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Soyinka
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Libro electrónico425 páginas13 horas

Soyinka

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Trata de la esclavitud de los negros e indígenas americanos durante la colonia. Inicia la obra en África, narra las vicisitudes sufridas por los protagonistas, Soyinka y Ali Osein, desde su secuestro en la Costa de los Esclavos, en África. Los acontecimientos ocurridos durante la larga travesía por mar, hasta llegar al Nuevo Mundo. El trato recibido desde que ingresan a territorio de la Nueva España, los sin sabores vividos por el hecho de ser negros.
Es una vida de lucha continua por sobrevivir, donde la esperanza y la confianza en sus dioses los ayuda a seguir adelante, en busca de una mejor vida. Golpes y huidas, caminar con el eterno temor de ser capturados y ser golpeados o herrados los llena de congoja. Logran sobrevivir Soyinka y Alí Osein, sin embargo el destino los separa en medio de angustiosos hechos. Su destino los lleva a participar en hechos de sangre, él entre los negros que se refugian en los bosques veracruzanos y Yucatán; ella, entregada como esclava a un español de la villa de San Miguel el Grande, hasta ser capturado el amo por las autoridades virreinales, investigado, llevado a juicio y sentenciado luego de un largo proceso. Al final, Soyinka participa con sus dos hijos en el levantamiento armado de 1810, donde luego de seguir con entusiasmo, como muchos pobladores de la villa a los insurgentes, cuando ingresaron a San Miguel siguiendo a sus líderes.
Es una novela en la que se mezclan la ficción y la realidad. La ficción pretende narrar la problemática que enfrentan indígenas, negros y castas, la situación privilegiada de los europeos y el enorme genocidio sucedido entre la población del Nuevo Mundo.

IdiomaEspañol
EditorialGRP
Fecha de lanzamiento5 may 2019
Soyinka

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    Soyinka - Alfonso Sánchez

    Soyinka

    Alfonso Sánchez Díaz

    © Alfonso Sánchez Díaz

    © Grupo Rodrigo Porrúa S.A. de C.V.

    Lago Mayor No. 67, Col. Anáhuac,

    C.P. 11450, Del. Miguel Hidalgo,

    Ciudad de México.

    (55) 6638 6857

    5293 0170

    direccion@rodrigoporrua.com

    1a. Edición, 2019.

    ISBN:

    Impreso en México - Printed in Mexico.

    Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio

    sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

    Características tipográficas y de edición:

    Todos los derechos conforme a la ley.

    Responsable de la edición: Rodrigo Porrúa del Villar.

    Corrección ortotipográfica y de estilo: Graciela de la Luz Frisbie y Rodríguez /

    Rodolfo Perea Monroy.

    Diseño de portada: Alberto Sebastián Gómez Ortiz

    Diseño editorial: Grupo Rodrigo Porrúa S.A. de C.V

    Soyinka

    Alfonso Sánchez Díaz

    DEDICATORIA

    A Isabel y mis tres preciosos hijos Alfonso, Abraham

    y Jesús Salvador, por las interminables horas

    de alegría y amor compartidas en el seno del hogar.

    A la población negra de México y de toda América

    porque a pesar de haber sufrido el expolio y la esclavitud

    aportaron su fuerza y cultura en el titánico crisol

    de la mezcla de razas

    que dieron origen a las naciones americanas.

    AGRADECIMIENTO

    A Lidia por su incondicional apoyo y fructífero consejo.

    África en números

    Población: 1 264 741 132 personas a 2016. Predomina la raza negra, cerca del 80%; el resto son africanos blancos o afrikáneres descendientes de holandeses e ingleses.

    Cantidad de refugiados: 15 millones —3.3 millones que han huido de sus países de origen debido a conflictos bélicos y cerca de 12 millones de desplazados internos.

    Cantidad de lenguas habladas: entre mil y 2 mil lenguas autóctonas, además de las lenguas europeas: el francés, inglés y portugués, así como el árabe.

    Ingreso promedio: 50% de los africanos vive con menos de un dólar diario, el 66% de los trabajadores africanos realiza actividades rurales.

    Tasa de mortalidad infantil: 102 de mil en África subsahariana; 33 de mil en el norte.

    Causa de muerte más común: las epidemias diezman la salud dañando irremediablemente a los habitantes. Entre las enfermedades endémicas se cuenta el SIDA, la malaria y el ébola.

    Número de personas con VIH en el África subsahariana: 26 millones.

