez Arranz
© Traducción y prólogo: Herederos de José María Souviron
© 2023. Ediciones Espuela de Plata
www.editorialrenacimiento.com
polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)
tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com
librería renacimiento s.l.
Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento,
sobre una variación de un cartel de Tom Purvis
isbn ebook: 978-84-18153-91-4
INTRODUCCIÓN
Podemos considerar a G. K. Chesterton un autor clásico de la Edad Contemporánea cuyas obras no dejan de reeditarse precisamente porque todas ellas, ya sean sus ensayos, sus novelas, sus obras de teatro e incluso sus poemas, versan sobre algo que no pasa de moda y que para toda época es imprescindible; a saber, el enigma del ser humano y los problemas que a este le circundan.
En este caso hablamos de la novela El hombre que sabía vivir. Chesterton escribió esta obra en 1912 en los primeros años del siglo xx en los que el pesimismo teórico que ya inició A. Schopenhauer a finales del siglo xix había calado de lleno en el mundo moderno. La visión pesimista del filósofo alemán, que entendía este mundo como el peor de los mundos posibles, en el que el ser humano presa de una voluntad ciega, lo único a lo que está abocado para no sufrir, es a renunciar al deseo, renunciar a vivir y a gozar de los dones y gracias de este mundo. Lo único que puede hacer es quitarse la vida. Esta actitud pesimista y nihilista se había adentrado y apoderado de las mentes modernas y postmodernas más privilegiadas del mundo filosófico, artístico e intelectual intentando contaminar al hombre corriente del que Chesterton es defensor a ultranza.
En esta obra Chesterton intenta combatir el falso pesimismo, el cinismo o si se quiere, la tibieza que hace que el ser humano no agradezca ese regalo, esa deuda infinita e impagable que es el don de la vida. Nuestro protagonista, Inocencio Smith, es un filósofo, pero un filósofo que sabe vivir, que vive al límite y que se echa sobre los hombros la tarea de despertar a sus amigos las ganas de vivir de una manera creativa misteriosa y llena de aventuras, que hará reflexionar sobre su muerte en vida a todas las personas espiritualmente moribundas con las que se cruza en su aventura. Además, toda la obra es una exaltación de uno de los sacramentos cristianos que el mundo moderno ha considerado obsoleto por aburrido y triste: el sacramento del matrimonio. Chesterton lo defiende como uno de los sacramentos que hacen que el hombre no solo se sienta libre sino feliz. Inocencio Smith, que va a ser acusado de asesino múltiple, polígamo, ladrón y loco, nos trae «balas para los pesimistas» modernos, pero no para matarlos sino para despertarlos al gozo de la vida. Creo que en la figura de Inocencio Smith podemos ver al mismo Chesterton que como pensador se dedicó toda su vida tanto en lo privado como en lo público a combatir los errores de la modernidad y a defender los valores y dogmas de la tradición cristiana incluso antes de convertirse al catolicismo en 1922. Y lo hizo con el don de la palabra, el humor, la paradoja y la ironía. Lo hizo haciéndonos reír y soñar.
Toda la novela va perfilando y atacando con humor e ironía los errores de la Modernidad. La novela es tanto un estudio antropológico como filosófico del hombre y del mundo en el que Chesterton vivía. En esta novela nos deja ver su crítica a la razón moderna para la que todo lo que no encaje dentro de unos parámetros racionales ha de ser desechado; que todo lo que no se base en un estudio desde el yo y desde la razón es pura irracionalidad y locura. Chesterton reclama en esta novela en la figura de un filósofo, que la filosofía no es solo cosa de la razón moderna, o si se quiere de cómo hayan definido la razón los modernos, o de la crítica a la razón, o de los pesimistas o nihilistas como Schopenhauer o Nietzsche, sino que viene a demostrar que el hombre cristiano que no confía en sí mismo sino en Dios es capaz de llevar una vida, tanto teóricamente como prácticamente llena de misterio y aventura. La vida para Chesterton es un regalo y un misterio, donde el sentido de la vida no se encuentra en el éxito de la razón, del progreso y de la ciencia, sino que precisamente cuando el hombre naufraga, se da cuenta cuál es el sentido de la vida y de la de felicidad; entonces empiezan los hombres –como dice Inocencio Smith– a mirar, y dejan de comprar y vender. No falta en la novela la defensa de la familia y de la economía que hace posible que existan las familias y la propiedad privada: el distributismo, proponiendo que se cree una liga de familias libres que puedan hacer frente a cualquier poder del Estado en caso de que este se convierta en una tiranía.
