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Lady Paula
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Libro electrónico148 páginas2 horas

Lady Paula

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Paula Dhen es una chica que ha sufrido mucho y huirá de casa para rehacer su vida
desde cero. Tendrá varios “amores” unos de creerán sus dueños y otros solo serán amantes
pasajeros, pero solo uno de ellos será su amante perpetuo. Se debatirá entre tres amores;
Rodrigo el joven payaso del circo, Edward Lewis un motociclista caballeroso o Dante ese
hippie existencialista, que le muestra los deleites pasivos de la vida. ¿Con cuál regresará
para ser por fin feliz?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2015
ISBN9781519988126
Lady Paula

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    Lady Paula - Mariela Saravia

    Dedicado con cariño a mi querido amigo Gilberto E. Quesada,

    quien con su humor siempre pone una sonrisa en mi alma.

    Un artista a quien admiro mucho,

    por su creatividad en letras y en todo lo manual...

    Índice

    Argumento

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo  14

    Capítulo 15

    Capítulo  16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo final

    Sobre la autora

    Argumento

    Paula Dhen es una chica que ha sufrido mucho y huirá de casa para rehacer su vida desde cero.  Tendrá varios amores unos se creerán sus dueños y otros solo serán amantes pasajeros, pero solo uno de ellos será su amante perpetuo. Se debatirá entre tres amores; Rodrigo el joven payaso del circo, Edward Lewis un motociclista caballeroso o Dante ese hippie existencialista, que le muestra los deleites pasivos de la vida. ¿Con cuál regresará para ser por fin feliz?

    Capítulo 1

    Puchuncaví, Chile

    El mismo tedioso ambiente se venía repitiendo una y otra vez en su memoria. En aquella que a momentos se achicaba y asfixiaba, como un conejo atrapado en un laberinto. La tortura se sumaba a los sonidos que intentaba ensordecer y en sus sentidos cada vez menos alerta.

    Estaba tan ensimismada en aquella miseria, que era casi un fósil estampado entre cuatro paredes. El olor a licor rancio empañaba las ventanas, y con el sol se disipaba el tufo hediondo, para embriagar toda la casa. El olor a cenicero sin limpiar y a sudor pegajoso, impregnaba el cabello y la piel costrosa de los dos únicos habitantes. Las cortinas floreadas eran tiesas a la vista e inmundas al tacto lejano. La alfombra de la sala así de ajada como estaba, provocaba una repulsión aún mayor, pero en aquella casa no había quien pudiera costearse unos minutos de su tiempo, para echarle una manita de gato a los pocos muebles. Las malas vibras se olían y sentían desde poco antes de entrar a la vivienda, para ser embrujado por aquella vil penitencia, ya imposible de evitar. Espectros de almas en pena, se colgaban por las esquinas aterciopeladas, que figuraban como palacios de arácnidos invisibles. Las paredes peladas por la pintura abombada del calor, el sudor, la humedad y cuanta suciedad pudieran ocultarse, daba la impresión de ser un espejismo de lo que un día fue un hogar. Un juego de sillones café oscuro a cuadros negros, encerraba un perímetro muy pequeño definiendo líneas invisibles y marcando esa área como la sala. Unos cuantos resortes se salían por el asiento y las braceras, estaban despellejadas por las garras de los gatos callejeros. Las goteras del techo daban ventilación gratuita y natural. Flores plásticas y muy empolvadas, dormían dentro de los floreros remendados y los tres cuadros al óleo que colgaban por las paredes, estaban torcidos como si pertenecieran a la tripulación de un navío.

    Paula abrió los ojos con dificultad y los volvió a cerrar casi al instante, en un intento por obviar el mismo ambiente y desorden que la acompañaba desde que su memoria había empezado a funcionar. No pasó mucho tiempo hasta que aquellos ronquidos exasperantes, la hicieron levantarse para empezar otra vez con su horrible agonía. Una rutina arraigada que era fiel esposa de su sombra. Era esclava del pasado mortuorio, del presente no nacido y del futuro incierto.

    Se puso el albornoz de chándal y caminó descalza, hacia el cuerpo del hombre que estaba desparramado en el sillón de la sala. La mirada perdida en agonizantes delirios, la barba gris marcaba una sombra de plata en su rostro momificado.

    Sobre la mesa de té, encontró un cenicero lleno de colillas de cigarro acompañadas por unas navajas ya usadas. El resto de cocaína de la noche anterior, se esparcía con locura por la superficie de madera carcomida de tanta picadera y adicción compulsiva.

    Al fondo de la sala se oía la estática de su cuerpo, en conjunto con la vieja emisora de radio que aun tocaba música de psyco-folk  y otros estilos del GO_GO; dando así un ambiente de familia rural de los 70’s, que en definitiva en su hogar ya no existía.

    Escuchar esas canciones, despertó en su inconsciente dormido los recuerdos de una infancia que nunca vivió. Una infancia marcada por los verdugos paternos, por las sombras eternas de su hogar y por las figuras que el humo dibujaba siempre en las calles. Sin poderlo evitar recordó los alaridos de su madre al ser golpeada por su padre, los gemidos de ambos retozando en el suelo de la sala, entre vómito seco y basura. Quiso gritar para liberarse de esa horrible pesadilla, de esos recuerdos que la seguían atormentando, pero le fue imposible.

    Levantó el viejo periódico del suelo y lo lanzó directo al cuerpo de su padre. No soportaba verlo en aquel estado. Le provocaba suficiente indignación y hasta asco. ¿Cómo había logrado sobrevivir todos esos años, tras la muerte de su madre? En definitiva había que ser una chiquilla muy esforzada, para valerse por sí misma en aquella situación tan precaria; pero sobre todo para ser capaz de aguantarse a un hombre invivible como él. Un hombre bochornoso que abría la boca solo para espantar a los espíritus alcohólicos, que torturaban su alma y quebrantaban la paz a su alrededor.