    Número de sudafricanos VIH positivos: 5.3 millones.

    Número de personas en el África subsahariana que contraen VIH diariamente: 8 500

    Número de personas que mueren diariamente de sida: 6 300.

    National Geographic en español. Septiembre de 2005.

    Informe de la OMS, 2009

    Índice

    Costa de los esclavos, África

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    XXV

    XXVI

    XXVII

    XXVIII

    XXIX

    Epílogo

    Nota histórica

    Glosario

    Costa de los esclavos, África.

    I

    El silencio, interrumpido por el murmullo del oleaje, parecía totalmente envolvente hasta perderse en el enorme delta lleno de vida del río Níger, donde la alharaca y los chillidos distantes de los monos, hacían coro con los cantos de las aves y el crujir de las ramas de los árboles, movidas por la brisa fresca del mar, que soportaban el peso de sus innumerables habitantes, en un cambio imparable de la monotonía existente en el lugar.

    Un viejo y desgastado tronco, resto de un naufragio ocurrido a unas cuantas millas mar adentro que había cobrado las vidas de la tripulación portuguesa y los galeotes que intentaban llegar a la desembocadura del río, rodaba por la playa haciendo poca resistencia al empuje de las olas.

    Como en otros atardeceres, las aves marinas revoloteaban a baja altura y se zambullían en busca de algún banco de peces. A ratos se multiplicaba el alboroto de las aves mientras devoraban los peces bajo el azul del cielo, limpio, resplandeciente y claro, marco completo de ese lugar de paradisiaco ensueño.

    El verde esmeralda de la vegetación, compuesta de una gran diversidad de plantas coronadas de flores, se extendía más allá del horizonte. Los inmensos palmerales se balancean con la brisa marina. Plantas exóticas, árboles, flores de hermosos colores, frondas de caprichosas flores y enormes hojas de helecho, hacían muy densa la espesura del bosque. Algunas rocas y pequeñas lomas sobresalían dando un toque misterioso al lugar.

    Cerca de allí, una pequeña y arenosa ensenada unía la desembocadura del brazo tributario del río Níger con el océano. Ahí se entremezclan las dos aguas dando origen a un singular ecosistema que llenaba de vida las aguas del océano, del río y sus orillas cubiertas de verde follaje y ciénagas.

    Inmenso se advierte aquel fabuloso verdor. Ni aun desde la copa del árbol más alto se puede ver el fin. El horizonte y una pared montañosa les sirven de barrera, mas no limitan su extensión.

    Cerca del delta del río, donde se juntan las dos aguas, el dulce aroma desprendido de tierra firme y la brisa salada del océano, dos grandes piedras señalan el inicio de un sendero, más oculto que visible, como si quisieran que pasara desapercibido a indeseables visitantes. Cruza un pastizal anegado de agua limpia y transparente donde las libélulas compiten con las mariposas y abejas. El sendero se pierde a lo lejos, serpenteando entre el follaje, cubierto a ratos por nubes de mosquitos. Caminando por ese angosto camino, se llega a una aldea construida en lo alto de una loma para resguardarla de las inundaciones, provocadas por los desbordamientos de los numerosos arroyos afluentes del río Níger en su camino al mar, llenos de turbias aguas de los aguaceros y tormentas tan frecuentes que hacen del lugar un sitio de abundantes ciénagas y vegetación.

    Una enorme empalizada rodea la aldea para defensa y contención de algún sorpresivo ataque de animales o de miembros de otras tribus. El muro de troncos resguarda las casas de barro y paja, de techo cónico, separadas por estrechas calles de tierra, donde sobresalen las puntas de las varas que se entretejen para darle consistencia y solidez. Algunos árboles dan sombra y cobijo a los corrales que albergan ganados de reses y ovejas; se distinguen por su amplitud y solidez, estructuras techadas que hacen las veces de almacenes y mercado, y las casas grandes donde habita el gobernante con su familia.

    La empalizada, aunque no muy sólida por la fragilidad de los materiales, está construida de troncos; una buena parte se encuentra cubierta de ramas y de espinos, luego de haber sido destruida durante diferentes luchas tribales, sin haber sido posible su reconstrucción original. Aun así, seguía cumpliendo bien su función: aislar la aldea de las agresiones naturales de la selva y de los animales que pudieran amenazar la seguridad de sus habitantes.

