Relatos de zombis de mundos no muertos
Por Rhiannon Frater
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...ZOMBIS, INFECTADOS, FIAMBRES, NO MUERTOS…
Relatos de zombis de mundos no muertos contiene tres emocionantes cuentos y tres aterradoras novelas cortas situados en versiones alternas de la Tierra pobladas de variados y espeluznantes tipos de zombis que te estremecerán cuando estés despierto y llenarán tus sueños de pesadillas.
En «La manta», un niño se esconde mientras el fin del mundo llega a su casa…
En «Los carroñeros», dos singulares supervivientes se afanan por forjar una vida juntos a pesar de la amenaza de los seres más espantosos imaginables: los humanos…
En «El Edificio», una adolescente vive en un vecindario protegido por un muro y desea escapar al lujoso edificio que se alza imponente ante su barrio. Pero para llegar allí, tendrá que enfrentarse a los fiambres que vagan por las calles…
En «La nigromante», una clériga debe lidiar con hordas de muertos que amenazan el asentamiento de un futuro distópico…
En «La carrera», siete amigos corren para llegar a una zona segura mientras evaden los peligros que suponen los rabiosos y ponen a prueba su amistad…
En «Un paso en falso», una joven pareja se divide cuando la plaga de infectados comienza a cernerse sobre Austin, Texas…
La galardonada escritora Rhiannon Frater ha creado una serie de historias en universos paralelos en los que la gente se enfrenta a terribles criaturas que tienen un solo objetivo: acabar con la vida.
Rhiannon Frater
Rhiannon Frater is the author of As the World Dies, which includes The First Days, Fighting to Survive, and Siege, which she originally self-published before substantially revising the books for Tor’s publication. The First Days and Fighting to Survive each won the Dead Letter Award from Mail Order Zombie. Frater has written several other horror novels. She lives in Texas.
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Relatos de zombis de mundos no muertos - Rhiannon Frater
Relatos de zombis de mundos no muertos
Rhiannon Frater
––––––––
Traducido por Jesús Redondo Moreno
Relatos de zombis de mundos no muertos
Escrito por Rhiannon Frater
Copyright © 2016 Rhiannon Frater
Todos los derechos reservados
Distribuido por Babelcube, Inc.
www.babelcube.com
Traducido por Jesús Redondo Moreno
Diseño de portada © 2016 Najla Qamber
Babelcube Books
y Babelcube
son marcas registradas de Babelcube Inc.
––––––––
Este libro es una obra de ficción. Todas las personas, lugares, acontecimientos y situaciones son fruto de la imaginación de la autora. Cualquier parecido con sucesos históricos o con personas reales, vivas, muertas o no muertas, es pura coincidencia.
Para todos mis seguidores zombis.
ÍNDICE
Nota de la autora
LA MANTA
LOS CARROÑEROS
EL EDIFICIO
LA NIGROMANTE
LA CARRERA
UN PASO EN FALSO
Nota acerca de la autora
Nota de la autora
Llevaba ya bastante tiempo sin hacer nada relacionado con zombis. Después de ocho años escribiendo y revisando (una y otra vez) la trilogía de As the World Dies, y también The Living Dead Boy y The Last Bastion of the Living, acabé exhausta de los hambrientos no muertos.
Sin embargo tenía una serie de relatos relacionados con zombis (o criaturas de ese tipo) rondando por mi cabeza, deseando nacer. Pero, aunque muchos de mis seguidores no dejaban de pedirme más novelas de zombis, no podía darles una historia lo suficientemente larga. Además sabía que si alguna vez volvía a este género tendría que escribir algo diferente, novedoso y divertido.
A principios del 2014, me di cuenta de que las historias de mi cabeza me gustaban. Afortunadamente, me puse manos a la obra con la primera de ellas y me regocijé al escribir un relato corto pero completo. Acabé enamorándome de los nuevos personajes, de los nuevos escenarios, de las emociones de crear distintos tipos de zombis. Cuando terminé de redactar toda la colección, supe que estas tenían algo especial.
¡Espero que las disfrutéis todas!
Rhiannon Frater
LA MANTA
Los gritos de su padre despertaron a Milo del profundo letargo en el que estaba sumido. Soñaba con Transformers y ositos de malvavisco cuando lo sacaron de su surrealista aventura. En el preciso instante en el que abrió los ojos, el sueño se perdió. Le gustaba esa fantasía. Era mejor que sus viejas pesadillas sobre monstruos, y ahora tenía antojo de malvaviscos.
Recostado, se quedó contemplando la ventana que había al otro lado de la oscura habitación, preguntándose aún por qué estaba despierto.
