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Artania - El Grito De Los Faraones
Artania - El Grito De Los Faraones
Artania - El Grito De Los Faraones
Libro electrónico356 páginas4 horas

Artania - El Grito De Los Faraones

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Información de este libro electrónico

Bartholomew, de once años, no puede ir a la escuela, jugar afuera o, lo peor de todo, hacer arte – así que dibuja en secreto.


Después de que conoce a un pintor en patineta, Alexander DeVinci, ambos son transportados a otro reino de pinturas mágicas. Su propio mundo es muy diferente en comparación con Artania: un mundo con pinturas y esculturas vivientes.


Pronto aprenden que Artania está al filo de la destrucción, y el arte de Bartholomew es la única cosa que puede salvarle. Tanto con dioses como diosas a su lado, Bartholomew se enfrenta a batallas, duelos y escapes sobre patinetas.


Pero incluso con sus poderes creciendo, ¿puede él derrotar el ejército malévolo de Sickhert y traer el arte de vuelta al mundo?

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento21 mar 2024
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    Artania - El Grito De Los Faraones - Laurie Woodward

    1

    El aire olía más antiséptico de lo usual esa mañana de primavera. Tosiendo en medio de los humos del cloro, Bartholomew Borax III salió de la cama y se puso su bata con monograma. Fue ahí cuando notó el sonido extraño.

    Él ladeó su cabeza. No era nada como el sonido usual de trapeadores deslizándose sobre el suelo o el ruido de las aspiradoras. Cuando Bartholomew abrió la puerta de su habitación y asomó su cabeza en el pasillo largo, un llanto ahogado le llegó a los oídos.

    Hic-hic-hic-hoo. Hic-hic-hic-hoo

    Sacando el bosquejo preciado de anoche de debajo de la almohada, Bartholomew lo miró por un momento. Había tres generaciones pintadas lado a lado. Aunque imposible, era un sueño que había tenido muchas veces. Hubiera sido asombroso, abuelo, padre y yo, todos envueltos en color.

    Anoche, él finalmente había escapado de las miradas curiosas lo suficiente para que sus manos volaran sobre la página. Mientras su lápiz dibujaba furiosamente, lo imposible tomó forma y, por un momento, él vivió en el sueño.

    Suspirando, Bartholomew metió el dibujo en su bolsillo y lo palmeó para aplanarlo. Con el arte prohibido a salvo de espías, bajó de puntillas por la escalera hacia la sala principal.

    Ahí, en el arco de la puerta, se congeló incapaz de creer lo que sus ojos veían. Era normal ver a Madre sentada rígidamente en la silla alta, su cabello rubio plateado en un apretado moño con las venas pulsándole en la frente. ¿Pero lágrimas gruesas rodando por las mejillas pálidas de Hygenette Borax?

    De ninguna manera. Él la había visto molesta más veces de las que podía contar ¿pero llorando? Nunca. Demasiado desorden.

    Después de ocho hipidos rítmicos, ella limpió cada ojo delicadamente con un pañuelo de seda, inhaló e hizo sonar la pequeña campana sobre la mesa de mármol junto a ella.

    Bartholomew sintió una ráfaga de viento cuando Yvette pasó apresurada, haciendo reverencia tres veces. Como si fuera una bandera blanca, Madre agitó su pañuelo para que la doncella lo pudiera depositar en la canasta y le hizo una señal al mayordomo, quien siempre estaba parado atento en el pasillo. Él entró con una bandeja plateada que contenía un pañuelo doblado perfectamente e hizo una reverencia con la cintura, ofreciéndoselo a la Sra. Borax.

    —Madre ¿qué pasa? —la voz de Bartholomew apenas era un murmullo.

    Madre tomó el pañuelo con sus manos temblorosas.

    —Es tu… abuelo. Él ha… él ha… él ha… ¡fallecido! —sollozó, hipando de nuevo.

    —¿El abuelo Alabaster? —Bartholomew jadeó.