    Un riachuelo de limpias aguas cruza el poblado alimentando a sus habitantes. Pequeñas parcelas y huertos florecen a las orillas de la aldea, beneficiadas con un antiguo sistema de riego que utilizaba canales y acequias. Las casas de varas, barro y techos de paja ofrecen un orden a lo largo y ancho de pequeñas calles que parten de una plaza central que rodea la casa del jefe tribal. Después del templo, el lugar principal es la casa del jefe levantada en el centro del poblado. Maciza, de grandes dimensiones, con espacios donde se alberga el jefe, su familia, sus servidores y una pequeña guardia personal. Aquello era una pequeña corte llena de bucólico encanto y de misterio, ubicada en un lugar lejano, aislado por las ciénegas entre los afluentes del delta del Níger.

    —Nuestra aldea, Alí, forma parte del reino de Oyo, de la tribu yoruba —le instruía Osei Aba a su hijo—. Durante siglos la tribu Yoruba ha estado extendiendo su influencia en una gran parte de África.

    —Padre, ¿nosotros también somos yorubas venidos con esos guerreros?

    —Nuestro pueblo ha sido gobernado durante ciento cinco años por miembros del pueblo ashanti del clan Osei.

    —¿Entonces somos parte del clan Osein?

    —Sí, Alí, mi pequeño príncipe… Luego de haber pasado por una breve y muy violenta lucha por el poder, intervinieron en esa guerra, viniendo del norte, las fuerzas de la tribu fulani.

    —Con el tiempo la lucha aumentó hasta convertirse en guerra civil —intervino Khagki, consejero, brujo y hechicero de la aldea—, en buena parte ocasionada por los blancos que han venido en busca de riquezas.

    Las sangrientas luchas tribales habían favorecido finalmente la instalación de factorías y puestos comerciales de europeos y árabes, quienes a cambio de abastecer a los nativos de armas de fuego, habían acordado con ellos incrementar la cantidad de esclavos disponibles para su comercialización.

    II

    La casa del jefe es de una sola planta, muy espaciosa. En su interior se encuentran las habitaciones donde mora su numerosa familia, sus múltiples esposas e hijos; los almacenes donde se guardan armas y utensilios de caza y labranza. A un costado, del lado derecho, en una construcción aparte, se levanta un adoratorio; Es un templo y una habitación, donde Khagki, el hechicero, curandero y sacerdote, hace ofrendas y cuida del culto a sus dioses, manteniendo siempre encendido el fuego ritual.

    El jefe, Osei Aba, es un hombre robusto de casi 1.90 metros de estatura, según él, porque es descendiente directo de zulúes y watusis venidos de las montañas azules cuando esa tierra aún no estaba poblada. En sus legendarias narraciones, según cuentan el jefe y el hechicero a niños y jóvenes, hace miles de años sus ancestros vivían al sur de los montes Atlas, luego de haber huido de las tierras bajas cuando la tierra comenzó a cambiar tanto, que animales y hombres morían por la falta de alimento. Lo que eran bosques y ríos de abundantes aguas, se secaban por las inclemencias del tiempo y el cambio que se estaba dando en la temperatura, afectando terriblemente a todos los seres vivientes. Luego de esta mortífera ola de frío, invadieron sus ciudades y aldeas corrientes de aire caliente venido de occidente. El calor poco a poco fue en aumento y lo que antes habían sido lugares fértiles, cubiertos de exuberante vegetación, ríos, lagos, fuentes de aguas exuberantes y de animales de todo tipo, se fueron secando lentamente, transformándose aquellas tierras en áridos desiertos.

    La aridez fue cubriendo los fértiles valles. Pululaban esqueléticos, famélicos y tristes los pocos sobrevivientes entre esos áridos páramos. Hombres, mujeres, ancianos y niños llevaban con dificultad lo que quedaba de sus escasas pertenencias y los hambrientos animales domésticos supervivientes les quedaban. Con las imágenes de sus dioses primigenios en brazos, se encaminaron hacia las lejanas tierras elevadas. En el imparable recorrido se guiaban por las huellas de los animales que huían buscando pastos y agua. Todos buscaban ponerse a salvo. Permanecer en ese sitio no podía ofrecerles más que hambre y desdichas. Cuando acampaban, junto a los más viejos, los jóvenes y niños miraban el horizonte, lamentando con infinita tristeza lo que sucedía a su alrededor. Cuántas veces habían disfrutado de aquel benigno y paradisiaco lugar sin imaginar siquiera que aquello cambiaría de manera tan drástica. Las lágrimas les nublaban la vista, estrujados sus corazones por la esterilidad que los invadía.

