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Juan De Mi Tierra
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Libro electrónico652 páginas10 horas

Juan De Mi Tierra

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"Juan de mi tierra" es la historia de un personaje en particular, pero que tiene la magia de representar a todos esos Juanes que sueñan por un mundo diferente… un mundo mejor a través de la educación. Para lograrlo, tienen que luchar en contra de las adversidades de origen y de la sociedad. Alejarse de los seres y lugares que más quieren y enfrentarse a lo desconocido con una determinación inquebrantable. Esos Juanes, serán la esperanza de esa gente y lugares humildes que representan y que les dan un apoyo moral que tiene más valor que lo económico. En la distancia…, en la lejanía, sufrirán la nostalgia de lo que más quieren y se aferrarán a sus sueños para no sucumbir ante los rigores de una sociedad diferente. Una sociedad sin los vínculos amorosos de lo que están acostumbrado en su pequeño mundo lleno de amor.
IdiomaEspañol
EditorialXlibris US
Fecha de lanzamiento30 jul 2021
ISBN9781664180024
Juan De Mi Tierra
Autor

Luis A. Rodríguez

Luis A. Rodríguez es el autor de Las Crónicas Misteriosas – la Reunión Misteriosa. Nació y creció en un pequeño cantón llamado San José Montañita en el país más pequeño de América, El Salvador. Cuando comenzó el cuarto grado se trasladó a vivir con una hermana a una ciudad llamada Berlín. Desde hace cuarenta años reside en Milwaukee, Wisconsin, U.S.A. Su esposa Cristina es también de El Salvador. Su matrimonio fue bendecido con un hijo Luis, Jr. y una hija, Kelly. Ahora es orgullosamente abuelo de dos nietos, frutos del matrimonio de Luis, Jr. Después de graduarse como maestro de educación bilingüe de la Universidad de Milwaukee, Wisconsin, trabajó por veintiséis años en el sistema público de las escuelas de Milwaukee. Ahora en su retiro disfruta su tiempo con su familia, en el jardín, conociendo lugares y escribiendo poemas e historias.

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    Juan De Mi Tierra - Luis A. Rodríguez

    Copyright © 2021 por Luis A. Rodríguez.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Cover Illustrated by Luis A. Rodríguez Jr.

    Fecha de revisión: 30/07/2021

    Xlibris

    844-714-8691

    www.Xlibris.com

    830201

    Este libro lo dedico a:

                Mi esposa Cristina,

                            por su comprensión incondicional.

                Mi hijo Luis Jr. y familia,

                            por su constante motivación.

                Mi hija Kelly,

                            por su apoyo en el transcurso de la obra.

                Los que conocían de mi idea,

                            por su entusiasta colaboración.

    ÍNDICE

    Capítulo Número Uno

    El Origen

    Capítulo Número Dos

    El Cambio

    Capítulo Número Tres

    La Conversación

    Capítulo Número Cuatro

    El Viaje

    Capítulo Número Cinco

    La Idea

    Capítulo Número Seis

    La Directiva

    Capítulo Número Siente

    Los Estudiantes

    Capítulo Número Ocho

    La Despedida

    Capítulo Número Nueve

    La Nueva Odisea

    Capítulo Número Diez

    Los Cambios

    Capítulo Número Once

    La Gran Decisión

    Capítulo Número Doce

    El Reto

    Capítulo Número Trece

    Los Resultados

    Capítulo Número Catorce

    La Información

    Capítulo Número Quince

    La Noticia

    Capítulo Número Dieciséis

    El Grupo Musical y Las Pláticas

    Capítulo Número Diecisiete

    La Revancha

    Capítulo Número Dieciocho

    La Excursión y Los Planes

    Capítulo Número Diecinueve

    La Conglomeración

    Capítulo Número Veinte

    La Recta Final y Las Diligencias

    Capítulo Número Veintiuno

    Tiempos Difíciles

    Capítulo Número Veintidós

    La Nueva Etapa

    Capítulo Número Veintitrés

    El Encuentro del Amor

    Capítulo Número Veinticuatro

    El Consentimiento

    Capítulo Número Veinticinco

    El Día Oficial

    Capítulo Número Veintiséis

    Otros Tiempos

    Capítulo Número Veintisiete

    Las Decisiones

    Capítulo Número Veintiocho

    El Desenlace

    Capítulo Número Veintinueve

    Lo Desconocido

    Capítulo Número Treinta

    Las Promesas

    Capítulo Número Treinta y Uno

    La Pesadilla

    Capítulo Número Treinta y Dos

    La Quinta Prueba de Amor

    Capítulo Número Treinta y Tres

    La Unión

    Epílogo

    Agradecimientos

    Capítulo Número Uno

    El Origen

    Te he buscado desde la lejanía de mi propio yo. Desde la distancia de mis años. Desde el momento de mi existencia. He viajado por la ruta de mi vida sin poder encontrar el propósito del viaje. He salido lejos de mi patria y, aún, en tierra extraña te he seguido buscando. He peregrinado por diferentes sendas y tú… no sé… ¡qué senda has tomado! El libro de mi historia se iba poniendo grueso y en las amarillentas páginas... tu nombre no ha sido escrito.

    Ya con el libro grueso y pesado, no tanto por las páginas sino por lo que se ha escrito, detuve la marcha. Al momento de esta decisión, ya muchos inviernos habían pasado. La escarcha de esos inviernos implacables se reflejaba sobre mis sienes. Con el tiempo congelado…, dormido, desperté mi mente y recorrí cada una de mis polvorientas páginas. Allí estaba ese pequeño y humilde lugar en un país lejano. Un pequeño cantón, un simple reflejo de cientos, alejado de toda comodidad de lo que llamamos: Mundo Moderno.

    De pronto, veo algo que me conmueve. Una nana del cantón se queja de fuertes dolores de parto. Una nueva vida le está a punto de ser entregada. No hay doctores ni enfermeras. El único personal es una anciana con la sabiduría venida del cielo. Para esta nana, la palabra hospital nunca ha existido. Con esta nueva vida, ya son siete las que ha entregado a este mundo cada vez más desafiante. La misma anciana, con facciones distintas, ha sido la que siempre ha estado a su lado. En el cuarto, el único cuarto, si se le puede llamar así, la tierra está fría. La madre tierra no ha sida cubierta todavía y los pies descalzos de la anciana pisan su rostro calentándola con la suave aspereza de su piel. La luz es tenue en una noche oscura. El filamento del tungsteno aún no ha sido introducido. El hombre con sus inventos se mantiene, todavía…, al margen; el cantón, todavía, disfruta de una envidiada ignorancia. La única luz proviene de un viejo y polvoriento candil que con su mecha de trapo viejo consume su alimento: el gas. Alimento que es transformado en esa luz tenue que ilumina la oscurana.

