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La Isla Del Sol
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Libro electrónico645 páginas9 horas

La Isla Del Sol

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El bosque costero del sur de Ocujal fue el hogar de Flores Mandinga, un nio cimarrn hurfano que se hizo hombre bajo su cobija, y lo defendi hasta que fue destruido en nombre del progreso econmico; negndose de por vida a integrarse al modelo consumista que mueve la economa del mundo. Inspirado en el ejemplo de Flores, Pablo Colina, un ingeniero que naci en aquella zona y vivi sus transformaciones negativas, dirigi un equipo que prepar y ejecut un proyecto en la Isla del Sol, que aplicando la ciencia y la tecnologa, armoniz el desarrollo econmico y el medio ambiente en el planeta.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento3 jun 2014
ISBN9781463382193
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    La Isla Del Sol - Tirso Alberto Rodrigez

    Copyright © 2014 por Tirso Alberto Rodríguez.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2014906613

    ISBN:   Tapa Dura               978-1-4633-8221-6

                 Tapa Blanda            978-1-4633-8220-9

                 Libro Electrónico   978-1-4633-8219-3

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 27/05/2014

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    614238

    ÍNDICE

    INTRODUCCIÓN

    Capitulo I

    Capitulo II

    Capitulo III

    Capitulo IV

    Capitulo V

    Capitulo VI

    Capitulo VII

    Capitulo VIII

    Capitulo IX

    Capitulo X

    Capitulo XI

    Capitulo XII

    Capitulo XIII

    Capitulo XIV

    Capitulo XV

    Capitulo XVI

    Capitulo XVII

    Capitulo XVIII

    Capitulo XIX

    Capitulo XX

    Capitulo XXI

    Capitulo XXII

    INTRODUCCIÓN

    El nivel científico y tecnológico alcanzado por el hombre en las últimas décadas, ha entrado en contradicción con el medio natural en que ha evolucionado, destruyendo unas y poniendo en peligro de desaparecer a muchas especies, que lo acompañan en su explosión espectacular de desarrollo racional.

    Es enorme la campaña mediática que tortura a la humanidad con estos problemas, llegando a presagiar su desaparición a corto plazo; pero no necesariamente debe ser así. No podemos ignorar la capacidad evolutiva de la materia viviente, en el largo camino transitado, desde las formas unicelulares hasta los seres racionales actuales. Alrededor de cuatro mil millones de años han transcurrido, desde el surgimiento de las algas verde azules, hasta la creación de las células artificiales que ya se obtienen en los laboratorios.

    La humanidad cuenta con el conocimiento necesario para solucionar los problemas que la afectan, y debe encontrar los caminos de unidad y cooperación para actuar correctamente.

    Se predice la desaparición de los seres humanos, pero la evolución de la inteligencia de la humanidad indica lo contrario: no habrá un mundo sin humanos, sino humanos en muchos mundos, que los irán colonizando en su inevitable camino de expansión por el cosmos; como expresión de la fuerza más poderosa de la naturaleza: El intelecto.

    Tirso Alberto Rodríguez Acosta

    CAPITULO I

    –Muchachito, muchachito, ven a acá, no corras, no te voy a hacer nada –grita Laura Puente desde la puerta de la cocina de su casa–. Ven, no te vayas, ¡Qué barbaridad!; no hay quien pueda hablar con él.

    Un niño corre hacia los matorrales cercanos, y desaparece en la espesura. Es un negrito de diez o doce años vestido de harapos, que parece volar sobre el terreno con sus pies descalzos.

    –Hoy estuvo el negrito en el boniatal otra vez –dice Laura a su esposo Zandalio Colina–. Pero cuando lo llamé, salió como alma que lleva el diablo.

    –Ese muchacho debe estar pasando hambre, viviendo solo en el monte –dice Zandalio–. Parece ser de los que quedaron sin familia en la guerra, hay que tratar de acercarse a él para poder ayudarlo.

    –Sí, arranca un par de bejucos nada más –dice Laura–. Lo que necesita para comer.

    –Yo voy a hablar con los carboneros, ellos deben saber quién es –dice Zandalio–. Tal vez puedan ayudarnos a que pierda el miedo, y se acerque a nosotros.

    Poco tiempo antes, la Isla del Sol había finalizado la guerra de independencia; fue una de las primeras en iniciar las luchas emancipadoras contra el colonialismo, en el continente occidental, y la última en alcanzar la victoria después de varias décadas de batalla; alternando períodos de luchas sangrientas, con treguas prolongadas para reorganizarse.

    Al final de la guerra, sus campos estaban arrasados por la tea incendiaria de cada bando, la producción de alimentos y la economía paralizadas, y muchos huérfanos vagando por el país; aplastados por la desesperación y el desamparo, después de una contienda que redujo la población a menos de la mitad.

    La Isla del Sol era la mayor y la única habitada, de un archipiélago constituido por miles de islas e islotes, que sobresalían como manchas de verdor en los mares cercanos. Estaba situada en la parte central del continente occidental, y se extendía mil quinientos kilómetros de Este a Oeste, con una anchura que oscilaba entre ciento cincuenta y trescientos kilómetros.

    Con un clima tropical, era una maravilla de la creación, y sus miles de kilómetros de costas recibían las suaves caricias de las olas, al impulso inofensivo de la brisa; o los golpes arrolladores del mar embravecido, empujado por potentes huracanes.

    Sus playas fueron un paraíso de felicidad para sus aborígenes, desde el principio de los tiempos, y la envidia de todo el que las admiraba por primera vez.

    En sus tupidos bosques abundaban diversas frutas tropicales, aves, y muchas especies de animales, que sirvieron de sustento a sus pobladores: los aborígenes primero, los cimarrones después, y los patriotas que lucharon por su libertad poco tiempo antes.