    El lento paso de los días se acumulaba en meses y años. Los niños sobrevivientes, ahora jóvenes y hombres, angustiados veían el irreversible avance del cambio climático. Asombrados se daban cuenta de que había menos espacios verdes, desaparecían árboles y pastos. El agua, ahora más escasa, era motivo de furiosas peleas por su posesión. Las plegarias y sacrificios dirigidos a los dioses que tan frecuentemente tenían nulos resultados, se iban convirtiendo de una ingente frustración, en un ensueño, en una por siempre desesperada esperanza.

    En aquella desolada inmensidad, queriendo mitigar el dolor tan intenso que los oprimía, danzaban entonando melancólicas melodías, implorando piedad. Bajo la pálida luz de la luna oraban por sus hijos, temiendo la extinción de su raza. La mortandad se había multiplicado con el paso de los días, según aumentaba aquel devastador clima. Los dioses impávidos sobre los altares de piedra permanecían silenciosos e imperturbables.

    Algunos hombres en su desesperación dibujaban en las paredes de cuevas y acantilados escenas de caza, hermosos paisajes llenos de vida, aves, animales domésticos y animales salvajes como una anhelante y desesperada plegaria que pudiera detener aquel desastre, y devolverles su paraíso. Muchos otros atravesaron lugares inhóspitos hasta llegar a lugares más allá del gran río de la tierra del tres veces grande, Toth-Hermes. Otros siguieron la migración de las manadas al sur, hacia los grandes lagos. Siempre en busca de lugares apropiados para vivir.

    El desastre era total, devastador.

    Vidas y fogatas eran apagadas por las tormentas de arena. Bajo esas arenas quedaban sepultados los ancianos y niños, debilitados por las desgastantes penurias, sin poder seguir. Mientras el sol calcinaba sus rostros marchitos por la infelicidad y la desesperación de no lograr poder seguir la huida, sus lamentos y figuras trazadas en las rocas perpetuarían el desastre.

    Unos cuantos lugares perdidos en la inmensidad de esas tierras convertidas ya en desiertos, lograron conservar su frescura, su verdor, gracias a las fuentes de agua más que milagrosas que aun hoy en día siguen dando el precioso don de la vida. En esos oasis quedaron algunos hombres y mujeres que con muchas penalidades lograron sobrevivir, y con el paso de los años lograron multiplicarse y dar origen a una gran cantidad de clanes y tribus. Los que llegaron a las montañas formaron con muchas dificultades aldeas y ciudades. Con sus ganados, agricultura y comercio, con el paso de los años se hicieron propietarios de aquellos lugares. Los dioses antiguos fueron sus dioses, su guía, su tesoro cultural y espiritual, el lazo que los unía a ese pasado incierto que los había llevado a poblar otras regiones.

    En su aldea, el rey Osei Aba siempre había procurado salvaguardar entre sus súbditos el culto a los dioses, por eso, junto a su palacio había mandado erigir un templo que los albergara. En el adoratorio una imagen tallada en madera, que representaba una mujer negra con un niño pequeño en brazos tenía un lugar principal. Era símbolo de la madre tierra que no deja de alimentar a sus hijos. Había sido traída de Abisinia por un mercader árabe; la había sustraído de una ermita de los monjes ascetas seguidores de San Antonio, construida sobre un acantilado, donde se precipitan formando una majestuosa catarata, las aguas del río Dadessa, para seguir su curso hasta desembocar luego de un sinuoso recorrido en el Nilo Azul.

    El mercader fue asesinado cuando intentaba convertir a unos aldeanos a la religión del profeta, al mismo tiempo que pretendía sustraer a sus hijos para venderlos como esclavos. Se sabía que desde tiempos inmemoriales, la captura y venta de negros a los mercaderes que recorrían las aldeas africanas era habitual. Sin embargo, esta aldea, como otras muchas, había sufrido el expolio de sus habitantes por los esclavizadores holandeses, portugueses e ingleses que tenían instaladas factorías en la llamada costa de los esclavos. Utilizaban las aguas del río Níger como vía pluvial segura para introducirse en el continente, realizando el comercio humano con los reyes y jefes tribales, con el infame pago de un precio que ellos mismos establecían, o con el intercambio de armas de fuego.