    Un hombre que dormita se calienta, de cuando en cuando, en la lumbre de un debilitado fogón. Su mirada, extenuada por la espera, reposa en las seis vidas que son parte de su ser. Un perro lleno de huesos le hace compañía. Este lugar es de todos y de todo se hace en él. Es la sala que sirve de antesala y también de comedor. El viejo cabecea y la prole duerme. De pronto, un grito rompe el silencio de la madrugada cubierta de sereno. La primera página se escribe en medio de la confusión.

    El que ha venido pasea la mirada sobre el lugar y los que en él están. Su mundo de colores y de libertad ha quedado segundos atrás. Su nuevo mundo es en blanco y negro y la palabra libertad, ¿dónde está? De pronto, el grito cesa, su cara de rigidez anuncia la forma en que afrontará las cosas… de su nuevo mundo. Su nana sudorosa, su tata extenuado, por un momento, lo han abrazado. La anciana, con la sabiduría venida del cielo, con ropas repasadas lo ha enrollado.

    Déjenlo que descanse, les ha ordenado.

    El tata al jornal se ha marchado, pues, ya son las cuatro de la mañana y el gallo, sobre las ramas del guayabo, ha cantado y, con su reloj biológico, al vecindario ha despertado.

    Ve a traer el agua cipote mira que no tenemos nada, una mujer, al otro lado del rancho del recién llegado, ha gritado.

    Hindizuelo ándate al potrero y la vaca tráete, un hombre, de otro rancho, ha ordenado.

    El recién llegado que casi no ve, pero lo oye todo, muy quieto se ha quedado. De pronto, los gritos de una retajila de cipotes la quietud le han robado. La luz tenue del viejo candil empieza a perder su poder. Por el horizonte, detrás de los cerros, aparece el sol. Su luz es gratis y es de todos y para todos, sin importar la raza, color o posición social. El que ha venido, estoy seguro, lo comprende mejor. Pero... ¿cuánto le durará esta imagen? Eso lo estamos por ver.

    Anda mama dame el cipote, ha dicho la mujer.

    Agárralo con cuidado y dale de comer, le contestó la anciana que se empezaba a dormir.

    El cipote chupa el repasado pecho. Después de dos o tres chupetazos satisfecho está. La mujer lo acaricia y a su lado lo acuesta. El infante no se mueve de enrollado que está. La anciana, con la envoltura, le ha quitado la libertad. De ahora en adelante, con la angustia de reconquistarla día a día crecerá.

    El siglo veinte ha pasado nueve años de la mitad. En muchos lugares de esta tierra, en los rostros, se refleja la ansiedad. La esperanza de una vida mejor es limitada dentro de la sociedad. El hombre viene, vive y se va. Las letras para muchos... no saben cómo son. Ellos…, sólo conocen las órdenes del patrón.

    El tata del recién llegado ya son diecisiete años que trabaja como peón. Con el patrón que compró o robó las tierras de diferente color son. Con su acento extranjero, después de todo este tiempo el nombre de su jornalero, aún, no lo dice bien. Los hijos de cuna han empezado a mandar también. Estos son peores porque no saben los sufrimientos del peón. Les pagan muy poco, porque, eso es parte de la explotación. No hay leyes que los protejan, éstas no han sido hechas para el peón. En este lugar de la tierra, el horario de trabajo es algo que no ha existido, no existe y… posiblemente no existirá. El jornalero, simplemente, le llama jornada y así se le conocerá. Comienza de madrugada y de regreso no sabe a qué hora, en su rancho, estará.

    Dos años han pasado y la vida en el cantón se empeora. El patrón se alimenta mejor y más dinero atesora. El cipote otra compañía tiene y ya son ocho las que de un mismo plato comerán. Los progenitores, que de vez en cuando únicamente los ven comer, más viejos se ponen. Para los del cantón el control de la cigüeña es algo que no existe y, es posible que, nunca existirá. Por tal razón, siguen el mandamiento y hacen lo que él les permite hasta que la cigüeña ya de vieja no los visite. La misma anciana con facciones, aún, más distintas, pero con más sabiduría, a once vidas en la misma casa recibió.

    Capítulo Número Dos

    El Cambio

    El recién llegado de hace ocho años, a la escuela se encaminó. El maestro, para distinguirlo de otro estudiante, Juan de mi Tierra le llamó, pero el verdadero nombre era Luis. Y los tatas para no contradecir al maestro con ese nombre se quedó y así se le conoció. Para él todo era normal. Iba a la escuela con pies descalzos y sin morral, con su pelo quebradizo sobre su frente sin peinar, con sus pantalones remendados y sin almidonar. Y todas las mañanas debajo de un palo de mirto se ponía a llorar.

    Vámonos Juan, sus vecinos le gritaban.

    Ya es tarde Juan, otros le recordaban.

    De pronto, con un palo de escoba a correr lo mandaban y a sus vecinos en el camino dejaba.

    Buenos días Juan, el maestro con una sonrisa lo saludaba.

    Él pasaba de largo y ni siquiera lo miraba. Para Juan el kindergarten nunca existió y el primer grado nunca le interesó. En sus bolsas de manta, de sus pantalones remendados, un montón de chibolas y semillas de chilca cargaba. En los minutos de clase, por su mente, la yorca pasaba. En el patio lleno de polvo allí estaba ese cuadro, con un hoyo en cada esquina, que como un fiel amigo lo esperaba. Con su mirada felina, desde su asiento, cada hoyo miraba. La escuela, en este tiempo, nunca le atrajo. Siempre jugó en la escuela y en la casa, por lo que, al maestro nunca le trajo el trabajo.

    El profesor era un hombre, menudo, nativo del cantón, Manuel se llamaba. Él era el maestro, el director y el supervisor de la escuela. Como a treinta niños enseñaba. Del primero al tercer grado en un sólo cuarto amontonaba. Se aprendía lo que se podía, más bien, él enseñaba lo que podía. En una pizarra, vieja sostenida con dos largas patas y recostada sobre una pared, tres clases dividía. Unos escribían la A, otros la B y otros la C, mientras él se tomaba un café.

    Él vivía al cruzar la calle y muchas veces cerca del almuerzo, a los cipotes dejaba solos y a darle de comer a un caballo se marchaba. Juan y los demás, desde sus asientos lo miraban, pues, a las paredes de la escuela ya muchas piedras le faltaban. Durante los meses de invierno, las goteras estaban por todos lados, ya que, algunos escueleros varias tejas con las hondillas habían quebrado.

