Lila
Por Gabriela Amat
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Gabriela Amat
Gabriela Amat nació en La Habana, Cuba, en 1995, y vive en Madrid desde 2010, donde se graduó en Derecho y realizó estudios de máster en Relaciones Internacionales, Análisis Económico y Ciencias Jurídicas. Ha sido voluntaria en distintas organizaciones de protección de la infancia en Madrid y, durante 2017 y 2018, colaboró también con otras en Francia, Marruecos y Colombia. Gabriela ha escrito siempre: primero poesía y relatos cortos, y ahora esta primera novela, íntima y prematura, a pesar de ser el resultado de los últimos siete años. En la actualidad, la autora colabora esporádicamente con dos revistas, es abogada en una empresa de tecnología y escribe su segunda novela.
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Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Gabriela Amat , 2021
Diseño de la cubierta: Arístides Hernández Guerrero (Ares)
Imagen de cubierta: ©Arístides Hernández Guerrero
www.universodeletras.com
Primera edición: 2021
ISBN: 9788418854767
ISBN eBook: 9788418856747
A mi familia.
Y a La Habana que yo recuerdo.
Dejé la ropa en una butaca y me arreglé el pelo. Las cosas pierden el orden aquí, por tener el viento en contra.
¿Cómo era papá, Mariana?
Mariana te espera así y te la explicas mejor.
Pelar naranjas con los dedos y arreglar la ropa con alfileres. Parásitos en la sangre de soplar las cosas del suelo. Muebles de caoba. Señoras en blanco y negro. Comunión de brazos, codos, piernas, puños, pelos, lazos. La risa de tu madre y las manos de tu madre. Llamarnos para comer. Marcar las páginas con abanicos. Niños en el pecho, niños en la tripa, niños en los brazos. Los presentimientos de Mama. Mama diciendo estos trotes. Analepsia. Mirar al último hombre. Empujarnos en columpios de hierro. Limpiarnos el óxido de un vestido con vuelos. Vigilar los sueños de los niños y de los viejos en la misma vigilia prematura de sonámbula. Los codos en la mesa. Repetir palabras largas. Los azudes desarmados. Hervir tereré. Los boleros. Las castañuelas. La regleta de las persianas. Abrir. Cerrar. Abrir.
Nos miramos sin angustia.
¿Cómo era papá, Mariana?
Luis saluda y deja el periódico en el muro.
Parece conforme. El cuerpo que arrastra, el tiempo que tiene, el papel que lleva.
Lo dice. Yo siempre he hecho esto, aunque cuando era niño quería ser de los hombres que se suben a un atril y anuncian el principio de los carnavales, porque yo nací en Santiago, pero vine a vivir a La Habana en el sesenta y tres. Esos primeros años todo el mundo esperaba el periódico. Uno recorría la calle de una casa a otra e iba saludando. Porque antes pasaban cosas, no esta calma pantanosa que le niega a uno el divertimento de cualquier novedad.
Luis se va. Apoya mal una pierna y mira al cielo.
Mira que me lo dijiste, Silvia Brobol, que yo tenía que haber sido orador de carnavales. Que uno nace así y luego no descansa. Que nacer así es un no descansar.
Habías soñado, Renata, que tu padre regresaba con las botas embarradas de otra tierra y que hacía mucho ruido para que te despertaras. Te envolvías en la bata y te ponías de pie y abrías muy bien los ojos. Y pensabas en si iría a reconocerte y corrías a buscarlo.
En la puerta, tu padre se había hecho viejo, pero podías tocarlo con las manos: las cejas, los párpados, los hombros. Y hacerle unas preguntas que contestaba asintiendo.
Pero los sueños, Renata, no se ponen a rodar como las piedras, ni se empujan de los puentes, ni se hacen en los nidos de los cujos, ni se pescan con los dedos, ni se echan a volar de los balcones ni se guardan en la palma de la mano. No se posan en los nudos de la ropa ni se paren en silencio: son pedazos separados de galaxia que se tienden en las cuerdas de los cuatros y se adornan los hombros con cristaleras y se empapan de los sueños de los otros, y se ponen común.
¿Cómo era papá, Mariana?
Canilla y Mercurio vienen a resguardarse. Kabul espera en el portal, sin atravesar la línea de agua de los canalones.
Mercurio es un perro pelirrojo y grande, y Canilla es un perro flacucho y huesudo que sigue a Mercurio.
Mi madre guardaba el agua de la lluvia. Hervía hojas de manzanilla en esa agua y me bañaba en una bañera azul que taponábamos con un corcho y un trapo. Mi madre me hacía trenzas. Me doblaba las medias con bordados en los tobillos para que yo supiera la suerte que tenía.
