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Sangre de baguales: Epopeyas mapuches y obreras en tiempos del Complejo Maderero Panguipulli
Sangre de baguales: Epopeyas mapuches y obreras en tiempos del Complejo Maderero Panguipulli
Sangre de baguales: Epopeyas mapuches y obreras en tiempos del Complejo Maderero Panguipulli
Libro electrónico391 páginas11 horas

Sangre de baguales: Epopeyas mapuches y obreras en tiempos del Complejo Maderero Panguipulli

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El Complejo Forestal y Maderero Panguipulli, en la zona cordillerana de Valdivia, fue una de las experiencias de poder popular más exitosas del sur de Chile. Entre 1970 y 1973, las tomas de veintiún fundos confluyeron en una sola gran unidad productiva de cuatrocientas mil hectáreas, cuyas tareas de administración, elaboración de planes de producción, control de calidad, comercialización, pagos y decisiones respecto de los excedentes, estuvieron en manos de los propios obreros, cuatro mil en total. Reivindicaban con ello el derecho a la autogestión. También el derecho a una vida digna, tras largas décadas de explotación patronal, y, en ese sentido, si entendemos estos sucesos en su justa dimensión, también reivindicaban el derecho a un lugar en la historia.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 jun 2017
ISBN9789560006493
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    Sangre de baguales - Pedro Cardyn Degen

    predial.

    Capítulo 1

    Compañero Pepe

    Gabriela, este capítulo es uno de los primeros que escribí, todavía no había pensado en realizar un libro completo. Recién había vuelto de mi exilio en Bélgica. Vivía en Valdivia y trabajaba en el consultorio Gil de Castro. Por esos azares de la vida, me tocó conocer y conversar con Pelusa van de Maele, viuda de Mauricio van de Maele, quien había sido fundador del Museo Histórico de la Universidad Austral de Valdivia. Yo lo había conocido por el año 69. Pelusa me contó que la Universidad cumplía –me parece– cuarenta años y le habían encargado trabajar en un libro ilustrado que debía recoger testimonios de personas que le habían dado vida a dicha institución. Me dijo entonces: «Hasta aquí tengo capítulos y testimonios sobre varios de los rectores y académicos que han contribuido a la historia del plantel. Mi marido tenía mucha amistad con José Gregorio Liendo, que lo pasaba a ver a nuestra casa cuando era estudiante y después cuando venía de las montañas. Yo pienso que Pepe fue una persona importante en la historia de la Universidad y de la región. Tú que lo conociste más, ¿podrías escribirme algo sobre él?»

    Luego de varias semanas le entregué mi texto, dudando que las autoridades académicas aceptaran incluir la vida de un revolucionario entre medio de personajes tan decentes. Nunca supe si finalmente fue incorporado al libro.

    Esto fue lo que escribí.

    (¡Qué casualidad! Estoy volviendo del trabajo, y justo hoy día se cumplen 21 años. Siento que por fin voy a poder escribir esto. Hace varias semanas que me lo habían pedido, pero no me salía el habla o la tinta… Estamos a lunes 3 de octubre de 1994 y llueve en Valdivia).

    Quiero hablar de José Gregorio y de todos ellos. Ellos eran mis amigos, mis compañeros. José Gregorio murió el 3 de octubre de 1973. Fernando y René, también estudiantes de la Universidad Austral, murieron al día siguiente junto a Luis Pezo, Segundo García, Víctor Saavedra, Sergio Bravo, Rudemir Saavedra, Enrique Guzmán, Víctor Rudolph y Luis Ferrada, también en Llancahue, a un par de kilómetros de esta pieza donde escribo. Todos erantrabajadores del Complejo Maderero Panguipulli. Con ellos murió también Pedro Purísimo Barría, 23 años, ex alumno del Liceo de Hombres de Valdivia (horario nocturno). Fusilados. Todos fusilados.

    Yo también fui fusilado. Sí. Fusilado. Porque ese día de octubre, al escuchar la radio, en la casa del Cuateto, la gorda me llama y me grita: «¡Escucha, Flaco! Escucha la noticia de Valdivia. Pedro, mataron a los cabros». Ahí mismo caí, fusilado. El mensaje era clarito: «Eso es lo que te tenemos preparado, ¡huevón de mierda! A vos y a todos los huevoncitos que todavía andan por ahí sin echarse el pollo pa’ la Argentina». Pa’ qué te digo que el cielo se puso más metálico en ese campamento Manuel Rodríguez, de la comuna de Pudahuel. Las paredes de la mediagua de Cuateto y la Chinita las hallé más delgadas que nunca. Yo ya sentía las balas atravesándolas en cualquier momento.