    El país estaba aprendiendo a andar solo, después de siglos de sumisión colonial, de esclavitud, y de guerras. Grandes extensiones de tierras pasaron de manos de los colonialistas, a los patriotas que los derrotaron, y la economía poco a poco echaba a andar.

    Los antiguos esclavos, y los estratos de la población empobrecidos por la guerra, estaban desocupados o eran macheteros en los cañaverales; y una vez más, como en los tiempos de los aborígenes, los bosques, los ríos, las lagunas, y el mar, garantizaron la subsistencia a los más necesitados.

    Gran parte de las tierras del sur del municipio de Ocujal, se encontraban ocupadas por los cañaverales del central Ciguaraya, colindando con el bosque costero que los separaba de la costa. El paso de las tropas de uno y otro bando, con la tea incendiaria como arma efectiva, desbastaron las plantaciones, que se recuperaban con lentitud después de varios años de abandono. En los meses de zafra, el central azucarero ocupaba la mayor parte de los trabajadores del municipio de Ocujal, quienes el resto del tiempo hacían trabajos ocasionales para sobrevivir.

    Entre las ocupaciones irregulares estaba la fabricación de carbón, el combustible principal que se consumía en la Isla del Sol, cuando la electricidad daba sus primeros pasos en aquel país. En el corazón de los bosques costeros trabajaban los carboneros, realizando una de las labores más duras, en su batalla diaria por la existencia.

    Aquella floresta cubría una franja que oscilaba entre cinco y seis kilómetros de ancho, y separaba la costa de las tierras de cultivo. En la primera línea de defensa contra los embates del mar, avanzando desde unos cientos de metros hasta un kilómetro tierra adentro, aparecían los mangles rojos y negros sobre sus raíces aéreas, a salvo de los vaivenes de las mareas que marcaban sus dominios. A continuación le seguían los patabanes, cubriendo una franja de kilómetro y medio de ancho, en los suelos salinos húmedos; alimentados por el agua dulce de los ríos, en sus crecidas de la época lluviosa.

    Después crecían los júcaros fuertes y altivos, sobre una franja de un kilómetro de ancho; como último punto de retaguardia de la influencia marina, seguido de un bosque de guanos prietos, con otras especies intercaladas: palmas reales, yagrumas, frutales, ceibas, algarrobos, y otros. Esta área se extendía por más de dos kilómetros de ancho, y colindaba con las tierras de cultivo.

    Los carboneros trabajaban principalmente en los patabanales, y levantaban los hornos en pequeñas áreas, a las que no llegaban las crecidas de las aguas. El oficio de carbonero estaba al alcance de todos, porque el mercado era seguro y los bosques inmensos; tan grandes, que nadie pensaba que pudieran ser destruidos alguna vez. El carbón vegetal era preferido en los hogares, sobre todo en las ciudades, por la incomodidad que causaba el uso de la leña.

    El trabajo de carbonero era muy duro, y pocos lo adoptaban como profesión permanente; lo realizaban esclavos liberados por la guerra, y soldados de aquella contienda en el tiempo muerto; cuando no había trabajo en las plantaciones cañeras.

    Los carboneros de la zona de Ciguaraya, conocían al niño por el que Zandalio se interesaba, y uno de ellos que fue cimarrón, también conoció a sus padres.

    –Ese mucacho e hijo e Tata Lucumí y Cheo Mandinga –dice el carbonero ante las indagaciones de Zandalio–. Vivían conmigo en el campamento de cimarrone ante de la guerra, y dispué Tata y el hijo han vivio aquí en el monte.

    –¿Y dónde está su casa? –pregunta Zandalio tratando de seguir una pista.

    –Ello hacen el rancho andi quiera, asegún el tiempo del año –responde el carbonero–. Pero hace tiempo que no veo a Tata, tiene que haberle pasao algo porque ese mucacho anda solo.

    –¿Y el padre del niño dónde está? –pregunta de nuevo Zandalio.

    –Cheo Mandinga se fue con los isurretos, y no se ha sabío más ná de él –dice el carbonero.

    En la conversación los carboneros coincidieron en que el niño estaba solo, merodeando por los planes de carbón desde hacía algún tiempo, y comiendo lo que ellos dejaban en las cazuelas; pero no se habían comunicado con él, porque era muy arisco y apenas lo veían.

    A partir de aquel momento, se dieron a la tarea de ganarse la confianza de aquel niño solitario, que vivía en la profundidad del bosque. Todas las tardes dejaban comida en los calderos, que desaparecía en horas de la noche; confirmando la visita regular del pequeño cimarrón para alimentarse. Les llamaba la atención que siempre dejaba el tasajo, muy común en la dieta de los carboneros, pero comía pescado y cangrejos.

    Con el paso del tiempo el niño se dejaba ver con más frecuencia en los alrededores del rancho de los carboneros, siempre en las horas de las comidas. Zandalio se mantenía informado del acercamiento paulatino, hasta que un día se quedó asombrado de ver al niño compartiendo en silencio la comida con los carboneros. Estaba sentado en la esquina de la mesa, hecha de varas de patabán sostenidas por estacas ancladas en la tierra, y rodeada de asientos corridos de la misma madera, donde comían y descansaban los carboneros de aquel plan, en sus ratos libres. Sus miradas intranquilas indicaban que no se sentía seguro en aquel grupo, y no formaba parte de él.

    No había vuelto a la casa de Zandalio a buscar boniatos, y su ausencia preocupaba a Laura, temerosa de que le hubiera sucedido algo malo; ahora Zandalio se sentía aliviado, por el acercamiento a los hombres del plan de carbón, donde podía alimentarse y recibir la protección que necesitaba.