    Pero, sobre todo, Juan y su grupo eran de los privilegiados. Muchos Juanes de mi Tierra nunca a la escuela han llegado. A la mayoría de sus padres, que una letra no la saben, la escuela nunca les ha importado. El abuelo de Juan, del cantón, era el más educado. Enseñó las letras a muchos, pero a su hijo no le enseñó nada. Al tata este hecho le dolía y, por tal motivo, se propuso que a sus hijos a la escuela mandaría. De vez en cuando, con su mujer comentaba:

    Con el sexto grado que saquen me conformaría.

    La mujer, que de letras tampoco nada entendía, con un movimiento de cabeza asentía. Algunas veces, entre ellos, una discusión se formaba. A menudo, la nana de Juan a buscar leña lo mandaba y al hombre le decía:

    ¡Qué tontería, para que mandas al cipote a la escuela, si para ser peón una buena espalda basta!

    Pero mujer, quién sabe si con este de peón se sale algún día, el hombre le decía.

    Mientras tanto, Juan la escuela era algo que no entendía. Aquel año, al final del primer grado, Juan de mi Tierra se ha quedado aplazado. La esperanza del hombre por un momento se ha marchitado.

    Lo mandaré a la otra escuela en ésta, posiblemente, el maestro no lo quiere, el hombre para sí mismo ha murmurado.

    El siguiente año, en la otra escuela fue matriculado. En este año, casi era el mismo. Mas bien… el mismo, pues, en su vida un año había pasado.

    Juan era flaco y barrigón como, casi, todos los cipotes de mi tierra. La barriga les crecía, ya que, con las manos sucias y las uñas llenas de tierra se comían lo poco que se conseguía. En él, las lombrices un buen lugar encontraban y en su estómago un buen tiempo llevaban. Muchos Juanes de mi Tierra, por estas condiciones, nunca a adultos llegaron y camino al cementerio muchos tatas les lloraron. En el camino de regreso, con la fe puesta en el cielo se conformaban. Se oía con frecuencia decir:

    Allá está mi cipote con los angelitos jugando ya y desde ese lugar siempre nos verá.

    ¡Qué bonita fe…, la fe, de mi gente, tan diferente a la del presidente! ¿Por qué será? Tal vez sea porque él es de allá y ellos de acá. Quizás porque los de allá son... señores…, caballeros y… los de acá, simplemente: gente. ¡Qué barbaridad! ¡Qué confusión! Pero al final de cuentas de la muerte son.

    A Juan el estómago le pesaba y con las piernas flacas y los pies descalzos en otro año se encontraba repasando el anterior. Pero, de todos modos, él se había propuesto que ése sería mejor. Caminaba un poco más, pero se sentía mejor. Por los potreros, feliz iba silbando como un ruiseñor; al llegar a la escuela, muy contento, saludaba al profesor. Mientras la clase comenzaba, a descansar se sentaba a la sombra de un palo de mango en flor.

    Desde su posición, contemplaba la escuela que, al igual que la otra, no tenía corredor. Los demás cipotes continuaban llegando. Eran unos pocos dentro de un montón. La clase comenzaba y todos se sentaban de dos en dos en el único salón.

    Juan disfrutaba más que los ayeres de hace un año y con sus compañeros tenía mucha diversión. Para entonces, las chibolas ni las chilcas le llamaban la atención. Era por la pelota de trapo tejida con pita que suspiraba con pasión. Una mañana de flores y sol brillante, mientras se encontraba en recreo jugando, con su pelota de trapo viejo, a una piedra la ha dado un tropezón. ¡Pobre Juan! De sus inocentes ojos, un par de lágrimas le rodaron y se perdieron en la polvareda. Del pecho del pie, un pellejo lleno con sangre le colgaba. Una compañera -Gladis se llamaba- muy cuidadosamente, con una tijera se lo ha cortado.

    Vamos Juan, ya no llores, pronto estarás bien, le ha dicho.

    No friegues, como a ti no te duele, siempre contestaba a los que valor le daban.

    Los días pasaban y renqueaba ya menos que ayer. Poco… a poco volvió a caminar normal, es decir, como antes. A la escuela, como de costumbre, silbando llegaba. Ya de aquel año poco le faltaba y con los demás cipotes cada día disfrutaba. Las tablas de multiplicar, las letras del alfabeto era algo que ya entendía. Llegaba a la casa y a su nana y a su tata se las decía.

    Cállate indisuelo, nosotros no sabemos si es cierta tu alegría, su nana respondía.

    A lo mejor es una guaspira que nos estás dando, Su tata añadía.

    Pero con más fuerza lo que sabía les repetía. Para que ustedes aprendan, con mucho cariño, les decía.

    Los pies descalzos de Juan, aquel invierno, de mazamorras se cubrieron. Los dedos de los pies por poco se le pudrieron. La nana partía limones y sobre un tizón ponía las rodajas. Un momento más tarde, ya medio calientes, en los dedos se los exprimía. ¡Pobre Juan! ¡Cómo sufría! Cada grito hasta el cielo subía. Para mis Juanes esto era normal, pues, para ellos los zapatos todavía no se habían inventado. Por lo que, era costumbre ver los dedos de mis Juanes todos reventados.

    Los días pasaron y el año escolar llegó a su final. Juan muy contento llegó a su jacal. Al día siguiente, habría una fiesta comunal. Los pantalones de macartol dos cabos salieron a relumbrar. Las camisas de manta, por fin, se dejaron planchar. Los caites con correas nuevas se oían chillar. Qué alegría..., que alegría la de mi gente tan diferente a la de otra gente. Mis Juanes… que chulos se miraban. Sus camisas bien lavadas, sus pantalones remendados, pero bien despercudidos. Con la ayuda de un chirostón de líquido en el pelo, ¡qué bucles sobre la frente mis Juanes lucían! Habló el maestro..., todo era alegría. Los aplausos, las vivas, aquel momento envolvían. Las pitas con las chiras, los papeles de colores reflejando la bandera. ¡Qué bonito espectáculo en la tierra de mi Juan..., tan diferente a la de otra tierra! La alegría, el sol, el polvo caliente, los pies ardientes..., ¡qué bonita mi gente en medio de otra gente! Juan su papel agarró, pero aquel año no lo leyó. Después de la pachanga a su casa lo llevó. La nana en una caja de madera dentro de una bolsa de plástico se lo metió y de las cucarachas y los ratones por un tiempo lo preservó. Y de todo esto, ni siquiera se enteró.

    Para mi querido cipote, el tiempo de vacaciones lo disfrutaba sin apuro. Jugaba mucho de día, pero muy poco en lo oscuro. Al llegar la noche, se acordaba de los cuentos que, a muchos cipotes, su tío Colacho les contaba. Por lo que, un miedo de niño, a su cuerpecito el valor le robaba. Pero de vez en cuando a su tío rodeaban, unos, diciéndole:

    Cuéntanos el de la Ciguanaba.

