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Las Rotas
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Libro electrónico122 páginas1 hora

Las Rotas

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Las Rotas es una novela que desde la mirada de un chico cuenta una terrible historia familiar, como las que a mí me gustan. Este chico cuenta a su familia en imágenes metafóricas donde todos quedan atrapados como podrían quedar atrapados en el alcohol, en las drogas, en el odio, en la demencia. Personajes sueltos, distantes. Una madre piedra, un padre piedra, un hijo piedra, todo así. Pero todos, de una forma o de otra, cambian de piel, son engañadores y son engaños de ellos mismos. Es una novela golpeadora (o golpeada), pero que habla con la voz cantarina y absurda de un chico que aprende a cambiar de piel, también, para encontrarse a sí mismo. Y su mayor encuentro de sí mismo se logra, seguramente, en la voz que encuentra para contarse. Con esta novela David Muchnik engendró una nueva mirada sobre las cloacas de la vida familiar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2024
ISBN9789873905889
Las Rotas

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    Las Rotas - David Muchnik

    PRIMERA PARTE

    1

    Desde lo más alto del tobogán vi lo chiquita que se hacía mamá. De lejos, como ella quería. Allá arriba, junto al cielo blanco todo se olvidaba. En la cima del tobogán todo se vuelve a ver por primera vez. El viento me ensuciaba la cara. Y al abrir los ojos, la plaza me mostraba sus árboles de rulos verdes, palomas que iban y venían y los caminos zigzagueantes de piedritas naranjas que terminaban en las avenidas de los cuadraditos blancos, marrones, rojos y azules motorizados.

    Entre las otras mamás, la mía se distinguía por sus enormes lentes de sol y su pelo naranja toronja enrulado. Ella flameó su mano enguantada de cuero negro. Era la señal para que me tire. Me senté en la madera friolenta y me mandé porque el pibito de atrás me empujó. Grité con el diablo en la garganta y como un fosforito quemado llegué sin voz al arenero.

    La encontré a un costado con su vocación de mamá piedra. Me estudió con sus brazos cruzados que apretaba contra el pecho por el frío de la mañana y para guardarse las palabras. Porque los brazos de mamá hablaban y no paraban hasta hacerse entender. La mañana se silenció, los gritos de los nenes y los aplausos de las otras mamás se fueron apagando. Dejé de sentirlo todo, y me volví hijo piedra con ella. Estar cerca de mamá era estar demasiado cerca. Y de lejos, nunca parecía suficiente.

    2

    No era mamá nada más, papá también, y yo de rebote: todos nos preferíamos de lejos. En casa siempre jugábamos a las escondidas. Era el juego favorito de los tres. Intentábamos no encontrarnos nunca. Para eso se recomendaba quedarse quieto en el escondite aguantando la respiración. En casa nadie respiraba. Podíamos pasar horas, días, semanas sin saber del otro. Igual mamá siempre ganaba. Era capaz de aguantar meses enteros sin respirar.

    El tema era cuando, sin querer, nos encontrábamos en el pasillo, siempre sin querer y sin reconocernos. Es que después de tanto tiempo, casi que no nos queríamos acordar de quién era el otro. Preferíamos quedarnos en esa nube olvidadiza que lleva segundos en disiparse antes de reconocer la cara del de enfrente pintada con un cachito de sombra.

    En el juego de las escondidas, las reglas eran claras: el que encontraba al otro, perdía. Y al perdedor, le tocaba dar la vuelta y buscar un mejor escondite. Maldito pasillo y el piso del pasillo de madera crujiente.

    En realidad, no era tanto escondernos lo que hacíamos sino también huir. Papá, por ejemplo, huía hacia la otra, su amante. Mamá huía en dirección a su padre muerto, lo cual le significaba irse un rato. Ella no tenía problema con que sus órganos pararan de funcionar. Una devoción a no respirar y estar un rato con su amado padre. El problema era cuando volvía.

    Yo, apenas un niño, huía hacia lo que consideraba mi único amigo en las buenas y en las malas: San Dulce De Leche. Nunca me decepcionó en las noches de soledad en que papá y mamá se llevaron sus peleas a la calle. Dando vueltas en la cocina con una cucharita y el pote de San Dulce De Leche en la mano, soñaba que papá y mamá algún día desaparecerían, no porque quería que se fueran, sino porque no entendía para qué volvían.