    En la medida que la comunicación se estrechaba, pudieron conocer quién era aquel niño, y confirmar lo que había informado el carbonero. Hablaba poco, pero con frases entrecortadas dijo llamarse Flores Mandinga; que su madre era Tata Lucumí, y siempre habían vivido juntos en el monte. De su padre se acordaba poco, y Tata le había contado que se fue con los insurrectos, cuando llegó la guerra a la zona de Ciguaraya; igual que muchos cimarrones y esclavos del central. Al quedarse solos, las mujeres y niños del campamento se dispersaron por los montes, para sobrevivir.

    También pudo deducirse de sus respuestas incompletas, que poco tiempo antes su madre salió un día y no volvió. Había ido a buscar comida y ropa en los caseríos, y él no supo qué le pasó.

    En la guerra, los campos eran arrasados para que el enemigo no tuviera cómo alimentarse, los pueblos incendiados para que no tuvieran donde vivir, y las personas concentradas como bestias en campos de agonía, para que no pudieran ayudar a los patriotas.

    En aquellas condiciones de muerte y desolación, solo se podía contar con el medio natural para sobrevivir; y en ese medio, la experiencia acumulada por los cimarrones, daba ventajas a aquellos habitantes misteriosos de los bosques, que la barbarie y los abusos de la esclavitud engendraron.

    Los cimarrones subsistieron en los lugares más intrincados, donde los tentáculos sanguinarios de sus opresores no podían alcanzarlos; cubiertos por el manto protector de la naturaleza, que les tendía la mano pródiga, para que disfrutaran la libertad por la que se luchaba.

    Flores y su madre se refugiaron en los bosques costeros al sur del municipio de Ocujal, cerca de la zona donde se ubicaba el central Ciguaraya, donde Tata nació. Ocujal pertenecía a la provincia de Aguas Claras, la más occidental de la Isla del Sol.

    Tata Lucumí nació esclava en los barracones del central, y apenas alcanzó la pubertad fue entregada como mujer a Cheo Mandinga, para que procrearan y creciera el rebaño que sostenía las riquezas del amo.

    La joven esclava nunca supo su edad ni se molestó en conocerla, pero cuando conoció las delicias del amor, era una mujer espigada de rostro hermoso con grandes ojos oscuros, donde el color blanco de sus esclerótidas contrastaba con el negro profundo de su tersa piel. Cuando huyó al monte en compañía de su marido ya estaba embarazada, y el abdomen comenzaba a sobresalir en la armonía de su cuerpo esbelto. A pesar de su juventud y las duras condiciones en que había vivido, después del parto la atención al hijo se convirtió en la razón de ser de la joven madre, y fueron inseparables desde aquel día; disfrutando los temores y delicias de la libertad, asediados por el peligro.

    La guerra dejó a Flores y su madre solos en aquellas espesuras inmensas, sin saber qué pasaba allá afuera, donde todo era hostil. Tata se dedicó a enseñar a su hijo cómo sobrevivir en aquel medio; pero más bien enseñaba aprendiendo, porque ella creció en un barracón de esclavos, y no tenía conocimientos de la vida solitaria en estado natural.

    Por suerte pudo vivir la experiencia de la escuela de los cimarrones, donde otras como ella de más edad, le transmitieron sus enseñanzas a través de consejos y anécdotas, de la vida que llevaban los esclavos fugitivos: siempre con hambre, perseguidos por hombres y perros, pero libres; como en las tierras lejanas donde un día fueron arrancados por la fuerza; como las aves que volaban sobre ellos; como la luna que les daba luz y seguridad, en la negrura insondable de la noche.

    –No ten mieo mi niñu, son cangrejo en el guano –decía Tata acurrucando al hijo contra su pecho, cuando semidormido se asustaba con los ruidos de la noche.

    Para guarecerse de los rigores del clima, construían ranchos ocasionales, que cambiaban de lugar dos veces al año: en la estación de las lluvias se alejaba del río, hasta un lugar donde no alcanzaran las crecidas; y en la seca se situaba más cerca, donde existiera un manantial, y abundaran los alimentos de su preferencia: frutas, miel, cangrejos y peces.

    El rancho era cuadrado, de unos tres metros de lado, y se construía con estacas de poco más de dos metros de alto clavadas en el suelo, y la estructura del techo y las paredes, se amarraba con hilos de corteza de majagua, o cogollos de palma. El techo y las paredes se cubrían con hojas de palmas o guano, y dejaban una sola puerta que nunca se cerraba.

    En la temporada de lluvias, los cangrejos abandonaban sus cuevas en la corrida nupcial, y lo invadían todo; incluido el refugio de Tata y Flores. El niño se asustaba con el ruido de los crustáceos subiendo por las paredes, y caminando por el techo de guano.

    La cama era una armazón de cujes fuertes, sostenidos por estacas clavadas en el suelo, y sobre ella colocaban sacos de carbón vacíos, a modo de colchón. Este colchón era más duradero que los ranchos, y una de las pocas pertenencias que transportaban en sus mudadas.

    Sus bienes eran pocos: algunos calderos para cocinar, un cubo, utensilios como el machete y el cuchillo, y el porrón, para cargar y mantener fresca el agua de beber. Usaban la ropa que encontraban, de cualquier tamaño y color; por eso era frecuente ver a Flores, con una camisa que le cubría el cuerpo completo, y tenía el doble de ancho; y a Tata con saya y blusa, que apenas tapaban sus partes íntimas.

    Con el recrudecimiento de la guerra, se hizo más frecuente la presencia de los cimarrones, en los caseríos de las plantaciones de caña y tabaco; en busca de provisiones que antes encontraban en los planes de carbón.

    Tata Lucumí no participaba en aquellas incursiones; temía por su hijo y no estaba dispuesta a arriesgarlo, cuando lo que necesitaban podían obtenerlo en el monte. Solos en la inmensidad del bosque protector, se dedicó a enseñar al niño los conocimientos acumulados por sus ancestros; un legado útil y sencillo, para vivir en armonía con la naturaleza.

