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En memoria mía: Fragmentos de la vida de un cura
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El personaje de esta memoria hecha con trazos de ficción, representa a uno de los muchos sacerdotes de España, un cura común, ajado por los años pero con la entrega en vilo. Mario representa los gozos y las sombras del sacerdocio en el último medio siglo de España. Mario somos todos y nadie a la vez. Es un paradigma de alguien que se ilusionó con la reforma conciliar y que hoy, desde la atalaya de sus setenta años, se abriga de recuerdos en el duro invierno eclesial. Pese a todo, no pierde la esperanza, mientras se sigue preguntando cada día si aquellos hombres y mujeres que ayudaron a traer el espíritu conciliar estaban en lo cierto o andaban equivocados, como algunas voces se encargan de recordar hoy. Se resiste al desaliento y vibra con esperanza. Mario es el protagonista de una vida entregada al ministerio consagrado Admitir que aún hoy es posible comenzar de nuevo, abandonando el recuerdo, lo hundiría en una terrible desesperación. Unas páginas escritas desde el amor a la Iglesia en este Año Sacerdotal.
Lo que es irrealidad en la ficción, se vuelve símbolo o alegoría, representación de realidad para el lector. Las mentiras de la ficción no son nunca gratuitas, sino que van llenando las insuficiencias de la vida misma.
Lo que es irrealidad en la ficción, se vuelve símbolo o alegoría, representación de realidad para el lector. Las mentiras de la ficción no son nunca gratuitas, sino que van llenando las insuficiencias de la vida misma.
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En memoria mía - Juan Rubio Fernández
JUAN RUBIO FERNÁNDEZ
«EN MEMORIA MÍA...»
Fragmentos de la vida de un cura
Y tomó pan, dio gracias,
lo partió y se lo dio diciendo:
«Este es mi cuerpo
que va a ser entregado por vosotros;
haced esto en memoria mía».
LC 22,19
Vivir no es solo existir,
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar.
Descansar es empezar a morir.
GREGORIO MARAÑÓN
Pero no hay olvido, ni sueño;
carne viva.
F. GARCÍA LORCA
DEDICATORIA
A Teófilo, amigo y hermano en la misión compartida; con el gozoso recuerdo de antaño, el compromiso de hogaño y la ágil esperanza del mañana.
Abrazo en estos fragmentos a quien comparte conmigo el sacerdocio ministerial, con no pocos inviernos y muchas primaveras, desde que la cepa fuera plantada un caluroso verano de hace ya treinta años. Desde el sacerdocio común comparte la misma misión evangelizadora en la familia, iglesia doméstica y sacramento del amor. Y lo hace adentrado en ese laberinto de durezas que se abre en el mundo y en la Iglesia, y del que solo puede sacarnos, como si de un hilo de Ariadna se tratara, la pasión por los pobres, el camino de los últimos, el camino de la sonrisa, la entrega y la fraternidad en clave evangélica. Solo el servicio a los últimos nos salva de las sequías que asolan los viñedos.
Han pasado los años, pero cada día se renueva el compromiso y se refresca la amistad, cuando con los mismos labios repito las palabras del Señor Jesús, que baja al barro de mis manos sacerdotales en la eucaristía diaria, junto a un ramillete de ajadas vidas entregadas a la Iglesia al calor del carisma de Pedro Poveda en la madrileña Residencia Josefa Segovia. Allí, junto a las flores más bellas que tanto aroma han dejado en la Institución Teresiana durante largos años y en lugares más diversos, repito con el mismo temblor de entonces: Haced esto en memoria mía… Memoria hecha hoy fragmentos, recuerdo compartido que actualiza el generoso Misterio, que se hace Ministerio y, como un día dijo Pedro Poveda: «A mí nadie me ha hecho sacerdote. Yo soy sacerdote». Es la esencia del don, hecho tarea en el cotidiano vivir.
Contenido
Portadilla
Citas
Dedicatoria
A modo de prólogo...
Esta es mi vida. Retazos autobiográficos
En el otoño de mi vida
Toma mis manos, Señor
El sueño de la luna
Una juventud sana
Renovando la ilusión
El sabor de la alegría
La soledad creadora
Las trampas de la memoria histórica
Los viejos amigos
Un cura roto
Oración de súplica en momento incierto
Los colaboradores cercanos
Más diálogo y comunión
Derecho a la ternura
Religiosos, trabajadores en la misma viña
Seminaristas
En tierra de nadie
Envidiosos y trepas
Un ambiente de confianza
Dolor en el camino
La madre del sacerdote
Entierro en Viernes Santo
Y siempre... la Eucaristía
Con María
Créditos
Notas
A MODO DE PRÓLOGO…
El texto que hoy tienes en tus manos, desocupado lector, es una creación literaria. Conviene saberlo desde el comienzo, para que no haya trampa ni cartón. Elegí este género, como podría haber elegido otro, pero he preferido el relato literario, negro sobre blanco, realizado en el taller de la ficción y que ha arrojado este título que encuentras en la cubierta y que tiene resonancias eucarísticas: En memoria mía... Fragmentos en la vida de un cura. Y si la ficción es o no sinónimo de realidad, es cuestión siempre debatida en los cenáculos de la crítica literaria, como ha dicho Vargas Llosa en el preludio de La verdad de las mentiras.
