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La princesa de la torre más alta
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La princesa de la torre más alta
Libro electrónico258 páginas4 horas

La princesa de la torre más alta

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La subsistencia en caseríos ilegales y en la miseria; la vulnerabilidad, desigualdad social y de oportunidades; existencia de hogares de menores y hospitales descuidados, violencia infantil y contra la mujer (también obstétrica), el aborto, la adopción, incluso las creencias en magia negra, se plasman en relatos que influyen en la historia de la princesa.

Pero nuestra heroína no estará sola en la adversidad ni en el reconocimiento de su objetivo en la vida. Aprenderá que las decisiones repercuten en todos y que el sendero elegido se debe continuar, porque los eventos que lo marcan ocurren por y para alguna razón, sin poder cambiarlos. O, tal vez, nuestra protagonista pueda hacer algo al respecto…

Ambientada principalmente en Santiago de Chile, entre los años 1987 y 2005, La princesa de la torre más alta intenta entregarnos un profundo mensaje, a través de varias crónicas que se entrelazan en un elemento común, que emerge con cada determinación ante los obstáculos del camino.

Con aspectos de novela de aventuras, de aprendizaje, de terror, de romance, de realismo y la cantidad exacta de humor, destacándose distintos tipos de narración y elementos de temporalización anacrónica, se presenta una dinámica obra, que hará reflexionar intensamente todos los temas abordados.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2023
ISBN9788411813501
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    La princesa de la torre más alta - Mariano Lira

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Mariano Lira

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-350-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicatoria

    Quiero dedicar este libro a:

    —Mi amada esposa, Carolina.

    —Las matronas de Chile (conocidas en otros países como parteras, obstetras, obstetrices), que están presentes cuando la vida despierta y que acompañan a las mujeres en todo su ciclo vital, con profesionalismo y amistad.

    —Los pacientes (de paciencia) y funcionarios de los establecimientos de salud. Hago un reconocimiento principal a quienes me narraron algunas historias, cuentos y anécdotas, que fueron adornadas, modificadas, maquilladas y noveladas para formar parte de esta obra.

    —Todos quienes se hayan encontrado de frente con la desigualdad, sin poder (no sin querer) tomar las oportunidades que el sendero ofrecía. Especialmente si tuvieron una torre, la más alta del castillo, como refugio.

    .

    Yo te instruiré, yo te mostraré

    el camino que debes seguir;

    yo te daré consejos y velaré por ti.

    Salmo 32:8

    Capítulo I

    La princesa

    Alejada de la ciudadela: El Campamento

    Me gustaba despertar en los días de febrero. El seco verano de Santiago, con sus sudorosas noches interminables, hacía que la llegada de la aurora me sacara de mis pesadillas (de todas), pues el calor era solo una de ellas; lo único que yo quería era despertar. Me agradaba abrir los ojos y observar los rayos de sol que se colaban por las rendijas de la mediagua, con mil partículas de polvo que parecían tener millones de colores. Y es que vivir en el Campamento de los faldeos, un pobre caserío levantado en la falda de un cerro en la periferia de la ciudad, sin red de alcantarillado ni tendido eléctrico legal, tenía su encanto para mí, que tenía siete años en aquel entonces, sin más mundo que el dibujado por mis abuelos, con quienes vivía: un mundo carente de lujos, de gustos, de deseos y sueños, destinado a la conformidad de lo que había y de lo que no. Yo escapaba de aquella realidad al salir de mi casa a los estrechos pasillos o pasajes atiborrados de maderas, trastos viejos y basura de distinto tipo que se acumulaba posterior al trabajo de los vecinos por tratar de arreglar las indignas viviendas. Así, tropezando entre las fonolas que sobraban o que se caían de los improvisados techos en el invierno y que se amontonaban en las callejuelas, junto a palos, latas oxidadas y otros escombros, lograba salir al claro del cerro, rodeado de grandes eucaliptos. Me encantaba el aroma de ellos en el aire y la brisa fresca en mi cara. La tierra gredosa, café claro y reseca en verano, escondía muchos insectos que me gustaba mirar. El pasto con espigas, que crecía hasta mi pecho en algunos lugares, era ideal para escondites y juegos. Amarillo en verano, o verde y húmedo en invierno, me gustaba mucho igual. En otoño e invierno, la tierra se tornaba barrosa y resbaladiza, por lo que ensuciarse era rutinario. Yo avanzaba un poco en el declive del cerro, desde donde era posible observar las demás chozas de lugares más bajos de la ladera y también, la ciudad urbanizada, a lo lejos. Era una de mis vistas favoritas.