    Aquellos conocimientos los aprendió Tata de sus padres Mercé Lucumí y Estanislao La Meta, escuchando sus anécdotas en los ratos de descanso bajo los árboles cuando se lo permitía el capataz; caminando por las guardarrayas de los campos de caña; o bajo la luz de la luna en las noches calurosas del verano a la orilla del barracón. Siempre recordando sus orígenes, picados por la nostalgia de lejanas tierras al otro lado del mar, de donde fueron arrancados a la fuerza por la codicia de los hombres.

    Los conocimientos aprendidos de sus padres, los puso en práctica en el campamento de cimarrones, auxiliada por otras mujeres de más edad, que habían llegado antes. Ahora le tocaba a ella enseñar a su hijo a sobrevivir en aquellas duras condiciones, y se dedicó en cuerpo y alma a la tarea; ese era para ellos el precio de la libertad.

    –Por qué no come cangrejo –pregunta Tata a Flores, que apenas había probado los cangrejos hervidos, que tenían para alimentarse aquel día.

    –No me gustan, no saben a na –responde el niño–. Así no los quiero.

    –Pero tienes que comé –insiste Tata–. No hay sal pa echarle a los cangrejo, y hoy na ma has comío guayaba; tienes que comé pa crecé.

    –No, no quiero –dice Flores, alejándose lentamente hacia el manantial cercano.

    –Mañana te voy a llevá a la costa, pa que aprenda a hacé sal –dice Tata en voz alta, para que la escuchara–. A este mucacho no le gusta na, ¡carajo!

    Su sistema de alimentación era elemental, cuando les daba hambre comían, y comían lo que tuvieran; si se llenaban de mangos en la época de maduración de esa fruta, no comían otra cosa, hasta que volvieran a tener hambre. Otras veces se alimentaban con peces, cangrejos, o miel, y ocasionalmente tubérculos: yucas, boniatos, o malangas, que a veces crecían en los claros del monte; pero sus alimentos más frecuentes en ese período de soledad absoluta, fueron el fruto del árbol del pan, cangrejos y peces, y la miel de abejas, que estaban presentes todo el año.

    La miel era abundante, los panales colgaban de las ramas de los árboles como un adorno común del paisaje; pero Flores y su madre preferían la miel de la tierra, porque estas obreras no picaban y era más fácil obtenerla.

    Les gustaban las comidas saladas, pero al faltar los carboneros se quedaron sin suministro, y Flores dejó de comer aquellos alimentos desabridos.

    –Mirá Flore, pa hacé sal se abre un gueco en la arena –dice Tata, parada en la parte más alta del talud de la línea costera–. Tiene que se aquí donde no llega el agua cuando suba la marea, y en tiempo de seca.

    Flores escuchaba con atención, como hacía siempre que su madre le explicaba algo que no conocía; cualidad que lo caracterizaba desde que comenzó a andar.

    –Ahora hay que traé fango del manglá, pa poné en el fondo y los laos del gueco –prosigue Tata–. Eso e pa que el agua no se la trague la arena, y sea el sol el que la seque, hasta quedá la sal en el fondo.

    Flores y Tata abrieron un hueco con forma de batea en la arena, de tres metros de largo por dos de ancho, y treinta centímetros de profundidad, con los bordes inclinados cuarenta y cinco grados, y lo tapizaron con una capa gruesa de arcilla oscura. Flores daba viajes continuos desde la laguna cercana, con su cataure lleno de fango; y a pesar del esfuerzo, su cara estaba radiante por el entusiasmo que le inspiraba el aprendizaje.

    Terminado el pequeño estanque lo llenaron con agua de mar, y lo custodiaron poco más de dos semanas hasta quedar completamente seco, con una película de sal en el fondo. Durante el tiempo que permanecieron en la costa, vivieron en un rancho provisional que construyeron en pocas horas.

    Al fin Flores pudo comer cangrejos hervidos como le gustaban, y aprobado además otra asignatura, en la carrera difícil de la universidad de la vida; en la especialidad de la supervivencia. A partir de aquel momento, Flores fabricaba la sal que necesitaban, y saboreaba mejor las viandas y mariscos que le servían de alimento.

    En aquellos años de libre soledad, Tata inculcó a su hijo los sentimientos de amar y proteger las plantas y animales que los rodeaban; cuando veían una planta pequeña de especies útiles, como los frutales, árboles maderables, y palmas, la limpiaban de malas hierbas y la protegían con troncos o piedras, para que no fuera maltratada por los animales. Igual protección brindaban a los pichones de aves, que se caían de sus nidos antes de tiempo, siendo devueltos a sus padres para que los atendieran; o a las crías de jutías, puercos salvajes, venados, u otros animales; había espacio para todos, y a todos debían ayudarse.

    Tata heredó el amor por la naturaleza de su madre Mercé Lucumí, desde que comenzó a dar los primeros pasos en la vida, y también la costumbre de no comer carne.

    –No resisto ver matá un animalito pa comérselo –decía Mercé con enfado, cuando se sacrificaban reses, cerdos, o aves, en la casa del dueño del ingenio Ciguaraya.

    Nunca le dio a comer carne a su hija, y esta después de crecer saludable y fuerte, tampoco la necesitó; pero sí comían pescados y cangrejos, como un hábito adquirido por Mercé, allá en la lejana tierra de donde fue arrancada; en la desembocadura del Gran Río de las Cataratas.

    Vivir en el bosque permitió a Tata y Flores conocer todos sus secretos, y perder el temor por lo desconocido; podían identificar en la oscuridad de la noche, el croar como un rugido de las ranas toro, el gruñido de un cerdo salvaje, o el berrido de un ternero extraviado en un claro del bosque; también el graznido de una lechuza al cruzar sobre el rancho, en las noches sin luna.

