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El Maco
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Libro electrónico81 páginas1 hora

El Maco

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Las historias contadas por quienes nos antecedieron enriquecen la percepción que tene-mos de nuestro entorno. Cada relato entrelaza irremediablemente su momento histórico, lo que además de explicarlo muchas veces también lo justifica.
El Maco fue un hombre ordinario, un ser más bien ubicado en lo anecdótico que sufrió los vientos que soplaron en la región de Navojoa entre 1920 y 1980, un personaje que mientras era arrastrado de aquí allá en el vendaval de la lucha posrevolucionaria por obtener tierras y las urgencias derivadas de sus precarias condiciones económicas, se convirtió sin notarlo en un actor relevante del movimiento agrarista.
Fue un analfabeto que un día se prometió aprender a escribir su nombre, también un hijo amoroso, un joven de su tiempo, un sonorense celoso de su fe y sus tradiciones y un padre responsable. Son muchos quienes les deben a él y a otros muchos que lucharon a su lado la prosperidad económica que hoy en día disfrutan y el desarrollo social de sus familias.
En esta obra, que da cuenta de sus anhelos y sus esfuerzos, el propósito no es sólo rendirle un homenaje personal, sino también a todos aquellos a su lado que valientes y decididos forjaron el México de hoy al reclamar sin tregua sus derechos desde la trinchera de la perseverancia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jul 2015
ISBN9781310823664
El Maco

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    El Maco - Manuel de Jesús Valenzuela Valenzuela

    EL MACO

    Manuel de Jesús Valenzuela Valenzuela

    Smashwords Edition

    Copyright: 2015, Manuel de Jesús Valenzuela Valenzuela

    Este ejemplar digital es para uso exclusivo del comprador original, si desea compartirlo, por favor adquiera una nueva copia para cada usuario. Si usted está leyendo esta copia y no la compró, por favor entre en smashwords.com y adquiera su copia personal. Gracias por respetar el derecho de autor.

    - o -

    A mis padres y su imborrable recuerdo.

    - o -

    Contenido

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    I

    Bajo un tabachín un viejo de avanzada edad estaba sentado en una desgastada poltrona mecedora de fierro latonado, blanca y roja y con las coderas ya raídas porque siempre se recargaba en ellas.

    Llevaba un sombrero de dos pedradas de tejido rústico que por lo regular impedía verle la cara completa pues solía estar cabizbajo, con la mirada al suelo, pensativo. De vez en cuando se lo quitaba para abanicarse y alcanzar el aire que le faltaba a causa de la deficiencia pulmonar que padecía.

    Su cabeza era canosa y una mirada profunda provenía de sus verdes ojos. De piel rugosa y morena, sus manos se surcaban de grandes venas que parecían cuerdas; eran suaves por falta de uso, semejantes a las de los niños. En ellas ya habían desaparecido los callos que daban fe del trabajo duro con la pala, el talacho, el machete, el hacha o la hoz, entre otras herramientas del trabajo de campo, así como del uso de la reata con la que alguna vez sujetó a los animales de los que se servía en su quehacer diario.

    Estaba ahí, recordando sus viejos tiempos y preocupado por desconocer el destino de sus hijos, cinco en total. Dos habían fallecido muy pequeños, los otros tres eran aún menores de edad ya que él había contraído nupcias a edad avanzada.

    Era de la idea de que las mujeres no necesitaban estudiar porque las mantendrían sus maridos; nunca pensó en los cambios de la sociedad.

    Educado al estilo antiguo, era un hombre autoritario y machista, como se usaba en aquellos tiempos, y de respiración agitada a causa del enfisema pulmonar provocado por casi 40 cigarrillos al día fumados durante mucho más de 40 años; Alas, Fiesta, Rialtos o Delicados sin filtro eran las marcas de las que gustaba.

    Este personaje, a quien llamaban el Maco, era originario de un pueblo de la ribera del río Mayo —de los muchos que existen sobre ella en el estado de Sonora— llamado Yorentamehua, que en el dialecto mayo significa donde mataron a un yoreme; una alcarria difícil de cultivar dada la cantidad exagerada de piedras porosas, pequeñas y grandes, que impiden la explotación agrícola, y más aún en los años posrevolucionarios, donde no se consideraban las garantías de los campesinos, sólo los espacios ocupados por los ricos hacendados que, aunque ya no lo eran, muchos seguían actuando como tales.

    En estos terrenos agrestes y de temporal sólo se podían cultivar ciertos productos agrícolas regionales como el maíz, el garbanzo, la calabaza y el frijol, este último de variedades tales como el pinto, el yorimuni y el reata —más doméstico—, también el ajonjolí y el cacahuate.

    En las casas no se plantaban más árboles frutales que algunos cítricos, pues la pobreza del suelo casi no permitía otras especies; sólo plantas resistentes al clima y al terreno como limoneros, naranjos, toronjos, limas y mandarinos, además de los árboles regionales que daban las sabrosas guayabas blancas y rosas, de las que se elaboraban la cajeta y el ate, parte de la dieta familiar.

    Podían encontrarse algunos aguacates, dátiles, mangos y papachis, así como plantas de ornato fabulosas; rosales de distintos colores y variedades, algunos injertados, que daban vida y alegría a las escasas viviendas de esa comunidad.

    A todo lo anterior lo acompañaban las plantas silvestres típicas de la región; girasoles, amapolas y San Miguelitos, entre la gran variedad de especies que en conjunto daban un colorido abigarrado a las casas de los campesinos. Éstas se caracterizaban por tener invariablemente al frente un gran corredor o portal, hecho de empalizada rellena con tierra para evitar los escurrimientos debidos al correr del agua de las escasas lluvias.

    En una de las esquinas de la casa del Maco, cerca de un horcón, unas varas gruesas de mezquite en forma de tripié invertido sostenían una tinaja de barro con agua fresca para beber.

    Siendo una casa habitación humilde, era pequeña; un cuarto largo dividido en tres por paredes de adobe que se comunicaban por puertas, que a falta de hojas lucían cortinas de gran colorido. En cada uno de los cuartos de los extremos había una puerta de entrada.

    La cocina estaba fuera, bajo una enramada. Ahí se encontraba la hornilla que servía tanto para los quehaceres de la casa como para el cocimiento de alimentos en trastos de barro o de peltre; ollas renegridas por el humo de la leña. A un lado, casi al aire libre, estaba la mesa donde la familia tomaba sus alimentos.

    Por las noches se iluminaban con cachimbas hechas de botes de lámina con un mechón en los que ardía la tractolina.

    Dentro de la casa estaban las tarimas usadas para dormir —catres amarrados con jarcia de ixtle— y de las paredes colgaban dibujos a lápiz; fotografías ampliadas de los abuelos o algún familiar querido que aún viviera o ya hubiera fallecido, así como cuadros de paisajes.

    Del techo de la enramada de enfrente colgaban algunos utensilios de trabajo; machetes, traspanas, hoces, palas, horquillas, reatas y arreos para los caballos o para uncir la carreta de mulas.

    Abundaban los matorrales silvestres, las plantas de palo verde llamadas breas, el palo santo, el guinolo, el chiraui, los mezquites —árbol más abundante en esta región—, la lengua de Baco, el mauto, el palo fierro y las cactáceas como el pitayo, el sibiri, la biznaga y el nopal, además de los guacaporos y las vinoramas, que producen una flor muy llamativa y aromática que atrae a los insectos y principalmente a las abejas tanto en primavera como en otoño.

    El Maco era originario de este pueblo enclavado en una región de abundante fauna; conejos, liebres, tejones, tlacuaches cola pelada, víboras

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