    —No, muchacho tonto. El abuelo Borax. Él… tuvo un… infarto. Y nosotros… tenemos… que —hipo, hipo— irnos pronto.

    El tutor privado de Bartholomew, el Sr. White, entró y miró con tristeza a su estudiante, los ojos color verde brócoli se veían saltones, como los de un pescado, más que nunca.

    —¿Es verdad? —Bartholomew preguntó. Pero no necesitaba una respuesta. El rostro pálido de su madre le dijo todo.

    —Me temó que sí —el Sr. White dijo.

    —¡No el abuelo! Él era tan… tan maravilloso —él se detuvo, recordando.

    El abuelo de Bartholomew, Bartholomew Primero, había sido más alegre que cientos de navidades. Cada verano, él les visitaba y contaba historias que hacían al muchacho reír hasta que su estómago doliera. Bartholomew amaba escuchar una y otra vez como él había convertido una pequeña fábrica en una de las compañías de cloro más grandes del mundo.

    —Utilicé mi ingenio y uno que otro truco —él diría, palmeando su rodilla—. ¡La competencia nunca lo vio venir!

    Luego, él palmearía a quien estuviera más cerca en la espalda, quien usualmente era Madre. Con una sonrisa débil, ella soportaba las palmadas y luego se excusaba calladamente. Bartholomew sabía que ella se iba a bañar y a cambiar; manos sobre su vestido limpio nunca funcionaría. Bartholomew sonrió con el recuerdo.

    —Dile lo peor —Madre dijo.

    —Bueno, verás… —el Sr. White carraspeó de nuevo— tú abuelo puso una extraña clausula en su testamento. Para que tu madre pueda… hm… hm… heredar el negocio, tienen… hm… que mudarse a su casa en California y vivir ahí hasta que tengas veintiún años.

    —Si solo tu padre estuviera aquí, ¡él sabría que hacer!

    Bartholomew se encogió de hombros incómodo, no queriendo imaginar cuan diferente hubiera sido su vida si su padre hubiera estado aquí. Si hubiera sobrevivido el accidente. Ese día terrible, justo semanas antes de que Bartholomew naciera, cuando su padre se había golpeado la cabeza y se había ahogado en un charco de lodo. Había estado trotando por un camino arbolado, y los reportes decían que debió de haberse tropezado justo enfrente de la piedra que lo había dejado inconsciente mientras caía boca abajo en el charco.

    Bartholomew escuchó los murmullos de cómo el accidente había cambiado algo para siempre en su madre, convirtiéndola de una esposa sonriente a una persona con misofobia que tenía desinfectante de manos en cada mesa y hacia que Bartholomew se bañara seis veces al día.

    —Y la casa es repugnante ¡Tan su-cia! —la Sra. Borax se lamentó, enterrando su rostro en su pañuelo.

    El Sr. White se acercó rígidamente para palmear a su empleadora llorosa en la espalda. Bartholomew se sorprendió que por primera vez ella no saliera apresurada a bañarse.

    Él asintió solemne.

    —¿Puedo retirarme?

    —Por supuesto, amo Borax. Entiendo que quiera estar a solas.

    Él se sentía vació. Nunca escucharía las historias de su abuelo de nuevo. El hombre de cabellos indomables solía enderezar su forma encorvada y guiñar un ojo antes de comenzar una historia graciosa. Bartholomew amaba la cara de duende de su abuelo y la manera en sus ojos se arrugaban en las comisuras cuando estaba platicando de cómo le había hecho una broma a alguien. Él solía dibujar al hombre muy seguido, e incluso construyó una escultura de jabón muy parecida el verano pasado.

    Por otro lado, la idea de mudarse le intrigaba a Bartholomew. Habiendo sido educado en casa y en solitario, había soñado con escapar de la mansión antiséptica de su madre. Hygenette odiaba viajar tanto que él solo había estado en la casa del abuelo Borax una vez cuando tenía seis años, para el funeral de su abuela.