Muchos se preguntan por qué nos conmueven los bucaneros de Conrad, los aristócratas de Proust, los burgueses de Flaubert, los canónigos de Clarín, los anónimos personajes de Kafka o los metafísicos de Borges. Al fin y al cabo no son reales, pero algo de nosotros llevan en su alma, algunas de sus experiencias podemos identificar con las nuestras. La ficción no sirve para contar la vida; para eso está la crónica periodística, el género del Diario o la biografía, o simplemente el estilo costumbrista. No sirve para contarla, pero sirve para transformarla. Lo que es irrealidad en la ficción, se vuelve símbolo o alegoría, representación de realidad para el lector. Las mentiras de la ficción no son nunca gratuitas, sino que van llenando las insuficiencias de la vida. Decía Valle Inclán que las cosas «no son como las vemos, sino como las recordamos», y en la ficción el recuerdo es fundamental. La verdad literaria es una y la verdad histórica es otra. Los fraudes y exageraciones de la literatura narrativa sirven para expresar verdades profundas que, de otra manera, solo verían la luz de forma sesgada. En una sociedad cerrada, el poder no solo aspira a controlar las acciones de los hombres, sino que también intenta controlar sus sueños y fantasías. ¡Qué bien se lo expresó Sancho al Quijote, cuando el caballero lo invitó a la cárcel a dormir! El fiel escudero le contestó: «A la cárcel iré; a dormir, será si quiero». Y hoy la ficción es terreno de la verdad y de la libertad. La verdad de las mentiras, al fin y al cabo. A Borges le irritaba que se le preguntara para qué sirve la literatura y contestaba furioso: «A nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad del canto de un canario o de los arreboles de un crepúsculo».
El libro que has abierto es una gavilla de fragmentos de ficción, porque también por los cauces literarios corren aguas que llevan el mensaje religioso con frescura. Muchos han usado la ficción para hablar del sacerdote y han llenado páginas espléndidas, que quedaron en el alero de nuestra memoria adolescente, como fueron El Diario de un cura rural de Bernanos, o Un cura se confiesa de Martín Descalzo, San Manuel Bueno, mártir de Unamuno, Diario de un cura de Antonio Castro, La vendimia interrumpida de Mercedes Salisachs, Sublime decisión de Gironella, El crimen del padre Amaro de Eiça de Queiroz o los muchos que en su época tuvieron éxito editorial, como Los curas comunistas de José Luis Martín Vigil y Las manos atadas de J. Luis. Ortega, por citar algunos de los muchos textos que enriquecieron la literatura religiosa. El nombre del protagonista de esta obra, Mario, busca ser un reconocimiento al gran sacerdote y periodista burgalés. Ellos son los grandes. Como botón de muestra, no hay nada más que ver la narrativa latinoamericana, en la que los sacerdotes, como hombres testimonios, han aparecido en setenta y cinco novelas desde mediados del siglo XIX y en todas ellas hay más de un centenar de sacerdotes como personajes centrales o secundarios. Y no hablamos del teatro o de la poesía. Es prolija en estos temas también la literatura europea y específicamente la española, con una nómina larga de tramas y de situaciones que tienen el sacerdocio como fuente de inspiración
En este Año Sacerdotal, me pareció que Mario, el personaje de ficción de estos fragmentos, pudiera servir para una de esas funciones que tiene la verdad literaria: mostrar paradigmas sin cerrar los ojos a la realidad. Cada fragmento tiene su propio tono, incluso a veces cambiando de estilo. No he buscado la uniformidad, pero sí he pretendido la unidad que le da el ministerio sacerdotal al protagonista, que reflexiona sobre temas tan dispares como el otoño de su vida o la necesidad de una mayor comunión en la Iglesia. El protagonista reflexiona –unas veces al hilo de la realidad y otras como puro ejercicio de meditación– en pormenores como la importancia de sus manos, los sueños conciliares, la alegría, la soledad, el amor, las trampas de la memoria, la amistad, los laicos, los religiosos, los obispos, el miedo, el seminario o la pasión por los pobres. Todo ello devanado en la trama del quehacer diario y en la urdimbre de su vocación sacerdotal a lo largo de los años. El protagonista, Mario, tiene tintes referidos a María, la madre del Señor, la que, como debe hacer el sacerdote cada día, acoge, celebra y sirve el don recibido.