El protagonista Inocencio Smith es un filósofo, como decíamos, pero un filósofo práctico, que tiene un apodo el hombrevida, ya que Chesterton quiere reivindicar que el verdadero filósofo es aquel que despierta las ganas de vivir a los hombres tomando como armas no solo la razón y la astucia sino el humor y la ironía. Es así nuestro protagonista un bromista alegórico, un filósofo práctico que se toma en serio la filosofía, que recuerda a los hombres no solo que van a morir, como hacen los pesimistas teóricos, sino que aún están vivos ,y que han de celebrar la vida; y la mejor manera de hacerlo, no es aferrándose a costumbres a veces aburridas y dañinas, sino a un dogma que te permite ante todo ser libre, amar lo cotidiano, vivir y dar gracias por haber nacido. Para Chesterton el dogma es lo que te permite precisamente construir un mundo racional y alegre y compresivo, un mundo en el que todo pende y depende de Dios y no del hombre. Chesterton quiere recordarnos que sólo se puede ser feliz si mantenemos la inocencia, si como dicen los Evangelios volvemos a ser como niños, para lo cual hemos de hacer depender el mundo, no de la razón del hombre, sino no de la providencia divina.
Los filósofos, sobre todo los modernos y los postmodernos han inventado todo tipo de filosofías: racionalistas, existencialistas, vitalistas, voluntaristas, materialistas, etc., pero ninguno de ellos es coherente en sus vidas con las teorías que defienden, no llevan a cabo los predicamentos de su teoría, o la quieren para el mundo, pero no para ellos. Inocencio Smith se propone mostrarles a sus amigos, empezando por su profesor de filosofía, si están dispuestos a llevar su filosofía a cabo, si están dispuestos a aplicar en sus vidas personales y no solo en sus casas, en sus libros o actos públicos las ideas que intentan vender a los demás.
Nuestro protagonista con el ejemplo de su vida y sus hazañas se someterá al juicio del hombre moderno para mostrar si realmente ha perdido la razón o si está cuerdo. Esta dicotomía entre razón y locura atraviesa toda la obra de Chesterton para mostrar que locos son todos aquellos que quieren ganar su vida en vez de perderla, esto es, de todos aquellos que han renunciado a vivir por miedo a morir. Y así la pregunta filosófica que atraviesa el libro y que Chesterton quiere que se pregunte el lector sería: ¿realmente estoy vivo?
Mercedes Martínez Arranz
El hombre que sabía vivir
Prólogo
Este hombre gordo, de ojos pequeños y agresivos, de cabellos revueltos y con tendencia a tomar actitudes de cresta sobre la frente amplia, de bigotes caídos cubriendo unos labios en los que no se sabe si hay más displicencia que compasión, todo ello envuelto en sonrisa; este hombre, se llama Gilbert Keith Chesterton. Aunque ha desaparecido ya del mundo de los vivos de aquí abajo, sigue viviendo entre nosotros con esa figura plena de humanidad, con esa obra en la que, bajo las apariencias del absurdo que irrita a los señores ordenados y escasos de vida, está precisamente la vida tal y como es: absurda, de un absurdo maravilloso, divino, arrebatado en todas las bellezas que nos elevan sobre lo cotidiano, lo vulgar y lo corriente.