    Habían tenido su propio vagón de tren diseñado justo para el viaje. Por supuesto, Madre primero había hecho que le quitaran todo, lo pintaran, le pusieran alfombras nuevas e instalaran asientos de plástico nuevos, mesas y accesorios relucientes de baño. Pero las renovaciones no fueron suficientes. Luego, ordenó a su ejército de empleadas domésticas que atacaran todo con desinfectante suficiente como para hacer una bomba de cloro.

    El viaje había sido la misma vieja prisión de date-un-baño, pero la mansión Borax en Santa Barbara había sido demasiado maravillosa.

    Árboles reales y arbustos rodeaban el terreno, no los plásticos a los que Bartholomew estaba acostumbrado. ¡Y las habitaciones! Todo tipo de cosas fantásticas las ocupaban: viejas fotos, cachivaches y recuerdos de los viajes del abuelo alrededor del mundo. Cada una era de un color diferente, desde naranja brillante en la cocina hasta violeta en el baño de la planta baja. Un estudio, con paneles de madera oscura que parecían llevar a pasadizos secretos, contenía una colección de insectos, un telescopio y mapas de estrellas. Las propias pinturas de aceite del abuelo y muebles diseñados escandalosamente le dieron a Bartholomew miles de ideas para alimentar su imaginación.

    Un día, después de un largo juego de escondidas, el abuelo lo llevó a una caminata. Los terrenos alrededor de la propiedad eran incluso más mágicos que la casa. Con caminos hacia jardines secretos, un estanque para koi y fuentes a su alrededor, él se sintió como uno de esos aventureros de los que había leído. Él era Robinson Crusoe varado en una isla, James en un durazno gigante o Harry Potter volando en su Nimbus 2000.

    Plantas de todo tipo parecían reverenciar mientras su el abuelo entraba al invernadero de paredes de vidrio cubierto en enredaderas. Tan pronto como estuvieron dentro, él tomó un puñado de tierra y la apretó en su mano.

    —Bartholomew ¿qué pudieras crear con esto? —él dijo, ofreciéndole la bola oscura.

    Bartholomew había arrugado la frente intentando pensar en la respuesta correcta. ¿Era una prueba?

    —La tierra es usada para hacer crecer cosas como árboles y flores —dijo, intentando de sonar más grande que sus seis años.

    —Sí, lo sé. ¿Pero qué más ves? —miró expectante su rostro juvenil.

    —¿Una pelota de tenis café?

    —No. Quiero que mires más allá. Usa esa imaginación tuya. No me digas que es. Sueña, como tu padre solía hacerlo —pausó y la puso más cerca del rostro de Bartholomew.

    Bartholomew miró fijamente la esfera café. Al principio, no vio nada más que un montón de tierra. Pero mientras miraba más detenidamente, formas empezaron a aparecer. Él contempló un planeta emergente.

    —Hay ríos en las fisuras y montañas en las rocas, y hay una ciudad pequeña. Veo gente, de todo tipo, altas y redondas con ojos en lugares raros —mientras hablaba, una sonrisa se apareció en su rostro.

    —Qué ojos tan maravillosos tienes —el abuelo dijo, desordenando el cabello del niño.

    —Es hermoso —Bartholomew susurró.

    El abuelo asintió, luego hizo girar gentilmente el rostro de Bartholomew hacia él. Explicó cómo él y su padre solían pintar ahí, sus batas manchadas sacudiéndose con cada broma.

    —Este es nuestro lugar especial. Generaciones de Boraxes han venido aquí para ser verdaderos. Desde mucho antes de que yo naciera hasta tu padre. Nosotros hemos encontrado inspiración aquí. Por favor, recuerda eso Bartholomew.

    —Lo haré —el niño inclinó su cabeza solemnemente y miró alrededor tomando fotografías en su mente.

    El abuelo hubiera entendido mi arte.

    Bartholomew se detuvo a la mitad de las escaleras y se dejó caer al suelo.