    –¡Solavalla! –exclamaba Tata, cuando escuchaba al ave de mal agüero, y estrechaba con más fuerza a su hijo; temerosa de la mala suerte que acompañaba al animal.

    Pero aquellos temores eran insignificantes, comparados con el que sentía por los majaes; abandonando precipitadamente el sendero por donde transitaba, cuando encontraba alguno asoleándose sobre un tronco cercano. Igual temor sentía en las noches, cuando escuchaba el chillido característico de una rana atrapada por uno de ellos; era la herencia ancestral de sus antepasados, que vivieron y evolucionaron entre reptiles venenosos, capaces de causarles la muerte.

    Con los jubos y majaes Tata no quería acercamiento, y eran las únicas especies que mataba, cuando encontraba un nido en algún tronco hueco, con sus crías pequeñas.

    Igual que los conocimientos sobre plantas y animales, Flores aprendió de su madre a identificar las estaciones: con la aparición de determinadas especies de aves migratorias, con la reproducción de diversos animales que los acompañaban en el bosque, y con la floración de las plantas que crecían a su alrededor.

    –Mirá Flore, ya llegaron los kereketé –decía Tata al niño–. Hay que cambiá el rancho pa la parte alta, orita empieza a llové y crece el río; también están pariendo las yegua, y aunque no ha llovío, ya se ven cangrejo entre la uña de mangle.

    El kereketé es un ave migratoria que llega a la Isla del Sol para anidar al principio de la primavera, y se marcha en el otoño con sus crías adultas. Pone los huevos en suelos pedregosos, donde anida y cuida sus pichones hasta que puedan volar, y se alimenta de insectos que atrapa en el aire, desde la caída de la tarde hasta el amanecer. En la primavera y el verano de la Isla del Sol, se escucha toda la noche su canto característico: kereketé, reflejo de su laboriosidad para sobrevivir.

    Cuando se mudaban, Flores y Tata generalmente reconstruían el rancho en el mismo sitio de años anteriores, donde existían las condiciones mínimas de su sistema de vida.

    –¿Mamá, por qué no hacemo el rancho abajo de la ceiba? –pregunta el niño a su madre–. Ahí hay más fresco, y tú dice que a la Ceiba no le caen trueno.

    –No hijo, abajo de la ceiba no –responde Tata con voz firme–. La ceiba e una mata sagrá, y por eso no le caen rayo; pero un ciclón pué partirle un gajo y aplastarnos con el rancho; e mejó hacerlo cerca de la ceiba, pero adonde no nos caiga arriba.

    La ceiba era considerada sagrada por la población campesina de la Isla del Sol, y la creencia tenía tanto arraigo, que los propietarios de tierras jamás ordenaban derribarlas; haciendo posible que las hermosas y anchas copas de esos árboles, adornaran los campos en toda la geografía de la isla, dando fe de su omnipotencia.

    –¡Bueno Flore!, ve a buscá cáscara e majagua pa hacé soga, y amarrá los palo del rancho –ordena Tata–. Ve al montecito que está pegao a la laguna, que allí hay bastante majagua; ¡ah!, y corta un palo namá, que no se deben tumbá palos por gusto.

    Una vez más Flores y su madre construían en un día su vivienda, y la cama como su único mueble interior; porque la mesa con los bancos a los lados, se ubicaba a la sombra de un árbol, fuera del rancho.

    –Flore, te voy a hacé un regalo –dice Tata, mirando al hijo con ojos cariñosos–. Ve a la laguna y trae bastante espiga de macío, que te voy a hacé un colchón pa que duerma cómodo; ten cuidao con la tembladera que te pué tragá.

    Flores partió rápido a cumplir la orden de la madre, motivado por el regalo prometido, pero ella no pudo resistir la preocupación que la embargaba, y lo siguió un rato después intranquila por el peligro que representaban las tembladeras, propias de las zonas cenagosas donde crecía el macío.

    Tata abrió varios sacos y los empató, convirtiéndolos en un colchón, que rellenó con las fibras suaves desprendidas de las espigas del macío, cubriendo su cama con el primer colchón cómodo de su vida; tan cómodo, que le permitía dormir plácidamente con su hijo, sobre la tarima de cujes que les servía de cama. La joven madre también se sintió feliz, por el regalo que había creado para el fruto de sus entrañas; algo importante en la rutina que trascurrían sus vidas.

    En su deambular por las mismas zonas del bosque, en el sur de Ocujal, Flores llegó a conocer toda el área palmo a palmo. Sabía dónde estaban las matas de mangos más dulces, los mejores guayabales, los cangrejos más gordos, alimentados con el palmiche que goteaba de las palmas; también los manantiales de agua dulce, que surgían a la superficie entre lagunas salitrosas cercanas a la costa. Dentro del mapa mental por el que se orientaban Tata y Flores, estaban los puntos del monte donde predominaba el dominio de los muertos; eran lugares apartados donde sobresalía un árbol envejecido, una quebrada en el terreno, o el lugar donde había muerto alguien, en épocas pasadas. Por aquellos lugares nunca transitaban, y se cuidaban hasta de mencionarlos en sus conversaciones.

    –Mira Flore lo que te traje –dice Tata colocando sobre la mesa, el cataure que traía en sus manos.

    –¿Que e eso mamá? –pregunta el niño frunciendo el ceño con interés.

    –Míralo tú mismo, Flore –insiste Tata–. Abre el cataure pa que vea lo que e.

    Flores separó los ariques de yaguas que amarraban la tapa, y dio un salto hacia atrás asustado.

    –¿Qué son eso animale mamá? –pregunta el niño situado a cierta distancia, mostrando una mezcla de temor e interés a la vez.