Su padre volvió a bramar algo, con una voz casi gutural.
—¡...están dentro! ¡Tara, están en la casa! ¡Coge a los niños!
Los latidos del corazón de Milo se iban intensificando a medida que escuchaba cómo resonaban las encolerizadas voces por toda la casa.
—¡Milo! ¡Despierta! ¡Milo! —chillaba su madre. Luego oyó cómo sus pies descalzos recorrían el pasillo en dirección al cuarto de su hermana pequeña—. ¡Milo!
En el piso de abajo, su padre rugió. Al muchacho de ocho años le recordó a esos animales que tenían que luchar por su vida en los documentales de naturaleza. Siempre escondía la cara detrás de su almohada de Optimus Prime cuando veía ese tipo de programas. Abrazado a ella una vez más, enterró el rostro en el rojo pecho de su transformer favorito.
Abajo se oían gruñidos y gemidos que, mezclados con los llantos de su padre, le hacían temblar bajo la gruesa manta de lana decorada con sus héroes robóticos preferidos. Su padre se la había comprado un día al recoger a Milo de un partidillo de béisbol. Un comerciante vendía un surtido de vistosas mantas de lana en el remolque de un camión negro en el arcén de la carretera. Milo se encaprichó inmediatamente de la grande y colorida que tenía a Optimus Prime y a los otros Transformers en poses heroicas.
—Te la voy a comprar para que los monstruos se acobarden y no te asusten por la noche —le había dicho su padre con una amplia sonrisa.
—¡Optimus Prime los destrozará! —había contestado Milo con seguridad.
La manta era suave y calentita, y Milo no volvió a tener pesadillas desde que empezó a dormir bajo los alegres colores de los Transformers.
—¡Milo! —El tono de su madre era un chillido inhumano—. ¡Ven aquí!
Los ruidos que venían de abajo eran aterradores. Se oían impactos seguidos del ruido de muebles rotos y algo arañando la pared. El constante golpeteo en las ventanas del primer piso le cedió el paso al estallido de los cristales al romperse.
—¡Tara! Coge... a los... niños... —La voz de su padre sonaba agotada, desesperada, asustada y llena de dolor. A Milo le recordó a sí mismo cuando, aprendiendo a montar en bicicleta sin ruedines, se cayó y se rompió el brazo.
La estampida que provocaban numerosas pisadas en la escalera hizo que se le relajara la vejiga. La humedad lo rodeó, pero no se movió de donde yacía, mirando a la ventana. La luna brillaba majestuosa más allá de la cristalera cubierta de escarcha.
Bajo el entarimado de su dormitorio continuaba el alboroto, pero ya no estaba acompañado de los alaridos de su padre. Lo único que oía Milo eran reverberantes quejidos sordos.
—¡Milo! ¡Milo! —gritó su madre.
Por el ruido de sus pasos supo que corría hacia su habitación y oía con claridad los llantos de su hermanita. Entonces su madre comenzó a chillar con pavor.
En el reflejo de su ventana, la tenue luz que entraba por la puerta entornada se vio interrumpida por unas sombras que corrían, por las figuras cuyas estruendosas pisadas perseguían a su madre. Luego escuchó el portazo que dio al encerrarse en su cuarto, seguido del furioso sonido de un enjambre de manos aporreando la puerta.
Su madre dejó de llamarlo.
Sin embargo, aún gemía aterrorizada.
Casi sin poder mover sus extremidades paralizadas por el miedo, Milo se las apañó para hacerse un ovillo y cubrir su cabeza con la manta. Su respiración irregular infló el grueso material alrededor de su boca y calentó su enrojecida piel. Bajo sus nalgas el colchón estaba empapado, pero sabía que su madre no volvería a echarle la bronca por mojar la cama.
Ese día habían salido cosas malas en la tele. Su padre le había dicho que no se preocupara, que el gobierno lo solucionaría.
Milo supo que estaba equivocado cuando su puerta se abrió de sopetón.
Cuando su padre compró la manta, le dijo que lo protegería de todo tipo de monstruos. Lo mantendría a salvo y le haría tener dulces sueños.
Milo cerró los ojos con fuerza e intentó dormirse otra vez. Deseaba que la manta mágica funcionara para no tener que oír los gritos de su madre ni la llorera desconsolada de su hermana.
Y no notaría cómo lo agarraba una ristra de manos a través de la suavidad de su manta...