    3

    Los horizontes tienen cuerpos tan largos e inalcanzables que cuando se acuestan a dormir tienen que soñar en voz alta. Mamá era un horizonte. Ella mantenía su distancia. Ella decía que para eso se habían construido paredes, techos y, sobre todo, puertas. Las puertas. En casa siempre había que tocar la puerta. Por algo las puertas se cierran, decía. No solo para que no entren las moscas. Y cuando están abiertas, no son una invitación, sino un malentendido.

    4

    Mamá se moría seguido. Vaciaba frascos de pastillas, se tiraba por el balcón, hacía lo que fuera con tal de ir a visitar a su papá aunque fuera por un ratito, pero siempre volvía. No sabía morirse del todo. Una vez incluso había alquilado una serpiente venenosa y se había hecho picar hasta la muerte. Pero fue su muerte más corta de todas.

    Tenía once años y tres meses cuando mamá me avisó que esa mañana era la última vez que me acompañaba a la parada del 59 y que de ahora en más iría yo solo en el colectivo a la escuela. Más allá de la tristeza que me causó, parecida a una traición, hacía rato que esperaba ese momento. Me lo merecía, ya estaba en quinto grado, no dejaba la ropa tirada y no me tenía que repetir dos veces que me fuera a cepillar los dientes.

    A los dientes me los cepillaba de mentira. En casa las mentiras causaban profundo respeto. Yo practicaba todas las noches: abría la canilla, cambiaba el ruido de la presión del agua con el dedo haciendo de cepillo, y entraba a cepillar el aire en frente de mi boca en círculos pequeños, mientras con el pie derecho bloqueaba la puerta entreabierta del baño en caso de que mamá entrara a decir buenas noches: una de sus mentiras más viejas que había aprendido de chica y que ahora masticaba como un chicle sin sabor.

    Esa mañana, los actores de Recoleta empezaron su rol puntual junto a las bocinas afiladas de los taxis, el catarro de las motos y la caquita de perros diminutos y nerviosos. Los tacos de mamá marcaron el ritmo de la ciudad. Tic, tac: eran dos agujas de reloj pateando cada segundo hacia delante. El perfume de mamá flotaba a nuestro lado como un fantasma con aliento a jazmines oxidados. Era un poder insoportable, capaz de meterse hasta en los picos de las palomas que, confundidas, se llevaban los edificios por delante.

    Camino a la parada del 59, seguí todas las regulaciones maternas, parando en el semáforo en rojo, con los pies sobre la vereda y nombrando las esquinas memorizadas de las calles Quintana, Guido y Vicente López. Cuando llegase el momento de andar sólo, tendría que ir pegado a los edificios para evitar que un auto me metiera adentro. Los secuestros estaban de moda y mamá me había aclarado que no habría dinero para el rescate.

    La cola para el 59 empezaba bajo un árbol enorme, de siglos, de esos a los que les parecen crecer otros árboles. Y la gente también parecía reproducir más gente. Una fila interminable como papel higiénico, todos con cara de culo. El calor humano era compartido, la tos de uno era repetida por otro, y se la pasaban por la fila hasta que volvía a empezar desde el principio. Mamá decía que detestaba mezclarse con esa gente y desperdiciar la frescura del perfume de la misma manera que el sol preferiría no tener que gastar sus rayos en una playa roñosa.

    En frente nuestro, se abrió una pared de hojas otoñales que resultó ser una señora ancha como una cómoda que, al dar vuelta su cuello de tortuga, se me quedó mirando.

    SEÑORA: Qué pestañas tan largas.

    MAMÁ: Las heredó de su madre.

    La señora tortuga sacó un caramelo de la cartera y estiró la mano para dármelo. Era amarillo, seguro que de limón. Mamá lo tomó y lo guardó en el bolsillo del saco. Todo en un simple movimiento, indetectable, a la endulzante velocidad del azúcar. Decía que era para después de la cena, igual que todos los que me sacaba de las bolsitas que me llevaba de los cumpleaños. Mentira típica de una usurpadora. Mamá decía que el azúcar produce comportamientos poco confiables en la gente. Sobre todo en aquellos seres más cercanos. Ni a los caramelos ni a los chupetines ni a los chocolates que me incautó los volví a ver. Y eso que revisé toda la casa mientras dormían. Los cajones de la cocina y los estantes son testigos. Pero no son informantes. Así que yo también mentí y con gusto cuando me empecé a esconder los caramelos de cumpleaños en los calzones. El picor era un sacrificio bien pago. No podía esperar la hora de que me manden a la cama para disfrutar el tesoro.

    Mamá dejó la fila diciendo que se iba a fijar si llegaba el colectivo, cuando en realidad se iba a visitar a su

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