Este hombre que necesitaba tomar dos asientos para él solo en el autobús, que cataba el buen vino con el gusto medieval de un juglar fraile, el «bon vino» de Gonzalo de Berceo, y que decía en su balada de Noé:
No me importa adónde vaya el agua
con tal que no vaya hacia el vino,
es uno de los más altos ingenios que ha producido la humanidad en los tiempos modernos –de los que él se reía a mandíbula batiente– y quizás uno de los más extraordinarios escritores de todos los tiempos. Vino al mundo en Londres, el año 1874, y se fue el año 1937. Nació, según su propia confesión «de padres respetables, pero honrados». En esta frase, que coloca la inicial de su autobiografía, está ya toda la broma inconmensurable de este hombre profundamente serio; tan serio, que entre su buena risa, que le hace temblar todo el cuerpo cuantioso y grandullón, están acumuladas muchas de las escasas verdades que se han escrito desde que el llamado siglo de las luces (pobres luces de gas) y la era de la inteligencia y la razón (que ahora está dando las boqueadas, por tonta, sin nadie que se compadezca de ella) empezaron a darse postín y a decir que el hombre lo era todo, y que él solito, pero absolutamente solo con su razón en ristre, era capaz de salvarse y de ser feliz. La carcajada de Chesterton al oír este dislate civilizado, todavía resuena y resonará, y su eco está encontrando, cada vez más lejos, montes y barrancos en los que mantiene su fuerza y su extraordinaria valentía.
Chesterton se ha reído de la razón una risa que los racionalistas han recibido perfectamente irritados. De esa razón especulativa que se lo cree todo, que no hace caso de nada más, y que se pierde (siendo tan grande y maravillosa como tiene que serlo un don divino) por querer presumir de señora cuando no es más que una criada hacendosa que, sólo mediante la obediencia y siguiendo los buenos consejos, puede tener la casa en orden.
Partiendo del trampolín de lo absurdo, Chesterton hace una pirueta incomparable, que deja turulatos a los caballeros y señoras de buena educación. Y al caer, ni tiene que arreglarse la corbata. Es mucho más elegante ese descuidado nudo, un poco torcido, que la rigidez almidonada de los que le miran entre enojados y envidiosos. Cuando sale el señor Arnold Bennett a echarle en cara su exageración, Chesterton demuestra que esta exageración es necesaria, mejor dicho, que no hay tal cosa, que los exagerados son los otros, los que le atacan y critican.
Tiene una visión del mundo, en la que la Poesía domina y se adueña de todo. La Poesía que nos separa de la sensación adocenada y mentirosa de lo usual, de lo utilitario. A los que le dicen que la Poesía es locura, les contesta: «La poesía es cuerda, porque flota fácilmente en un infinito mar; la razón busca cruzar el infinito mar, y volverlo finito». Pero esta contemplación certera de la vida y del mundo no lo ha de llevar a situarse en las actitudes pomposas que acostumbran a tomar los hombres sabios de nuestros días: «Es imposible gozar nada sin humildad. Ni siquiera el orgullo».
Este era el hombre cuyos artículos se disputaban los diarios más enemigos de lo que él sostenía sin descanso. El que se atrevió a reírse, como espectador que ha pagado su asiento, de las payasadas de Bernard Shaw y de las pamplinas oratorias de muchos de sus contemporáneos. Pero de todos se reía con una franca, abierta, sincera carcajada en la que no había malicia, sino ese sutil desprecio compasivo que no excluye lo fraternal. Tenía la facultad de apartar de la vulgaridad cuanto tocaba. Al revés que otros, por ejemplo, los citados en aquella frase de John dos Passos, cuando afirmaba que Wells transformaba en lugar común todo aquello en que ponía las manos. Chesterton saca de lo común, de lo prudentemente cotidiano, todo aquello que mira y comenta.
Era un inglés que se reía amorosamente de una cantidad de cosas inglesas. Un católico que nos hacía ver de qué manera tan fuerte creía en los milagros, con una fe arrebatadora, risueña, segura, lejana de tantos otros que, bajo las apariencias de una religiosidad a macha-martillo, justifican la palabras del diario de Hebbel: «Las gentes virtuosas desacreditan a la virtud». Un hombre moderno, completamente moderno, al que se tachaba de medieval porque estaba más allá de su tiempo, anunciando verdades, anticipándose. Su modernidad era tan fuerte, que no le bastaba con el presente –ese fugaz minuto que se va de las manos antes de que lo pensemos siquiera– sino que avanzaba más allá; y era el vanguardista más avanzado de todos, a pesar de no haberse dado a sí mismo jamás ese nombre, que tan odioso han hecho esos individuos que al cumplir medio siglo se empeñan en ir vestidos con pantalones cortos y en chupar caramelos que les dejan azucarados los bigotes. En las gordezuelas arrugas de su risa, estaba todo el drama de nuestros días; y como lo miraba con ojos de elevación y por encima de las soluciones infructuosas que han querido darle los hombres «del momento», hallaba que ese drama tenía que resolverse, inevitablemente, con la gloria de un amanecer que la mayoría se empeña en anticipar a la fuerza. Pero el sol no sale cuando nosotros queremos.