    –Son dos jutías –dice Tata–. Parece que la tempestá de anoche las tumbó del palo, y como están muy chiquita, no pudieron subí de nuevo.

    –¿Y pa que las trajiste mamá? –indaga Flores.

    –Pa cuidarlas, ¿pa que va a sé? –contesta Tata–. Eso animalitos se mueren si no los cuidamo, y ellos tienen derecho a viví también; así e que tú te va a ocupá de cuidarlos.

    El niño se quedó indeciso, sin saber qué hacer ante la nueva responsabilidad que le asignaba su madre, pero contento porque tenía algo nuevo que aprender.

    –¿Qué hago entonce? –pregunta Flores, mirando a Tata con atención.

    –Primero dale comía y agua, que seguro no comen desde ayer –responde Tata–. Dispué tienes que hacé un corralito pa que no se te vayan; lo haces con cujes clavaos en el suelo, uno al lao del otro, y le pones un techo de guano pa que no se mojen.

    –¿Y que le doy de comía? –interroga de nuevo el niño–. Yo no sé qué comen las jutías.

    –¡Ah!, tú no sabe lo que comen las jutía porque no te fija –dice Tata en tono de reproche–. Esto aquí está lleno de jutía, y tú debía sabé lo que comen, ¿tú no las ve arriba de las palma y de las guásima?; pues ellas viven allí porque comen palmiche y semillas de guásima, y también los cogollos de las matas; así e que ya sabes lo que comen las jutía.

    –¿Entonce voy a buscá palmiche y semillas de guásima? –interroga Flores, mirando a su madre con expresión interrogativa.

    –Sí, ve y trae comía pa esos animalito –dice Tata en tono sosegado–. También tienes que ponerle agua; corta un guiro por la mitá, lo limpias y lo llenas de agua; tú verá que ellas aprenden enseguida a comé y tomá agua.

    Flores cumplió entusiasmado las indicaciones de Tata, y poco a poco las pequeñas jutías se fueron adaptando a la vida junto a sus salvadores; convirtiéndose en sus mascotas, que los seguían a todas partes. Este incidente sería recordado por Flores toda su vida, porque fue la primera de las tantas enseñanzas que recibió de su madre, sobre la convivencia con los seres vivos que los rodeaban; y la aceptación por ellos de los cuidados y buenas acciones que recibían.

    La amistad que estableció con las jutías, suavizó los instintos de cazador que lleva cada niño dentro, y con el tiempo desaparecieron; la oposición de su madre a matar los animales del bosque, y sus consejos a favor de la naturaleza, fueron argumentos convincentes.

    –Mamá hace tiempo que no comemo cangrejo –dice Flores a Tata un día, cuando le servía la comida.

    –¿Cómo vamo a comé cangrejo si ahora no hay? –responde Tata–. Tú sabe que en tiempo e seca no hay cangrejo, están escondío en las cueva.

    Tata hizo silencio, mientras observaba al hijo comer pedazos de frutos de árbol del pan hervidos, y pescado asado; para postre lo esperaba una porción de panal de abejas, rebosante de miel.

    –Si tú quiere vamo a buscá cangrejo –propone Tata, después de permanecer en silencio, el tiempo que duró la comida del hijo–. Hay que sacarlos de las cueva, ¿si tú quiere, vamos mañana a buscá cangrejo?

    –Yo sí –acepta Flores con entusiasmo–. ¡Vamo a comé cangrejo mañana!

    La vida libre que llevaban les permitía actuar a su gusto; necesitaban lo que tenían y no querían más, lo tomaban cuando les hacía falta y no era necesario planificar nada; disponían de todo el tiempo y lo usaban a voluntad, sin presiones ni preocupaciones, que perturbaran la placidez de su existencia.

    –Ve esas lomitas de tierra que hay por toas partes –dice Tata señalando los pequeños montículos, que por miles conformaban el suelo húmedo del bosque de llanas y patabanes–. Esas son cueva de cangrejo, que en esta época ellos tapan pa mudá el carapacho.

    –¿Y en toas hay cangrejo? –pregunta Flores.

    –Sí, en cada una hay un cangrejo –responde Tata–. Por eso cuando llegan los aguaceros de mayo no se pué caminá, por la cantidá de cangrejo que andan por el monte. Tú, ve destapando las cueva con el machete.

    Tata preparó un garabato con una rama de patabán, de poco más de un metro de largo, que terminaba en un gancho de ocho centímetros, y servía para extraer los cangrejos de las cuevas.

    –Ven pa que vea cómo se sacan los cangrejo –llama Tata.

    La experimentada mano de la joven, introdujo el garabato en una cueva de las que Flores había destapado, y lo movió hasta que enganchó el cangrejo, extrayéndolo con rapidez, en una acción que duró pocos minutos. Tata repitió la operación varias veces sin detenerse, mientras Flores observaba fascinado como aumentaba el número de cangrejos en el saco.

    –Ahora saca tú unos cuantos pa que aprenda –ordena la madre.

    Flores inició con dificultad la operación, hasta extraer el primer cangrejo, y con la repetición se fue haciendo diestro en la faena.

    –¿Que e esto mamá? –pregunta Flores con cara de asombro, mientras colocaba en la tierra un cangrejo totalmente blando–. Este cangrejo no tiene carapacho.

    –¡Ah!, ese e un cangrejo tonino –dice Tata–. Los cangrejo mudan el carapacho en la seca, y por eso tapan las cueva en esa época. Cuando empieza a llové salen con el carapacho nuevo; tu verá que rico e de comé.

    –¿Y por qué los otro tienen carapacho y este no? –pregunta Flores.

    –Porque ya esos mudaron, y este está mudando ahora –aclara Tata–. No mudan juntos, unos mudan antes y otros dispué.