    Hoy, diecisiete años después, mientras conduzco mi automóvil y enfrente se vislumbra el cerro y el lugar del antiguo Campamento de los faldeos, me es imposible no recordar. Me costó decidir si cumplir o no mi promesa; aún pienso si vale la pena o no, ya que, en cierta manera, significa volver a mis orígenes con todos los dolores que significó. Pude haberla olvidado; al fin y al cabo, fue una promesa de una niña de nueve años a una matrona del consultorio que le correspondía atender al campamento. Lo más probable es que ella no lo recuerde: «la vendré a ver cuando sea adulta y tenga mi automóvil», le había dicho en esa oportunidad, agradecida de lo que había logrado. Ahora que lo pienso, mi vida siempre estuvo ligada a las matronas (en otros países llamadas obstetras, obstetrices, parteras, etc.) y a la ginecología en general, por algunas de mis enfermedades. Las matronas se preocupan de la salud de la mujer, en todo su ciclo vital y de muchas maneras y formas de intervenciones. Lo aprendí por mis vivencias.

    En realidad, siempre quise salir de esa situación en que vivíamos en dicho campamento. A mi corta edad de siete años, me parecía anormal todo lo que me sucedía: tener que subir más de doscientos metros una loma para llegar a mi hogar, no tener qué desayunar; orinar y defecar dentro de un pozo que se encontraba en el interior de ese hogar, que mi abuelo durmiera conmigo y me tocara como lo hacía, entre otras situaciones, ya sabía que eran condiciones que no debiera vivir una niña.

    Habíamos llegado a ese campamento hace un par de años, yo con siete años, más menos en 1986 (creo) y ya me empezaba a dar cuenta que las personas que el destino cruza en tu andar, están ahí por alguna razón, tienen una tarea que hacer en tu vida, influir de alguna manera en la elección de camino o solo cambian aspectos de tu vida sin que tú puedas controlarlo. Hay personas que nunca llegas a conocer e igualmente intervienen en tu destino.

    Antes de llegar a los faldeos del cerro, vivíamos en el campo, no recuerdo el nombre del lugar. Muchas familias salimos de ese pueblo campestre, principalmente las que vivíamos en la misma calle de tierra en que vivía la familia de Andreíta. Nunca más la vi. Era mi amiga, una niña dulce con las que compartía tardes de juegos, cuando mi niñez aún era normal, cuando mi abuelo todavía no aparecía en mi vida. Mi abuela me dejaba ir a jugar con Andreíta a su casa. Pero cuando pasaron esas cosas extrañas, inexplicables y que provocan terror en personas como mi abuela, muy creyentes en los mitos y agüeros campesinos, fue hora de partir. Los recuerdo como si fuera ayer, a Andreíta y a su hermano Pedro. Una vez, mi abuela me dejó acompañar a la mamá de Andreíta y de Pedro a los primeros controles de recién nacido de él. Estábamos tan contentas con Andreíta del nacimiento de Pedro que no queríamos dejarlo ningún instante solo. Íbamos todos acompañando al niño: su mamá Berta y su abuela también: la nona Margarita, con sus arrugas marcadas y cabello blanco.

    —Se quedan calladitas, niñas, cuando estemos con la matrona —nos decía seriamente la nona Margarita.

    —¿Qué es una matrona, nona? —preguntó Andreíta.

    —Es la doctora que se encarga de ver a las embarazadas y a las guagüitas, como Pedrito, mija.

    La matrona que la atendió daba su educación y sus indicaciones:

    —Recuerde, señora, que el ombligo de su guagua se cae alrededor de los siete a diez días de vida. Mientras tanto, no bañe a su bebé, solo límpielo con una esponja o algodón con agua tibia. El ombligo, con un algodón con alcohol puro al setenta por ciento... Bien limpio, ya que, si el ombliguito no se limpia bien, se puede infectar. Es muy importante el aseo en su guagua —proseguía—, para que no se vaya a enfermar; así que ya sabe: aseo diario, con harto ahínco en el ombligo para prevenir infecciones.

