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Mis cuentos, tus cuentos
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Libro electrónico72 páginas1 hora

Mis cuentos, tus cuentos

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Cuando Manuel Valenzuela nos cuenta un cuento parece hacerlo desde dentro de la historia, como si las escenas estuvieran ocurriendo frente a sus ojos al tiempo que transcurre el relato, y cuando nos damos cuenta sus palabras ya nos han puesto a su lado, mirando desde primera fila y contagiándonos sin remedio de los horrores que describe.
Las cinco historias que conforman este libro tienen algo en común; en todas ellas lo aterrorizante surge de lo cotidiano, de aquello que suele pasar inadvertido en el día a día pero que sin embargo ahí está siempre, en espera del momento oportuno para desencadenar una inopinada serie de acontecimientos que desemboque en catástrofe.
De lectura fácil, ágil y atrapante, esta variada entrega del autor, en cuyos relatos el sur de Sonora se vuelve uno de los protagonistas, sin duda llevará al lector por caminos nunca antes recorridos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 oct 2015
ISBN9781310373442
Mis cuentos, tus cuentos

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    Mis cuentos, tus cuentos - Manuel de Jesús Valenzuela Valenzuela

    MIS CUENTOS, TUS CUENTOS

    Manuel de Jesús Valenzuela Valenzuela

    Smashwords edition

    Copyright: 2015, Manuel de Jesús Valenzuela Valenzuela

    Este ejemplar digital es para uso exclusivo del comprador original, si desea compartirlo, por favor adquiera una nueva copia para cada usuario. Si usted está leyendo esta copia y no la compró, por favor entre en smashwords.com y adquiera su copia personal. Gracias por respetar el derecho de autor.

    - o -

    A todos esos pueblos mágicos de nuestro hermoso Estado de Sonora y sus habitantes.

    - o -

    Contenido

    La acelga que mató a Santiago

    El pueblo de luto

    El bicho

    La casa de las culebras

    El yoreme de palo

    La acelga que mató a Santiago

    Era una noche estrepitosamente tormentosa. Relámpagos y rayos hacían sentir interminable el reposo nocturno. La naturaleza manifestaba su poder ante todo mortal que lo presenciaba, en quien dejaría sin duda una huella imborrable.

    Por largo rato los ecos de los truenos se habían metido hasta lo más profundo de los sentidos y llegado hasta lo más lejano, aun bajo la protección de cualquier espacio cerrado, choza o vivienda, como lo era esta casucha carente de servicios y alejada de un pueblo de pocos habitantes.

    Hasta ella se llegaba a través de una vereda estrecha y lúgubre, bordeada a ambos lados por fuertes brazos de plantas silvestres tétricamente entrelazados.

    Ahí estaba Santiago, en un camastro arrinconado en la esquina de un cuarto humilde, descuidado, con poca presencia, desairado, reducido y pestilente. El ambiente era sofocante comparado con el exterior, que normalmente prodigaba un clima perfecto para estar en reposo permanente.

    El cuarto tenía paredes de adobe carcomidas y roídas por la humedad que resguardaban el piso de tierra que procuraban siempre tener mojado para refrescarlo. Había una pequeña ventana que dejaba ver el grosor de las paredes, cubierta por una tela de colores y figuras de flores tropicales que simulaba una cortina y daba así un poco de vida al reducido lugar. Este trozo de tela también prevenía la entrada de insectos dañinos y de aire frío, que no era muy frecuente en esos lugares.

    Después del sueño, al sentir el fresco de la mañana Santiago recobró la conciencia. Una brisa suave y húmeda entraba por la rendija que dejaba la cortina de colores, ya no tan vivos por el desgaste de la tela al sol, también escuchó desde su silencioso lecho el leve sonido de las gotas al caer; amainada la lluvia, ahora sólo quedaba una suave llovizna.

    Se incorporó en su lecho apoyándose en el codo izquierdo, sosteniendo sobre su boca un pañuelo empapado de un líquido viscoso y maloliente producto de sus incontenibles segregaciones salivales nocturnas. Llamó a su madre por su nombre:

    —¡Laura! —gritó con voz espesa, flemosa y un tanto incomprensible dada su escasa habilidad verbal. Sufría una obstrucción en su lengua gruesa y su labio inferior estaba caído.

    Afuera se dejó oír la voz débil de una mujer de edad avanzada:

    —Estoy tortiando la masa, ¿qué quieres? —contestó Laura asomando la cara por la puerta, para lo que debía sostener la cobija, remedo de puerta, que colgaba en el umbral de la habitación.

    —Tengo hambre —repuso Santiago. Sentía las tripas rugir en un vacío mortificante, doloroso, desesperante—. ¡Tengo hambre! —repitió, ahora con mayor fuerza.

    Laura simplemente contestó:

    —Ya voy, ya voy —y regresó a la humilde hornilla bajo la enramada que ella misma había construido, donde la humedad dejada por la reciente lluvia le estaba complicando preparar el desayuno para ambos.

    Ella había sido una hermosa mujer de piel trigueña y lindos ojos ámbar que destellaban un brillo de felicidad, de lascivia. Cuando joven, sus hormonas saltaban como las lucecitas de los arbolitos de Navidad y sus caderas amplias eran la envidia de cualquier mujer. Su pelo azabache se trenzaba en tres boas entrelazadas que refulgían un brillo espectacular.

    Aquella juventud alcanzó su máximo disfrute con la llegada de Santiago. Se había enamorado de un habitante del pueblo donde entonces vivía, cercano a donde ahora tenía su casa, de quien quedó embarazada. Dio a luz a Santiago cuando casi tenía 40 años. Su enamorado, un tipo casado y con hijos, no respondió a su cobarde acción y dejó a Laura y Santiago a su suerte.

    Dentro de su pestilente cuarto Santiago rugió de nuevo, esta vez con voz más fuerte, como si el hambre le diera mayor energía. Su apetito se había tornado más agudo y le dolía la cabeza por el hambre. Su sudoración se acentuaba al perder energía por falta de glucosa en la sangre.

    —¡Lauraaa! —aulló esta vez.

    Ella entró con un plato rebosando de acelgas con frijoles de la olla cocidos en agua y sal, y en un canasto las tortillas de maíz envueltas en la servilleta en que ella misma había bordado en punto de cruz diferentes figuras con hilaza de colores vivos. Sobre la servilleta reposaban cuatro huevos duros recolectados esa misma mañana de las gallinas de su corral.

    —Ahí está, para que dejes de gritar —le dijo, y salió de la habitación con

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