    Había esclavos negros en Europa, Asia y el norte de África desde la más remota antigüedad, siendo mayor la esclavitud en la época del imperio romano, tanto de negros como de los habitantes de los pueblos sojuzgados por ellos. Con el paso de los siglos, algunos grupos de negros y mulatos fueron integrados a las milicias. Otros se habían convertido en eficientes administradores o eunucos de reyes y príncipes. Pero, obligaban a la mayoría a desempeñar trabajos rudos en minas, en la agricultura y en oficios donde se necesitaba del uso de la fuerza.

    La imagen traída de Abisinia hasta esta aldea del lejano reino de Oyo, no tenía más de veinte centímetros de altura. Fue llevada por una anciana al templo que se encontraba a un costado del palacio, por considerarla poseedora de grandes poderes, luego de haber sido recogida del charco de sangre donde había caído muerto el mercader a la entrada de su tienda, rodeado de una gran variedad de objetos que traía para su venta e intercambio, y ante la sorpresa y temor de sus criados y esclavos que no habían podido hacer nada por defenderlo, temiendo enfrentarse a la multitud enfurecida que los agredía e insultaba.

    Por generaciones, los habitantes de la aldea repetían la historia de este suceso y la imagen se encontraba siempre rodeada de flores y ofrendas. Una pequeña luz la iluminaba día y noche, a semejanza de la iglesia copta de donde había sido sustraída. Brotaba esa luz de una lámpara de piedra negra, brillante por el cebo o cera con que era alimentada. Varios ídolos y máscaras rituales de gestos grotescos se encontraban colgando de las paredes del adoratorio junto a los utensilios de culto. Destacaba un recipiente cóncavo de marfil utilizado por el hechicero para hacer libaciones. Estaba colocado junto a una bolsita de cuero que contenía huesos pequeños, conchas, caracoles, fragmentos de cristal natural y piritas de hierro, piezas imprescindibles para adivinar el futuro, echar las suertes y mantener contacto de los fieles con el culto con los dioses y espíritus.

    Colgaba del cuello de la diosa, un collar de perlas, compuesto por una gran perla negra al centro y tres perlas blancas a cada lado, formando un majestuoso racimo marino. En diferentes sitios de su templo mantenía el hechicero otros objetos de culto, un par de sonajas y un tronco hueco para acompañar los rezos y plegarias. Al fondo del pequeño templo había una pequeña mesa llena de recipientes con diferentes sustancias, unas minerales, otras vegetales y sangre, grasa o partes de animales; cuencos con cebo para la lámpara o para usar como ungüento para curar golpes o heridas. Pegada a una de las paredes había una piel de león, y frente a las imágenes, formando un altar, tres enormes colmillos, dos de elefante y el tercero más grande y curvo, había sido encontrado en ese lugar cuando se escarbaba para hacer los cimientos de la casa del jefe de la tribu; por eso el templo se levantaba ahí. Ese hallazgo era considerado una señal divina, y junto a sus dioses era venerado como objeto de culto.

    III

    Los días transcurrían tranquilos, apacibles. La monotonía era tan normal para ellos, que parecían vivir en un mundo feliz, sólo empañado por algunas carencias. Hombres y mujeres se dedicaban a sus labores, convirtiendo su trabajo y el desempeño de sus oficios en una actividad completamente social y entonando rítmicas melodías. Ya muy temprano, el techo de las chozas se veía coronado por una pequeña estela de humo, inundando con su característico olor el entorno. Señal de que se preparaban alimentos para los más pequeños y para los que irían a cumplir con sus labores diarias al campo. Poco a poco, la quietud se convertía en bullicio. La aldea cobraba vida. El balar de los rebaños, impacientes por salir al campo, alertaba a los pastores. La campana de barro cocido, colgando de los cuellos de algunas reces, no terminaban de sonar. El bullicio de pequeños y grandes, según transcurría el tiempo iba en aumento, mientras las mujeres jóvenes y viejas acudían al río por agua, llevando sobre la cabeza y los hombros frágiles recipientes de barro, de calabaza o bambú.

    Un grupo de alegres hombres revisaban sus armas, lanzas, arcos, flechas, cuchillos y mazas. Se disponían a ir a cazar.

    —¡Vamos, vamos! Caminen de prisa —seguido de mujeres, niños y algunos hombres armados, salió el Jefe de su palacio, cubiertos sus hombros con una piel de león.

    —¿Llevan suficientes armas y alimentos? No quiero que tengan problemas en esta cacería.

    Jovial, daba instrucciones dirigiéndose en voz alta a sus hombres.

    —Señor, ¿Es necesario que llevemos a los jóvenes para su iniciación?