    Aquel día Flores pudo acompañar los ñames del árbol del pan, con sus cangrejos preferidos, y saborear un cangrejo tonino; frito con grasa extraída de los mismos crustáceos. Después de la comida se tendió a dormir junto a su madre, para reponer la energía gastada en la pesca de los cangrejos; alegre por haber asimilado las nuevas enseñanzas.

    El tiempo pasaba y Flores crecía junto a su madre, como crecían los árboles jóvenes que renovaban el bosque constantemente, en el ciclo maravilloso de la vida; como crecían las jutías que un día recibieron su protección.

    Los ecos de la guerra no se percibían en el bosque, que permanecía solo; con los senderos invadidos por las malezas, y los troncos de los árboles talados cubiertos de retoños vigorosos. La vida de Tata y Flores transcurría plácida, sin esfuerzo; no tenían enemigos, y disponían de todo lo que necesitaban.

    Tata Lucumí no perdía oportunidad de enseñar a su hijo todo lo que podía serle útil en aquella vida simple que llevaban; no era un plan elaborado de antemano, sino la vocación por enseñar que se fue desarrollando ante los progresos del niño, en cada tema que surgía en el transcurso de su existencia.

    –Vamo a pescá Flore, que hace tiempo que no comemo peje –dice Tata una mañana cálida de verano.

    –¿Adonde vamo a pescá? –interroga el niño sorprendido.

    –Vamo a pescá en el río, te voy a enseñá a hacé una nasa –contesta Tata–. Coge el machete pa cortá una cañabrava, y vamo que el río esta lejo.

    Tuvieron que caminar bastante, hasta llegar al borde del monte con las zonas de cultivo, donde el río tenía lugares poco profundos, y estaba bordeado por cañabravas. Aquellas plantas crecían apretujadas en montones por ambas márgenes del río, en su trayectoria por las llanuras de Ocujal, y eran un muro eficiente contra la erosión de las crecidas.

    –Mirá Flore, tú coge un pedazo de cañabrava de este tamaño, y lo va rajando por un lao en tiras así como yo lo hago. Con esa cañabrava vamo a hacé una nasa, y tu verá que buena queda.

    Un pedazo de dos metros de largo fue rajado hasta la mitad desde una de sus puntas, en tiras de dos centímetros de ancho, que fueron amarradas con hilos de majagua, alrededor de un aro de bejuco de canasta, de treinta centímetros de diámetro. De esta forma quedó hecho un embudo que comenzaba en el aro, y se iba cerrando hasta el lugar donde había sido rajada la cañabrava.

    –Ves que fácil se hace una nasa –dice Tata levantándola en el aire–. Ahora la tenemo que poné en un bajo, y tapá los laos con matas, pa que los peje se metan en la nasa cuando vienen río abajo.

    Flores quedó admirado con la sabiduría de su madre, mientras cortaban arbustos para colocarlos en el lugar escogido, y pensaba en lo tontos que eran los peces, al penetrar en la nasa. En un lugar donde el río era más estrecho y poco profundo, formaron un dique tupido de ramas hasta la superficie, y colocaron la nasa en el fondo, cerca de la orilla, con el aro de entrada a nivel del dique; de manera que los peces la tomaran como la única salida posible para seguir adelante.

    –Que bobos son los peje mamá –dice Flores cuando regresaban al rancho–. Si fuera yo viraba pa atrá cuando viera que no podía seguí, y salía de la nasa.

    –Eso cree tú –dice Tata riendo–. Los peje no pueden nadá pa atrá, si fuera así no los podíamos cogé.

    –¿Y cuándo venimos a ver si hay peje? –pregunta Flores.

    –Tenemos que vení luego, por la tarde –responde Tata–. Ahora tenemos que vení to los días, por la mañana y por la tarde, a levantá la nasa.

    Aquell a tarde la alegría y el asombro de Flores fueron inmensos, cuando levantaron la trampa y seis peces brillantes los salpicaron con sus coleteos, al ser atrapados dentro. Tata seleccionó con rapidez los dos de mayor tamaño y devolvió el resto al agua, soltándolos con suavidad.

    –¿Por qué los suelta mamá? –pregunta Flores con disgusto–. ¡Si ya los habíamos agarrao!

    –Con esos dos tenemos pa comé hoy –afirma Tata–. Los otros son los de mañana y no se puen matá por gusto; uno debe cogé lo que necesita, y dejá lo otro pal que viene atrá.

    Flores escuchó con atención la respuesta de su madre, y continuó su camino en silencio; pero aquella escena quedó grabada en su memoria, y el concepto se convirtió en una de las reglas básicas de su comportamiento a través de su larga vida.

    Todos los días por la mañana y por la tarde había peces dentro de la nasa, y la tarea de ir a levantarla se convirtió en una tediosa rutina, que terminaron alternando entre ellos. La mayoría de las veces soltaban los peces, porque estaban aburridos de comerlos; pero Tata exigía hacerlo para evitar que murieran innecesariamente. Al regresar los carboneros, los peces capturados en nasas, se convirtieron para Tata y Flores en un renglón de intercambio por otros alimentos.

    El regreso de los carboneros al monte indicaba el final de la guerra, y dio más tranquilidad a Flores y su madre; al sentirse acompañados, y disponer de una fuente de abastecimiento más variada. Ahora tenían arroz y frijoles, sal y manteca, que hacía tiempo no probaban; y Tata además podía satisfacer sus necesidades de hembra, que cada cierto tiempo le calentaban la sangre y quitaban el sueño.

    Para esa época ya Flores era un adolescente, y era más sensible a los acontecimientos que lo rodeaban. Las dos jutías que había criado lo acompañaban a todas partes; pero un día que fue con Tata al plan de los carboneros, se percató que no habían regresado con ellos al rancho. Un presagio escalofriante recorrió su cuerpo y partió raudo hacia el plan, sin dar tiempo a que Tata pudiera preguntar lo que sucedía; escondido en los matorrales comprobó su preocupación, al ver que un carbonero estaba terminando de descuerar la última jutía, colgada de las patas traseras, goteando sangre de su cuello degollado.