LOS CARROÑEROS
El pintalabios carmesí desentonaba en los finos labios de Patsy, pero no pensaba decírselo. Ella sonrió con satisfacción al reflejo que la miraba desde el poluto y torcido espejo y siguió tarareando la canción que el viejo cantante country le dedicaba a su cubo con un agujero. El desgastado disco rayado falló en el gramófono, pero Patsy no dejó de canturrearla. Hank tenía la esperanza de poder encontrar una copia en mejor estado durante una de sus escapadas salvajes. Los chirridos y las interrupciones le molestaban.
El aire olía a colonia, a moho y a las flores que se marchitaban en el vaso azul del tocador. La barra de labios resbaló de los dedos de Patsy y rodó veloz por el sesgado suelo. Hank lo cogió y se lo devolvió, con lo que se ganó una sonrisa de agradecimiento por su esfuerzo. La estancia estaba ligeramente inclinada hacia un lado pero, gracias a algún milagro, aquella casa al borde de un pantano se mantenía en pie a pesar de que la mayor parte de la civilización se estaba desmoronando. La vetusta finca había sido construida para durar y aún se aferraba a la vida. El ala este de la vivienda estaba inundada por medio metro de agua, pero el resto aún estaba en suelo firme y se adaptaba a sus necesidades. Unas bombas sumergibles ayudaban a mantener las aguas a raya, al menos de momento. Sabía que Patsy no abandonaría sin protestar la enorme casa, llena de rincones y recovecos. A ella le aterraba la idea de aventurarse en el mundo en el vagaban aquellos estúpidos no muertos en busca de carne humana.
Hank se metió la camisa negra de cowboy por dentro de los vaqueros y escuchó distraído al mismo tiempo la melodía y el ruido que hacía el generador que había bajo la ventana. Empezaba a sonar raro e iba a tener que hacerle un apaño otra vez. Las bombillas del polvoriento candelabro parpadearon ominosamente.
Patsy miró hacia arriba e hizo una mueca.
—¿Va a haber un apagón otra vez?
—Esto es muy antiguo, cariño. Nos va a dar problemas.
Subió la cremallera de los pantalones, se ajustó el cinturón con la enorme hebilla ornada con la cornamenta de un búfalo y se quedó mirando la punta de sus nuevas botas de cowboy. Eran de piel de serpiente de cascabel, ligeramente desgastadas por los deambuleos de su anterior dueño, pero aún estaban lustrosas. La plata de sus remates lanzaba destellos a la luz.
—Es que odio las velas. Me ponen muy nerviosa. —Patsy sacudió sus huesudas manos para secar el esmalte de sus uñas postizas. Era un color nuevo que había hallado para ella en un destartalado Walgreens, un morado oscuro intenso—. Si esos muertos idiotas entran en casa, pueden prenderle fuego.
—No van a entrar en casa. La verja los detiene y las trampas los desmiembran a base de bien. —Hank cogió su sobrero negro de vaquero y lo puso sobre su calva.
Patsy, satisfecha con su manicura, peinó con cuidado los ostentosos rizos de un negro fulgente de su peluca, y usó unas largas horquillas para mantenerlo todo en su lugar. Se colocó sobre una oreja unas pocas flores sintéticas. Llevaba puesto un bonito vestido blanco y negro que él había encontrado y se ceñía un cinturón rojo brillante alrededor de su menuda cadera.
—¿Estoy guapa? —preguntó mientras observaba su reflejo.
Hank la besó en la mejilla y el olor a maquillaje invadió sus fosas nasales.
—Eres la mujer más preciosa del mundo.
En el tocador aún se podía contemplar una fotografía suya, ambos jóvenes, fornidos y resplandecientes en el día de su boda. No tenía ni idea de cómo Patsy había logrado conservar ese pequeño retrato enmarcado en plata todos esos años. En ocasiones se preguntaba si de verdad eran ellos, pero Patsy estaba convencida de que sí. De todas formas, ¿qué importaba? Estaban juntos, y eso era más que suficiente para Hank. Hasta dónde le alcanzaba la memoria, siempre la había querido.
—Necesito ayuda con la pierna —suspiró Patsy.
Estaba en la otra punta de la habitación. Hank fue a por ella y con mucho cuidado la encajó en el blanco hueso que sobresalía bajo su rodilla. Le había costado un tiempo averiguar cómo modelar a mano una prótesis, pero ahora era capaz de andar sin mucha dificultad. Atravesó con un tornillo la pierna falsa y el agujero que había perforado en el hueso y puso una tuerca para que no se le moviera.
—Ya está —declaró mientras le daba una palmadita en la rodilla.
—Ayúdame con las medias, corazón.
Con dedos gentiles, se las subió de los pies a la cintura. Tuvo que colocar con mucha diligencia la pretina sobre sus huesos de la cadera para asegurarse de que no se le cayeran. Sin esperar a que se lo pidiera, le puso los