    —No, aún no. Khagki señalará el día apropiado, los dioses deberán estar en conformidad con lo que hacemos.

    Los cazadores escuchan atentos y acatan las órdenes de su jefe inclinando la cabeza en señal de respeto.

    Con un ademán, el Jefe Osei Aba llama al hechicero Khagki y le ordena que ore y bendiga a los cazadores, para que con sus plegarias pida al cielo, a la diosa madre, que sus guerreros obtengan una buena caza, y los cazadores y los pastores tengan un feliz retorno.

    El hechicero pronuncia algunas palabras, apenas audibles por tener la cara cubierta con una máscara enorme, al mismo tiempo que extiende los brazos para hacer sonar unos cascabeles de barro que lleva atados a un bastón junto con algunos huesos y una pequeña calavera. Bailando con dramáticos movimientos, voltea dirigiendo la mirada al adoratorio donde están los dioses.

    Khagki continúa largo rato haciendo diversos ademanes con el cuerpo y los brazos. De un cuenco con agua y ungüento que está a sus pies, extrae una flor escurriendo líquido y lo esparce con movimientos violentos sobre los hombres que esperan con la cabeza inclinada, bajo la mirada paternal del jefe Osei Aba. Espera paciente que la ceremonia termine, confiado en que su diosa madre, su diosa negra, los ha de colmar de bendiciones.

    Más allá, otro grupo de hombres y algunas mujeres se dirigen a las parcelas. Ha llovido y recogerán alimentos para ese día. La fruta y legumbres son trasladadas por las mujeres y niños en cestas tejidas. Algunas personas tejen esteras y canastos a la entrada de sus casas y bajo el tejado del mercado. Algunos más preparan utensilios de barro; los niños juegan: es una sociedad próspera.

    Esa noche la luna se encuentra cubierta por las nubes. Amenaza tormenta. Pronto, luego de haber llevado a los corrales todo el ganado, faltando sólo los hombres que han ido a cazar, se cierra la gran puerta que da acceso al poblado. Es de noche, todos se disponen a dormir a buen resguardo por la amenaza de lluvia. Poco a poco la aldea queda en silencio, únicamente se escucha el ronco y melódico canto de la oración del viejo Khagki, el sacerdote-hechicero, que se entona cada noche a sus dioses en acción de gracias, pidiendo a los espíritus protección y vida.

    La pequeña luz del templo ilumina la quietud del centro del poblado, mientras el jefe junto a su guardia, da un último vistazo a su aldea. Hace tiempo que su corazón se encuentra oprimido por una angustia desconocida, por un mal presentimiento. Alí Osein, su pequeño hijo y heredero de siete años, está a su lado. Le acompaña a todas partes aprendiendo el difícil arte de gobernar. Alí escucha los consejos de su amado padre, Osei Aba, y de su madre Aleya, y las enseñanzas de su prefecto y maestro, el viejo hechicero Khagki.

    Khagki es el guardián de la sabiduría de la aldea. A los pies de la diosa madre, bajo un nicho donde ha colocado la imagen, guarda unas tablas de piedra grabadas con símbolos de una escritura ancestral heredadas de su padre al morir luego de una larga vida. En ellas se cuenta la historia de su pueblo desde que vivían en las planicies ahora cubiertas de arena, su huida a los montes nevados del norte, y luego las vicisitudes que vivieron hasta llegar a ese lugar: su tierra prometida. Aunque para la mayoría son incomprensibles los símbolos de las tablas sagradas, contienen leyes y normas, conocimientos médicos, el uso de las plantas y raíces con fines curativos y todo lo que concierne a su religión. Así como el relato de la creación y el destino de la vida. Ya sólo Khagki y el jefe Osei Aba podían leer esa escritura.

    Khagki confiaba que sus enseñanzas, impartidas con tanto esmero al pequeño Alí Osein, le permitirían comprender sus textos primigenios, perpetuar sus conocimientos y poder ser algún día un gobernante sabio. Hacía tiempo que los dos, el jefe y el hechicero, contemplaban la idea de formar un grupo de niños para instruirlos en la lectura, escritura y comprensión de los textos sagrados, aunque… por alguna desconocida razón no lo habían llevado a la práctica. Sin embargo confiaban que un día podría hacerse realidad. Ahora estaban ocupados en mejorar las tierras de cultivo. Habían pasado hambres y muchas estrecheces que habían dado como resultado las sentidas muertes de ancianos y de niños, y no querían que se repitiera el dolor de ver morir a su gente de inanición. Era terrible ver los rostros desencajados de los niños llorando de hambre. —¡No! No querían que se repitieran las escenas de dolor vividas anteriormente. Por eso ahora estaban buscando la forma de poder guardar alimentos para las épocas difíciles, consiguiéndolo con poco éxito.