Como hombre que era, tuvo sus defectos. De no haberlos tenido, no habría sido el «hombre» integral que fue. Pero estos defectos, estas visiones pasajeras que puedan aparecer aquí o allá (y que estamos habituados a exigir que no existan en los genios) constituyen también el tuétano vital, la enjundia de su existencia en el pensamiento. Al crear a sus tipos, Chesterton los toma de esa realidad defectuosa, pero los ensalza, aún en sus mismos defectos, sin pretender, como los naturalistas y compañeros mártires (mártires de su propia negación al martirio), decir que el bajo fondo de la naturaleza es lo que importa y lo que constituye la verdad humana.
En Manalive, la obra que presentamos ahora con el título de «El hombre que sabía vivir», hay una escena que demuestra este sentido de la vida que dominó la existencia y la obra de G. K. No vamos a exponer ni un adarme del argumento –que sería necedad tratar de meterse en los fueros del autor y anticiparse profanadoramente a lo que él nos narra–. Pero esa escena, que ya encontrará el lector al avanzar en estas páginas, tiene un significado verdaderamente peculiar para una síntesis del pensamiento y del espíritu chestertoniano. Se trata de un momento en que el protagonista, tenido como loco por muchos, obliga al rector de su colegio (al que ha hecho huir, amenazándole con una pistola, y lo mantiene colgado de un arquitrabe, con las patas al aire) le obliga a cantar, para que no siga con sus filosofías positivistas, una canción en que agradece la Bondad y la Gracia que presidieron su nacimiento. Este rector inglés, despatarrado sobre el vacío, pidiendo auxilio, con toda la dignidad de su profesión y de su ciencia en perfecto ridículo, es obligado por un alocado alumno a dar gracias a Dios. La obligación, como es natural, no implica ni mucho menos la sinceridad del obligado. Pero ver a este ilustre figurón, a punto de dar una voltereta, entonando un pintoresco himno improvisado de acción de gracias, es ver a la humanidad entera (a la humanidad actual, más todavía) engallando el cogote, presumiendo de omnipotencia, y colocada en el más enorme de los ridículos, del que sólo la salva, aunque sea en una escena de buen humor, el alzar la voz por un momento y agradecer aquellos caudales que tanto ha despreciado y que son, en resumen, las únicas auténticas riquezas que puede tener.
Para este mundo subido en una decoración arquitectónica y muerto de miedo, la lectura de Chesterton ha de ser una buena cosa. Por eso estamos contentos de haber dado al castellano este libro.
J. M. S.
primera parte
El enigmático Inocencio Smith
I
DE CÓMO EL VIENTO LLEGó A BEACON HOUSE
Una borrasca se levantó en las alturas del cielo, por el lado del poniente, tal y como se alza en el alma una ola de felicidad que nada justifica. La borrasca se encaminó hacia el este, lanzándose con el testuz bajo, cruzando toda Inglaterra, arrastrando en sus pliegues el olor húmedo de los bosques y la fría embriaguez del mar. En cien recodos, en mil boquetes de sombra, de pronto sacaba de su sitio a un hombre agazapado, dejándolo helado y aturdido como después de recibir un golpe. En el fondo de las cámaras más secretas, en las más tortuosas moradas, en las que más hundidas estaban entre el verdor, estallaba de súbito, como una detonación; aquí desparramaba los papeles de un célebre profesor, hasta el punto de que cualquiera de aquellas hojas volantes se tornara tan preciosa como fugitiva; allá, descubriendo un niño que leía La isla del tesoro , apagaba, soplando, la llama de su vela y le arrancaba de su lectura para hundirle en una oscuridad atravesada de clamores.