    Llorando en silencio el niño regresó al lado de su madre, y aquel día sintió por primera vez la tristeza de la soledad; aquellos seres a los que había cuidado con esmero, su obra de amor y amistad, era destruida por hombres crueles, por el puro gusto de matar. Si ellos tenían otras carnes que comer: tasajo, bacalao, y lo que cazaban en el monte, ¿por qué matar entonces a sus indefensas jutías? Era muy difícil entender a los hombres.

    Tata comprendía la tristeza del hijo y trató de consolarlo; tal vez un hecho similar en la tierra lejana donde nació, llevó a su madre Mercé Lucumí a tomar la decisión de no comer carne; ahora se repetía en la nueva tierra a donde fueron traídos sus padres por la fuerza. ¿Sería que los hombres eran iguales en todas partes? ¿Llevarían todos dentro un instinto de destrucción?

    Para aliviar el sufrimiento del niño, Tata decidió poner alimentos alrededor del rancho, para muchas de las especies de animales que los acompañaban en el bosque; sobre todo las aves que los alegraban con sus trinos, las jutías, y los venados, que se acercaban cautelosos a comer la yerba tierna de los alrededores.

    –Vamo a poné este guirito con miel, abajo de la mata de Ocuje –invita Tata a su hijo–. Tú verá como vienen pájaro a tomá.

    –¿Qué pájaro va a vení aquí, habiendo tanta miel en el monte? –exclama Flores con indiferencia–. Pa eso van a tomarla en los panale.

    –En los panale las abeja los pican y aquí no –dice Tata, mientras colgaba el guiro lleno de miel en un gajo de la mata de Chirimoya–. Los que no toman miel, se comen las hormigas y otros bicharracos que vienen a tomarla.

    De igual forma Tata puso semillas de almendra, de guásima, y palmiche, en lugares altos para las jutías; frutas y cundiamor para sinsontes y otros pájaros; yerba fresca para los venados; y hasta llegó a colocar restos de pescado, para ver a las lagartijas hacer malabares cazando moscas; con lo que se entretenían ella y su hijo durante largos ratos.

    –Corre Flore pa que vea los zunzunes tomando miel –llama Tata–. No hagas ruido, mira, mira, e una pareja; ve que yo tenía razón.

    Flores observaba la maravilla de aquellas aves silvestres, alimentándose con lo que ellos le brindaban; moviendo las alas a velocidad increíble, los zunzunes tomaban sorbos de miel, parados en el aire al borde del guiro. La operación duraba fracciones de segundo, y después se posaban en una rama, para observar con temor el entorno desconocido.

    –¿Ves que sí vienen? –dice Tata con alegría–. Dispué vienen más, y tú verá que esto se llena de pájaros.

    –¿Que otros pájaro vienen? –pregunta Flores.

    –¡Ah!, una pila –responde Tata–. Van a vení sinsontes, zorzales, gorriones, y también palomas; to el que tenga hambre va a aparecé por aquí.

    Pronto el entorno del rancho se llenó de aves de muchas especies, y su trinar se convirtió en un punto de referencia, para los que transitaban por el bosque. Por encima de todos sobresalían los sinsontes, cuyo potente canto imitando a otras especies se escuchaba en la distancia al amanecer; mientras el ulular nostálgico de las palomas tojosas, invitaba a soñar en las horas más calurosas del día.

    Flores dedicaba horas a observar el comportamiento de los animales, en medio de aquella gran sinfonía: la gracia de los gorriones dando salticos para comer las migajas, los amores de las palomas haciendo la rueda, las peleas breves de las jutías por la semilla preferida; y muchas danzas de la vida, en la fiesta creadora de la naturaleza.

    El niño captaba los cambios que se producían en su entorno, y se interesaba por las ausencias y apariciones de unas especies, y la permanencia de otras todo el año. Tata se esmeraba en explicar que muchas venían de otras partes para sacar y criar sus hijos, otras como las tojosas no se iban nunca; mientras las torcazas que también eran palomas, se iban de viaje todos los años.

    Aquella etapa fue decisiva en la definición de la actitud que asumiría Flores ante la vida; el tiempo transcurría, y él se sentía feliz en compañía de su madre, y la actividad bulliciosa que hervía a su alrededor. La desconfianza natural de los animales, fue cediendo ante la paciente bondad de sus protectores, y era común ver un gorrión en la mesa cuando ellos comían, o el rancho lleno de pájaros, para protegerse de un aguacero.

    El rencor de Flores por el sacrificio de las jutías, fue cediendo ante el bienestar de la compañía con los animales; y comenzó a entender a los hombres cuando vio la lucha por la supervivencia entre las mismas especies; y sin proponérselo, sin un plan definido, se fue convirtiendo en un defensor de todo lo que vivía a su alrededor.

    La diversidad de habitantes en el rancho, obligó a Tata a dejarlo definitivamente en la zona alta donde lo ubicaban en la época de lluvias, y repararlo cuando lo requería.

    Con el fin de la guerra, los pobladores de los caseríos cercanos al monte, estaban empobrecidos al extremo por la contienda, incluyendo a muchos esclavos que se unieron a las tropas libertadoras, y ahora luchaban por insertarse en la sociedad. Tata comenzó a visitar esporádicamente los caseríos, porque sus pobladores eran más solidarios, y le regalaban ropas usadas y alguna comida, compadecidos por su pésima indumentaria.

    Un día Tata no regresó al rancho, y Flores pasó su primera noche en soledad; la añoró en cada ruido que interrumpía

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