    En la cocina Paula preparó un poco de café aguado, bebiéndolo desde una vieja taza manchada ya de sarro. Encendió otro cigarrillo mientras se dirigía a su alcoba y se vestía con torpeza. Las manos le temblaban como a un alcohólico en estado de sobriedad y los ojos le tentaban malas pasadas, al ver cosas que no existían.

    Su habitación ni siquiera tenía pinta normal de dormitorio, sino más bien de un simple cuartillo con un viejo catre herrumbrado, que traqueteaba más fuerte que el mismo tren de la ciudad. Un sinfín de prendas de vestir regadas por el suelo, había encontrado tierra donde enraizarse como viejos robles en el parque. El colchón era de espuma deforme con resortes metálicos, pero de tantos años de uso por parte antigua de sus padres y ahora de ella, parecía una galleta añeja con centro suave de malvavisco. Ante el tacto el colchón se hundía con poco agrado, dando paso a la incomodidad del que dormía en él. La ventana impar del cuarto con el vidrio roto, hacía de único atractivo por las noches, cuando las pandillas de jóvenes adictos, armaban sus escándalos en contra del gobierno que a su vez era muy miserable.  Tan indignado estaba el pueblo, que desde su historia más antigua los indios, caudillos, inmigrantes y cuanto ser humano tuviera las agallas, habían ideado estrategias revolucionarias, que al poco tiempo se convirtieron en la guerrilla justiciera, en los estudiantes más bulliciosos todo con la finalidad de lograr la igualdad. 

    Las revueltas sindicales las montaban desde los indignados sociales con el fin de obtener derechos costeables, hasta los universitarios que exigían mejores condiciones de estudio.

    El ambiente social era tenso, la política funcionaba a la inversa y las influencias culturales de Norteamérica empezaban a pujar por un nuevo estilo de vida. Uno donde se le diera más y mejor importancia al amor que a la guerra. El movimiento hippie se apoderaba con hastío abrazando el arte, amando la vida y hasta venerando a la cultura universal. Parecía que ya nadie podría salvarse de tantas revueltas violentas y de la contracultura pacifista. Los dos opuestos sociales, se disputaban cuál debía ser el centro del mundo. ¿Qué centro darle al famoso Yin-Yan?

    –Paula...- gritó su padre con la voz pegajosa. Un sonido fuerte hizo que la casa retumbara, pero aquello ya no le asustaba. Estaba acostumbrada a los gemidos mortuorios de las almas en pena, esas que su mente imaginaba y esas que en realidad existían regadas por todas partes.

    Era tan común que su padre se levantara del sillón con mal genio y callera directo al suelo de un solo golpe, sin dejar escapar un solo gemido; que esa mañana no tenía nada especial. La chica se encogió de hombros ignorando aquel llamado. Evelio se había convertido en un títere viviente que cada día, mes y año se hacía más insoportable e invivible. Solo esperaba un impulso frenético que le punzara las nalgas y la motivara a dejar aquel encierro con olor a establo, tan pronto como le fuera posible. Tenía escasos dieciocho años pero no se animaba a dejar aquella zona de confort literalmente incómoda.

    –¿Qué quieres ahora?- gritó Paula exasperada desde el cuartillo, poniéndose una blusa de hilo casi transparente. Tomó un suéter de lana tejido en color negro y salió de regreso a la sala, sabiendo el escenario que ahí se encontraría

    –Ayer te dije que estaba cansada de ser como tu madre y de jugar a ser tu esposa. Mamá murió y eso no lo puedes remediar- escucharse a ella misma nombrando a su madre en voz alta después de tantos años, le encrespó los cabellos de la nuca y la espalda. Creía ya haber superado la tragedia, pero no era así.

    –No te vayas- los ojos de su padre la estudiaban con esfuerzo.

    Los párpados pesados y amoratados con un leve delineado rojizo, y con la boca desgarbada hacia un lado, hicieron que los nervios del cuerpo se le erizaran por completo. No sabía cuánto tiempo más podría soportar aquella pesadilla, pero estaba dispuesta a ponerle punto final ese mismo día. ¿Para qué esperar un día más? Posiblemente mañana ya estuviera muerta. Sabía que la vida era corta y debía hacer las cosas en su momento nada más sentirlas, no dejarlas nunca para después.

    –Ven...- volvió a decir Evelio, soltando el vómito sobre el suelo y casi pringando los pies descalzos su joven hija.

    Ella lo miró con desagrado, queriendo vomitar sobre él también, pero su estómago estaba vacío y no había nada qué desechar. Hacía días que no comía porque el vicio de su padre no se lo permitía. Y aunque tuviera comida, estaba segura que de vomitar, solo sus órganos saldrían a tropezones por su boca diminuta.

    –¿Qué más quieres de mí?- dijo con la voz entre cortada. Desde los diez años había dejado de decirle padre –Te he sido fiel en todo momento y hasta te he dado todo cuanto deseabas. No veo motivo alguno para seguir en este infierno. Infierno que se repetía a cada mili segundo.

    Paula empezó a trabajar desde que su madre murió, siendo eso cinco años atrás. Evelio era dueño de una gasolinera en Puchuncaví. No era un hombre responsable y mucho menos de familia, sino un pobre vagamundo que vivía a costa de lo que su esposa ganaba como camarera. Las pocas veces que él se dedicó a trabajar, fue cuando su esposa cayó en cama

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