    Al control siguiente, la matrona evaluaba todas sus indicaciones anteriores:

    —Y cómo está esta guagüita… ¿ha estado bien?, ¿le ha hecho bien su aseo, como lo conversamos la semana pasada?

    —Más o menos no más, señorita —contestó triste y preocupada la mamá Berta mientras empezaba a desvestir a Pedro.

    —¿Por qué?, ¿qué te pasó?

    —Es que no pude limpiar el ombligo de mi guagua como usted me dijo, me fue mal…

    —¿Y por qué te fue mal?

    —Porque no encontré ahínco en ninguna farmacia. Incluso me dijeron que no lo conocían, así que mejor si me lo diera anotadito en una receta pa’ que me lo vendan. —«Aseo diario con harto ahínco en el ombligo…», había indicado la matrona la vez pasada.

    Lo más probable es que la mamá Berta haya tenido nula o muy baja escolaridad y, a veces, las palabras que se utilizan no son comprendidas por ellas ni en significado ni en contexto. Es común que, por vergüenza, los pacientes no se atrevan a decir que no entienden lo que se les enseña (eso me lo explicó años después mi matrona, en mis controles por las infecciones de transmisión sexual y otras enfermedades que tuve). Esto lo sabía muy bien la matrona, pero en la rutina diaria de la atención estos importantes detalles en ocasiones pasan a segundo plano, dando muchas veces indicaciones o explicaciones en lenguaje muy técnico o de un nivel profesional que, a una usuaria con un nivel medio o bajo de educación le lleva trabajo comprender.

    Así, la matrona respiró hondo y replegó las ganas de reír que tuvo con la respuesta de su paciente (ya que fue argumento digno de un fino chiste) con un poco de vergüenza y culpa también por no haber explicado con palabras más sencillas a la paciente, y con toda la paciencia que corresponde, le instó:

    —Señora, al decirle que hiciera el aseo con ahínco me refería a que lo hiciera con ganas, con énfasis… con preocupación… con empeño en esa zona —dijo esta última frase como sopesando si era más entendible empeño que énfasis—. También recuerde que me puede hacer todas las consultas que quiera, sin ninguna complicación…

    La mamá Berta, primero un poco avergonzada y también preocupándose que ni Andreíta ni yo estuviéramos tomando papeles ni cosas de la mesa de la matrona, le dijo:

    —Gracias, señorita, la verdad es que tengo hartas preguntas, pero no me atrevía a hacérselas, porque creía que me iba a retar…

    —Te retaré cuando, por no hacerme las consultas, cometas errores o cuides mal a tu bebé —le contestó medio en reproche y medio en tono maternal la matrona.

    —Entonces le haré todas las preguntas que no he querido hacerle hasta ahora, señorita —dijo la paciente, recibiendo el reproche y viendo el beneficio para ella—. Quiero preguntarle, primero —continuó—, si a mi bebé se le va a quitar lo velludo. Bueno, yo sé que tengo la culpa por haber comido mucho limón en el embarazo… pero no me gustaría que fuera tan peludito… Ya me basta con que tenga este lunar en la espalda que también sé que es mi culpa por haber visto el eclipse… ¿Se acuerda?... —preguntaba realmente preocupada la señora. La matrona oía atentamente, pero no sabía cómo decirle, con suavidad, que eran solo creencias sin fundamento científico alguno.

    —Mira, en realidad, comer limón no provoca que el bebé sea más o menos peludo…Y tampoco ver un eclipse provoca salida de lunares… —le contestó, tratando de ser muy cuidadosa. Sin embargo, veía cómo la paciente daba gestos de estar profundamente contrariada, como cuando se desmiente una verdad absoluta.

    —Pero ¿cómo a mi hermana le salió su bebé sin vellos y sin lunares?, ¡porque ella no vio eclipses ni comió limón! —refutó la usuaria con cara que denotaba la incredulidad a la respuesta anterior de la matrona y además la satisfacción de dar un argumento que apoyaba totalmente su afirmación. La matrona, inquieta, ya que veía que le quedaba poco tiempo para atenderla, con pocas posibilidades de alargar esa cita dada la apretada agenda de pacientes de esa tarde y que ya estaban en la sala de espera aguardando su turno, se complicaba en su mente tratando de hilar una explicación convincente donde mostrase que no ver un eclipse y no tener lunares no significaba que ver eclipses debía imperiosamente traer lunares a cuestas. En esos segundos y para ganar otros tantos le preguntó:

    —¿Y quién te dijo esas cosas?