    A José Gregorio Liendo Vera le decíamos, cariñosamente, el Pepe. Posteriormente los diarios lo nombraron como «Comandante Pepe». (Seguramente con eso aumentaban el tiraje del diario y de paso se imponía el concepto de los pudientes: «Acá todos están muy bien. Los obreros están conformes. Es sólo una intrusión de un grupito de activistas extraños a la gente». Primer paso para la matanza futura. Sólo que después la matanza los agarró a todos. A los viejos también. Y es que todos se habían vuelto activistas y desconformes).

    El Pepe era estudiante de Agronomía en la Universidad Austral de Valdivia. Tenía 28 años y un hijo de uno o dos años: Vladimir. Su esposa, Yolanda Ávila, era una campesina de Liquiñe. Pepe había nacido en Punta Arenas. Caminaba con cansancio, y en la montaña con extrema dificultad, creo que debido a una válvula cardíaca operada un par de años antes. Eso no le impedía recorrer la cordillera y visitar a sus amigos mapuches y obreros madereros en la zona de Panguipulli. Ni tampoco fue obstáculo cuando, en plena nieve y perseguidos por el ejército, se devolvió a buscar a su amigo Pedro Purísimo Barría, inválido de poliomielitis, que usaba muletas y había quedado aislado. Esa vez Pepe llegó casi ahogado, con Pedro prácticamente en brazos, después de varias horas de marcha.

    Yolanda cuenta que horas antes de la ejecución le permitieron ver a Pepe. Ella lo abrazó mientras él le hablaba. Aunque con dificultad, hablaba fuerte, para que los soldados que estaban de guardia en la celda escucharan, les recordó que ellos también eran hijos del pueblo… Algunos lloraron. Unos días después, fue un ataúd manchado con sangre el que ella recibió para el entierro en Valdivia.

    (Recuerdo también que Fernando Krauss se dirigió al pelotón de fusilamiento, el cual se negó a disparar. Tuvieron que traer boinas negras).

    ¿Cómo hablar hoy de esos tiempos?

    Hace semanas y semanas que pensaba escribir y no sabía cómo empezar ni qué decir hoy, en estos tiempos de olvido.

    ¿Qué decir de mis amigos?

    De José, el «Pepe». De Fernando, el «Pelao». De René, el «Cabecita» («Cabecita de Oro»), porque ¡cuando se ponía a pensar esa cabecita! De Sergio Pardo, el «Chascón», el «Chasca», que siempre nos hacía reír con su metro ochenta de extravagancias.

    ¿Qué decir de ellos en estos actuales años en que todo parece reducirse a billetes, al éxito, a hacer astillas el bosque, a imitar la desgracia de aluminio de los países industriales, a construir malls bajo el ancestral Cerro Ñielol, a instalar Súper-Multi-Maxi-cuchufletas de consumo.

    En estos tiempos en que el garzón de la chichería extrajo un vuelto de su billetera en la que vi seis tarjetas de crédito (¡!)

    En estos tiempos en que por un pelo no quedó destruido nuestro viejo y tierno mercado fluvial, para ser reemplazado por un hotel para turistas con tenidas flúor.

    Vuelvo a pasar en estos días por la Universidad Austral. Veo las mismas construcciones, el mismo verdor del Jardín Botánico, el mismo casino (algunos de los funcionarios y funcionarias son los mismos de antes; recuerdo que con René, Pepe y Fernando intercambiábamos tallas con ellos y piropos con ellas). Las caras y las ropas de los estudiantes son casi las mismas. Se ven más estudiantes con auto que en 1972.

    En esos años, tiritaban la universidad y el mundo. Hacía poco que en 1968 los estudiantes y los obreros franceses se habían tomado París y hacían temblar las buenas costumbres de la vieja Europa. En nuestra hermana Argentina, el cordobazo de obreros y estudiantes hacía temblar la sociedad. La guerra de Vietnam salpicaba las pantallas de horror y de asombro: los débiles del mundo demostraban que podían ser más fuertes que el napalm de la Dupont y de las otras multinacionales de la muerte. Violeta Parra, la Cantata Santa María de Iquique, nos recordaban que éramos nietos de Galvarino, de Manuel Rodríguez y de un tal Recabarren. Simón Bolívar andaba por las aulas susurrándonos que tal vez Chile comenzaba en Ciudad Juárez y que México terminaba en el Cabo de Hornos (íbamos a terminar con las fronteras. Bueno, un consuelo: el NAFTA también; pero bajo el signo del dólar).