    Pero nunca le dije. El mármol estaba frío. Miró a la calidez en el candelabro de cristal, pero solo le hizo estremecerse. La visión de Bartholomew se volvió borrosa, haciendo difícil enfocarse en las luces mientras gotas caían sobre su bata. Sollozando, Bartholomew limpió sus mejillas bruscamente con el dorso de su mano.

    Se limpió la nariz con la manga. ¿Y qué si la mancho? ¿A quién le importa de todos modos? ¡Él ya no está! Mi mejor amigo se fue. Metiendo su mano en su bolsillo, sacó su dibujo reciente. Lo desdobló y se le quedó mirando al sueño de todos ellos juntos.

    —¡Tonterías! —arrugó el dibujo entre sus manos y lo metió en su bolsillo con fuerza. Apretando sus rodillas contra su pecho, comenzó a mecerse de atrás hacia adelante.

    Se quedó sentado por horas así, escuchando las quejas insoportables de su madre en el piso de abajo. El día siguió hasta que finalmente él regresó a su habitación. Parado frente al cesto de basura, Bartholomew sacó su dibujo arrugado y lentamente lo hizo pedazos. Mientras que cada pedazo de creación flotaba hacia abajo, las memorias aparecían. En poco tiempo cada pedazo de su dibujo glorioso había desaparecido.

    Igual que su abuelo.

    Bartholomew hizo sonar la campana plateada en su escritorio y esperó a que Yvette entrara a su habitación tras hacer una reverencia.

    —Suciedad. Deshazte de ella —dijo con una mirada vacante.

    2

    El Pensador de bronce sabía que sucedería. El Repartidor había destruido arte. ¿A quién perderían este día?

    Muy abajo en el valle, la guerra continuaba. Decenas de dibujos y creaciones esculpidas estaban luchando por preservar la tierra donde el arte estaba vivo. Por siglos, cada vez que un humano levantaba un pincel o ponía sus manos en el barro, un ser grandioso como el Pensador, nacía. El líder de Artania amaba como el paisaje era una mezcla perfecta de acuarelas, montajes y mosaicos – una mezcla de vidas facetadas.

    En el Valle de los Faraones, guerreros pintados de Egipto y esculturas griegas luchaban juntos contra los Cerdos Sombríos, una armada jorobada con la intención de llevar al arte a su fin. Cada año, esas creaturas de ojos amarillos y orejas de murciélago atacaban en números más grandes mientras que los Artanianos valientes intentaban hacerlos retroceder hacia su guarida bajo tierra.

    Pero Artania seguía perdiendo.

    Destellos de luz saltaron del cruce de espadas y asaltaron sus ojos. El Pensador parpadeó. Con esfuerzo, continuó mirando como uno de los jeroglíficos jóvenes se enfrentaba contra un Cerdo Sombrío particularmente vicioso.

    —¡Regresen a Subterránea a donde pertenecen! —el soldado de palitos pintados gritó.

    El monstruo de nariz de puerco frente a él siseó, saliva saliendo por entre los dientes chuecos.

    —No antes de que me lleve a un par de creaciones conmigo.

    Su cuerpo descomunal ensombreció a Jeroglífico, pero él no se intimidó. En lugar de eso, levantó ambos puños y miró con fiereza a su enemigo. El Pensador se estremeció con orgullo.

    Jeroglífico era joven y temerario. Como muchos Artanianos, veía a través de sus ojos pintados. No podía evitarlo. Estaba lleno de la alegría que las creaciones sentían en el momento de su concepción. En lugar de poner atención en lo que estaba sucediendo a su alrededor, se estaba enfocando en la belleza de cada golpe.

    Jeroglífico no podía ver el agujero abriéndose detrás de él mientras preparaba su puño para el siguiente golpe. Pero el Pensador podía verlo. Gritando una advertencia, se puso de pie, temiendo lo que pudiera venir después.