    —Mi mamá. Ella nos ha criado a todos nosotros. Y ella nos cuida con sus consejos. Ella era costurera en su juventud y con uno de sus mejores dedales de costura le da a mi bebé agua, para que hable más rápido. Y ella me dijo que… Y a propósito, era lo otro que tenía que preguntarle… Me contó que mucho limón en el embarazo, además de hacer que el bebé naciera velludo, me adelgazó la sangre y que por eso tengo ahora leche de gata… leche gatuna, que no alimenta a mi guagua; y que por eso también tenía que darle dedales con agua a mi hijo. —Entonces, la matrona se incorporó en la silla, haciéndose hacia atrás, alejándose del escritorio. Cruzó los brazos y quedó pensativa. Comprendió que estaban luchando sus conocimientos universitarios y científicos contra los conocimientos, aunque errados y fuera del consejo médico actual, irrefutables de la autoridad de la familia de su paciente, pues eran conocimientos traspasados de generación en generación, que venían de la más pura creencia familiar, respetada y valorada como acto de cuidado y preocupación hacia ella. Tratando de que su semblante no manifestase el impacto que le provocó escuchar, por ejemplo, que un bebé recibía cantidades indeterminadas de agua en su dieta, cuando debería recibir solo leche materna, la matrona aconsejó nuevamente a su paciente respecto a varios temas e invitó para un control especial, en dos días más, a que la paciente viniese acompañada de su madre, ya que quería conocerla, puesto que era una persona tan importante en la familia. El plan secreto de la matrona sería tratar de consensuar ciertos conocimientos y recomendaciones.

    Nos fuimos contentas de la consulta y prometimos venir con la nona Margarita la próxima cita.

    Cuentan que al control siguiente entraron la mamá Berta y la nona Margarita al box de la matrona. Luego del control, se escuchó que la nona Margarita le decía a mamá Berta, mientras se alejaban por el pasillo, que no le creyera a la matrona porque era muy jovencita… pero que igual le daría menos dedales de agua a su nieto Pedro, pero esto porque ya estaba haciendo más sonidos que garantizaba que pronto hablaría, no porque la matrona se lo había recomendado… Cómo era posible que la matrona le aconsejara no darle agua a su nieto… No lo comprendía, sobre todo porque ella lo había hecho así con todos en la familia y nunca había habido algún problema. Los dedales con agua eran más efectivos que todas las actividades y reuniones de estimulación precoz que daba el consultorio… decía mientras se alejaba llevando a su nieto en brazos.

    Pedro era un niño sano… Hasta que pasó lo inexplicable. Cuando nos fuimos del campo, yo no sabía lo que había pasado. Me lo contaron años después, y yo lo cuento ahora porque Pedro, sin quererlo, provocó que mi vida cambiara… Hizo que mi abuela y otras familias se fueran de mi pueblo natal. Y nosotros llegamos al Campamento de los faldeos, donde se unió mi abuelo a mi vida.