En la casa de enfrente se escucha la cadencia de un tambor, una música casi religiosa que me recuerda las visiones de Isolina Freire. Unos hombres que se atan a la cintura tambores de piel y cordones de tripas. Que memorizan los ritmos, sienten el baile y alargan el brazo. Que parecen de verdad si ella los describe. Que la desconciertan.
Isolina se ponía en la ropa hilos bordados con las cosas que veía para que existieran para los demás, para que mi abuela Rita le preguntara qué hombres eran esos y qué cosas decían.
Isolina siempre estuvo segura de que había otra cosa, de que esa gente suya era como de agua, de que ella era una invitada y de que después de todo habría que saber que en esa cualidad de no oler ni saber a nada había un anuncio y que, fuere cuando fuera, íbamos a ser fugaces.
La tarde se alarga. Las sombras de las hojas de las palmas se mueven en el cristal y los niños regresan de la escuela, hundiendo los pies en la lluvia.
En la puerta, le diste un beso a Mariana.
She’s got a smile that it seems to me.
Reminds me of childhood memories
where everything was as fresh as the bright blue sky.
Now and then when I see her face
she takes me away to that special place
and if I stare too long, I’d probably break down and cry.
Who, oh, oh. Sweet child of mine.
Who, oh, oh, oh. Sweet love of mine.
Marta dejó el paraguas sobre la alfombra de paja, sacó el libro para devolvértelo y se secó los tobillos con las mangas.
Marta, en la lluvia, cuando unía los labios para hablar muy bajito, me recordaba a Águeda.
Cuando Manuela tuvo que cerrar el bar, Águeda, que era guionista, le propuso a mi madre que interpretara a Luisa, un personaje secundario que servía de enlace en una obra sobre la autoestima.
En un teatro más o menos concurrido, mi madre fue Luisa dos veces por semana y a mí, que al principio no pude ir a verla, me sorprendió que apareciera casi desnuda.
Recuerdo bien una escena en la que, sentada en una butaca amarilla, mi madre fumaba y dejaba caer las cenizas sobre el escenario hasta que otro actor llamaba a una puerta sin pared que servía para separar el espacio. Recuerdo que a mi madre entonces le daba la luz en la cara y recuerdo su gesto y que se echaba a llorar. Recuerdo pensar que estaba llorando de verdad y no poder saberlo porque no la había visto nunca.
Mi padre y yo fuimos al teatro durante los tres meses que duró la obra. Que fuésemos a ver a mi madre sin que ella lo supiese fue nuestro primer secreto. A mí no me pareció un acto de traición ni llegué a sentir culpa porque Luisa era la versión de mi madre que no existía, y a mi padre y a mí nos pareció que nos lo merecíamos.
El abuelo de mi bisabuela, Moré Combá, contaba historias de Bilma y cantaba unas canciones de pena y de desamparo.
De Bilma, cerca de Agadez, en Níger, lo llevaron de Katsina a Puerto Nuevo cuando tenía diez años. Se fue con otros hombres y mujeres de Agadez que acabaron destinados a Santiago de Cuba, a Chocó y a Amapá.
En Santiago lo acogió Mamá Mercé, una esclava veterana del central La Juliana, en San Luis, que no había podido tener hijos y que le cambió el nombre por uno apropiado. Con un apelativo que inventó ella misma, lo conocieron todos, y el bisabuelo de mi abuelo fue siempre Moré Combá.
En San Luis aprendió a cortar caña de azúcar, a ordeñar vacas y cabras, a dormir a la intemperie, a discernir el bien del mal, a hacer sandalias de paja para andar sobre las piedras y a tejer cestas de bagazo para guardar el casabe y los huevos que a veces podía conseguir.
En el central, la vida era poco grata y uno adquiría una inapetencia patológica provocada parcialmente por los parásitos y la gastritis, y dejaba también de tener sueño y sed.
En las barracas de tierra húmeda y paja, los esclavos más viejos preparaban la noche y el día en la misma múcura de piedra, azufre y polvo de estrellas. Los demás trabajaban sin descanso desde que amaneciera y por la noche espantaban a los perros salvajes que venían del río con la malagaña de cuando había colmenas, engullían la incertidumbre con los dedos heridos y sucios de tierra y enterraban los huesos viscosos de los que se morían en surcos anchos de sembrar semillas.
Sin contar los maltratos frugales del capataz, Moré Combá sufrió pocos castigos extraordinarios y llegó a trabajar con los animales.
Al principio, limpiaba los establos, llevaba la comida y el agua, y apuntalaba el techo o remendaba las paredes de tablones, pero cuando Pedro Capitán murió, inesperadamente, en una pelea en un bar contra tres o cuatro hombres, Moré se ocupó también de peinar a los caballos, bañarlos, curarlos y sacarlos a correr.
Fue para saber cuántos animales había que Moré