    No mejor el del Cipitillo, otros le gritaban.

    Esos ya estoy aburrido de contárselos -el tío Colacho contestaba-. Ahora les voy a contar el del Cadejo, agregaba y a callar los mandaba.

    ¡Ah, qué cuentos los de mis Juanes! Tan diferentes a los de otros cipotes.

    Entre noches de cuentos y noches de grillos dos años pasaron y un nuevo año escolar estaba a punto de comenzar. Para mi Juan este iba a ser muy diferente. Sus Juanes con esos que jugaba la güimba, la yorca, el trompo, a la pelota de trapo. El primo que se sentó con él todo el año anterior -Pedrito se llamaba-. Con el que compartió el jugo de mango tierno, la lima del vecino, el guineo de ceda y, aún, de vez en cuando una buena chenga con frijoles, por Juanes de otras gentes muy distintas a la suyas los cambiaba. A la ciudad, donde una hermana, por mandato de su nana y su tata se encaminaba.

    Juan de mi Tierra, a otra tierra llegó. Sus tatas querían que su cipote fuera diferente, quizá en una genuina ignorancia..., como la otra gente. Nunca le preguntaron y… un día, de repente, simplemente, lo mandaron. -Para Juan, este cambio de gente gravado en su mente, como en roca, se quedó-. Para la ciudad… se marchó, sin ningún beso, sin ningún abrazo, sin ningún adiós. Para mis cipotes esas cosas no existían. Pobrecito, mi querido chimultrufio, cuántas lágrimas que al camino entregó. Y, allá…, lejos…, muy lejos, sus Juanes, su jacal, su familia, el cantón dejó. Por primera vez…, sus pies descalzos y libres el pavimento quemó. -Esto y los demás inventos fueron lo que lo torturaron-. Pero… allí estaba, de frente, sin decir nada, guardándolo todo como un mandato de Dios.

    Sus pies descalzos que, allá en su mundo, la madre tierra pisó, un par de zapatos, la libertad, les quitó. Pobrecito, cómo sufría en tratar de entender lo que otra gente llamaba: Comodidad y Sabiduría. -Juan…, una flor pura en medio de las hibridas. Una hoja en blanco… en un enjambre de manos ansiosas de escribir una historia-. Pero, esto no lo entendía y con sus once años y sus cuadernos dentro de una matata de pitas de colores en otro mundo se encontraba.

    Al pasar los días, la alegría de Juan se marchitaba, de su familia se acordaba, especialmente de su hermana Teche con quien más jugaba, allá… lejos… en la lejanía se encontraban. Y, por las noches, en un rincón cualquiera, sentía ganas de llorar y… lloraba. La imagen del maestro lo torturaba y los juegos de hoy no eran con los que ayer, muy feliz… jugaba. Poco… a poco un no se qué le atacó y en la escuela no hablaba.

    Cada mañana. a las cinco se levantaba y su hermana a traer agua, como a un kilómetro de distancia, lo mandaba. Pobre de mi Juan, el cántaro de agua cómo le pesaba. Al regresar, atizaba el fuego, ponía el café, tostaba una chenga y con frijoles y sal se la atravesaba. Después de un trago de café amargo a la escuela, a las siete, se marchaba. La escuela a dos kilómetros se encontraba y sobre el asfalto gris sus zapatos, que lo apretaban, se desgastaban.

    Para Juan, la escuela se convertía nuevamente en un problema, su estómago le dolía cuando oía al maestro decir buenos días. En medio de una agonía silenciosa se llegaba al mediodía. En este momento comenzaban dos horas de recreo. Tan pronto en la calle, a una tienda se metía y un pan con helado pedía.

    Son cinco centavos, la dueña le decía.

    Lentamente, rumbo a casa de su hermana, poco… a poco se lo comía. Este momento del día es el que más le gustaba. Con su helado y su pan... ¡qué le importaba que el fuerte sol del mediodía lo quemara! Y, por un ratito…, por un momentito…, una chispa de libertad disfrutaba.

    Cuando mi Juan llegaba a la casa de su hermana mucho trabajo le esperaba. Barría y trapeaba, le daba de comer a los cuches y a las gallinas. Si le quedaba un tiempo libre se metía a la cocina y mordisqueaba aquí o allá alguna golosina. También, sus sobrinos se le acercaban y alguna que otra cosa también a ellos les daba. Su hermana, en el mercado, vendiendo cosas todo el día se la pasaba. Brincando de una cosa a la otra, el tiempo se le pasaba y a la escuela otra vez regresaba. Y los dos kilómetros qué largo se le hacían y al llegar a la escuela, los Juanes diferentes, de él se reían por sus zapatos burros, su ropa remendada o por su pelo mal recortado. Eso no lo entendía y día a día mi Juan, así, sufría. Y muy a menudo, inocentemente, soñaba con irse a un lugar lejano, quizás a una selva, donde su alegría nadie le robaría.

    La tarde muy lenta…, lentísima iba pasando. Juan de mi Tierra que casi no se alimentaba dormido se iba quedando. De repente, un grito del maestro, como resorte lo paraba.

    Si te quedas dormido otra vez, de plantón, a la esquina te mando, el maestro lo amenazaba.

    Con una mano debajo de la quijada, a duras penas a las cuatro llegaba. La campana sonaba y a casa se marchaba. Se iba caminando despacio…, despacito como queriendo nunca llegar a su destino. En el camino, de su tierra…, de su gente se acordaba y le daban ganas de llorar y lloraba. Se acordaba de la vaca, el caballo, los Juanes, los que mucho extrañaba y rienda suelta a su imaginación le daba. Se iba soñando a la orilla de la calle artificial que la frescura de la madre tierra cubría. De repente…, a lo lejos, la casa de su hermana divisaba. Su mirada sombría, su carita de inocencia de tristeza se le cubría.

    Al llegar a la casa las tareas rápido hacía. Después, ¡cuántas cosas extras le esperaban! Iba a traer leña para atizar el fuego. Se refundía en la finca a buscar monte de chanchito para los chanchos de verdad. Cuando era la cosecha del café se iba a pepenar el que se quedaba perdido en la finca. Luego después de un laborioso proceso era el que cocía todas las mañanas para echarse un trago amargo antes de irse para la escuela. Además, jalaba agua en una carreta a la que le ponía cuatro cántaros. Lavaba su ropa y después lo mandaban hacer otras cositas más; al final, muy rendido en un rincón cualquiera, -pues no tenía cama-, se acostaba sin aliento de rezar, mas sin embargo rezaba. Sobre el piso frío, en ese rincón que él apartaba, el sueño lo encontraba. A la mañana siguiente, el ruido de la primera camioneta lo despertaba. Era el reloj despertador que nunca fallaba. Para mi Juan, otro largo día comenzaba.