    En los años setenta, la Cuba de Camilo Cienfuegos y la Bolivia de Ernesto Guevara podían ser el centro de América. Aunque no nos gustaba el imperio del dólar, era lindo saber que un gringo como John Reed se había ido a vivir y escribir con los obreros bolcheviques de Rusia, o que el cirujano canadiense Norman Bethune había llevado sus conocimientos médicos a la naciente revolución china.

    En los años setenta, en el casino de la UACh, cientos de corazones jóvenes pensaban, sentían, pololeaban (por suerte eso no se ha terminado), discutían. Lo cuestionaban todo. En un baño se podía leer «Pasarlo todo por las armas de la crítica. Pasarlo todo por la crítica de las armas». Los profesores se ganaban el respeto y cariño por su capacidad y apertura más que por el miedo a la nota o la autoridad de la cátedra. Se hablaba con fervor de la reforma universitaria. Una universidad ligada a la comunidad, dirigida democráticamente por estudiantes, trabajadores y académicos. El más sabio era el que sabía qué más le quedaba por aprender.

    Anita y José traían como viento nuevo canciones cálidas de toda América a las peñas de Valdivia. Los estudiantes íbamos a vivir en las poblaciones. Nos uníamos a la lucha de los pobres por un sitio y un techo. Nacieron los primeros campamentos. Se iba en trabajos de verano a los campos, aserraderos y comunidades mapuches de Futrono, Panguipulli, Neltume.

    En Cautín los mapuches recuperaban las tierras que habían sido usurpadas a sus abuelos. En Santiago, los obreros de la fábrica de estructuras de hormigón COOTRALACO, hacían la primera toma de industria de la época y organizaban ellos mismos la producción.

    Toda América palpitaba. Valdivia también. Pero ya se oían los primeros ruidos de la muerte; en Brasil, los generales derrocaban al presidente Joao Goulart y comenzaban la especializada faena de la tortura y las desapariciones. Llegaban los primeros exiliados brasileños a Chile. Eran las primeras señales de alarma. Los vientos del cambio despertaban los corazones jóvenes. Los corazones más viejos volvían a latir con fuerza y se les caían algunas canas. Al mismo tiempo, se incubaban las semillas dormidas de la crueldad. Había que prepararse para todo.

    Vista de Neltume con nieve. Canchas de trozos y castillos de madera

    que permiten ver el volumen de madera que se explotaba. Archivo CCMMN.

    Alguien que lea estos párrafos podría comentar:

    «Bueno, bueno. Muy bonito y romántico. Pero ellos, el Pepe, Fernando, René, ¿qué es lo que querían?». No era mucho. Podría decirlo de esta forma: simplemente, que la gente sea feliz. O de esta otra forma: que cada uno sea como es, que cada uno sea lo que quiere ser, y no que otros decidan qué tiene que ser. O también de este modo: una vez, a Fernando, el Pelao, lo dejaron hablar en una reunión del sindicato de Neltume. Eran unos 400 trabajadores. Les contó en palabras muy simples un poco de verdad sobre su vida cotidiana y la de ellos, y sobre lo que ocurría con otros seres humanos iguales que ellos en otras partes del mundo. Les explicó sencillamente cómo funcionaba todo aquello del trabajo de la mayoría y de la riqueza de unos poquitos, de las guerras como la de Vietnam, y todo eso. Después de 20 minutos se veía a cuatrocientos rostros curtidos moviendo la cabeza como diciendo: «Eso. Eso. Eso que está diciendo el compañero es lo que yo quería decir, sólo que yo no encontraba las palabras».

    Lo que ellos querían lo voy a relatar también con las palabras que usábamos en esa época:

    •  Que la tierra, los bancos, las fábricas, las minas, estén en las manos y al servicio de quienes trabajan y las hacen funcionar.

    •  Que los que gobiernan no estén sentados por cuatro a seis años sin dar cuenta a nadie (excepto a los banqueros) para ser reemplazados periódicamente por otros que, después de prometerlo todo volverán a lo mismo.

    •  Que a todo nivel, las decisiones sean tomadas por las mayorías: por asambleas comunales, provinciales y nacionales, con representantes de todas las organizaciones sociales.