    El Cerdo Sombrío corpulento levantó una pierna y pateó. Escupiendo, Jeroglífico se tambaleó hacia atrás, acercándose al agujero oscuro. Con los brazos extendidos, apenas unas pulgadas del borde, comenzó a recuperar su equilibrio.

    El Pensador suspiró.

    Pero luego las manos como alquitrán del Cerdo se estiraron y empujaron. Polvo se levantó y cuando se despejó, Jeroglífico había desaparecido.

    —¡No! —el Pensador gritó, mirando con impotencia hacia el Valle de los Faraones.

    El ejército de Sickhert estaba ganando. Desde su guarida subterránea debajo de Artania, los monstruos encorvados se alinearon inmediatamente bajo la tierra. Luego abrieron sus horribles bocas y, con grandes sorbos, se tragaron pedazos brillantes de la belleza del valle.

    Como una fotografía desvaneciéndose, con cada bocado el valle se marchitaba. Al mismo tiempo, se encogía. Si algo no cambiaba pronto, la superficie completa se convertirá en el Lienzo Blanco, un agujero blanco donde ningún arte vive.

    Apis el Toro rebuznó.

    —¡Retirada! ¡La batalla está perdida!

    Las creaciones huyeron por la izquierda y por la derecha, tratando de evitar las grietas crecientes. Gritos de pánico llenaron el aire. El Toro les guío hacia la zona segura de color pero diecisiete hermanos ya no estaban. Tragados por la tierra, ellos desaparecieron en las cavernas de Subterránea.

    El Pensador se encogió, sabiendo los horrores que les esperaban a esas hermosas pinturas, esculturas y jeroglíficos. Una sola lágrima rodó por su mejilla de bronce mientras olas de perdida amenazaban con invadirle.

    Pero él no había sido elegido como su líder para dejarse llevar por el pánico.

    Frunciendo sus cejas dibujadas, el Pensador cerró sus ojos y puso su barbilla sobre su puño cerrado. Después de unos momentos, se levantó.

    Con voz fuerte que el viento amable llevó por todo el Valle de los Faraones, pasando las Pirámides de Guiza y a través de Artania, recitó dos líneas de la Profecía.

    —La esperanza yacerá en las manos de los gemelos. Nacidos cerca de la cúspide del segundo milenio.

    3

    Con la boca llena de pasta de dientes, Alexander Devinci le sonrió a Rembrandt. Silbó y escupió antes de girarse a admirar la forma del perro. Ese canino simplón lo seguía a todas partes. Alex amaba la manera en que la raya blanca entre las manchas oscuras de sus ojos dividía el rostro del perro a la mitad como algún tipo de bufón, y él había rascado esa cabeza adorable más veces de los que podía contar.

    —Venga, muchacho. Puedes ayudarme con mi nueva pintura —Alex dijo.

    Rembrandt era el compañero de arte de Alex. Él cargaba los pinceles, estiraba las cubiertas del piso, e incluso usaba su cola para ayudar a secar las pinturas. Él también mantenía guardia en el estudio para asegurarse que nadie molestara a Alex mientras trabajaba. Cada vez que alguien se acercaba a la puerta de la cochera, él aullaba para dejarle saber a Alex.

    El estudio que su padre construyó en la cochera era el lugar favorito de Alex. Latas de café estaban rebosantes de marcadores y pinceles. Repisas estaban llenas de pinturas y paletas, mientras que libretas de dibujo y caballetes yacían sin orden en el piso. Y había un enorme tragaluz que iluminaba el lugar entero. Incluso cuando a Boulder llegaban sus tormentas de nieve más terribles, su rincón guardaba un brillo cálido. Él tenía que compartirlo con una minivan, varias bicicletas, pesas y herramientas de jardín. Pero eso estaba bien porque cada vez que se ponía enfrente de ese caballete todo lo demás se desvanecía.

    ¡Y qué creaciones había hecho! Héroes mutantes con siete brazos y ruedas por pies. Delfines-halcones saltando dentro y fuera de olas enormes. Y un robot principesco con ojos binoculares que a Alex le gustaba particularmente.