Mario representa uno de los muchos sacerdotes de España, un cura común, ajado por los años pero con la entrega en vilo. Mario representa los gozos y las sombras del sacerdocio en el último medio siglo de España. Mario somos todos y nadie a la vez. Es un paradigma de alguien que se ilusionó con la reforma conciliar y que hoy, desde la atalaya de sus setenta años, se abriga de recuerdos en el duro invierno eclesial. Nació en la helada posguerra, se formó en las aulas de un seminario que formaba gentes para cristianizar España, fue ordenado sacerdote en las mieles del Concilio Vaticano II, descubrió el sueño de la luna que trajo el aire conciliar, recorrió pueblos y ciudades con la pasión que trajeron los documentos vaticanos y puso en marcha la reforma primaveral. Buscó su sitio en la tarea de reconciliación que la transición política trajo a nuestro país, se dolió de los desmanes de una sociedad que minusvalora la trascendencia y se mofa del sacerdocio, y ha sentido el frío en un invierno eclesial, que ha traído aires involucionistas a la Iglesia. Ve con tristeza cómo se han levantado trincheras a cada paso y que las divisiones que se creían superadas, siguen enhiestas y lacerantes, y cómo muchos cristianos se han replegado por miedo a los cuarteles de invierno, mientras otros salen con sus dagas dialécticas apropiándose del mensaje, militantes activos de una Iglesia más cuartel que hogar. Pero no pierde la esperanza, mientras se sigue preguntando cada día si aquellos hombres y mujeres que ayudaron a traer el espíritu conciliar estaban en lo cierto o andaban equivocados, como algunas voces se encargan de recordar hoy. Se resiste al desaliento y vibra con esperanza. Mario es el protagonista de una vida entregada al ministerio consagrado. Es un cura que no se resigna a dejar su manuscrito encerrado en un cajón, ni mucho menos a quemarlo en ese fuego que todo lo purifica y que tanto horror produce. Sería como renunciar de golpe a la culpa, al gozo, a la memoria, al recuerdo, a la ilusión que alimenta el mañana. Admitir que aún hoy es posible comenzar de nuevo, abandonando el recuerdo, lo hundiría en una terrible desesperación.
El libro ha ido naciendo poco a poco, día a día; por eso hasta cambia el estilo y la forma a veces, y muestra tonos distintos. Como todas las cosas que hablan hondo, se trata de una palabra sencilla, apenas pronunciada en los labios, pero resuelta en el papel. No importa. Así, incansablemente, hila que te hila, devana las palabras que le agarran la mano, siempre dudosa, porque la palabra estremece y la palabra expresada asusta también. Palabras mansas que huyen y que se clavan como espina, cuando todo se vuelve rambla seca, huéspedes del alivio hecho sosiego y hermosura. Hunden sus raíces en lo oscuro y no sacan al aire su tronco; voces sordas, manos que tientan y no atinan. El corazón espera las palabras que habitan en lo hondo y llegan como un rumor. Cuando se tiene la palabra dentro, todo es confuso, con rescoldos que no rompen en llama. Algo dentro pide su voz, su palabra. Una cadena nos ata y nos unce a un yugo hecho de tiempo y libertad. Es entonces cuando la palabra nos identifica y salta refrescante, soñadora y comprometida.
Y el sacerdote es el hombre de la Palabra con mayúscula, la Palabra que crea y recrea, la que hunde y levanta; la Palabra que devora y acaricia. La Palabra de Dios encarnado, que en sus labios se vuelve Buena Nueva en la celebración eucarística, en la cual la Palabra se hace carne de pan y sangre de vino para alimentar desapareciendo. Así son también las palabras del sacerdote: alimentan desapareciendo, dejando que sea la Palabra la que se instale en el corazón de los cristianos para los que vive y trabaja, mientras las palabras en minúscula del sacerdote dan un paso atrás, disminuyendo para que crezcan las de Él. Heraldos sencillos de la palabra oculta en la Historia y proclamada en Jesucristo.
Hagamos ahora silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y mantengamos el silencio luego de la escucha, porque seguirá habitando, viviendo en nosotros y hablándonos. Hagámosla resonar al principio de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra, y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea de Dios.
Así termina el Mensaje final del Sínodo de los Obispos celebrado en Roma en octubre de 2008. Os dejo con estos fragmentos, ávidos mensajes de uno de tantos sacerdotes, que pone sus pensamientos en voz alta, para que se las lleve el viento y solo quede la Palabra que horada el silencio de la Humanidad. Y una oración, en boca del poeta recientemente fallecido, José Antonio Muñoz Rojas
Dios mío, aquí, ahora que me llevas, ala de todo,
orilla de la nada, linde de terror, anunciación y
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