    •  Que cada representante sea:Responsable: es decir, responda de sus actos ante la asamblea que lo designa y que lleve los mandatos de su asamblea, más que lo que a él se le ocurra.Revocable: es decir, pueda ser removido en cualquier momento por sus bases.Sin privilegios: que ningún representante gane más que un obrero especializado, ni que el resto de sus compañeros.

    Rotativo: para que todos vayan aprendiendo a pensar en el grupo, en los demás.

    •  O sea, que la política deje de ser una profesión lucrativa (aunque bastante desprestigiada) de unos pocos, para transformarla nuevamente en un asunto de todos.

    •  Que las Fuerzas Armadas vuelvan a ser las fuerzas armadas de Lautaro y Pelantaru, de Carrera, O’Higgins, Manuel Rodríguez, al servicio de la libertad y de su pueblo. Que dejen de ser un costoso aparato especializado de muerte, disponible para lanzarnos a reiteradas masacres recíprocas con otros pueblos tan pobres como el nuestro, o disponibles para matar a su propio pueblo.

    Que lo esencial de las armas esté en las manos de las organizaciones sociales, hasta que ya no sean necesarias y se puedan dejar en los basurales o guardar en los museos.

    •  Que la función policial deje de estar en un cuerpo especializado represivo, abierto a la corrupción y los abusos, para estar en manos de la propia comunidad organizada (así ocurrió en los campamentos sin casa y corridas de cerco, y en el Complejo Maderero).

    •  Que los medios de comunicación e información lo sean realmente y estén en manos de la comunidad y no en manos de los que tienen el dinero. Que en vez de embrutecer sean un formidable instrumento de recreación, educación y esparcimiento sano para todos.

    Me imagino un nuevo comentario de algún lector conformista: «Muy lindas las ideas que tenían estos muchachos, pero, hum, para dirigir se necesita expertos, técnicos, gobernantes con experiencia, capaces de desarrollar nuestros países. Ustedes eran muy utópicos». Y va otro carraspeo.

    «Claro –habrían respondido Fernando, José y René–, ¿pero acaso no llevamos siglos dirigidos por los expertos y especialistas? ¿Y dónde nos están llevando? ¿No sería ya hora de que dirijan los que simplemente trabajan, los que han construido todo lo existente?»

    Recuerdo, en 1972, a las 5:30 AM, una mañana lluviosa en pleno paro de locomoción y de camioneros. Ni una micro en las calles. Cientos de obreros mojados, con el bolsito al hombro, cruzando el puente Las Ánimas para ir a trabajar, pese a que los grandes empresarios querían paralizar el país. Ibamos con René y Fernando. «Miren, cabros», nos dice Fernando. «¿Quiénes son los que realmente mueven el mundo?»

    ¿Acaso cada nuevo gobierno en los últimos 50 años no nos ha hablado, a su turno, de nuevos sacrificios para que esta vez sí que alcancemos el famoso desarrollo?

    Un descanso

    Vuelvo a leer las páginas anteriores de mi borrador y me siento desconforme: siento que estoy usando un lenguaje que no llegará a los que lean estas páginas (Estás muy planificado, Pedro. Sigues en el pasado. Sigues en la utopía).

    Es que siento que estoy hablando de cosas que, para la mayoría, son como si hubieran ocurrido en otro planeta, en otro país, en otra era. O como si simplemente no hubieran sucedido.

    Lo intentaré otra vez. Lo haré a partir de lo poco que sabe y ha escuchado el común de la gente.

    ¿Y del Complejo Maderero?

    Si no han escuchado del Comandante Pepe, menos habrán oído del Complejo Maderero. Lo que se ha escuchado es que en los tiempos del presidente Allende, el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) tenía campamentos guerrilleros en la cordillera de Panguipulli y de Futrono, y que el jefe de estos grupos guerrilleros era uno que nombraban «Comandante Pepe».

    ¿Quién era ese hombre?

    Primero que nada, para mis recuerdos, no era comandante ni pretendió nunca que lo llamaran así. Él simplemente era el «compañero Pepe», y se llamaba José Gregorio Liendo Vera.

    «¡Pero todo el mundo dice que José Liendo y los miristas eran extremistas, terroristas, violentistas!»

    Veamos un poco. Yo recuerdo muy bien que en esos años los estudiantes de la Austral y de todo Chile ya no se conformaban con recibir un diploma y pensar sólo en una carrera de dinero y «éxito». Querían saber en qué mundo iban a vivir. Querían decir su propia palabra sobre cómo debía ser ese mundo. Eran sensibles a la suerte del obrero, del mapuche, del campesino, de la mujer, del poblador.