    —¿Qué piensas, muchacho? ¿Debería de hacerle los ojos más grandes?

    Rembrandt se acercó desde su cama de piel de borrego y miró la pintura. Meneó su cola una vez.

    —Muy bien, tú eres el jefe —Alex se rio—. Ahora toma tu punta y jala.

    Como era usual, Rembrandt puso la punta de la cubierta del piso con su boca y comenzó a retroceder. Pero luego, en medio del jalón, se quedó completamente quieto.

    —Venga, Rembrandt. Jala —Alex dijo, jalando de su esquina.

    Las orejas de Rembrandt se levantaron como si hubiera escuchado algo cerca. Se congeló, mirando alrededor de la habitación, sus ojos azul plateado sospechosos.

    —¿Qué sucede, muchacho? ¿Alguien viene? — Alex se puso al lado del perro.

    Un gruñido bajo retumbó desde la garganta de Rembrandt mientras se giraba hacia la nueva pintura de Alex.

    —¿Qué? —Alex preguntó— ¿No te gusta? —elevó su barbilla en dirección a la creación robótica.

    Rembrandt de repente se relajó y se apoyó contra la rodilla de Alex. Esta señal era una que él conocía muy bien. Significaba que el perro quería cariño.

    —Perrito tonto —se rio, palmeando al perro en la cabeza—. Está bien. Yo lo haré. Tú sigue supervisando —Alex estiró la tela y alisó cualquier arruga. Rembrandt caminó hacia una esquina, cruzó sus patas delanteras y se acomodó sobre la cubierta protectora.

    Horas después, Alex se levantó de enfrente del caballete y admiró su nueva pintura. Luego agregó una última pincelada de Amarillo Dorado a la espada.

    —Creo que te llamaré Sir Cyan —dijo. Sintiendo un poco de comezón, Alex se talló el ojo izquierdo.

    Los ojos binoculares de Sir Cyan le miraron como si realmente estuviera vivo. Alex se inclinó para mirarlo más de cerca. Tan grandes y azules, pensó. En verdad capturé un brillo genial ahí.

    Luego sucedió. Sir Cyan guiñó un ojo. Al mismo tiempo, Rembrandt soltó un aullido corto.

    —¿Viste eso, Rembrandt? —Alex jadeó y se alejó de un salto.

    El perro levantó una oreja y luego la otra como si respondiera Ni idea.

    ¿Era solo su imaginación? Alex se restregó su ojo de nuevo. Reteniendo su aliento, se acercó. Y vio al otro ojo parpadear.

    —¿Eh? —se alejó con rapidez.

    —¡Alex! ¡La cena! —su madre gritó a través de la puerta de la cochera.

    Alex sacudió su cabeza, resoplando ante sus ocurrencias. Pero antes de que entrara a la casa, tuvo una idea. Levantando una ceja, su boca se curveó en una sonrisa.

    Tratando de lucir casual, Alex se dirigió hacia la puerta. Pero dos pasos después, se detuvo y miró sobre su hombro. Nada. ¡Demonios! Dio dos pasos más y se giró. Solo una pintura. Se restregó su ojo con enojo. A la salida, agarró el pomo de la puerta y contó hasta tres. Dándose la vuelta con rapidez sobre un pie, miró adentro. Sir Cyan estaba quieto.

    Se dejó caer en una silla del comedor, su cabeza confundida por la visión, preguntándose si Sir Cyan en verdad había guiñado un ojo o era su imaginación. Levantó y bajó su tenedor, mirando al espacio por tanto tiempo que a pesar de que odiaba las habas, se olvidó de pasárselas al paciente de Rembrandt esperando debajo de su silla.

