Ebrietas: Descubrir el poder de la belleza
Por Íñigo Pirfano
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Ebrietas - Íñigo Pirfano
Íñigo Pirfano
Ebrietas
El poder de la belleza
Primera edición: enero de 2012
© de la segunda edición: el autor y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2019
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 54
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN Epub: 978-84-9055-789-1
Depósito Legal: M-16558-2019
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda, 20 - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Introducción
I. Huellas del absoluto
II. El conocimiento por la belleza
III. Arte y juego
IV. La purificación como tránsito
Bibliografía
A mi padre y maestro
«La belleza anterior a toda forma nos va haciendo a su misma semejanza».
Claudio Rodríguez, Don de la ebriedad
Introducción
Las reflexiones que afloran en estas páginas forman parte de una serie de conferencias que he tenido el placer de dar a lo largo y ancho de nuestra geografía. Nacen, a un tiempo, de mi inclinación a la especulación filosófica, así como de mi experiencia como compositor e intérprete musical. ¿Qué relación pueden guardar la filosofía y la música?, podría plantearse alguien. De un lado, como filósofo sostengo que ambas disciplinas consisten principalmente en la interpretación de textos. Como director de orquesta, sin embargo, he de decir que mi profesión me ha permitido ir descubriendo en la gran música —y por extensión en toda manifestación artística valiosa—, una vía de conocimiento ante la cual —que me perdonen mis colegas filósofos— el conocimiento especulativo palidece cual Héctor moribundo. La música descuella entre todas las demás artes como la más elevada vía de revelación que ha sido dada al hombre:
Sólo la música, con exclusión de todas las demás artes, es capaz de expresar una belleza que produce un efecto físico, nos arrebata enteramente y roza el plano celeste¹.
No es muy habitual que un filósofo sea, a la vez, artista. De hecho, cuando un filósofo escribe sobre estética, el resultado constituye en no pocos casos un ejercicio de admirable erudición que no consigue penetrar en la naturaleza de la creación poética. Y al revés; si un artista se lanza a la difícil tarea de describir unos procesos creativos con los que está realmente familiarizado, su fruto carece con frecuencia de profundidad especulativa. Esto lo constata el filósofo y teórico musical Theodor W. Adorno, cuando afirma:
Si hay un objeto con el que la filosofía se ha dado persistentemente de bruces en una humillante demostración de impotencia, ése es la música (…).
Como un chimpancé hojeando La Divina Comedia, el filósofo se rasca la cabeza y el sobaco sin conseguir apenas algún resultado más allá de cuatro obviedades y lugares comunes. Cuando uno echa un vistazo a alguna de las historias de la filosofía de la música más esforzadas, no logra desprenderse de la impresión de que casi todo lo que encierran es palabrería y retórica sofística².
Esta misma experiencia, unida al ánimo infundido por un buen puñado de amigos, me ha empujado a consignar por escrito lo que es fruto de muchos años de práctica musical, lectura, estudio, reflexión y conversación con creadores de los distintos campos artísticos. El título elegido —Ebrietas— hace referencia, por un lado a los trascendentales de la filosofía clásica: Ens, Unum, Verum, Bonum y Pulchrum. Sin embargo, deseo dar un paso más allá, y —haciendo mía la hermosa imagen del gran Claudio Rodríguez— proponer la ebriedad como clave de interpretación y vía de acceso a las cuestiones que más importan al ser humano: amor, belleza, sentido, moral, verdad, trascendencia. Ludwig Wittgenstein sostenía que sobre éstas «no se puede hablar»³. Sus coetáneos del Wiener Kreis nunca entendieron que —precisamente por eso— estas realidades son las que más interesaron siempre al filósofo. Así pues, estas páginas están dedicadas a la auténtica poesía, al arte verdadero. Éstos se revelan como una búsqueda apasionada de la verdad que funda: un canto ebrio bajo el amoroso magnetismo del logos.
De mis años de estudiante universitario guardo el recuerdo de un pasaje del Hiperión de Hölderlin que me golpeó con enorme fuerza. Dice así: «El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona»⁴. Esto me ayudó a caer en la cuenta de lo limitado que resulta el conocimiento especulativo, cuando se experimenta la verdad que se encierra en la sentencia de Gustav Mahler: «Lo mejor de la música es lo que se encuentra detrás de las notas».
De eso que se encuentra detrás de las notas es de lo que trata este libro. Al hilo de una amplia selección de textos de teóricos del arte, poetas, filósofos y, sobre todo, de músicos, procuraré arrojar luz sobre las cuestiones que más afectan al hombre. De ellas da cuenta la obra de arte auténtica: ¿para qué estoy aquí?; ¿por qué encuentro en mí el deseo de perdurar para siempre?; ¿qué relación guardan la belleza, la verdad, el amor y el bien? No pretendo llegar a ningún puerto, ni trazar una línea argumental que conduzca a un resultado inapelable. Trataré, más bien, de hablar de poética ab intra, esto es, poéticamente. Es probable que ésta sea la única forma legítima de hacerlo. Dice María Zambrano que «la palabra irracional de la poesía, por fidelidad a lo hallado, no traza camino»⁵.