    Así, de día en día, el tiempo pasó. Juan iba creciendo de estatura y el primer año escolar, lejos…, muy lejos de su gente y en medio de otra gente muy diferente, terminó. Para muchos de mis Juanes este era el tiempo para prepararse para el próximo año de escuela. Era el tiempo para reunir algunos centavos con los cuales se compraban los zapatos, los cuadernos y lo más necesario para el año escolar. Mis cipotes, a cortar café se marchaban. No era fácil, ni lo es aún, ni nunca lo será. A las cinco de la mañana al cafetal se marchaba. Algunos días, mi Juan, hasta diez kilómetros caminaba. Llegaba al cafetal rendido y sin ganas de trabajar. El sereno de la noche el cafetal mojaba y esas gotas frías las manos le congelaban. Entre dolor, silbidos y ruido de radios que tocaban y hablaban y que casi nadie atención les prestaba, a las doce del día se llegaba. Era el tiempo favorito de mi Juan. Era el tiempo de almorzar. De vez en cuando una fogata se prendía y las tortillas duras sobre las brazas se ponían a tostar. Mis Juanes, los frijoles de olla, el arroz blanco y algún pedacito de queso duro sobre una tortilla tostada acomodaban; ¡Ah, qué rico todo eso lo encontraban! De su calabazo un buen trago de agua se tomaba y de su galillo la comida se bajaba. Durante un rato se platicaba, se contaban chistes y luego... la tarea continuaba. Como a las cuatro de la tarde era hora de parar de cortar. Sobre el lomo pelado las cien o ciento cincuenta libras al recibidero se llevaba. ¡Daba una pena ver a mi Juan! Las piernas como le temblaban. Sudado y sin ánimo de hablar en una línea se formaba. Muy despacito, como queriendo nunca llegar, de poquito… a poquito al pesador se acercaba. En una báscula su saco pesaba. Ciento veinticinco libras, el pesador a Juan le gritaba, mientras su saco arrastraba. Mentalmente, repetía la cantidad de libras y su café en otro saco desbaceaba. Con sus manos sucias, por la miel del café, de su matata de colores un pedazo de lápiz y un papel sacaba. Ciento veinticinco libras él apuntaba y junto al número el día de la jornada y más abajito, en una esquinita, escribía los centavos que se había ganado. Así, un día más terminaba. De regreso a casa se divertía, platicaba, corría, buscaba guayabas u otra fruta que en el camino se daban. Después de un par de horas a casa, muy cansado, llegaba. Ya estaba oscuro, pero a traer agua su hermana lo mandaba y en el camino de miedo rezaba.

    ¡Así era la vida de mi Juan! Pero él nunca dijo nada, aunque todo eso un pedazo de alegría le quitara. De ir y de venir los meses de vacaciones pasaban. Mis Juanes ahorraban sus centavitos y se compraban sus zapatos burros, su ropita y dejaban algunos centavos para gastarlos durante todo el año poquito… a poquito como sin querer nunca terminárselos. Después de algunos días en su cantón y de jugar y pelear con sus Juanes de verdad; mi Juan, a otro año, muy triste, se marchaba. Un poco más grande, por supuesto, pero sus lágrimas le dolían más, a casa de su hermana llegaba; y en la calle, enfrente del portón, se paraba y sentía que la vida le arrebataba. No decía nada, pues, no sabía que decir.

    Ese año se propuso, muy fuerte, estudiar. A quinto grado iré. A estos Juanes extraños les voy a demostrar que también los Juanes de mi Tierra tienen corazón y saben luchar, se dijo a sí mismo. Así, sin cambiar de vestuario, cambió de corazón. Trabajó duro y sin tesón. Salía de la escuela y las tareas de las clases y de la casa hacía sin ningún remedón. Pronto, algunos Juanes extraños a mi Juan se le acercaron. Nunca fue amigo de nadie, pero supo vivir entre ellos, sin buscarle tres pies al gato.

    Los días pasaban y otro año escolar a su punto final llegó. Juan estaba contento, había trabajado fuerte y con mucho éxito el año terminó. Se fue a su cantón y con sus tatas su alegría compartió. Su tata a su nana le gritó:

    ¡Ya vez, te lo dije mujer, nuestro cipote puede llegar a ser un gran cipote!

    Hicieron un intento de abrazarse, pero no lo hicieron; al rato, llegaron sus hermanos y también ellos lo celebraron. Comieron y hablaron. Mi Juan, que alegre se sentía, al ver que él era el centro de la alegría. Jugó con sus Juanes, ahora, ya más grandes. Bailó el trompo con ellos, jugó a la güimba, a la yorca, con la pelota de trapo y su tío Colacho les seguía contando cuentos de miedo por las noches. Durante esas vacaciones se quitó menos los zapatos. Decía que ya podía caminar más firme sobre las piedras y sin miedo a que se le metiera alguna espina o algún pedazo de vidrio de alguna botella de las que quebraban los bolos.

    Durante esas vacaciones, como las anteriores, también mi Juan fue a cortar café. Madrugó, tembló de frío, aguantó hambre y de vez en cuando se comió su chenga tostada. Durante las tardes, sacó el café al recibidero, las piernas, más grandes y más fuertes, todavía le temblaban al llegar al recibidero cargando el café sobre su lomo pelado. Apuntaba las libras, el día y más o menos lo que ganaba y a la casa, alegre, se marchaba.

    Sin darse de cuenta otro año escolar a mi Juan lo esperaba. Se hizo la misma promesa que el anterior y, para sorpresa de muchos, la escuela ya le gustaba. Se olvidó del maestro, de los demás Juanes y a sacar buenas notas ese año se enfocó. Más Juanes extraños, este año, se le acercaron. Siempre los miraba con recelo y siempre se cuidaba de no entrar mucho en detalles con ninguno de ellos. Con varios de esos Juanes, algunas veces después de la escuela a dar una vuelta al parque se marchaba. No se entretenía mucho, sabía que tenía que hacer las tareas de la escuela y cumplir con las tareas en casa de su hermana. Juan con su hermana estaba muy agradecido. Gracias a ella, ahora, ya le gustaba la escuela. Y lo mucho que trabajaba nunca lo tomaba en cuenta, aunque no pudiera hacer lo que muchas veces tenía en mente. A esa altura, los hijos de su hermana ya eran cinco. Él jugaba con ellos, los vestía, les daba de comer, los acostaba y de vez en cuando hasta los bañaba. Todo eso no le importaba; pues, muchas veces, se decía que era lo único que podía hacer para pagarle a su hermana su ayuda con la posada.