    —El clima caluroso, la lluvia, los animales dañan el alimento almacenado, ¿qué podemos hacer para evitarlo? —Osei Aba meditaba en voz alta para ser escuchado por el viejo hechicero.

    —Por más esfuerzos que se hacen no obtenemos resultados —respondió Khagki—. Tenemos a buen resguardo las semillas en los graneros y sementeras. Sin embargo no se conservan por mucho tiempo…

    —Alimentar a la población ahora es lo primordial —afirmó el jefe caminando unos pasos—. Por lo pronto, los tres seguiremos siendo los poseedores del secreto de cómo descifrar la escritura sagrada, de los rituales y el culto a los dioses.

    IV

    El sol había recorrido su camino iluminando la tranquila vida en ese alejado lugar, haciendo resaltar el verde esmeralda de la vegetación. Una nube tenue de grisáceo color, chorreaba un tornasol amarillo-naranja. El resplandor de la luz solar brillaba en el horizonte marítimo. La calma era infinita. La mar azul arrojaba límpida espuma radiante de colores escarlata y dorado sobre la orilla de la playa.

    —¿Qué ves, padre? Algo te aflige… ¿Acaso me he portado mal?

    Osei Aba, el jefe tribal, oteaba apesadumbrado el horizonte cubierto de rojizos destellos, sentado junto a una mesilla tejida con fibra vegetal.

    —No, no eres tú… —le dijo mientras lo abrazaba cariñoso.

    —El cielo está cambiando, ¿qué indican esos colores? —preguntó el chico viendo al cielo, parecía un crisol de sangre palpitante.

    En sus manos, preocupado Osei Aba daba vueltas a las cuentas de un collar de conchas y de perlas. No sabía qué era aquello que lo mantenía en aquel estado de profunda preocupación. Intuía algo, sí, pero, ¿qué era? Si al menos la diosa le revelara qué era aquello que lo inquietaba para así poder poner a salvo a su gente, si en peligro se encontraran. Esta preocupación lo entristecía ante la impotencia de no poder hacer algo.

    Lentamente ante sus ojos la aldea se iba hundiendo en el silencio. Cada uno de los habitantes realizaba sus últimas actividades, antes de recogerse en sus chozas. Los gritos y risas de los niños se iban apagando quedamente. La semioscuridad del atardecer los obligaba a buscar refugio junto a los padres, ajenos a lo que pudiera ocurrir en el exterior. Bendita inocencia.

    Un pequeño grupo de hombres armados, luego de recibir órdenes de Osei Aba, se dirigía con rápido y ágil trote a asegurar el portón que cerraba la empalizada que rodeaba el poblado, luego de que todos los habitantes de la aldea se habían recogido en ella. Otros recorrían las callejuelas en un lento y cotidiano rondín, su objetivo era mantener el control y el orden que les facilitara pasar unas noches tranquilas y sin sobresaltos.

    Según pasaba el tiempo, en la lejanía el crepúsculo apenas dejaba ver el reluciente disco del sol. El horizonte marino brillaba sutilmente con los últimos destellos de luz, cuando de pronto apareció un pequeño punto negro sobre el agua, donde se oculta el disco solar.

    El sol se ocultaba entre la bruma y nubes lejanas hasta perderse en la negrura de la noche, mientras en el horizonte aumentaba de tamaño el punto negro que había aparecido momentos antes. Crecía según se acercaba a la costa; era una mancha negra que por momentos se diluía por la acción de los últimos rayos solares. Si el viejo jefe o los aldeanos de alguna manera hubieran visto aquello o siquiera lo hubieran imaginado, se hubiera evitado una catástrofe.

    Como todos los días al ocultarse el sol, la penumbra se iluminaba con las centelleantes luces celestes, primero por una estrella, poco después, lentas pero seguras, surgían muchas más. En aquella soledad, el firmamento se veía cubierto de refulgentes luces, sueños, ilusiones calladas por los ruegos dirigidos a los dioses, adormilaban lentamente a los creyentes hasta sumirlos en un profundo y reparador sueño.