    Cuando Rembrandt le empujó en la pierna, Alex reprimió un quejido. Se había comido todas las habas excepto por una. Asqueroso. Rápidamente le pasó la última a su amigo y acarició las orejas peludas de Rembrandt. Pero ahora Alex tenía un sabor amargo en la boca, así que masticó algunas de las zanahorias salteadas para deshacerse del sabor.

    —Niño —su papá se giró hacia él—. ¿Qué tienes en el ojo?

    Alex se encogió de hombros.

    —Tienes pintura en tu ojo, tontito —su madre dijo acercándose—. Venga, deja te la quito —ella limpió la comisura de su ojo con una servilleta.

    Ahora que lo pensaba, su ojo le había estado molestando. Se lo había estado frotando por veinte minutos. Y pensó que había visto a Sir Cyan parpadear. Sí, por supuesto. Intercambio una mirada con Rembrandt. El perro le miró como diciendo, Tonto.

    —Crear esta bien y todo —su padre dijo, dándole una de sus miradas matemáticas—, pero el Dr. Bock dice que los niños necesitan equilibrio en sus vidas.

    Las habas habían sido suficientemente malas, pero ¿frases del libro del Dr. Bock? No ahora, por favor.

    —Oh, lo sé —Alex contestó, llevando la conversación en otra dirección—. Nick y yo patinamos esta tarde. Dos horas. Eso es mucho más ejercicio de lo que dice el Capítulo Dos.

    Su papá asintió apreciativo antes de intercambiar miradas con su mamá.

    Esquivamos esa bola, Alex pensó, mirando a Rembrandt de manera triunfante.

    —Alex —su papá aclaró su garganta—, tu madre y yo necesitamos hablar contigo.

    Alex sintió un vacio inmediato en el fondo de su estómago. Estiró su mano hacia Rembrandt bajo la mesa.

    —¿Sabes que mi trabajo depende de si consigo financiamiento?

    —Sí, ¿y?

    —Bueno, los subsidios han sido difíciles de conseguir —su padre pausó—, casi imposible.

    —Que mala suerte —pensando que solo iba a ser una de esas pláticas de por favor, apaga las luces, los hombros tensos de Alex se relajaron—. Mamá, ¿puedes llevarme a Nick y a mí a Surveyor Hill mañana? Vamos a practicar fintas.

    —Alex, no estás escuchando. Lo que tu padre está tratando de decir es que va a perder su trabajo. Necesitará uno nuevo.

    —Buena suerte, papá —Alex dijo. No estaba preocupado. Padre era un buen matemático. Sus ecuaciones habían sido escritas en todo tipo de revistas sofisticadas.

    —Hijo, nos vamos a tener que mudar. Tan pronto como termines tu año escolar.

    Alex sintió el pulso en su garganta.

    —No es cierto. ¿Qué hay de Nick y Bryce y los otros? ¿Qué hay de ir a patinar a Surveyor Hill? —tragó con dificultad— ¿Qué hay de mi estudio?

    —Sé que será duro. Lo siento, cariño —su madre dijo—, pero tu padre te hará un estudio nuevo en California.

    Su madre continuó hablando pero Alex apenas y escuchó. Era una locura. ¿Dejar la única casa que había conocido? No podía creerlo, se negaba. Este niño de diez años no se iba a mudar a una ciudad extraña. No. Una discusión larga siguió, y Alex olvidó todo sobre ese guiño extraño.

    Hasta mucho después.

    4

    El Pensador observó y sonrió. Lo que ni Alex ni Bartholomew sabían era que había una muy buena razón para proteger sus creaciones. Cada una tenía vida propia. Pero ninguna podría moverse hasta que los Elegidos estuvieran dormidos profundamente.

    El Pensador cerró y abrió su mano esculpida dos veces, y los cielos estrellados de Boulder aparecieron. Luego como si estuviera viendo una escena a través de una cámara cayendo en un paracaídas, la calle de Alex apareció ante él. Ampliando la imagen de la casa de Alex, el Pensador revisó para asegurarse de que el muchacho estuviera dormido antes de asomarse a la cochera de Alex.

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