Puesto que no pretendo decepcionar a ningún lector, advierto desde ahora que este libro pretende ser algo así como un café ristretto: corto de contenido y pleno de aroma. Se ha de leer, por tanto, como se lee la poesía: paladeándolo, sin prisa por llegar al final —¿tiene acaso la poesía un final?—, dejando que nos envuelva con su perfume. No me interesa demasiado exponer lo que los filósofos han dicho sobre la belleza. Existen cientos de libros que recogen muchas de esas teorías más o menos logradas. Me importa mucho más lo que los artistas dicen con su arte acerca de la verdad. Deseo ofrecer al lector la posibilidad de mirar el atardecer no con los ojos del científico, sino con los del enamorado:
Tan imposible nos resulta explicar el elemento prístino de la fuerza creadora, como en el fondo nos es imposible decir qué es la electricidad o la fuerza de gravitación o la energía magnética. Todo cuanto podemos hacer se reduce a comprobar ciertas leyes y formas en que se manifiesta aquella ignota fuerza elemental⁶.
Lo poético nos pone en contacto directo con la belleza, y la belleza es lo que hace que la vida sea digna de ser vivida. La belleza exige sacrificio, ascenso, renuncia; por eso la belleza merece la pena.
A partir del magnífico material que he ido recabando, ofrezco unas reflexiones que sirvan al lector para pensar por su cuenta, para adentrarse en el arcano de la esencia misma del arte. Le facilito el diálogo directo con los grandes creadores de todas las épocas, que permanecen vivos en su inestimable legado. De seguro, mucho más vivos que todos los personajes que deambulan erráticos y menesterosos entre las páginas de las revistas del corazón o entre los bastidores del plató de cualquier reality-show.
Mientras los subproductos de una sociedad fofa y atolondrada hacen subir los índices de audiencia hasta unas cotas que producen verdadero desasosiego, hay una inagotable fuente de riqueza escondida —a veces, literalmente— en los estantes de la biblioteca pública de cualquier localidad improbable. Renunciar a las geniales creaciones de un autor que no tomaba la pluma o el pincel si no iba a decir algo de verdad imprescindible, resulta de una frivolidad imperdonable. Consumir compulsivamente la mediocre producción musical del último rock-star de moda y preferirlo a la gran música porque ésta carece de ritmo, supone no haber entendido nada de música, y, desde luego, desconocer por completo el delirio rítmico de la Séptima de Beethoven, el Sensemayá de Silvestre Revueltas o la Historia del soldado de Stravinsky.
La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético⁷.
La posibilidad de dialogar con los grandes nos hace grandes, y constituye una virtud imprescindible del verdadero artista, del intérprete fiel y profundo, así como de cualquier persona que desee llevar una vida dotada de profundidad y riqueza. Si, por el contrario, el hombre se acostumbra a pelear contra los pigmeos de su día a día —exteriores o interiores—, corre el peligro de acabar empequeñeciéndose él mismo. El genio de Beethoven era consciente de esto cuando escribía en una carta a su editor:
Sin presumir de poseer una verdadera erudición, me he esforzado desde la infancia en comprender las obras superiores de los sabios de todos los tiempos. ¡Vergüenza para el artista que no se crea obligado a ir tan lejos en este camino!⁸.
Cultura, Belleza, Verdad, Gusto se escriben con mayúscula porque nos muestran el sentido. «What is it all about?», decía Alfred North Whitehead: ¿De qué va todo esto? Nada hay más bello, nada más fascinante y embriagador que llevar una vida con sentido. En cierto modo, los verdaderos artistas son esas señales luminosas que nos indican el camino cuando los vendavales de la irracionalidad o de la imbecilidad soplan fuerte. Ésta es su vocación; ésta es su misión:
«Doch uns gebührt es, unter Gottes Gewittern,
Ihr Dichter! Mit entblößtem Haupte zu stehen,
Des Vaters Strahl, ihn selbst, mit eigner Hand
Zu fassen und dem Volk ins Lied
Gehüllt die himmlische Gabe zu reichen»⁹.
Madrid, abril de 2019
I. Huellas del absoluto
«Nah ist und schwer zu fassen der Gott». Cerca y difícil de alcanzar está el dios. Friedrich Hölderlin, Patmos
No hace falta ser un observador particularmente fino, ni poseer una sensibilidad especial para caer en la cuenta —utilizo esta expresión de intento, como trataré de mostrar— de que el mundo es eminentemente bello. No es preciso recurrir a lugares comunes, como el cielo estrellado, un paisaje de montaña o el rostro de una mujer —de una mujer bella, se entiende—, ante los que el juicio resulta prácticamente unánime. Quisiera, por tanto, proponer otras realidades que habitualmente escapan a