    —Duerme, pequeño. Yo velaré tu sueño —una fugaz caricia rozó el rostro de Alí Osei.

    Su madre lo abrigaba luego de haber sentido un ligero viento frío que se colaba por la ventana de la alcoba; parecía venir de más allá de la llanura cubierta de palmeras.

    —Mi padre, ¿vendrá pronto? —al sentir el calor de la mano de su madre, un mohín gracioso iluminó la carita del niño.

    —Ahora viene, verás que no tarda… —su inocencia arrancó una sonrisa al cansado rostro de su madre.

    Aleya lo miraba feliz mientras masajeaba sus adoloridos brazos, resultado de una dura jornada de trabajo, para disponerse a descansar. El duro lecho le pareció una delicia, tan cansada estaba. Aun siendo la esposa del jefe, había estado varias horas triturando a golpes de mazo el grano necesario para preparar los alimentos de su familia. Algún recuerdo la hizo sonreír… dándose media vuelta cerró tranquilamente los ojos.

    La mancha que apareció en el océano, luego de algunas horas, se acercó más a la costa y fue tomando forma. Su silueta se alzaba balanceándose sobre el agua a poca distancia de la costa. Las cuatro velas del navío estaban aún hinchadas por el viento que le había sido propicio hasta ese momento. En tanto la tripulación se encargaba de deslizarlas y de asegurarlas. La larga travesía no había disminuido el ánimo de los españoles, portugueses y mulatos metidos a corsarios y de los que componían la tripulación. Extraña mezcla la de esta marinería que cruzaba los mares robando y comerciando lo sustraído ilegalmente.

    La voz del capitán se escuchaba autoritaria, ruda, cuando ordenaba a sus hombres recoger las velas; mientras el grumete ayudado por dos marineros medía la profundidad de las aguas para evitar que pudiera encallar la nave. Bajo la luz mortecina de una linterna que le iluminaba el rostro, el piloto, muy diestro, guiaba la nave de unas ochocientas toneladas. Era un galeón que había sido capturado a la armada española luego de una persecución y posterior abordaje muy cerca de las Antillas. El beneficio había sido grande, ya que habían logrado apoderarse de un cargamento de barras de plata, producto del pago del azogue llevado para las minas de la Nueva España.

    En las manos del piloto el timón estaba seguro. Con gran habilidad no perdía de vista la brújula, ni las señas que el capitán le hacía para llevarlos seguros a la costa, mientras miraba a través de un astrolabio, dirigido hacia la estrella guía. Estaba consciente de que cualquier error lo pagaría caro.

    Mirando en la oscuridad, trataban de distinguir la ensenada que formaba el delta del río Níger al desembocar en el mar. Avanzaban silenciosos. Habían dado vuelta dos veces al reloj de arena desde que se ocultara el sol. Concentrados, temiendo ver aparecer algo o alguien en la oscuridad que les impidiera echar anclas y poder pernoctar sin problemas. Como un murmullo, se escuchaba a los marineros hablar: a unos rezar, a otros maldecir, por su buena ventura y por su vida.

    Era un galeón de cuatro mástiles, fortificado con cañones a los costados. Una culebrina de una libra y cañones de cuatro libras, en popa, cabestreaban por el movimiento de las olas. En el amplio camarote del capitán, entre otros objetos listos para ser utilizados por él, se encontraban el reloj de arena, mapas, el sextante; las imprescindibles brújulas y el catalejo con anillos de oro que había sido de un almirante español. El interior del barco contenía algunos camarotes sucios y malolientes, donde regodeaban entre grandes risotadas y juramentos los miembros de la tripulación. En las bodegas llevaban armas, toneles con agua, ajos, cebollas, carne seca, pescado salado, galletas, arroz, guisantes secos, queso, aceite, vinagre y vino, víveres necesarios en cualquier travesía marina de la época.

    Avanzaban lentamente. Parecían no tener prisa en recalar cerca de la playa. El agua al golpear el casco del barco se dividía en miles de fragmentos diamantinos, refractores de la luz proveniente del infinito. La semioscuridad de la noche animaba a los tripulantes a conversar, luego de haber sufrido un caluroso y tedioso día. Se movían de un lado a otro sudando por el trajín, armando una casi silenciosa algarabía.

    —¡Je, je, je… ¡Por fin van a servirse de sangre negra! ¡Ja…!

    Algunos corsarios agarraban sus armas, examinándolas con un placer indescriptible.

    —Ya era tiempo de que pudiéramos disfrutar

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