    Juan de mi Tierra seguía creciendo en todo: conocimiento, amigos y estatura, pero a sus verdaderos Juanes y familia nunca olvidaba y al final de cada año escolar con ellos se marchaba. En este pasar del tiempo, muchas cosas le preocupaban. La mayoría de sus Juanes queridos la escuela dejaban, ya que, sus padres a trabajar a las milpas los mandaban. Su tata más viejo se ponía y de peón con el mismo patrón seguía. Ninguno de sus hermanos y hermanas mayores después del cuarto o el sexto grado la escuela siguió, debido a la pobreza que a sus tatas abatió. A ver si los menores -Juan se preguntaba con consuelo y al mismo tiempo agregaba-: Pues, alguno de nosotros debe seguir los conocimientos del abuelo.

    De ir y venir, de años de rutina, de nunca quejarse, aunque llorara por dentro, un día para sorpresa de todos los Juanes de verdad y algunos de la ciudad, el tercer ciclo, es decir, la educación media, terminó. Y en silencio, como de costumbre, a su cantón se marchó. En silencio, muchas noches, también lloró. La escuela que un día rechazaba y ahora que le gustaba tanto por falta de recursos quizás la abandonaba. Su hermana le había comentado:

    En el bachillerato se gasta un montón y quizás yo te ayude con algún pantalón.

    Ese es el problema de la mayoría de mis Juanes…, tan diferente al de mucha gente. Allá…, a lo lejos…, en la lejanía del cantón, Juan seguía pensando que hacer para seguir estudiando. Otra estación de cortas comenzó y al cafetal se marchó. Subía y bajaba la cuesta con su mente siempre ocupada y a su casa llegaba sin darse de cuenta.

    Para sorpresa de los demás Juanes, un día al cafetal no llegó. Se armó de valor y se fue al bachillerato y con el director platicó. El director lo miraba de reojo, un poco asustado, como preguntándose:

    ¿De dónde ha salido este cipote remendado?

    Mi Juan…, con otros Juanes limpios y planchados en una banca se sentó y con paciencia, como queriendo que nunca llegara, su turno esperaba. Ya era muy tarde cuando esto pasó. Su pobre estómago le sonaba de hambre, en su apuro de llegar temprano, ninguna chenga se comió.

    Lo llamó el director y pobrecito de mi Juan todo su cuerpecito, como cuajada, le tembló. Se quitó el pedazo de sombrero y con una mano temblorosa y sudorosa lo saludó. El director, por no llenarse de sudor con la mano estirada lo dejó y con una voz fuerte a sentarse lo mandó.

    ¿En qué puedo ayudarte, si es que puedo?, le preguntó.

    Con una voz entrecortada, mi Juan como pudo, le explicó que quería seguir estudiando, pero que sus tatas eran pobres y no tenían cómo la escuela pagar.

    El director lo miraba con asombro y por un momento no supo que contestar. Después de una pausa, que a Juan le pareció eterna, el director muy despacito cruzó una pierna y con una voz muy fuerte le informó:

    Para que puedas seguir estudiando dos cosas tienes que poseer. Una es dinero y la otra mucha dedicación. Déjame ver que puedo hacer…, déjame ver.

    Y sus papeles tiró sobre un montón.

    En los papeles está la información…, Juan le quiso explicar.

    El director lo cortó y no lo dejó hablar, pero le informó:

    No te preocupes que dentro de unos días te mandaré razón.

    Juan salió despacio…, despacito, como queriendo no salir. Su corazoncito le palpitaba y se le quería salir. Muy despacito…, así quedito… como sólo para él se le oyó decir, Esta es la escuela a la que yo quiero venir.

    Salió a la calle, se quitó los zapatos burros para no gastarlos y los guardó en la matata de colores y con pies descalzos avanzó a pata. Se dirigió al cantón que estaba allá lejos…, lejos…, en la lejanía. Y liberó sus sueños y se fue soñando…, soñando sueños diferentes a los de mucha gente.

    Sus tatas no le preguntaron dónde había estado y allí acostado sobre una hamaca remendada se quedó un rato sobándose los pies cansados y maltratados. Juan se sentía vencido, pero no derrotado. Seguía pensando en lo que el director le había contestado; y en su subconsciente, allá a lo lejos…, algo muy pequeñito, como el gorro frigio de una libertad, una luz divisaba. Con esa visión, poco… a poquito, se iba quedando dormido y soñaba. Soñaba con un cambio como para que no fuera únicamente una leyenda, una ilusión o un cuento del tío Colacho.

    Después de la jornada, por las tardes, a su abuelo visitaba. Vivía cerquita y a su rancho pronto llegaba. Juan le hablaba de la jornada y lo poco que ganaba. Su abuelo únicamente lo oía, eso es lo que Juan creía, porque de vez en cuando le pujaba. La gente que pasaba por la calle al abuelo saludaba. El abuelo sin mirarlos les contestaba. El periódico, parecía, era lo único que le importaba. En el cantón, era el único que lo leía. Todos los días, al pueblo lo mandaba a traer con las mujeres lecheras que antes del amanecer llevaban la leche al patrón. Esta era la leche que el tata de Juan madrugaba a ordeñar. Las mujeres la llevaban a pueblo de un sólo tesón. Ya para las ocho de la mañana le daban el periódico al abuelo que leía todo, nada se le escapaba y por su edad ya no trabajaba. Después de leerlo, se quedaba pensativo, como si se acordara de algo que había dejado en el olvido o que había perdido. Nunca, nadie lo supo por muchísimos años cuál era la razón, simple o dolorosamente, guardaba todo en su corazón.

    Juan le hablaba de sus ilusiones y de los obstáculos en que se encontraba. Ese año, se propuso pasar más tiempo a su lado. Poco… a poquito el abuelo, con Juan, su sabiduría comenzó a compartir. Para sorpresa de Juan un día lo oyó reír. La abuela, también, comenzó hablar más con él y de vez en cuando lo invitaba a comer. De agradecido, se iba a la pila y el agua les traía. Tres grandes ollas de barro les llenaba y, así, el agua muy fría se mantenía. La abuela hacía cigarros chuñas y a diez por cinco centavos los vendía. El tata de Juan, todos los días, cinco centavos de cigarros a su mama le compraba. Al final del día, con todos los cigarros que la abuela hacía, la matemática practicaba y a su abuelita, en un pedazo de papel, rayas le marcaba.