Empero, por doquiera que soplaba, el viento iba sembrando la aventura; hasta en la más mediocre existencia hacía retiñir el son de una hora excepcional. En algún pobre patinillo, una madre de familia, agobiada por los cuidados, fijaba sus ojos en cinco camisillas que estaban secándose colgadas de una cuerda tirante; fijaba en ellas esa mirada contempladora de una pequeña tragedia posible, que hace saltar el corazón, imaginando tal vez que se adueñaba de sus cinco hijos. La borrasca llegaba, y allí teníamos a las cinco camisillas, llenándose y agitándose como si cinco muchachos hubieran entrado en ellas; y la madre, en el fondo de su conciencia oprimida, se encontraba de pronto con el recuerdo de aquellos curiosos espectáculos a los que asistían sus abuelos, en aquellos tiempos en que los genios habitaban aún las mansiones de los hombres. En otra parte, en un triste jardín cercado de altas murallas, una muchacha se echaba en una hamaca, con el mismo gesto impulsivo con que se hubiera arrojado al Támesis. Llegaba la racha, desgarraba la ondulante muralla de los árboles, tomaba por su cuenta la hamaca, la alzaba como un globo, y ofrecía de pronto a la perezosa el espectáculo de un amontonamiento de nubes lejanas y extrañas y el de unas claras aldeas hundidas en el fondo de un valle; inesperadamente sucedía como si la indolente muchacha bogara por el cielo en algún fantástico navío. Más allá, un oscuro empleado o un párroco polvoriento, daba su paseo, como todos los días, lentamente por una larga carretera bordeada de álamos, imaginando, por centésima vez, que aquellos álamos no eran otra cosa que los penachos de plumas plantados en las cuatro esquinas de un coche mortuorio.
Llegaba la borrasca y su invisible potencia se apoderaba de los plumados penachos, los balanceaba, los sacudía, los hacía chocar en torno del paseante y formaba por encima de la cabeza de éste una gigantesca y móvil guirnalda, como una inmensa salutación de alas seráficas. Había en la vehemencia de aquel viento algo más inspirado y hasta más autoritario que en el viento del famoso proverbio que dice: «Mal viento es el que hace soplar la tempestad», pues este viento era beneficioso y no le hacía daño a nadie.
De tal modo desencadenada, la racha llegó a la ciudad de Londres, en el preciso lugar donde la urbe comienza a escalar las colinas que la circundan por el norte. Ganó, una tras otra, las terrazas de aquel barrio tan abrupto como la ciudad de Edimburgo. Fue en este lugar donde un poeta, probablemente bebido, alzando un día la cabeza, se conmovió al ver las calles que ascendían adentrándose en el cielo; y, recordando vagamente glaciares con alpinistas prendidos entre ellos por una larga cuerda, bautizó este sitio con el nombre de Chalet Suizo, del cual no ha podido desembarazarse el barrio en los años sucesivos.
Una de aquellas terrazas, espinazo de la meseta, sobre la que se alzaban altas casas grises, en su mayor parte vacías y tan desoladas como los montes Grampianos, se replegaba sobre sí misma por el lado del oeste, de tal suerte que la última de todas las casas, una pensión denominada «Beacon House», ofrecía al sol poniente el abrupto acantilado de su fachada, estrecha y alta como una torre, o semejante a la popa de un navío de elevado puente, al que hubiese abandonado su tripulación.
Sin embargo, el navío no estaba completamente deshabitado. Había gente en la pensión. Su propietaria, una tal señora Duke era uno de esos seres desamparados con los que la suerte se encarniza para librar batalla, y con los que siempre sale perdiendo; pues al cabo de cada desgracia que le sucedía, el rostro de la señora Duke seguía sonriendo con el mismo aire vago que usaba antes de la desventura. Demasiado dulce, sin duda, o demasiado blanda para ser nunca rota por el destino. Por el contrario, con la ayuda, o mejor dicho, bajo las órdenes de una sobrina enérgica, la tal señora conseguía, cada vez, reunir los esparcidos restos de una