    Brujas y magia: la historia de Pedro

    Pedro se iba de alta con la indicación de asistir a control dentro de siete días al policlínico de Apneas, en el Hospital de Niños de la capital. Tenía tan solo once días de vida y había dado un gran susto a su madre: luego de alimentarlo, hizo un episodio de pausa respiratoria, con cianosis peribucal (color violáceo alrededor de los labios) con un posterior llanto que, según la madre, fue desesperado. Así, se hospitalizó con el diagnóstico de apnea obstructiva (asociada a la alimentación) y como no repitió evento patológico alguno durante cuarenta y ocho horas en el hospital, se determinó que podía regresar a su hogar. Eso sí, se educó a la madre respecto a los signos de alarma para volver al servicio de urgencia. Cuando llegó a casa, lo esperaba la nona Margarita y su hermana Andreíta, de seis años, personas que, junto a su madre, constituían su familia. Berta, la madre, de veinticinco años, había sido bastante desafortunada en el tema amoroso. Su primera hija, Andreíta, fue concebida sin quererlo; tanto así que su padre se fugó al momento de saber que Berta sería mamá. Pasado el tiempo, conoció a Juan Carlos, padre de Pedro, quien resultó ser casado y con tres hijos, descubrimiento que Berta hizo cuando la esposa de Juan Carlos la encaró a garabatos, en el centro del pueblo. Como en todo pueblo chico, a dos horas de la capital, el chisme era sabido en cada rincón, así que no era de extrañar las miradas hacia Berta que demostraban desde compasión hasta asco, según el prisma del ojo que la observaba. Pero ese día, al llegar del hospital, muchas vecinas a su paso le preguntaban acerca del estado de Pedrito, lo que contentaba a Berta. Al llegar a la puerta de su casa, salió corriendo Andreíta a descorrer la tranca de la reja de madera de la entrada. Atrás se asomaba Margarita, ansiosa también de ver a su nietecito. Andreíta traía un dibujo que le había hecho como regalo a su hermano, que entregó a su mamá apenas esta entraba al patio anterior.

    —Gracias, hijita, pero déjame pasar, cuidado con Pedrito —le advertía, recibiendo el dibujo, ante la efusividad de su hija.

    —Gracias al cielo, ya están aquí —expresaba la abuela, mientras se secaba las manos en el delantal y se aproximaba a los recién llegados.

    —Sí, mamá, ya estamos en casa. Y Pedrito está bien. Entremos y les cuento más cosas —decía Berta mientras avanzaba hacia la casa. Pero tuvo que detenerse, porque Andreíta, al parecer, no había escuchado la instrucción de entrar a casa, ya que se quedó en la puerta de calle, observando algo que atraía toda su atención.

    —¿Qué pasa, hijita, por qué no vienes? —la interrogó Berta, con Pedrito en los brazos.

    —Es que es muy raro, mamá. Mira —le contestó Andreíta, mientras le señalaba con su pequeño índice hacia la calle. Tuvo Berta que acercarse hacia la puerta, ya que los ciruelos del borde de la reja no le permitían advertir qué era lo que extrañaba a su hija mayor. Pero cuando estuvo a su lado, no pudo menos que sorprenderse. Contó trece caballos que, todos inmóviles y casi en hileras militares, observaban hacia su casa. Se encontraban al lado opuesto, frente a su casa, que era un sitio descampado. La mayoría eran negros, lo que no dejó de provocar en ella alguna clase de presentimiento negativo, basada en historias campestres. Cuando vio que muchos de los caballos empezaron a piafar y a mostrar signos de enojo y espanto, relinchando fuertemente, le repitió a Andreíta que entraran.

    —Vamos, hijita, no hagas caso —le dijo. Y tomándola del bracito, entraron a casa, justo en el momento en que Pedrito empezaba a llorar intensamente.

    Andreíta disfrutaba intensamente a su hermanito. Quería participar en cada actividad ligada con el cuidado de Pedro, desde los baños de tina hasta la muda y los paseos por el patio. Berta la dejaba participar, aconsejada por Margarita para impedir, según ella, que la niña fuese a ponerse celosa de Pedro. Feliz, Andreíta se preocupaba de preparar la cuna, para que estuviese lista para recibir los sueños de Pedro, y de asear el dormitorio donde dormía con su madre, en una cama de plaza y media, junto a la pequeña cunita de su recién llegado hermano. Y como era tan preocupada de la higiene, es que descubrió algo que dejó muy nerviosos a todos, en especial a su abuela. Aquella tarde, al entrar al dormitorio, para ver a su hermanito cómo dormía, llamó su atención una mancha a los pies de la cuna, en el piso, que por la sensación de movimiento que daba, creyó que era un derramamiento de agua o algo así. Al acercarse, pudo percatarse que no era una mancha. Era un ovillo de gusanos, lombrices rojizas que se movían enredándose entre ellas, como luchando por liberarse de su propio atasco. Andreíta ahogó un grito, que fue audible para el oído entrenado de su madre y de su abuela, quienes acudieron a ver qué ocurría. La encontraron con cara de repulsión, a punto de vomitar. Berta se la llevó al baño, al tiempo que Margarita se apresuraba con pala y escoba a limpiar. Mientras lo hacía, escudriñó

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