    Juan continuó hablando con su abuelo de sus ilusiones y él continuó desempolvando su sabiduría. El abuelo le habló de las guerras donde había participado y de un lugar escondido sacó el sable con el que había peleado y una pistola que siempre había llevado a su lado. Era una pistola concha de nácar. Se quedó sorprendido cuando el abuelo le dijo que pulseara el sable, pero no pudo levantarlo bien porque era demasiado pesado. Su mango era de plata y terminaba en una cabeza de águila. Del pico salía un semicírculo que de heridas a su abuelo protegió. Juan nunca lo había visto tan orgulloso como en aquel momento y -ese instante, en su mente, guardó-. También le dijo que cuando pasara el tiempo, que cuando estuviera a punto de partir, que le guardara el sable y la pistola, pues, eran sus mejores recuerdos de cuando era general. Juan miraba al abuelo de cerca y no podía reaccionar. Lo volvió a ver más de cerca…, de cerquita y observó que una lágrima por la barba espesa y amarillenta, por el humo de los puros que fumaba, rodó. El abuelo se paró y junto a él, Juan también lloró. La abuela desde la hamaca únicamente observó. Por primera vez, se dio de cuenta que su abuelo ya todo encorvado y cerca de los noventa parecía un gigante cuando a su lado se paró.

    Juan, todos los días al cafetal se marchaba. Al final de la jornada, tiraba el palo de leña que a su nana le llevaba y a donde sus abuelos corriendo llegaba. Eran días importantes, conversaba con ellos más que antes. Les hablaba de sus ilaciones y el abuelo le contaba de sus frustraciones.

    Un día, inesperado, el abuelo lo dejó pasmado. Le habló por qué en aquel cantón él había terminado. Le habló de sus tiempos de estudiante y de cuando era maestro en una ciudad importante. Juan no se atrevió a preguntarle el nombre, simplemente, lo dejó que hablara. En aquel momento que importaba. El abuelo le narró de la gente que conoció y el mundo que recorrió; de las guerras que participó y de los diez años que la abuela lo esperó. Mientras lo hacía, la abuela desde la hamaca, varias veces, tosió. Le habló de la amistad con el mejor poeta y maestro del mundo y cómo éste compartió sus libros y los poemas con él. De pronto, hizo una breve pausa, se paró y poco… a poquito, como queriendo nunca llegar, a un rincón del rancho se dirigió. Allí de un viejo y olvidado baúl de madera sacó una bolsa de manta amarillenta por los años. Regresó donde Juan que todavía no reaccionaba y le ordenó que se sentara. Se sentó en el viejo y ruidoso taburete de madera y esperó. El abuelo, con mucho trabajo, le quitó la pita que amarraba la bolsa y una mano temblorosa metió. Juan no podía creerlo. Era imposible dar crédito lo que sus ojos veían. El abuelo tres libros amarillentos sacó y en las manos de Juan los depositó. Con una voz temblorosa le comentó que en un tiempo había tenido dos amigos muy importantes y que habían formado un triángulo intelectual muy poderoso. Agregó que esos libros los había escrito uno de esos dos amigos, Alberto Masferrer, le dijo que se llamaba y que el otro nombre se lo diría más tarde. El amigo con quien compartió el título de alcalde por un tiempo en un pueblo perdido en la lejanía. El amigo con quien sufrió las persecuciones del gobierno por defender sus ideales en un tiempo abandonado en el olvido. El amigo, el mejor pedagogo del mundo. Con una voz quebrada y que parecía venir de muy lejos, le dijo que desde ese día en adelante serían de él, que los cuidara y los estudiara mucho y que con ellos cuidaría y guardaría la memoria de dos amigos que se quisieron mucho. El abuelo, también le mencionó que, si un día el tiempo le daba la oportunidad, que buscara en el mundo al que él renunció en nombre de la libertad, cuántas calles e instituciones se enorgullecen de llevar el nombre de sus dos amigos y que en algunas ciudades estatuas les han erigido para que sus nombres nunca queden en el olvido. Y con una voz aún más triste le mencionó que si él no se hubiera alejado, al final de la jornada, a vivir en un mundo diferente, quizás su estatua estaría a la par de la de ellos y, así, complementar aquel triángulo que un día disfrutaron y que, por el momento, se encontraba incompleto.

    El abuelo se quedó en silencio. Juan no podía hablar, pues lloraba. La abuela, acostada en una hamaca, únicamente observaba. Después de un rato, habló y las gracias le dio al abuelo. El abuelo no le contestó, pues, en ese momento lloraba. Pasó un buen rato y volvió a hablar. Le comentó que después de buscar sin éxito el verdadero sentido de la vida. De no permitir que nadie lo mandara. Decidió renunciar a todo. Dejó de vivir para el mundo en un cantón sin nombre. Desde entonces vivió para morir. Sin preocuparse por el mañana. Sin guardar nada. Sin contar nada. Sin comentar nada. Se olvidó de sus años. Compró un pedazo de tierra. Hizo su propio rancho diferente al de todos, pues era parte de su libertad. -los del cantón le llamaron al rancho: El Tren-. Y allí vivió aislado y olvidado de todo lo que un día disfrutó del mundo moderno.

    -Ese día, también, agregó algo que a Juan transformó para siempre-. Le comentó que nunca el deseo de enseñar se le fue de su mente. Que por tal razón a mucha gente enseñó y que nunca un centavo les cobró. Y que a su hijo e hijas nunca las letras les enseñó, pues, por lo mucho que sabía la libertad había perdido. La gente lo criticó y nunca lo entendió, pero eso a él nunca le incomodó. Él, simplemente, se propuso que su familia creciera ignorante y que viviera en paz lejos de la sabiduría de un mundo cambiante. De una sociedad sucia y explotadora que la vida no valora. La cara del abuelo se puso tensa cuando le mencionó que los tentáculos de la explotación también a su cantón alcanzaron. Después de esto, lo miró con profundidad como queriendo decirle que ya era suficiente y que se marchara. Juan entendió la expresión y con mucho respeto se despidió.

    Cuando a la calle salió ya estaba anocheciendo y todo lo que había dicho el abuelo lo iba digiriendo. Cuando pasó por la pila del cantón muchos Juanes estaban choteando. Con la luz de una candela, con unos naipes viejos parejas estaban jugando. Se quedó un rato y en una piedra se sentó. Después de chistar por un tiempo a la casa se marchó. Los chuchos, como fieles guardianes, las casas cuidaban y a los que pasaban por la calle les ladraban. Juan, que zapatos no andaba porque los guardaba para que no se le gastaran, de vez en cuando a una piedra suelta le pegaba un tropezón y después de una maldición se echaba saliva y su dedo gordo, lleno de tierra, se sobaba. Finalmente, cuando llegó a su rancho todo estaba oscuro. Únicamente, eran las ocho de la noche y ya todos estaban acostados ya que muy temprano, en la madrugada, todos tenían que estar levantados. Con mucho cuidado prendió un candil y sobre las brasas, todavía, ardientes tostó una chenga y con un poco de frijoles y sal se la comió. Se estaba ahogando y con una guacalada de agua de la olla se bajó la tortilla dura. Después se acostó.