    Muchos dejaban sus estudios para ir a vivir con los pobladores y los campesinos. Pepe fue uno de esos que comenzaron a visitar los fundos madereros de Panguipulli. Conoció las malas viviendas, los largos inviernos trabajando en la nieve, los bajos sueldos, pese a que la explotación del raulí¹ dejaba enormes ganancias a los empresarios (se llegó a hablar de la «Fiebre del Raulí»). Trabó amistad con los obreros madereros y sus dirigentes sindicales. En sus conversaciones se comentaba que los mapuches de Cautín hacían corridas de cerco y tomas de fundo para recuperar las tierras usurpadas.

    Pepe y Pedro Purísimo Barría, que era alumno del Liceo de Hombres y andaba con muletas por secuelas de polio, decidieron, junto con los dirigentes sindicales, realizar la toma del fundo Carranco, cerca de Liquiñe, a fines de 1970. El ejemplo cundió: a los pocos días un buen grupo de trabajadores se tomaba el fundo y las dos fábricas de terciados y puertas de Neltume. Después siguieron las tomas de los fundos Pilmaiquén, Huilo-Huilo, Arquilhue², Trafún, etc…

    La prensa sensacionalista y la violencia

    Los trabajadores llevaban varias semanas en los fundos tomados. Los últimos sueldos pagados se habían terminado. La prensa de derecha

    –que durante décadas guardaba silencio sobre las condiciones inhumanas de vida y de trabajo en la zona– ponía grandes titulares sobre supuestos campamentos guerrilleros. Hablaba de violentismo y terrorismo. Creo que tenían mucha razón. Sólo que no decían dónde radicaba el verdadero violentismo: ¿acaso no es violentismo tener que trabajar jornadas de 10 a 13 horas en plena nieve, con accidentes, muertos y minusválidos, desnutrición y analfabetismo?

    Hablemos entonces de violencia y comparemos: cientos de trabajadores madereros, apoyados por Pepe y otros militantes, se tomaron decenas de fundos en toda la cordillera a fines de 1970 y comienzos del 71.

    No hubo ni un solo herido. La mayor violencia puede haber consistido en algunos sabrosos insultos a algún administrador.

    En cambio, ¿cuál fue la actitud de los generales cuando enviaron al ejército a retomarse el Complejo Maderero? Veamos: 18 trabajadores muertos en Chihuío, cerca de 20 en la zona de Liquiñe. Muchos cuerpos fueron lanzados desde el puente Toltén³, en Villarrica, y nunca aparecieron (total: 81 muertos en todo el Complejo, todos trabajadores, excepto José, Fernando, René y Pedro Barría y algunos militantes).

    El compañero Pepe, en los meses de las primeras

    tomas de fundos en 1970 (Revista Vea).

    La formación del Complejo Maderero:

    un proyecto social único en Chile

    La prensa suele mostrar a Pepe como un individuo violento y destructivo. Pero hay que ver con qué cariño lo recordaban, veinte años después, algunos habitantes de la zona: «Ah, ¿usted fue amigo del compañero Pepe? Entonces pase adelante a tomarse unos matecitos».

    Pepe y los compañeros de la época, en conjunto con los trabajadores, no sólo pensaban en tomarse los fundos: había en sus mentes todo un gran proyecto social y productivo. El gobierno de Allende estaba preocupado por la situación y decidió mandar a la zona, a comienzos del 71, una delegación de funcionarios de varios ministerios. También viajó la prensa. Quedaron asombrados ante la decisión, la oratoria, la organización y disciplina de los obreros madereros. Fue entonces cuando uno de esos periódicos, la revista Vea, publicó un reportaje sensacionalista hablando del Comandante Pepe. El término «comandante» fue rebatido por el partido y por el propio Liendo; sólo se usaba ocasionalmente en forma jocosa.

    Allí se dio inicio a las conversaciones con el gobierno que dieron origen a la constitución del Complejo Forestal y Maderero Panguipulli (COFOMAP). Se trataba de fusionar los 21 predios expropiados en una sola gran empresa que llegó a comprender 3.600 trabajadores en la zona, más 400 en Valdivia, Temuco, Concepción y Santiago, y sería dirigida por un Consejo de Delegados de los Trabajadores y un Delegado de Gobierno, cargo que fue ocupado por Rodrigo Undurraga, ingeniero forestal socialista.

    Las ideas centrales que se gestaban:

    •  Mejorar las condiciones de vida y trabajo de los habitantes de la zona (vivienda, salud, educación…).