    Trató de dormir, pero no pudo. Su mente seguía pensando en todo lo que esa tarde había descubierto que toda la noche se mantuvo despierto. Pensó en lo injusto que años atrás había sido cuando, sin saberlo, a su abuelo había mal entendido; cuando lo acusó de no transmitir un poco a su familia de todo lo que él había aprendido. Después de oírlo esa tarde, se dio de cuenta de cuál era la razón y en ese momento, en silencio, le pedía perdón. En adelante, buscaría cualquier ocasión para decírselo frente a frente y sacar de su pecho esa gran mortificación.

    Después de unas horas, todo mundo se levantaba y para la jornada cada uno se arreglaba. El tata de Juan al corral, a ordeñar las vacas del patrón, se marchaba. Se iba así nomás…, sin comer y sin tomar café. Después de cuatro horas, a las seis de la mañana, regresaba. El tata siempre traía una botella de leche, -que Juan, cuando estaba pequeño, la echaba en un plato y con tortilla tostada la revolvía y se la comía. Después, a la escuela se iba-.

    Cuando el tata al corral se iba su nana a echar changas se ponía. En un comal grande como ocho, al mismo tiempo, cocía y en una jarra grande y negra el café de palo hervía. ¡Qué vida tan dura la de mis Juanes! ¡Tan diferente a la de otros Juanes! Después de palmear y cocer como treinta tortillas en diferentes mantas las envolvía y a Juan y a sus hermanos en una matata se las metía. En un guacal cualquiera, un pedazo de queso duro y frijoles les echaba y cada uno estaba listo para la jornada. Antes de salir el sol, se tomaban un poco de café negro y la caminata empezaban; después de dos o más horas al cafetal, allá… en el cerro, con otros Juanes, todos cansados llegaban.

    La nana de Juan, como las de otros Juanes, ya no se acostaba. Lavaba ropa ajena y también la planchaba y, así, de esa forma, unos cuantos centavos se ganaba. ¡Qué trabajo tan duro de esas nanas! …, tan diferente al de otras nanas. Jalaban el agua del chorro común del cantón y una pila en la casa llenaban y junto a ella un lavadero de cemento o una piedra usaban para restregar la ropa que, una por una, lavaban. Después, con una plancha de hierro que enfrente del fogón calentaban la ropa planchaban.

    Mientras tanto, el tata, como muchos otros, semillas de aceituna una por una, sobre un trozo, con un martillo, quebraba y una palangana muy grande llenaba. Algunas veces, por libras las vendían. Otras veces, la nana con ceniza en un gran perol las revolvía y sobre tres grandes piedras el perol lleno de agua ponía. Después de mucho trabajo, un enorme fogón prendía y las semillas y la ceniza hervía. La nana, al final de muchas horas de calentarse y revolver la mezcla con una paleta grande, una gran masa negra obtenía. El tata, sobre unas tablas en forma de mesa la echaba. Rápidamente la nana, aún caliente, de la mezcla unas pelotas negras, formaba. El resultado era el famoso jabón de cuche que todos los del cantón para bañarse usaban, ya que para jabón de olor no alcanzaban.

    El olor era diferente, fuerte y penetrante a los que otra gente usaba. Por ese olor, muchos Juanes diferentes a mi Juan, de él se burlaban. Y, así, es como en los cantones de muchos lugares de mi tierra se ganan algunos centavos para medio seguir adelante o, mejor dicho, para medio seguir viviendo.

    Esa tarde, como ya se había echo costumbre en Juan durante las últimas semanas, terminaba la jornada, pasaba por el rancho, saludaba a su nana y derecho a donde sus abuelos, se marchaba. Al llegar se sorprendió cuando a su abuelo en la cama de tablas, acostado, lo encontró. Lo saludó, pero él no le respondió. Comprendió que no era un buen momento y un aguijón se le clavó por dentro. Después de platicar un rato con la abuela, sin querer despedirse se despidió. Salió a la calle pensando y con paso lento…, lentísimo, caminó. Se iba preguntando si algo malo le había hecho al abuelo. Se sentó sobre una gran piedra en una cuesta, a la orilla del camino, y como quince minutos allí se quedó. Otros Juanes pasaban y lo saludan y él apenas les contestaba, pues, meditaba. Se arregló el sombrero y, de nuevo, su camino por el pedrero continuó.

    Como era temprano se fue al campo de fútbol de los Carranzas y con muchos Juanes pelota jugó. Por un rato lo del abuelo olvidó. Terminando de jugar fueron a la tiendita y charamuscas compraron y, así, con las manos sucias, sentados en unas piedras pachas, se las chuparon. Chistaron un rato, algunas guaspiras se dijeron y como ya estaba oscureciendo a la casa se fueron.

    Juan pasó por la pila, saludó algunos cheros y uno de ellos, Meme, le dio un mango de manila y con el hambre que andaba muy sabroso lo encontró. Llegó al rancho y como de costumbre en un trozo se sentó. Su tata estaba sentado en otro y una platicadita con él se echó. Su tata le habló de su jornada, de cuantas chivas habían nacido. De cómo algunas en los alambres se habían herido y que algunos gusanos les habían salido. -El tata que de veterinario no tenía nada, usaba la sabiduría natural y una pluma de cualquier pájaro que en el suelo encontraba la metía en un bote de creolina que rápidamente sacaba y en la herida del animal se la metía. De pronto, cada gusano uno por uno salía.

    Así, por el estilo, el tata de Juan muchas cosas, en toda la hacienda, hacía. El patrón todo esto lo sabía, pero no le importaba y a su peón más trabajo le daba. Al patrón nunca le dijo nada, ya que, tenía miedo de que lo dejara sin jornada. Así pasaron los años-. Juan lo escuchó por otro rato, se disculpó y a la hornilla se fue. Sobre el comal algunas chengas, aún calientes, encontró. Como no encontró ninguna comida, con un poco de sal se las comió y se invitó solo a un café. Como ya estaba oscureciendo, la hamaca arregló y se acostó. Y, poco… a poquito, se fue durmiendo hasta que se durmió.

    Pobrecito mi Juan, esa noche muchas pesadillas tuvo. Soñaba que iba subiendo una cuesta y el saco lleno de café sobre sus espaldas llevaba y al recibidero nunca llegaba. Después de tanto caminar estaba tan cansado que

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