    •  Cuidar el bosque nativo, reforestando y terminando con la explotación desenfrenada.

    •  Producir en forma racional, en función de las necesidades de la población del país, más que en función de las solas ganancias en el mercado de las exportaciones.

    •  Conformar un polo de desarrollo con formas de autogestión, que incorpore y beneficie a los trabajadores, a las comunidades mapuches, a los parceleros, pequeños comerciantes, y a los demás habitantes de la zona.

    Algunas anécdotas

    En su aspecto físico, José no tenía las apariencias de un líder o un caudillo. Era moreno, de aspecto un poco macizo y campechano, mirada alegre, con una mezcla de ingenuidad infantil y malicia en los ojos.

    Yo creo que su ascendiente se debía más que nada a su trato sencillo y alegre con la gente; a que nunca se dio aires de importancia. Sabía escuchar con interés y atención. Y entonces, cuando hablaba, sabía interpretar los sentimientos y anhelos de todos. Nunca aceptó un lugar de privilegio, participaba como todos en las tareas comunes.

    He escuchado una versión que cuenta cómo Pepe también se fue ganando el respeto y la admiración de la gente. En una de sus visitas a Liquiñe, cuando recién estaban comenzando las tomas de los fundos, se le acerca un amigo de la zona y le dice con carita de inocencia:

    –Sabe, compañero Pepe, por ahí anda el sargento de Liquiñe diciendo a quien quiera oírlo que «Cuando me encuentre con ese Pepe que anda alborotando a la gente ¡Le voy a meter cuatro balazos, a ver si se le pasa la calentura de cabeza!»

    Liendo escuchó al compañero, no le dio importancia al comentario y siguió recorriendo la zona como si nada. Al par de semanas, alguien le vuelve con un cuento similar. Conocedor de la gente y de su picardía, Pepe sabía que él no podía seguir mucho tiempo así, haciéndose el tonto. Hasta que le llegó por tercera vez un comentario de las bravuconadas públicas del carabinero. Era hora de recoger el desafío, de lo contrario, ya nadie lo tomaría en serio en la región.

    El asunto es que la leyenda cuenta que una tarde llegó un hombre con una manta negra, de esas mantas de Castilla, al retén de Liquiñe, produciendo expectación en la gente. Con voz enérgica el individuo se dirigió al cabo de guardia:

    –Buenas tardes, cabo. Necesito hablar con el jefe del retén.

    –¿Y por qué será, caballero?

    –Asuntos que él y yo tenemos que hablar. Dígale que Pepe lo está esperando…

    La cosa es que se cuenta que Liendo y el sargento se encerraron por una o dos horas en el despacho de este último, mientras que los curiosos esperaban tensos el momento de los balazos y de la quebrazón de vidrios y muebles. No hubo quebrazón ni menos balazos. Hasta que Pepe salió a la calle, con el rostro entre indiferente y sereno.

    Lo que se sabe es que a partir de ese día no se volvió a escuchar amenazas del sargento Anguita contra Pepe. Su prestigio había subido varios grados en el corazón del poblado, y lo más importante: la gente comenzó a perder el miedo ante las arbitrariedades de los poderosos de Liquiñe.

    Lo que hablaron, nadie lo sabe. Lo cierto es que algunos sentimientos deben haber vuelto a renacer en la conciencia del sargento. Una señora me contó:

    –A mi marido lo salvó el sargento Anguita: a los días del golpe, él vino y en esta misma reja le dijo a mi viejo: «Oiga, don Samuel, ¿no cree usted que le convendría buscar pega en Villarrica? Porque están tan malos los trabajos por estos lados». Así les decía el finao Anguita a varios. Unos cuantos le hicieron caso y se salvaron.

    El «Chico» Pezo, Luis Pezo Jara, con un compañero. Pezo y otros compañeros fueron fusilados en Llancahue en los primeros días de octubre de 1973. Archivo CCMMN.

    La propia señora Juanita, que perdió a su marido y a dos cuñados, fue ayudada por este carabinero cuando, después de las masacres, él le pasó una casita en un terreno de su propiedad y le consiguió trabajo como cocinera de las monjas.

    Yolanda Ávila, viuda de Pepe, relata que cuando fue capturada en la cordillera junto a Pepe, a Pedro Purísimo y otros, la llevaron detenida con su hijo Vladimir, que tenía unos dos años de edad, al retén de Liquiñe. Una tarde, pasa Anguita cerca de ella y, sin que los militares lo vieran, se le

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